PAUL GROUSSAC
Aunque
nacido en Francia, debe ser considerado, a los efectos literarios, como
argentino. Sus libros tratan de nuestra historia, de nuestros hombres
representativos, de nuestras costumbres y de nuestros paisajes. Groussac es
principalmente un historiador, y en segundo lugar un formidable polemista y un
crítico de historia. Su obra reviste carácter docente en cuanto ha enseñado a
manejar los documentos; ha inculcado entre los escritores de las generaciones
siguientes —aunque ¡ay! predicando a veces en el desierto— el culto de la
seriedad literaria y el odio de la improvisación; y ha mostrado con su ejemplo
que el modo de hacer obra civilizada y europea es supeditar la palabra al
concepto, y no el concepto a la palabra, como es de uso entre los mulatos literarios
de toda América. Ha evocado la época colonial en páginas vivientes y coloridas,
y ha trazado retratos magistrales. Su prosa es elegante, clara, sobria y de una
rara exactitud. Sus mejores libros son: Santiago
de Liniers, Del Plata al Niágara,
Los que pasaban y Mendoza y Garay. Tiene una interesante
novela argentina: Fruto vedado, y ha
publicado unos pocos cuentos. Groussac es, entre nosotros, el escritor de mayor
prestigio.
Los mejores cuentos (Editorial Patria, Buenos Aires,
1919).
Aquella
mañana (mayo de 189...) el célebre doctor Broda, profesor ordinario de
patología mental en la universidad de Praga, según reza el programa semestral —
Psychiatriam bis p. h. h. IX docebit
— alcanzó un verdadero triunfo académico ante los numerosos estudiantes que
rodeaban su cátedra.
No
por esto imaginen mis lectores latinos que se tratara de arranques oratorios a
lo Castelar ni de variaciones retóricas, parecidas a la filosofía para damas de
nuestro Caro, en la Sorbona: enseñanza espumante que en una hora llena la copa
cerebral de cada oyente y se disipa en tres minutos sin dejar en el fondo una
gota de líquido nutritivo. El Dr. Broda era muy amante y respetuoso de la
ciencia para sacrificarla en aras de la fraseología elocuente y teatral.
También es probable que, aunque quisiera, no habría podido ser gracioso.
Realmente, su aspecto no revelaba al parroquiano de Corinto: era un viejecito
seco y nervioso, cuyo cuerpo, retorcido como cepa de vid, flotaba en una
inmensa levita negra; el rostro arrugado y lampiño, de larga nariz inquisidora,
parecía que hubiera reconcentrado todo su capital piloso en las cejas enormes,
donde se enredaban los anteojos inamovibles; sobre la frente baja se erizaba el
corto cabello gris; y de esa cara acorchada, de esa mirada aguda que brillaba
tras el cristal, de esas manos nudosas y ágiles, de ese magro conjunto, que
recordaba a un lobo de los Cárpatos, se desprendía —acaso por el timbre
armonioso de la voz— una impresión de nobleza intelectual y de profunda
simpatía humana.
Habíale
tocado esa mañana concluir su estudio de la locura hereditaria con un cuadro
conmovedor de las impulsiones casi gemelas al suicidio y homicidio. Con su
método habitual, el sabio maestro había dado lectura de cuantos documentos y
extractos de publicaciones trajera de su casa, en la voluminosa cartera que
toda la población de Praga conocía de años atrás; luego se puso a enumerar,
mientras el auditorio taquigrafiaba sus palabras, las observaciones comentadas,
propias y ajenas, fruto las unas de su clínica antigua o nueva, resumen las
otras de su innumerable correspondencia con el universo científico.
No
tengo que analizar aquí esa doctrina psicopatológica, que ha sido desarrollada
por su autor en memorias compactas, presentadas a todas las academias europeas
y escritas en tantas lenguas vivas o muertas, que el ilustre profesor bohemio
desollaba con imparcial intrepidez. Básteme decir que su conclusión teórica,
respecto de aquellas terribles diátesis hereditarias, había dejado entrever la
perspectiva consolante de una posible curación. Sin negar la tremenda
influencia nativa, sin desconocer que las anomalías cerebrales son en
muchísimos casos la lúgubre herencia de los antepasados, él había levantado enfrente
de esa fuerza ciega de la fatalidad, el arma defensiva de la inneidad: la
resultante de la educación, de las costumbres y del tratamiento científico; en
una palabra, había enseñado, al hombre, relativamente libre y capaz con la propia
energía de reaccionar contra la pendiente atávica, labrándose con el tiempo su
propio destino.
En
estos o parecidos términos había el doctor Broda resumido su teoría, y esta
conclusión, marcadamente espiritualista, fue saludada con grandes aplausos y
salvas de pataleos, según el hábito tudesco y eslavo. El Herr Professor se inclinó con la verdadera modestia del talento;
luego abrió y desplegó sobre la mesa un diario que esparció en el ambiente un
violento olor de fumigación, y se puso a leer lo siguiente que, verbum pro verbo, traducimos del
original.
I
“Ha
llegado la hora, memorable para nuestra ciencia, si bien aciaga para el actor
principal, de comunicaros uno de los casos más curiosos y decisivos que
registran los anales neuropáticos. Acaba de morir lejos de la patria austríaca
el último representante de una gran familia magiar, no menos célebre por su
gloria pasada que por la índole singular y el trágico fin de sus individuos
principales.
Entre
mis oyentes no habrá quien no conozca algún hecho dramático, referente a la
familia patricia de Lisznyai. Gracias a mis relaciones científicas, he podido
apuntar en mis registros de Testimonia
las observaciones relativas a cinco miembros de dicha familia, todos
descendientes directos de aquel famoso conde Miklos Eisznyai, que hizo
heroicamente la campaña de Francia contra Napoleón, y se suicidó más tarde, en
Budapest, haciendo brincar su caballo por sobre el parapeto del Danubio. De los
dos hijos que dejó, el menor concluyó también por el suicidio; en cuanto al
mayor, después de una existencia harto agitada, se casó con una mujer adorable
v adorada, a quien mató involuntariamente, según se dijo, en una partida de
caza. Desesperado, no quiso sobrevivir a su desgracia, y se ahorcó en un roble
de su parque. No tengo que recordaros el drama íntimo que tuvo a la vez por
actor y víctima al conde Mor, padre del magnate actual, y por teatro el
castillo señorial de la familia. Todos los diarios reprodujeron, hace veinte
años, los pormenores más o menos auténticos del lúgubre suceso. La condesa Dora
estaba durmiendo en su cuarto matrimonial; se dice que despertó sobresaltada al
ruido de una detonación y halló el cadáver de su marido al pie de la propia
cama. Cuando acudieron los criados, encontraron a la condesa presa de una risa
incoercible: había perdido la razón, y nadie supo de cierto qué preámbulo había
tenido tan espantoso desenlace.
El
único heredero del nombre y de la fortuna era un niño de diez años, el conde
Károli, que fue mandado a Inglaterra para educarse allá, fuera de su país,
lejos de toda influencia y memoria que pudiera recordarle la tradición funesta
de su raza. Yo ejercía entonces la medicina en Budapest; fui consultado por los
tutores y aconsejé que se realizaran al punto todos los bienes territoriales de
la familia y se solicitase al emperador la transferencia de un apellido noble
extinguido, para el heredero inocente de tantos “Atridas”.
Supe
que todo ello se había cumplido: el titulo bohemio de conde Tsanadi fue
atribuido con carácter perpetuo al joven Károli, quien continuó sus estudios en
el colegio de Harrow con el rango y los gustos de un noble huérfano inglés.
Algunos años más tarde, volví a ser consultado respecto de la carrera más sana
para Károli; dijéronme que era entonces un muchacho robusto y alegre,
apasionado de juegos y sports atléticos, como toda la juventud aristocrática de
aquel país: me decidí por la marina —la marina inglesa naturalmente: todo lo
que pudiera alejarle de la atmósfera originaria y contribuyera a transformar su
idiosincrasia, parecíame excelente, indispensable.
Ya
me había dedicado casi por completo a nuestros caros estudios psiquiátricos,
que encierran, a mi ver la filosofía y la sociología del porvenir. Era para mí
indudable que ese pobre muchacho estaba colocado bajo la influencia poderosa,
aunque no invencible, de una herencia mórbida acumulada en tres o cuatro
generaciones. Tenía yo la convicción íntima de que las supuestas extravagancias
o desgracias de sus padres no eran sino accesos fulminantes de locura
impulsiva, suicida u homicida. Era, pues, necesario, a todo trance, defender a
este predestinado, fortificar y completar la comenzada obra, dándole una patria
nueva, otro nombre, otros hábitos, otra alma, en fin, para que doblara ese cabo
funesto de los treinta años en que casi todos sus ascendientes habían
sucumbido.
Pasaron
algunos años; supe que él navegaba en mares lejanos; me le pintaban como un
valiente alférez de la marina inglesa. Se había distinguido en la India y en
Egipto; estaba hecho ya todo un súbdito de Her
Gracious Majesty. Aunque estaba en posesión de su enorme fortuna
patrimonial, nunca había manifestado el deseo de volver a su patria nativa,
cuyo recuerdo parecía completamente borrado de su memoria. Yo tenía su nombre
apuntado en mi registro de observaciones, a continuación del de sus
ascendientes: cada año que pasaba era un argumento más en favor de mi doctrina
científica; pero confieso que no veía llegar sin aprensión la fecha climatérica
en que habría de librarse la gran batalla orgánica.
Hace
dos años casi exactamente, en este mismo mes de mayo, hallábame en mi cuarto de
estudio cuando mi fiel y excelente Gertrudis —disimulad esta alusión doméstica—
me entregó la tarjeta de un desconocido que “quería hablarme a solas”: tuve un
estremecimiento al leer este nombre: conde Károli Tsanadi.
Ya
repuesto, me levanté, coloqué un sillón enfrente de la ventana, muy cerca del
mío, y mandé que hicieran entrar al “desconocido”. Con cierta desenvoltura
cordial presentose un joven alto y robusto, muy rubio, de semblante alegre y
simpático; me disgustó, desde luego, encontrar en su rostro la belleza
proverbial y característica de su familia paterna. Con extrañeza escuché sus
primeras palabras: hablaba el magiar con cierta lentitud, pero con el más
genuino acento danubiano. Me sentí algo contrariado y le contesté en francés,
pretextando mi poca práctica de la lengua húngara. En tanto que se cruzaban los
primeros cumplimientos le seguía observando sin afectación: no notaba ningún
movimiento brusco en su persona, ninguna contracción nerviosa en su cara
risueña; parecía perfectamente equilibrado y dueño de sí.
El
único rasgo particular que detuvo mi atención fue la desigualdad de las orejas;
la derecha era pequeña y perfecta de forma pero casi sin lóbulo y muy adherida;
la izquierda, más ancha y apartada del cráneo, presentaba la punta simiesca muy
visible. También noté con cierta sorpresa que mi “oficial inglés” llevaba en el
ojal de su levita negra la cinta roja y verde de la cruz austríaca de San
Esteban.
Refiriome
algo de su vida pasada, de sus viajes y expediciones por el Asia y el África.
Acababa de dejar el servicio para establecerse en su patria, en sus dominios
señoriales, que quería recuperar... “¡Oh! no todos, rectificó prestamente, al
notar mi expresión asombrada; tan sólo la tierra y el castillo de Tsanadi”. Di
un suspiro de alivio al ver que ignoraba su verdadero nombre. Por lo demás, no
era su intención sepultarse para siempre en la existencia apacible del gentleman farmer, pensaba solicitar un
puesto en la diplomacia; pero, antes de tomar una resolución definitiva, me
había venido a visitar por consejo de su antiguo tutor. —“Seguramente, soy
mayor de edad y dueño absoluto de mis acciones; pero, no teniendo pariente
alguno a quien arrimarme, confieso, señor doctor, que he consagrado a este
honrado tutor mío todos los acatamientos de un hijo adoptivo... El me ha
dirigido a usted... ¡A fe que no estoy enfermo! Sin embargo, me dicen que usted
me ha salvado de una enfermedad nerviosa en mis primeros años y que debo seguir
sus consejos... Yo he venido sobre todo (agregó con un saludo amable) para
expresarle mi agradecimiento”.
Estas
últimas palabras de Károli fueron un rayo de luz. Desde su entrada estaba yo
buscando el medio de arrojarle de esta tierra, para él funesta, donde las
misteriosas influencias hereditarias tenían que envolverle de nuevo en su red
malsana. Era tiempo aún; podíamos arrancarle del círculo de atracción
inconsciente que le había llamado con su mórbido magnetismo... Me acerqué a él,
y afecté examinarle minuciosamente, auscultando su corazón y pulmones como si
no conociera ya de memoria ese organismo de degenerado superior. Concluido el
examen volví a sentarme delante de él, diciéndole:
“No
hay nada que merezca cuidado. Pero le aconsejo a usted que vuelva a navegar un
par de años. Estoy seguro de que su robustez actual es debida a su vida de
marino, al aire tónico del mar...”
Así
continué largo rato, procurando llevar la convicción a su espíritu. Pareciome
que se iba persuadiendo poco a poco, como que mis consejos se ajustaban del
todo a los de su anciano tutor. Se había levantado ya en actitud de despedirse,
cuando volvió a sentarse, como después de tomar una solemne resolución.
—“Señor
doctor (y al hablar mirábame con acento suplicante), le ruego a usted que me
diga la verdad, como a un hombre dispuesto a oírla, por dolorosa que ella sea.
Hace un año quise casarme con una joven de mi rango: todo estaba arreglado con
ella y con los padres, cuando sentí instintivamente que se alzaba contra mi
matrimonio un obstáculo oculto pero invencible...
Una
noche, por fin, quise arrancar la verdad a mi prometida: estábamos solos en su
salón. Ella callaba, en tanto que corrían las lágrimas por sus mejillas;
entonces, en un rapto de pasión frenética, la tomé de la mano con súplica... ¡Oh,
bien sabe Dios que mi violencia aparente era de ternura! —Ella dio un grito tan
desgarrador, desasiéndose de mí con terror tan inexplicable, que quedé
petrificado, como si la tierra hubiera abierto un abismo a mis pies... No volví
a verla... Pues bien, señor, si es cierto que usted conoce la historia de mi
pasado y de mis ascendientes: dígame ¿por qué esa familia despreció mi nombre
ilustre; por qué esa mujer que me amaba rechazó mi amor? ¿Qué misterio hay en
mi destino?”
Entonces
comprendí que era necesario cauterizar sin piedad esa llaga profunda. Ante
aquel dolor varonil hablé varonilmente. No revelé toda la verdad en su horrible
desnudez, no pronuncié la palabra que arranca al hombre su alma misma y le
quita el derecho de vivir entre sus semejantes... Pero sí le confesé sin
efugios que una coincidencia misteriosa, un brusco ataque de epilepsia larvada
había fulminado a varios de sus antecesores; que, sin duda, ésta era la causa
del terror que había inspirado a su futura familia... Y concluí así, alargando
hacia él mi mano derecha:
“Le
juro a usted que si escucha mis consejos, si se aleja por dos años más,
acometiendo nuevamente la vida azarosa y variada del viajero, habrá usted
salvado la época crítica de su vida. Le doy a usted mi palabra de honor que de
allá volverá sano y salvo: deme usted la suya de que no pasará otra semana en
esta ciudad”.
Me
dio la mano derecha y leí en su mirada la promesa de cumplir su juramento.
II
En
efecto, el conde Károli cumplió valientemente la palabra empeñada.
Cada
tres o cuatro meses, recibía yo una carta suya, datada de algún paraje remoto:
unas veces del Tonkin, donde peleó contra los pabellones negros, otras de
Australia, de la costa del Pacífico, de Venezuela. La última recibida, hace
cinco o seis meses, venía de los Estados Unidos: me anunciaba su proyecto de ir
al Brasil, como segundo secretario, de la legación austríaca, agregando estas
palabras singulares: “No piense usted que desisto de lo que le prometí; pero he
notado que circulan en esta América muchos caballeros de industria, exhibiendo
algunos títulos de nobleza desconocidos en el libro heráldico, y para evitar
confusiones y desagrados, he pedido un puesto ad honorem que me ponga así bajo la garantía oficial del representante
austro-húngaro...”
Gracias
a los datos suplementarios que me suministrara el tutor, no me costó vislumbrar
la razón de la repentina susceptibilidad nobiliaria de mi joven amigo: esta
causa no era otra que la hija del ministro brasileño en Washington, quien
estaba en vísperas de volver a su país para tomar un asiento en el Senado de la
nación. La noticia me llenó de júbilo, pues, además de ver así realizado mi
deseo de una larga ausencia del conde, yo consideraba como un factor de
primordial importancia, en mi lucha empeñada contra el mal hereditario, el
hecho de un casamiento con una mujer de raza diferente.
Por
otra parte, parecíame que había pasado ya la hora más crítica. No sólo Károli
me describía alegremente su estado satisfactorio, sino que de cada renglón suyo
se desprendía la salud moral, la esperanza constante y gozosa; la embriaguez de
la vida. Supe, hace quince días, por la vía diplomática, su embarco a bordo del
Potomac, paquete de la carrera entre Nueva York y Río de Janeiro. Esperaba
recibir por momentos el anuncio de su feliz llegada a aquella ciudad,
extrañando que hubiese tardado más que de costumbre en darme cuenta de su
situación; pues nuestra relación, a pesar del rango y la edad, se había
estrechado hasta ser una amistad confiada y cordial. Creía que muy en breve me
hablaría de esa encantadora hija de los trópicos, esa niña brasileña a quien
amaba, Lili, como la decía en recuerdo de la heroína de nuestro poeta nacional
Petoefy...
Pie
aquí la noticia que acabo de encontrar en este diario de Río, el Jornal do Comercio, bajo la fecha del 25
de abril:
¡¡Um
Héroe!!
“Después
de la siniestra noticia que publicamos ayer, lamentando la desgracia que ha
enlutado el hogar del señor conselheiro Barão de Maranhão, tenemos el consuelo
de consignar un rasgo de sublime abnegación que honra a la humanidad entera, y
rodea al nombre de su autor con una aureola de gloria inmarcesible.
“Saben
nuestros lectores que Adela, la hija única del noble consejero, hallábase sobre
la toldilla del vapor, en la noche del 23, contemplando las primeras luces de
la tierra natal en compañía de su madre y del señor conde Károli S.,
recientemente designado para el puesto importante de segundo secretario de la
legación austríaca en este país. Parece que, durante una corta ausencia de la
señora, un pasajero vio a la desgraciada Adela de pie en el banquillo de
estribor y saludando los faros de la bahía; a su lado estaba el joven conde,
quien, al parecer, la sostenía de la mano y demostraba su deseo de que no se
inclinase fuera de la barandilla. Eran las once de la noche; no quedaba ya
pasajero alguno en la toldilla, la luna llena alumbraba el mar tranquilo... ¿Qué
sucedió entonces? ¿Perdió el equilibrio la pobre Adela en sus ademanes de
entusiasmo, al divisar la patria querida? ¿Sufrió en ese instante un vértigo
repentino, que la impelió hacia el abismo? ¡Deus
o sabe! Ningún testigo ha quedado para esclarecer el horrible misterio. De
repente se oyó un grito desgarrador en el silencio de la noche: ¡hombre al
agua! Un oficial vio una sombra que arrojaba al mar una boya de salvamento y se
precipitaba tras ella... A pesar de no caminar el vapor sino a media velocidad,
no pudo detenerse y largar embarcaciones sino después de una media hora. ¡Cuando
se volvió al punto mismo de la catástrofe, el líquido sepulcro cubría, sin una
arruga reveladora, los cadáveres de los desposados en la vida y unidos en la
muerte!
“Al
día siguiente, los buzos de la bahía encontraron los dos cadáveres enlazados en
un supremo abrazo. ¿El joven había sido víctima de su abnegación, o será que no
quiso sobrevivir a la que amaba?
“¡Sublime
y heroico sacrificio! La desconsolada familia del barón de Maranhão tiene en su
profunda amargura el consuelo de saber que la bella niña ha sido amada cual
merecía; ha comprendido toda la grandeza del sentimiento que lanzó a la muerte
al noble extranjero que no ha conocido nuestras playas sino en su última
mirada; ha ordenado que los fúnebres novios sean sepultados juntos en el
sepulcro de la familia. ¡Consuelo al hogar enlutado! ¡Honor eterno al héroe!...”
Después
de concluir esta lectura con alteraba voz, el profesor bajó la cabeza y guardó
silencio por algunos segundos. Al fin, dirigiéndose al auditorio, agregó estas
palabras sencillas sin levantar los ojos:
“Sí,
para mí todo esto es muy triste; quería yo a ese noble joven, y a pesar de
estar acostumbrado a la muerte, siento conmovido mi viejo corazón... Pero
alcemos nuestro pensamiento muy arriba del accidente personal: contemplemos la
ciencia eterna y fecunda. Y bien, señores: la ciencia ha ganado una victoria
decisiva. El conde Károli había destruido el funesto legado de sus
ascendientes. Había salvado hace más de un año el término fatal de la ley
hereditaria. La prueba más evidente de su rehabilitación orgánica, la encuentro
en el rasgo sublime de su última hora. El monstruoso egoísmo, que es el síntoma
infalible de toda demencia emotiva, ha sido reemplazado por la abnegación en
grado heroico. El alma había vencido al cuerpo: ¡la herencia mórbida no es la
ley ineluctable!”
El
profesor Broda levantó la cabeza y, sin escuchar los aplausos que saludaban su
peroración, salió inmediatamente de la vieja universidad Carolina, con sus
cuadernos y diarios debajo de su brazo izquierdo; por primera vez se olvidó de
devolver su saludo al bedel parado en el vestíbulo. Al atravesar el
Karlsbrücke, el gran puente del Ultawa que separa a la moderna Praga de la
antigua, se detuvo un momento y, apoyado en el parapeto, contempló las blancas
colinas de la Bila-Hora, el pintoresco panorama de la ciudad de “las mil
torres” con su dominante palacio de Hradschin: el Moldau, ensanchado como un
lago, rodeaba blandamente las islas de esmeralda; la primavera cantaba en la
tierra verdeciente y en el cielo azul… Entonces murmuró: ¡Pobre Károli! y siguió
caminando hasta su casa de la ribera izquierda.
Al
entrar en su cuarto-biblioteca del segundo piso, cuyo ambiente se mantenía
exactamente a 15 grados Celsius, merced a la encendida estufa, recorrió con una
mirada rápida todo el interior, científicamente arreglado por su cocinera
Gertrudis. El ancho escritorio de nogal, con su escritorio hacia el ángulo
derecho de la carpeta, los muebles severos, las mesas y sillas, todo relumbraba
al sol que penetraba por las dos ventanas abiertas sobre el plácido río.
Estaban
puestos en metódico montón los periódicos y revistas de las cinco partes del
mundo; sobre la carpeta obscura, cuatro o cinco cartas cerradas atraían la
vista. El sabio dejó su sobretodo y su sombrero sobre la única silla libre de
libros o papeles, se introdujo en la bata que halló doblada sobre el respaldo,
y después de encasquetarse el gorro doctoral, que halló en la mesita de la
izquierda debajo de un retrato de Juan Huss, se sepultó con fruición en un
sillón de cuero.
Abrió
y recorrió rápidamente las cartas que estaban en su escritorio, reservando para
lo último una de sobre mayor y bastante voluminosa. Tomola en seguida y tuvo un
gran estremecimiento al reconocer la letra del sobrescrito; sin embargo, rompió
la nema sin apuro y leyó lo siguiente:
Bahía, 20 de
Abril de 189...
Mi querido
doctor:
Desde que me
embarqué, esperaba con ansiedad nuestra llegada a Bahía para escribirle. No
preveía por cierto que habría de decirle lo que usted va a leer. Sólo a usted
puedo abrir mi alma, sin temor de que retroceda horrorizado. La ciencia es
misericordiosa, porque es clarividente.
Por nuestro
viejo amigo de Budapest, sabrá usted qué esperanzas de felicidad me guiaban en
este último viaje. Cerca de mí, durante todas las horas de cada día,
contemplaba embelesado a la que me conducía a su patria, como al puerto seguro
de mi salvación. Nos amábamos —¿por qué surge irresistiblemente esta forma, que
aleja ya nuestro amor a un pasado irrevocable?— edificábamos en paz divina el
aéreo castillo del porvenir, sin divisar una nube en el cielo ni una sombra a
nuestro alrededor. Ninguno de los dos pensaba siquiera en cuál de nuestras
tierras natales levantaríamos nuestro hogar; cada uno decía al otro: mi patria
eres tú...; cuántas veces, sobre cubierta, le pedí que soltara al viento tibio del
trópico una melancólica endecha de su país, que yo repetía con emoción, como si
de mis valles magyares se tratara:
Minha
terra tem palmeiras
Onde
canta o sabiá...
Así pasaron los
días más bellos de mí vida. El sueño ha sido tan delicioso cuanto fugaz.
Escuche usted ahora qué despertar tuve anteanoche. Habíamos subido a la
toldilla, lejos del tumulto, Adela, su madre y yo. El medio disco de la luna
pasaba por lo alto del cielo derramando su líquida plata en las olas
tranquilas; mientras la madre dormitaba, reclinada en un sillón, nosotros,
inclinados en la baranda de popa, seguíamos con placer indecible, como
maravillados niños, los mil festones fosforescentes que dejaba la estela del
buque. Nos hallábamos tan felices con solo mirar este fantástico espectáculo,
sintiendo nuestras manos unidas en la sombra, que no pensábamos en hablar... ¿Para
qué hablar de la dicha, cuando la bebíamos en nuestras miradas y la aspirábamos
en el fresco ambiente nocturno? Poco a poco, sin saber cómo, inconscientemente,
nuestras cabezas se acercaron y mis labios por primera vez encontraron los
suyos...
Experimenté una
conmoción eléctrica que me llenó de angustia y terror. No era la brusca
invasión de la felicidad suprema, sino algo repentino y tremebundo, como el
vértigo de un abismo súbitamente abierto a mis pies. Un largo estremecimiento
sacudió mi cuerpo todo, sentí una oleada de fuego que me subía al cerebro, con
una horrible contracción de la garganta, y se apoderó de mí instantáneamente el
deseo monstruoso, infernal, indomable, de tomar en mis brazos a esta virgen
adorada y arrojarla al mar!... No sé qué ademán esbocé, qué mirada siniestra se
escapó de mi órbita, qué sacrílega palabra murmuré en mi delirio: pero ella
tuvo miedo y no pudo reprimir un grito de horror... La madre estaba ya cerca de
nosotros; no recuerdo qué pretexto discurrió Adela y nos separamos, después de
acompañarlas yo hasta la escalera del salón.
Quedé solo en la
toldilla, y entonces me apareció en todo su espanto la desesperante realidad. A
la luz de ese relámpago, todo lo vi, todo lo comprendí. Era este el estigma
hereditario de mi desconocida familia. ¡Oh esa noche de agonía, pasada toda
entera en mi paseo de sonámbulo sobre la desierta toldilla!... ¡Cómo envidiaba
a los miserables marineros, a los pobres inmigrantes que podían dormir!...
Porque no me hago ilusión respecto de mi estado. No ha sido una alucinación, un
delirio pasajero, que acaso no se repetirá...
Tengo mi plena
conciencia. Mido la profundidad de mi desgracia: siento que en otra noche de
luna, en que tenga cerca de mí a la mujer amada, irresistiblemente sucumbiré...
Estoy condenado a matarla. Fulgura a mi vista la visión de ese momento de dicha
infernal, en que tomaré en mis brazos aquel cuerpo fresco y flexible y lo
miraré caer como una flor arrojada al abismo. No puedo continuar... ¡Estoy
perdido!... Mañana llegamos a Bahía... Buscaré en mi alma la fuerza necesaria
para quedarme en tierra o pedir al capitán que me amarre y me enjaule como una
fiera. Si no recibe usted carta de Río, ni oye referir una espantosa catástrofe,
es que habré sabido morir. ¡Adiós!
Károli.
El
doctor Broda volvió a doblar la carta y permaneció inmóvil algunos minutos, como
abismado en sus reflexiones: estaba, muy pálido, y un movimiento febril sacudía
sus crispadas manos. De pronto, se levantó, fue a su ancho armario, sacó de él
un gran registro de cantoneras metálicas, y lo abrió en una página encabezada
con el apellido de Lisznyai. Leyó una docena de renglones recientemente
escritos debajo de este nombre —y entonces, tomando la pluma sableó la página
con dos enormes rayas cruzadas; luego, con la trémula mano y la ira terrible
del soldado que firma una capitulación, escribió con letras gordas: ¡LA HERENCIA
ES LA LEY!