UN CUARTO PROPIO
I
Pero, dirán ustedes, nosotros le pedimos que hablara
sobre las mujeres y la novela —¿qué tendrá eso que ver con un cuarto propio?
Intentaré explicarlo. Cuando me pidieron que hablase sobre las mujeres y la
novela me senté en la orilla de un río y me puse a pensar lo que esas palabras
querrían decir. Podían significar simplemente unas observaciones sobre Fanny
Burney; otras sobre Jane Austen; un tributo a las Brontë y un esbozo de la casa
parroquial de Haworth bajo la nieve; algunas eventuales ironías sobre Miss
Mitford; una respetuosa alusión a George Eliot; una referencia a Mrs. Gaskell y
asunto concluido. Pero repensándola bien, la empresa no me pareció tan
sencilla. El tema Las mujeres y la novela
puede querer decir, y ustedes pueden querer que quiera decir, las mujeres y lo
que parecen; o si no las mujeres y las novelas que escriben; o tal vez las mujeres
y las novelas que se escriben sobre ellas; o esas tres cosas inextricablemente
mezcladas, y esto último puede ser lo que ustedes quieren que estudie.
Pero, al disponerme a adoptar esa interpretación,
que me parecía la más interesante de todas, pronto advertí que tenía una desventaja
fatal. Nunca podría llegar a una conclusión. Nunca podría cumplir lo que es,
entiendo, el primer deber de un conferenciante: ofrecerles después de una hora
de charla una pepita de verdad pura, que ustedes envolverían en las hojas de
sus libretas y guardarían eternamente sobre el mármol de la chimenea. Sólo
puedo ofrecerles una opinión sobre un tema menor: para escribir novelas, una
mujer debe tener dinero y un cuarto propio; y eso, como ustedes verán, deja sin
resolver el magno problema de la verdadera naturaleza de la mujer y la
verdadera naturaleza de la novela.
He eludido el deber de arribar a una conclusión; las
mujeres y la novela son dos problemas que no he resuelto. Pero en compensación
trataré de mostrarles cómo he llegado a esa opinión sobre el dinero y el cuarto
propio. Voy a desarrollar ante ustedes, con toda la plenitud y franqueza
posibles, el proceso mental que me condujo a ella. Si expongo las ideas o los
prejuicios que respaldan esa tesis, ustedes acabarán por reconocer que ellas
tienen alguna relación con las mujeres y la novela. Sea lo que fuere, cuando un
tema es muy discutible —y cualquier tema donde interviene el sexo lo es— nadie
puede esperar decir la verdad. Sólo es posible referir de qué modo uno ha llegado
a una opinión. Sólo es posible dar al auditorio la oportunidad de formarse
opiniones individuales, al observar las limitaciones, los prejuicios, las
idiosincrasias del conferenciante. En este caso, los hechos son menos
verdaderos que la ficción. Por eso, aprovechando todas las libertades y
licencias del novelista, les contaré la historia de los dos días que
precedieron a mi llegada —cómo, agobiada por el peso del tema que ustedes han
cargado sobre mis hombros, lo repensé y lo entreveré con mi vida diaria. No
preciso decir que lo que voy a describir no tiene existencia: Oxbridge es una
invención, Fernham también, “yo” no es más que un símbolo cómodo para alguien
que no existe realmente. De mis labios fluirán mentiras, pero tal vez se
mezclará con ellas alguna verdad; a ustedes les toca buscar esta verdad y
resolver si vale la pena guardarla. Si no, claro que arrojarán el conjunto al
canasto de los papeles y lo olvidarán para siempre.
Ahí estaba yo (díganme Mary Beton, Mary Seton, Mary
Carmichael, o el nombre que se les antoje —todo es igual) sentada a la orilla
de un río, hace un par de semanas, en el hermoso tiempo de octubre, absorta en
mi pensar. Ese yugo de que les hablé —las mujeres y la novela, la obligación de
resolver de alguna manera un problema que despierta tantas pasiones y
prejuicios— doblaba mi cabeza hacia el suelo. A derecha e izquierda, unas
malezas coloradas y de oro, brillaban con un tinte de fuego, y hasta parecían
arder con un calor igual. En la ribera opuesta, lloraban los sauces en perpetua
lamentación, la cabellera desatada sobre los hombros.
El río reflejaba lo que quería de cielo y puente y
árboles ardiendo, y cuando el estudiante había deslizado su bote por los
reflejos, éstos se juntaban de nuevo, absolutamente, como si él no hubiera
existido nunca. Ahí, mientras las horas giraban en el reloj, uno podía
ensimismarse en su pensamiento. El pensamiento —para darle un nombre más
orgulloso del que merecía— había hundido su línea en la corriente. Oscilaba,
minuto tras minuto, de un punto a otro entre los reflejos y los yuyos,
dejándose levantar y hundir por el agua, hasta —ustedes ya conocen el tironcito—
la brusca aglomeración de una idea en la punta del aparejo, y después la subida
cautelosa y la cuidadosa atracción. Ay de mí, qué insignificante y pequeño
parecía ese pensamiento mío en el césped: el pez que un buen pescador restituye
al agua para que engorde, y algún día valga la pena cocinarlo y comerlo. No
quiero molestarlos ahora con ese pensamiento; si se fijan bien, ya lo descubrirán
en lo que diré.
Pero por pequeño que fuera, tenía sin embargo esta
propiedad misteriosa: restituido a la mente, se transformó de golpe en algo muy
interesante y precioso, y al hundirse y dardear y zigzaguear y chisporrotear,
promovió tal remolino de ideas que me fue imposible estar quieta. Fue así que
me encontré caminando con suma rapidez por un cantero de césped. Inmediatamente
la figura de un hombre se me cruzó. Al principio no comprendí que esas
agitaciones de un objeto rarísimo, con un frac y camisa de etiqueta se dirigían
a mí. Su cara manifestaba indignación y horror. El instinto más bien que la
razón vino en mi ayuda: él era un Bedel; yo una mujer. Éste era el césped;
aquel el camino. Sólo el Profesorado y el Magisterio puede andar por aquí; el pedregullo
es mi lugar. Esos pensamientos fueron la obra de un instante. En cuanto regresé
al camino los brazos del Bedel descendieron, la cara se calmó y aunque mejor es
pisar césped que pisar pedregullo, nada irreparable había sucedido. La única
querella que yo pude haber entablado contra el Profesorado y el Magisterio de
aquel colegio era que para proteger su césped, alisado durante trescientos
años, habían espantado mi pescadito.
No puedo recordar cuál fue la idea que me impulsó a
esa violación. El espíritu de la paz descendió del cielo como una nube, porque
si el espíritu de la paz habita en algún lado, es en los patios y en los atrios
de Oxbridge, una mañana hermosa de octubre. Caminando por esos colegios a
través de esas viejas aulas, toda la aspereza del presente parecía alisada; el
cuerpo estaba como guardado en una milagrosa vitrina impenetrable a cualquier
sonido, y la mente, libre de todo contacto con los hechos (salvo que uno
volviera a pisar el césped), podía serenamente emprender la meditación que
condecía con el momento. Quiso el azar, que el recuerdo perdido de un antiguo
ensayo sobre una visita a Oxbridge en las vacaciones me hiciera pensar en
Charles Lamb —en Saint Charles, como dijo Thackeray, poniendo sobre su cabeza
una carta de Lamb. La verdad, es que de todos los muertos (les doy mis
pensamientos como fueron llegando), Lamb es el más simpático; es aquel a quien
yo hubiera querido decir: Cuénteme cómo escribió sus ensayos. Sus ensayos
aventajan aún a los de Max Beerbohm, pensé, con toda su perfección, por ese
inexplicable destello de imaginación, por esa grieta genial o relámpago que los
raja por la mitad y los deja imperfectos y mutilados, pero constelados de
poesía. Hará cien años que Charles Lamb vino a Oxbridge. Lo cierto es que
compuso un ensayo —el nombre se me escapa— sobre un manuscrito de Milton que
leyó aquí. Era tal vez el Lycidas, y
Lamb se escandalizó de que cualquier palabra del Lycidas pudo no haber sido la misma que ahora es. Le parecía un
sacrilegio que Milton se atreviera a modificar las palabras de aquel poema.
Esto me llevó a recordar lo que pude de Lycidas
y a distraerme en adivinar qué palabra corrigió Milton y por qué causas.
Entonces recordé que el manuscrito revisado por Lamb distaba apenas unos
centenares de yardas, de modo que uno podía repetir a través del patio los
pasos de Lamb hasta la biblioteca famosa donde está guardado el tesoro. Además,
recordé, al poner ese plan en ejecución, que en esa biblioteca famosa también
se guarda el Esmond manuscrito de
Thackeray. Los críticos repiten que Esmond
es la novela más perfecta de Thackeray. Pero si no me engaño, el estilo
afectado con su remedo del siglo dieciocho, resulta incómodo, salvo que la
manera dieciochesca fuera natural en Thackeray —hecho que se podría verificar
mirando el manuscrito y comprobando si los cambios son de contenido, o de
estilo. Pero antes habría que determinar cuál es el contenido, cuál el estilo,
problema que... pero ahí estaba yo en la puerta misma de la biblioteca. Debo
haberla abierto, porque inmediatamente surgió, como un ángel guardián, vedando
el camino, con una agitación de ropaje negro en lugar de alas blancas, un
caballero suplicante, plateado v bondadoso, que deploró en voz baja, al
despedirme, que la entrada a la biblioteca sólo fuera permitida a señoras
acompañadas por un profesor del Colegio o provistas de una carta de
presentación.
Que una mujer haya maldecido una biblioteca famosa,
es asunto del todo indiferente a la biblioteca famosa. Tranquila y venerable,
con sus muchos tesoros guardados en su seno con triple llave, duerme con
majestad y puede, por mi parte, seguir durmiendo así para siempre. Nunca
despertaré esos ecos, nunca volveré a postular esa hospitalidad, juré indignada
al bajar los escalones. Faltaba una hora para el almuerzo ¿qué iba yo a hacer?
¿Vagar por el parque, sentarme en la ribera? Indiscutiblemente era una hermosa
mañana de otoño; las hojas coloradas caían sin el menor apuro a la tierra, me
daba lo mismo hacer una cosa o la otra. Pero a mis oídos llegó una música.
Algún servicio religioso o función estaba celebrándose. Cuando pasé junto a la
puerta de la capilla, el órgano se quejaba magníficamente. En ese aire sereno
la pena del Cristianismo era más el recuerdo de una pena que una pena presente,
y hasta el rezongo de aquel órgano antiguo estaba saturado de paz. Yo no tenía
ganas de entrar ni tal vez el derecho, y esta vez el sacristán podía detenerme,
pidiéndome, quizá, la fe de bautismo, o una presentación firmada por el Deán.
Pero el exterior de estos espléndidos edificios suele no ser menos hermoso que
el interior. Además, era bastante divertido espiar la multitud de los fieles,
entrando y saliendo, atareados en la capilla como abejas en la boca de la
colmena. Muchos estaban de capa y birrete; algunos con estolas de piel sobre
los hombros; otros llegaban en sillas de ruedas; otros, aunque no habían pasado
la cuarentena, estaban arrugados y aplanados en formas tan extrañas que hacían
pensar en los cangrejos gigantes que se arrastran penosamente sobre la arena de
un acuario. Al recostarme contra el muro la Universidad me parecía un santuario
donde se conservan especies raras que se extinguirían muy pronto si tuvieran
que luchar por su vida en el asfalto del Strand. Cuentos viejos de viejos
decanos y viejos deanes volvieron a mi mente, pero antes que yo juntara coraje
para silbar —se susurraba que al oír un silbido el viejo Profesor X. salía
inmediatamente al galope— la venerable congregación había entrado. Me quedaba
el exterior de la capilla. Como es sabido, sus elevadas cúpulas y pináculos se
pueden ver, iluminadas de noche y visibles por leguas a la redonda, desde las
sierras, como un velero que siempre viaja y no llega nunca. Antaño,
verosímilmente, este patio, con sus canteros lisos de césped, sus edificios
sólidos y la misma capilla no eran más que un pantano, donde se agitaban los
pastos y hocicaban los cerdos.
Yuntas de bueyes y de caballos, pensé, deben haber
arrastrado en carros la piedra desde lejanos condados, y luego, con trabajo
infinito los bloques grises a cuya sombra estoy fueron apilados unos encima de
otros, y después los pintores trajeron cristal para las ventanas, y los
albañiles estuvieron atareados siglos y siglos en aquel techo con masilla y
mezcla, palas y picos. Todos los sábados, alguien había volcado un bolsón de
oro y plata en sus puños antiguos, porque es de imaginar que en las tardes
tenían su cerveza negra y sus bochas. Un inacabable río de oro y plata, pensé,
debe haber fluido en este patio perpetuamente para que siguieran llegando las
piedras y trabajando los albañiles: para nivelar, para zanjar, para cavar y
para drenar. Pero aquella era la época de la fe, y se derramaba dinero
liberalmente para levantar esas piedras sobre un cimiento sólido y cuando
fueron levantadas las piedras, fluyó más dinero de los cofres de reyes y de
reinas y de grandes nobles para que finalmente aquí se cantaran himnos y
aprendieran los estudiosos.
Tierras fueron cedidas; se pagaron diezmos. Y cuando
pasó la época de la fe y llegó la época de la razón, prosiguió el río de oro y
plata: se dotaron becas, se fundaron cátedras, sólo que el oro y la plata ya no
fluían de los cofres del rey, sino de las arcas de industriales y mercaderes,
de las carteras de hombres que habían hecho, digamos, una fortuna con la industria,
y devolvían buena parte en sus testamentos, para más cátedras, más cursos, más
becas en la universidad donde habían aprendido su oficio.
De ahí los laboratorios y bibliotecas; los
observatorios; la espléndida instalación de instrumentos costosos y delicados,
que ahora están en vitrinas, donde hace siglos se agitaban los pastos y
hocicaban los cerdos. Ciertamente, al recorrer el patio, el cimiento de oro y
de plata me parecía muy profundo: el pavimento ahogaba con solidez el pasto
silvestre. Hombres con bandejas en la cabeza se atareaban de escalera a
escalera. En las macetas de los balcones florecían charros capullos. De las
habitaciones internas salían acordes de fonógrafo. Era imposible no pensar —el
pensamiento, fuera el que fuere, se cortó. Sonó el reloj. Era la hora de buscar
el almuerzo.
Es un hecho curioso que a los novelistas les gusta
hacernos creer que los almuerzos son invariablemente memorables por algo
graciosísimo que se dijo, o algo muy prudente que se hizo. Pero es raro que
concedan una palabra a lo que se comió. Forma parte de la convención
novelística no hablar de sopa ni de salmón ni de patos, como si la sopa y el
salmón y los patos carecieran de toda importancia; como si nadie hubiera fumado
un cigarro o bebido un vaso de vino. Ahora sin embargo, me tomaré la libertad
de desafiar esa convención y de contarles que unos lenguados inauguraron ese
almuerzo, unos lenguados sumergidos en una fuente honda, sobre los cuales el
cocinero del Colegio había extendido una capa de blanquísima crema, aunque la jaspeaban
borrones pardos como las manchas en el pelo de una cierva. Después llegaron las
perdices, pero si esto sugiere una yunta de pájaros pelados y pardos en una
fuente, mucho se equivocan ustedes. Las perdices varias y múltiples llegaron
con su debida escolta de salsas y ensaladas, las picantes y las dulces, todas
en orden; sus papas, finas como fichas pero no tan duras; sus repollitos
brotados como botones de rosa pero más suculentos. Y no bien hubimos cumplido
con el asado y su escolta, el silencioso servidor, quizá el mismo Bedel en una
encarnación más tranquila, erigió, festoneado de servilletas un postre que
nació todo azúcar de las olas. Llamarlo budín y vincularlo con arroz y tapioca
sería un insulto. Mientras tanto las copas de vino se habían sonrojado y
dorado; vaciado y colmado. Y de ese modo se encendió gradualmente, en mitad de
la médula que es el asiento del alma, no esa dura lucecita eléctrica que
llamamos brillo y que entra y sale de los labios, sino aquel otro más profundo,
sutil, y subterráneo resplandor que es la rica llama amarilla del trato
racional. A qué apurarse. A qué chispear. A qué ser otro y no uno mismo. Todos
vamos juntos al cielo y nos acompaña Vandyck —en otras palabras, qué buena
parecía la vida, qué gratas sus recompensas, qué trivial esa queja o aquel
rencor, cuán admirables la amistad y la sociedad de los semejantes, mientras al
encender un buen cigarrillo uno se hundía entre los almohadones del asiento de
la ventana.
Si la casualidad me hubiera deparado un cenicero, si
a falta de cenicero no hubiera tirado la ceniza por la ventana, si las cosas
hubieran sido algo distintas de lo que fueron, yo verosímilmente no hubiera
visto un gato sin cola.
La vista de ese abrupto y mutilado animal
atravesando cautelosamente el patio alteró el tono emocional para mí, por algún
azar subconsciente. Fue como si alguien hubiera corrido una cortina. Tal vez el
excelente vino del Rhin estaba aflojando. Lo cierto es que al mirar al gato
rabón detenerse en mitad del césped como si él también interrogara el universo,
algo faltaba, algo me pareció distinto. Pero ¿qué faltaba, qué era distinto, me
pregunté, oyendo la conversación? Y para responder a esa pregunta, tuve que
imaginarme fuera del cuarto, restituida al pasado, antes de la guerra, y tuve
que proponer a mis ojos el simulacro de otro almuerzo servido en unas
habitaciones no muy lejanas de éstas; pero distinto.
Todo era distinto. Mientras tanto seguía la
conversación entre los comensales, que eran muchos y jóvenes, unos de un sexo,
otros de otro; seguía con entusiasmo, seguía desembarazada y feliz. Yo la
destaqué sobre el fondo de aquella otra conversación, y al comparar las dos, no
tuve duda de que esta era la descendiente, la heredera legítima de la otra.
Nada había cambiado; nada era distinto sino —aquí escuché aguzando el oído no
lo que se decía, sino la corriente de fondo. Sí, era eso, el cambio estaba ahí.
Antes de la guerra, en un almuerzo como éste, la gente hubiera dicho las mismas
cosas pero hubieran sonado distintas, pues en aquellos días las acompañaba una
especie de zumbido, no articulado sino musical e incitante, que modificaba el
valor propio de las palabras. ¿Sería posible ponerle letra a aquel zumbido? Tal
vez con ayuda de los poetas. Había un libro a mano y di casualmente con
Tennyson. Hallé que
Tennyson estaba cantando:
There has fallen a splendid tear
From the passion flower at the gate.
She is coming, my dove, my dear;
She is coming, my life, my fate;
The red rose cries, “She is near, she is near”;
And the white rose weeps, “She is late”;
The larkspur listens, “I hear, I hear”;
And the lily whispers, “I wait”.
¿Y era esto lo que tarareaban los hombres en los
almuerzos antes de la guerra? ¿Y las mujeres?
My heart is like a singing bird
Whose nest is in a water’d shoot;
My heart is like an apple tree
Whose boughs are bent with thick — set fruit;
My heart is like a rainbow shell
That paddles in a halcyon sea;
My heart is gladder than all these
Because my love is come to me.
¿Y era esto lo que tarareaban las mujeres en los
almuerzos antes de la guerra?
Había algo tan absurdo en imaginarse personas
tarareando cosas así sotto voce en
los almuerzos antes de la guerra, que solté la carcajada y tuve que explicar mi
risa señalando al gato rabón, que realmente parecía un poco ridículo, pobre
animal, sin cola, en mitad del césped. ¿Había nacido así o habría perdido la
cola en un accidente? Los gatos rabones, aunque se dice que hay algunos en la
isla de Man, son muy poco frecuentes. Es un animal singular, más raro que lindo.
Es asombroso la diferencia que hace una cola —ustedes saben lo que se dice,
cuando una reunión se está disgregando y las personas buscan sus abrigos y sus
sombreros.
Ésta, gracias a la hospitalidad del dueño de casa,
se había prolongado hasta la tarde. El hermoso día de octubre se iba borrando y
al atravesar la alameda las hojas caían de los árboles. Puerta tras puerta se
cerraba a mi espalda, mansa e irrevocablemente. Innumerables bedeles calzaban
innumerables llaves en cerraduras bien aceitadas; la casa del tesoro ya estaba
segura por otra noche.
De la avenida se sale a un camino —he olvidado su
nombre— que conduce, si uno no se equivoca, a Dernham. Pero había tiempo de
sobra. La comida era recién a las siete y media. Después de semejante almuerzo
uno casi podía prescindir de comida. Es extraño de qué modo un retazo de poesía
puede trabajarnos la mente y hace que las piernas se muevan a compás en el
camino. Las palabras:
There has fallen a splendid tear
From the passion — flower at the gate.
She is Corning my dove, my dear.
me avivaban la sangre, al caminar rápidamente a Headingley. Y
después, pasándome a la otra cadencia, canté, donde la presa bate las aguas:
My heart is like a singing bird
Whose nest is in a water’d shoot;
My heart is like an apple tree...
¡Qué poetas, grité en voz alta, como se grita en el
crepúsculo, qué poetas aquéllos! Celosa, tal vez, del honor de nuestra época,
me puse a pensar (aunque ya sé que tales comparaciones son irrisorias) si
honradamente podríamos enumerar dos poetas vivos tan grandes como antes
Tennyson y Cristina Rossetti. Claro que es imposible, pensé, los ojos puestos
en el agua espumosa. Si aquella poesía nos mueve a un tal abandono, a un tal
éxtasis, es precisamente por celebrar emociones que uno solía tener (tal vez en
los almuerzos de la preguerra), de modo que uno responde fácilmente,
familiarmente, sin tomarse el trabajo de analizar el sentimiento o de
compararlos con los que uno ahora tiene. Pero los poetas contemporáneos
expresan una emoción que está formándose ahora y que nos están arrancando. En
primer lugar uno suele no reconocerla; muchas veces uno la teme, la vigila con
desconfianza y la compara celosa y sospechosamente con la emoción antigua y ya
familiar. De ahí la dificultad de la poesía moderna, y esa dificultad es la que
nos impide recordar arriba de dos versos consecutivos de cualquier poeta
moderno. Esa razón —el fracaso de mi memoria— hizo que el argumento se
detuviera por falta de material. Pero ¿por qué, (proseguí yo, caminando hacia
Headingley) hemos dejado de tararear sotto
voce en almuerzos y fiestas? ¿Por qué Alfredo ha cesado de cantar:
She is coming my dove, my
dear?
¿Por qué ya no responde Cristina:
My heart is gladder than all these
Because my love is come to me?
¿Diremos que la guerra tiene la culpa? ¿Cuando se
dispararon los cañones de agosto de 1914, hombres y mujeres se vieron las caras
tan bien que murió la ilusión? Ciertamente fue un golpe (en especial para las
mujeres ilusionadas con la virtud de la educación) ver las caras de nuestros
gobernantes a la luz del fuego de las granadas. Tan feos parecían —alemanes,
ingleses, franceses— tan estúpidos. Pero sea la culpa de quien sea, o venga de
donde venga, el hecho es que la ilusión que impelió a Tennyson y a Cristina
Rossetti a celebrar tan apasionadamente la venida de sus amores es mucho más
rara ahora que entonces. Basta leer, examinar, escuchar, recordar. ¿Pero a qué
hablar de culpa? Si se trataba de una ilusión ¿por qué no celebrar la catástrofe
que le dio muerte y puso en su lugar la verdad? Pues la verdad... esos puntos
suspensivos marcan el sitio donde yo, en busca de la verdad, equivoqué el
recodo que lleva a Fernham.
¿Qué es verdad y qué es ilusión? me pregunté. Por
ejemplo ¿cuál era la verdad de esas casas vagas y festivas ahora con sus
ventanas rojas en el crepúsculo, pero crudas y coloradas y sórdidas, con sus
dulces y sus botines, a las nueve de la mañana? Y los sauces y el río y los
jardines que bajan al río, vagos ahora con la intrusa neblina, pero de oro y
rojos a la luz del día —¿cuál era su verdad y cuál su ilusión?
Les perdono las torceduras y las vueltas de mis
meditaciones, porque a ninguna conclusión arribé en el camino a Headingley, y
les ruego que supongan que pronto descubrí mi error, y dirigí mis pasos a
Fernham.
Ya dije que era un día de octubre. No me atrevo a
perder el respeto de ustedes y a comprometer el buen nombre de la literatura
cambiando la estación y describiendo lilas que penden de los muros de los jardines,
retamas, tulipanes y otras flores de primavera. La literatura debe atenerse a
los hechos, y cuanto más reales los hechos mejor la literatura —según nos
dicen. Por consiguiente era todavía el otoño y seguían amarillas las hojas y
caían tal vez un poco más ligero que antes, porque ya era de tarde (justo las
siete y veintitrés) y se había levantado una brisa, (del sudoeste para ser más
exacto). Pero algo raro
estaba sucediendo:
My heart is like a singing bird
Whose nest is in a water’d shoot;
My heart is like an apple tree
Whose boughs are bent with thick-set fruit.
Quizá los versos de Cristina Rossetti fueran algo
culpables del extravagante capricho — claro que no era más que un capricho— de
que la lila sacudía sus flores sobre las verjas de las quintas, y las mariposas
color azufre iban de un lado a otro y el polvo del polen estaba en el aire.
Sopló un viento, no sé de qué lado del horizonte, pero levantó las hojas
recientes y hubo en el aire un destello de plata gris. Era el momento entre dos
luces en que los colores padecen su intensificación y oros y púrpuras arden en
los cristales de las ventanas como el latido de un corazón susceptible; en que
por alguna razón la belleza del mundo revelada y sin embargo a punto de perecer
(aquí entré en el jardín porque imprudentemente habían dejado la puerta abierta
y no se divisaba ningún Bedel) la belleza del mundo que está a punto de
perecer, tiene dos filos, uno de risa, otro de angustia, partiendo en dos el
corazón. Los jardines de Fernham se dilataban ante mí en el crepúsculo de
primavera, agrestes y abiertos, y en el pasto largo, salpicadas y
descuidadamente arrojadas, había campánulas y narcisos, nunca muy ordenadas, y
ahora sopladas por el viento y agitándose mientras tironeaban de sus raíces.
Las ventanas del edificio, redondas como ventanas de barco entre olas generosas
de ladrillo rojo, pasaron del limón al plata bajo el vuelo de las apresuradas
nubes de primavera. Alguien estaba en una hamaca, alguien, pero en esta luz no
eran más que espectros, entre adivinados y vistos, que corrían sobre la hierba
—¿nadie la detendría?— y luego en la terraza, como si emergiera para respirar,
para dar un vistazo al jardín, llegó una figura encorvada, formidable aunque
humilde, con la gran frente y el traje raído —¿sería acaso la famosa humanista,
sería acaso J. H. en persona? Todo era vago, pero intenso también, como si el
velo corrido por el crepúsculo sobre el jardín hubiera sido desgarrado en dos
por una estrella o por una espada —el destello de alguna atroz realidad
saltando, como suele saltar, del mismo corazón de la primavera. Porque la
juventud...
Aquí estaba mi sopa. En el gran comedor estaban
sirviendo la cena. Lejos de estar en primavera estábamos en una tarde de
octubre. Todos estaban congregados en el gran comedor. Aquí estaba la sopa. Era
una sencilla sopa de caldo. Nada en ella para estimular la imaginación. A
través del líquido se hubiera trasparentado cualquier dibujo del plato. Pero no
había dibujo. El plato era liso. Vino después la carne con su acompañamiento de
papas y verduras —una trinidad casera, evocadora de ancas de vacas en un
mercado barroso, y repollos rizados de borde amarillento, y regateos y
pichinchas, y mujeres con bolsas de red el lunes de mañana. No nos podíamos
quejar del diario alimento de la naturaleza humana, ya que la ración era
suficiente, y sin duda los mineros no exigían tanto.
Después hubo ciruelas y crema. Y si alguien protesta
que las ciruelas, aunque las alivie la crema, son una legumbre sin alma (fruta
no son), guascudas como el corazón del avaro y segregando un líquido como el
que debe circular por las venas de avaros que durante ochenta años se han
privado de vino y de calor, y no los han dado a los pobres, debe reflexionar
que hay personas cuya caridad no se arredra ante la ciruela. Hubo después
bizcochos y queso, y luego circuló profusamente la jarra de agua, porque es muy
propio de los bizcochos la sequedad, y estos eran bizcochos hasta la médula.
Eso era todo. Había terminado la cena. Todos retiraron sus sillas; las puertas
giratorias oscilaron violentamente; el hall se vació de todo rastro de comida y
lo prepararon sin duda para el desayuno del día siguiente. Por corredores y
escaleras, la juventud de Inglaterra salió golpeando puertas y cantando. Y era
propio en un huésped, un forastero (porque yo en Fernham gozaba de tan poco
derecho como en Trinity o Somerville o Girton o Newnham o Christchurch),
opinar: “La comida ha sido buena” o preguntar (ahora estábamos, Mary Seton y
yo, en su salita): “¿No podíamos haber comido aquí las dos solas?” porque si yo
hubiera dicho algo así, hubiera estado entrometiéndome en la economía secreta
de una casa que presenta a los forasteros una fachada de alegría y valor.
No, imposible decir nada. Por un momento la
conversación se detuvo. La máquina humana siendo lo que es —cerebro, cuerpo, y
corazón todos entreverados, y no recluidos en compartimentos aislados como sin
duda lo estarán en otro millón de años— una buena comida es muy importante para
una buena conversación. Uno no puede pensar bien, amar bien, dormir bien, si
uno ha comido mal. La lámpara en la médula no se enciende con carne hervida y ciruelas.
Todos tal vez iremos al cielo, y quizá Vandyck nos está esperando en la
esquina: tal es el vacilante y problemático estado de alma que las ciruelas y
la carne hervida engendran al cabo de la jornada. Felizmente mi amiga, que era
profesora de química, guardaba en un aparador una botella chata y unos vasitos
—(pero faltaba la perdiz y el lenguado)— de modo que pudimos acercarnos al
fuego y corregir alguna deficiencia del vivir de aquel día. En un minuto o dos,
nos estábamos deslizando por aquellos motivos de interés que nacen de la
ausencia de una persona determinada y requieren más tarde una discusión —como
alguien se ha casado, otro no; uno piensa tal cosa, otro aquello; uno está
desconocido de bueno, otro echado a perder— con todas aquellas especulaciones
sobre la naturaleza humana y el carácter del asombroso mundo en que vivimos que
surgen naturalmente de tales principios.
Mientras decíamos esas cosas, percibí con alguna
vergüenza una corriente que se imponía sola y que todo lo dirigía a su propio
fin. Daba lo mismo hablar de España o de Portugal, de caballos de carrera o de
libros, porque el interés verdadero no era ninguna de esas cosas, sino una
escena de albañiles en un techo alto, hace quinientos años. Reyes y nobles
traían tesoros en grandes bolsas y las vaciaban bajo tierra. Esta escena se
animaba y volvía a animarse en mi mente y a colocarse junto a otra de vacas
flacas y un mercado barroso y verduras marchitas y áridos corazones de viejos —esos
dos cuadros, diversos, descosidos y disparatados como eran, estaban
enfrentándose siempre y sustituyéndose y me tenían del todo a su merced. Lo
mejor para no deformar todo el diálogo era exponer al aire lo que yo tenía en
la mente y dejar que se borrara y se deshiciera como la cabeza del rey muerto
cuando abrieron el féretro en Windsor. En pocas palabras, le hablé a Miss Seton
lo de los albañiles que habían estado todos esos años en el techo de la
capilla, y de los reyes y reinas y nobles cargando bolsas de oro y de plata que
vaciaban bajo la tierra; y cómo después los magnates financieros de nuestro
tiempo, fueron llegando y depositando cheques y acciones, imagino, donde los
otros habían depositado lingotes y toscas masas de oro. Todo eso, dije, yace
debajo de esos colegios ¿pero qué yacerá bajo este colegio en que estamos, bajo
el vistoso ladrillo rojo y el pasto descuidado del jardín? ¿Qué fuerza había
detrás de esa porcelana lisa en la que comimos, y (esto me salió de la boca sin
que lo pudiera atajar) detrás de la carne hervida, la crema y las ciruelas?
Bueno, comenzó Mary Seton, hacia el año 1860 —Ah,
pero usted ya conoce la historia, dijo aburrida de tener que contarla. Y me la
contó: alquilaron piezas. Se celebraron reuniones. Dirigieron sobres.
Redactaron circulares. Convocaron asambleas; leyeron cartas en voz alta: Fulano
ha prometido tanto: Mengano, en cambio, no quiere dar un centavo. La Saturday Review ha estado muy grosera.
¿Cómo hacernos de un capital para sostener las oficinas? ¿Haremos una rifa? ¿No
podríamos encontrar una muchacha bonita para sentarla en primera fila? Veamos
lo que ha dicho sobre eso John Stuart Mill. ¿Nadie podría conseguir que el
director del X. publicara una carta? ¿No la firmaría Lady N.? Lady N. está en
el campo. De ese modo, hará sesenta años, se fueron manejando las cosas, y fue
un tremendo esfuerzo, y tomó muchísimo tiempo. Y sólo al cabo de una larga
lucha y con las mayores dificultades consiguieron reunir treinta mil libras.
De modo, dijo, que no podemos darnos el lujo de
vinos y perdices y sirvientes con fuentes en la cabeza. No podemos tener
divanes y cuartos propios. “Las amenidades”, dijo, citando algún libro,
“tendrán que esperar”.
Pensando en todas esas mujeres trabajando años y
años y matándose para juntar dos mil libras, y no pasando entre todas de
treinta mil, nos indignó la culpable pobreza de nuestro sexo. ¿Qué habían
estado haciendo nuestras madres para dejarnos pobres?, ¿empolvándose la nariz?,
¿mirando vidrieras?, ¿pavoneándose al sol en Monte Carlo? Había algunas
fotografías en la chimenea. La madre de Mary —si el retrato era de ella— era
tal vez una derrochadora en sus ratos de ocio (tuvo trece hijos de un pastor
protestante) pero su vida relajada no se traduce mucho en sus rasgos. Era una
mujer insignificante; una señora de edad con un chal escocés prendido con un
gran camafeo; y estaba sentada en una silla de paja, animando a un perrito a
mirar la máquina, con el aire divertido pero forzado de la persona que está
segura de que el animal se moverá en cuanto aprieten la perilla. Si se hubiera
entregado a los negocios, si hubiera sido un fabricante de seda artificial o un
magnate de la Bolsa; si hubiera dejado doscientas o trescientas mil libras a
Fernham, estaríamos cómodas esta noche y el tema de nuestro diálogo pudo haber
sido arqueología, botánica, antropología, física, la naturaleza del átomo,
astronomía, matemáticas, relatividad, geografía. Si sólo Mrs. Seton y su madre
y su madre antes que ella hubieran aprendido el gran arte de hacer dinero, y
hubieran dejado su dinero, como sus padres y abuelos y bisabuelos, para fundar
colegios y cátedras y premios, y becas destinadas al uso de su sexo, hubiéramos
cenado muy tolerablemente las dos un plato de ave y una botella de vino;
hubiéramos previsto sin una confianza indebida un porvenir ameno y honroso al
amparo de una profesión generosamente rentada. Hubiéramos estado explorando o escribiendo;
haraganeando por los lugares venerables del mundo; sentadas meditando, en las
gradas del Partenón, o encaminándonos a una oficina a las diez y volviendo con
toda comodidad a las cuatro y media a borronear algunos versos. Pero si Mrs.
Seton y las otras se hubieran dedicado desde los quince años a los negocios no
hubiera habido —ahí estaba la falla del argumento— ninguna Mary. ¿Qué opinaba
Mary de eso? le pregunté. Ahí entre las cortinas estaba la noche de octubre,
quieta y deliciosa, con una estrella o dos prendida en los árboles que
amarilleaban. Para dotar de una plumada a Fernham en unas cincuenta mil libras
esterlinas ¿estaba ella de veras dispuesta a renunciar a su parte de esa noche
de octubre y a sus recuerdos (porque habían sido una familia feliz aunque
numerosa) de juegos y de peleas allá en Escocia, cuyo buen aire y cuyos
excelentes bizcochos nunca se cansaba de celebrar? Porque dotar un colegio
implicaría la supresión total de las familias. Hacer una fortuna y tener trece
hijos —no hay ser humano que dé para tanto. Hay que encarar los hechos,
dijimos.
Primero nueve meses para que nazca la criatura.
Después tres o cuatro meses para criar la criatura. Una vez despechada la
criatura se necesitan a lo menos cinco años para jugar con la criatura. No se
puede, parece, dejarlos corretear por las calles. Gente que las ha visto
sueltas en Rusia dice que el espectáculo no es agradable. También dice la gente
que la naturaleza humana se forma antes de cumplir los cinco años. Si Mrs.
Seton, dije, hubiera estado haciendo fortuna ¿qué recuerdos tendrían ustedes de
peleas y de juegos? ¿Qué habrían sabido ustedes de Escocia y del buen aire y de
los bizcochos y de todo el resto? Pero es inútil acumular preguntas, porque
ustedes jamás habrían nacido. Además, es igualmente inútil interrogar lo que
habría pasado si Mrs. Seton y su madre y la madre de ella hubieran acumulado
enormes tesoros para dotar colegios y bibliotecas, porque, en primer lugar, era
imposible que ganaran dinero y en segundo, aunque hubiera sido posible, la ley
les negaba el derecho de poseer el dinero que pudieran ganar. Sólo hace
cuarenta y ocho años que Mrs. Seton tiene un centavo. Porque en todos los años
anteriores hubiera sido propiedad de su marido: consideración que, tal vez,
haya contribuido a alejar de la Bolsa de Comercio a Mrs. Seton y sus madres.
Cuanto centavo gane, habrá dicho, me será arrebatado y manejado según las luces
de mi marido —tal vez para fundar una cátedra o dotar una beca en Balliol o
Kings, de modo que ganar dinero, si es que yo pudiera ganar dinero, no me
interesa mayormente: Mejor será que mi marido se encargue de él.
Sea o no responsable la señora animando al perrito,
es indiscutible que nuestras madres embrollaron sus asuntos muy gravemente. Ni
un centavo para “amenidades”: para vino y perdices, bedeles y césped, libros y
cigarros, bibliotecas y ocio. Levantar paredes peladas, de la tierra pelada fue
lo más que podían hacer.
Así hablábamos paradas, en la ventana y contemplando
desde arriba, como miles lo hacen cada noche, las torres y cúpulas de la famosa
ciudad.
Era muy hermosa, muy misteriosa, a la luz de la luna
de otoño. La vieja piedra parecía muy blanca y muy venerable. Uno pensaba en
todos los libros congregados ahí; en los retratos de viejos prelados y notables
pendiendo en las paredes artesonadas; en las vidrieras de colores que
arrojarían extraños globos y medias lunas al pavimento; en los ex votos e
inscripciones y lápidas, en las fuentes y el pasto; en las piezas tranquilas
que dan a los tranquilos patios. Y (perdónenme la idea) pensé también en el
humo admirable y la bebida y los profundos sillones y las agradables alfombras;
en la urbanidad, la dignidad, la afabilidad que son los frutos del lujo, del
retiro, y de la amplitud. Indudablemente nuestras madres no nos habían
suministrado nada comparable a todo eso —nuestras madres que se extenuaban para
juntar treinta mil libras, nuestras madres que tenían trece hijos de pastores
protestantes en Saint Andrew.
Así volví a mi albergue, y al atravesar las calles oscuras
meditaba en esto y aquello, como se medita al cabo del día. Consideré por qué
razón Mrs. Seton no tenía dinero que dejarnos; y qué efectos ejerce la pobreza
sobre la mente; y cuáles la riqueza; y recordé los caballeros rarísimos que vi
aquella mañana con estolas de piel sobre los hombros; y recordé que si alguien
silbaba uno de ellos salía al galope. Y pensé en el órgano retumbando en la
capilla, y en las puertas cerradas de la biblioteca y pensé qué desagradable
sería quedarse fuera; y pensé qué sería más desagradable quedarse adentro; y
pensando en la seguridad y prosperidad de un sexo y en la pobreza y la
incertidumbre del otro y en el efecto de la tradición y de la falta de
tradición en la mente del escritor, acabé por pensar que ya era tiempo de
arrollar la cáscara arrugada del día, con sus impresiones y discusiones, con su
enojo y su risa, y arrojarlo por la borda. Mil estrellas brillaban en los
desiertos azules del cielo. Yo estaba como sola con una sociedad inescrutable.
Dormían los seres humanos —postrados, horizontales, mudos. Ni un alma se movía
en las calles de Oxbridge. Hasta la puerta del hotel se abrió al toque de una
mano invisible —ni un sereno esperaba para alumbrarme; tan tarde era.
Revista Sur, diciembre de 1935, año V
But, you may say, we
asked you to speak about women and fiction--what, has that got to do with a
room of one's own? I will try to explain. When you asked me to speak about
women and fiction I sat down on the banks of a river and began to wonder what
the words meant. They might mean simply a few remarks about Fanny Burney; a few
more about Jane Austen; a tribute to the Brontës and a sketch of Haworth
Parsonage under snow; some witticisms if possible about Miss Mitford; a
respectful allusion to George Eliot; a reference to Mrs Gaskell and one would
have done. But at second sight the words seemed not so simple. The title women
and fiction might mean, and you may have meant it to mean, women and what they
are like, or it might mean women and the fiction that they write; or it might
mean women and the fiction that is written about them, or it might mean that
somehow all three are inextricably mixed together and you want me to consider
them in that light. But when I began to consider the subject in this last way,
which seemed the most interesting, I soon saw that it had one fatal drawback. I
should never be able to come to a conclusion. I should never be able to fulfil
what is, I understand, the first duty of a lecturer to hand you after an hour's
discourse a nugget of pure truth to wrap up between the pages of your notebooks
and keep on the mantelpiece for ever. All I could do was to offer you an
opinion upon one minor point--a woman must have money and a room of her own if
she is to write fiction; and that, as you will see, leaves the great problem of
the true nature of woman and the true nature of fiction unsolved. I have
shirked the duty of coming to a conclusion upon these two questions--women and
fiction remain, so far as I am concerned, unsolved problems. But in order to
make some amends I am going to do what I can to show you how I arrived at this
opinion about the room and the money. I am going to develop in your presence as
fully and freely as I can the train of thought which led me to think this.
Perhaps if I lay bare the ideas, the prejudices, that lie behind this statement
you will find that they have some bearing upon women and some upon fiction. At
any rate, when a subject is highly controversial--and any question about sex is
that--one cannot hope to tell the truth. One can only show how one came to hold
whatever opinion one does hold. One can only give one's audience the chance of
drawing their own conclusions as they observe the limitations, the prejudices,
the idiosyncrasies of the speaker. Fiction here is likely to contain more truth
than fact. Therefore I propose, making use of all the liberties and licences of
a novelist, to tell you the story of the two days that preceded my coming
here--how, bowed down by the weight of the subject which you have laid upon my
shoulders, I pondered it, and made it work in and out of my daily life. I need
not say that what I am about to describe has no existence; Oxbridge is an
invention; so is Fernham; 'I' is only a convenient term for somebody who has no
real being. Lies will flow from my lips, but there may perhaps be some truth
mixed up with them; it is for you to seek out this truth and to decide whether
any part of it is worth keeping. If not, you will of course throw the whole of
it into the waste-paper basket and forget all about it.
Here then was I (call
me Mary Beton, Mary Seton, Mary Carmichael or by any name you please--it is not
a matter of any importance) sitting on the banks of a river a week or two ago
in fine October weather, lost in thought. That collar I have spoken of, women
and fiction, the need of coming to some conclusion on a subject that raises all
sorts of prejudices and passions, bowed my head to the ground. To the right and
left bushes of some sort, golden and crimson, glowed with the colour, even it
seemed burnt with the heat, of fire. On the further bank the willows wept in
perpetual lamentation, their hair about their shoulders. The river reflected
whatever it chose of sky and bridge and burning tree, and when the
undergraduate had oared his boat through the reflections they closed again,
completely, as if he had never been. There one might have sat the clock round
lost in thought. Thought--to call it by a prouder name than it deserved--had
let its line down into the stream. It swayed, minute after minute, hither and
thither among the reflections and the weeds, letting the water lift it and sink
it until--you know the little tug--the sudden conglomeration of an idea at the
end of one's line: and then the cautious hauling of it in, and the careful
laying of it out? Alas, laid on the grass how small, how insignificant this
thought of mine looked; the sort of fish that a good fisherman puts back into
the water so that it may grow fatter and be one day worth cooking and eating. I
will not trouble you with that thought now, though if you look carefully you
may find it for yourselves in the course of what I am going to say.
But however small it
was, it had, nevertheless, the mysterious property of its kind--put back into
the mind, it became at once very exciting, and important; and as it darted and
sank, and flashed hither and thither, set up such a wash and tumult of ideas
that it was impossible to sit still. It was thus that I found myself walking
with extreme rapidity across a grass plot. Instantly a man's figure rose to
intercept me. Nor did I at first understand that the gesticulations of a
curious-looking object, in a cut-away coat and evening shirt, were aimed at me.
His face expressed horror and indignation. Instinct rather than reason came to my
help, he was a Beadle; I was a woman. This was the turf; there was the path.
Only the Fellows and Scholars are allowed here; the gravel is the place for me.
Such thoughts were the work of a moment. As I regained the path the arms of the
Beadle sank, his face assumed its usual repose, and though turf is better
walking than gravel, no very great harm was done. The only charge I could bring
against the Fellows and Scholars of whatever the college might happen to be was
that in protection of their turf, which has been rolled for 300 years in
succession they had sent my little fish into hiding.
What idea it had been
that had sent me so audaciously trespassing I could not now remember. The
spirit of peace descended like a cloud from heaven, for if the spirit of peace
dwells anywhere, it is in the courts and quadrangles of Oxbridge on a fine
October morning. Strolling through those colleges past those ancient halls the
roughness of the present seemed smoothed away; the body seemed contained in a
miraculous glass cabinet through which no sound could penetrate, and the mind,
freed from any contact with facts (unless one trespassed on the turf again),
was at liberty to settle down upon whatever meditation was in harmony with the
moment. As chance would have it, some stray memory of some old essay about
revisiting Oxbridge in the long vacation brought Charles Lamb to mind--Saint
Charles, said Thackeray, putting a letter of Lamb's to his forehead. Indeed,
among all the dead (I give you my thoughts as they came to me), Lamb is one of
the most congenial; one to whom one would have liked to say, Tell me then how
you wrote your essays? For his essays are superior even to Max Beerbohm's, I
thought, with all their perfection, because of that wild flash of imagination,
that lightning crack of genius in the middle of them which leaves them flawed
and imperfect, but starred with poetry. Lamb then came to Oxbridge perhaps a
hundred years ago. Certainly he wrote an essay--the name escapes me--about the
manuscript of one of Milton's poems which he saw here. It was LYCIDAS perhaps,
and Lamb wrote how it shocked him to think it possible that any word in LYCIDAS
could have been different from what it is. To think of Milton changing the
words in that poem seemed to him a sort of sacrilege. This led me to remember
what I could of LYCIDAS and to amuse myself with guessing which word it could
have been that Milton had altered, and why. It then occurred to me that the
very manuscript itself which Lamb had looked at was only a few hundred yards away,
so that one could follow Lamb's footsteps across the quadrangle to that famous
library where the treasure is kept. Moreover, I recollected, as I put this plan
into execution, it is in this famous library that the manuscript of Thackeray's
ESMOND is also preserved. The critics often say that ESMOND is Thackeray's most
perfect novel. But the affectation of the style, with its imitation of the
eighteenth century, hampers one, so far as I can remember; unless indeed the
eighteenth-century style was natural to Thackeray--a fact that one might prove
by looking at the manuscript and seeing whether the alterations were for the
benefit of the style or of the sense. But then one would have to decide what is
style and what is meaning, a question which--but here I was actually at the
door which leads into the library itself. I must have opened it, for instantly
there issued, like a guardian angel barring the way with a flutter of black
gown instead of white wings, a deprecating, silvery, kindly gentleman, who regretted
in a low voice as he waved me back that ladies are only admitted to the library
if accompanied by a Fellow of the College or furnished with a letter of
introduction.
That a famous library
has been cursed by a woman is a matter of complete indifference to a famous
library. Venerable and calm, with all its treasures safe locked within its
breast, it sleeps complacently and will, so far as I am concerned, so sleep for
ever. Never will I wake those echoes, never will I ask for that hospitality
again, I vowed as I descended the steps in anger. Still an hour remained before
luncheon, and what was one to do? Stroll on the meadows? sit by the river?
Certainly it was a lovely autumn morning; the leaves were fluttering red to the
ground; there was no great hardship in doing either. But the sound of music
reached my ear. Some service or celebration was going forward. The organ
complained magnificently as I passed the chapel door. Even the sorrow of
Christianity sounded in that serene air more like the recollection of sorrow
than sorrow itself; even the groanings of the ancient organ seemed lapped in
peace. I had no wish to enter had I the right, and this time the verger might
have stopped me, demanding perhaps my baptismal certificate, or a letter of
introduction from the Dean. But the outside of these magnificent buildings is
often as beautiful as the inside. Moreover, it was amusing enough to watch the
congregation assembling, coming in and going out again, busying themselves at
the door of the chapel like bees at the mouth of a hive. Many were in cap and
gown; some had tufts of fur on their shoulders; others were wheeled in
bath-chairs; others, though not past middle age, seemed creased and crushed
into shapes so singular that one was reminded of those giant crabs and crayfish
who heave with difficulty across the sand of an aquarium. As I leant against
the wall the University indeed seemed a sanctuary in which are preserved rare
types which would soon be obsolete if left to fight for existence on the
pavement of the Strand. Old stories of old deans and old dons came back to
mind, but before I had summoned up courage to whistle--it used to be said that
at the sound of a whistle old Professor ---- instantly broke into a gallop--the
venerable congregation had gone inside. The outside of the chapel remained. As
you know, its high domes and pinnacles can be seen, like a sailing-ship always
voyaging never arriving, lit up at night and visible for miles, far away across
the hills. Once, presumably, this quadrangle with its smooth lawns, its massive
buildings and the chapel itself was marsh too, where the grasses waved and the
swine rootled. Teams of horses and oxen, I thought, must have hauled the stone
in wagons from far countries, and then with infinite labour the grey blocks in
whose shade I was now standing were poised in order one on top of another, and
then the painters brought their glass for the windows, and the masons were busy
for centuries up on that roof with putty and cement, spade and trowel. Every
Saturday somebody must have poured gold and silver out of a leathern purse into
their ancient fists, for they had their beer and skittles presumably of an
evening. An unending stream of gold and silver, I thought, must have flowed
into this court perpetually to keep the stones coming and the masons working;
to level, to ditch, to dig and to drain. But it was then the age of faith, and
money was poured liberally to set these stones on a deep foundation, and when
the stones were raised, still more money was poured in from the coffers of
kings and queens and great nobles to ensure that hymns should be sung here and
scholars taught. Lands were granted; tithes were paid. And when the age of
faith was over and the age of reason had come, still the same flow of gold and
silver went on; fellowships were founded; lectureships endowed; only the gold
and silver flowed now, not from the coffers of the king. but from the chests of
merchants and manufacturers, from the purses of men who had made, say, a
fortune from industry, and returned, in their wills, a bounteous share of it to
endow more chairs, more lectureships, more fellowships in the university where
they had learnt their craft. Hence the libraries and laboratories; the
observatories; the splendid equipment of costly and delicate instruments which
now stands on glass shelves, where centuries ago the grasses waved and the
swine rootled. Certainly, as I strolled round the court, the foundation of gold
and silver seemed deep enough; the pavement laid solidly over the wild grasses.
Men with trays on their heads went busily from staircase to staircase. Gaudy
blossoms flowered in window-boxes. The strains of the gramophone blared out
from the rooms within. It was impossible not to reflect--the reflection
whatever it may have been was cut short. The clock struck; it was time to find
one's way to luncheon.
It is a curious fact
that novelists have a way of making us believe that luncheon parties are
invariably memorable for something very witty that was said, or for something
very wise that was done. But they seldom spare a word for what was eaten. It is
part of the novelist's convention not to mention soup and salmon and ducklings,
as if soup and salmon and ducklings were of no importance whatsoever, as if
nobody ever smoked a cigar or drank a glass of wine. Here, however, I shall
take the liberty to defy that convention and to tell you that the lunch on this
occasion began with soles, sunk in a deep dish, over which the college cook had
spread a counterpane of the whitest cream, save that it was branded here and
there with brown spots like the spots on the flanks of a doe. After that came
the partridges, but if this suggests a couple of bald, brown birds on a plate
you are mistaken. The partridges, many and various, came with all their retinue
of sauces and salads, the sharp and the sweet, each in its order; their
potatoes, thin as coins but not so hard; their sprouts, foliated as rosebuds
but more succulent. And no sooner had the roast and its retinue been done with
than the silent servingman, the Beadle himself perhaps in a milder
manifestation, set before us, wreathed in napkins, a confection which rose all
sugar from the waves. To call it pudding and so relate it to rice and tapioca
would be an insult. Meanwhile the wineglasses had flushed yellow and flushed
crimson; had been emptied; had been filled. And thus by degrees was lit,
half-way down the spine, which is the seat of the soul, not that hard little
electric light which we call brilliance, as it pops in and out upon our lips,
but the more profound, subtle and subterranean glow which is the rich yellow
flame of rational intercourse. No need to hurry. No need to sparkle. No need to
be anybody but oneself. We are all going to heaven and Vandyck is of the
company--in other words, how good life seemed, how sweet its rewards, how
trivial this grudge or that grievance, how admirable friendship and the society
of one's kind, as, lighting a good cigarette, one sunk among the cushions in
the window-seat.
If by good luck there
had been an ash-tray handy, if one had not knocked the ash out of the window in
default, if things had been a little different from what they were, one would
not have seen, presumably, a cat without a tail. The sight of that abrupt and
truncated animal padding softly across the quadrangle changed by some fluke of
the subconscious intelligence the emotional light for me. It was as if someone
had let fall a shade. Perhaps the excellent hock was relinquishing its hold.
Certainly, as I watched the Manx cat pause in the middle of the lawn as if it
too questioned the universe, something seemed lacking, something seemed
different. But what was lacking, what was different, I asked myself, listening
to the talk? And to answer that question I had to think myself out of the room,
back into the past, before the war indeed, and to set before my eyes the model
of another luncheon party held in rooms not very far distant from these; but
different. Everything was different. Meanwhile the talk went on among the
guests, who were many and young, some of this sex, some of that; it went on
swimmingly, it went on agreeably, freely, amusingly. And as it went on I set it
against the background of that other talk, and as I matched the two together I
had no doubt that one was the descendant, the legitimate heir of the other.
Nothing was changed; nothing was different save only here I listened with all
my ears not entirely to what was being said, but to the murmur or current
behind it. Yes, that was it--the change was there. Before the war at a luncheon
party like this people would have said precisely the same things but they would
have sounded different, because in those days they were accompanied by a sort
of humming noise, not articulate, but musical, exciting, which changed the
value of the words themselves. Could one set that humming noise to words?
Perhaps with the help of the poets one could.. A book lay beside me and,
opening it, I turned casually enough to Tennyson. And here I found Tennyson was
singing:
There has fallen a splendid tear
From the passion-flower at the gate.
She is coming, my dove, my dear;
She is coming, my life, my fate;
The red rose cries, 'She is near, she is near';
And the white rose weeps, 'She is late';
The larkspur listens, 'I hear, I hear';
And the lily whispers, 'I wait.'
Was that what men
hummed at luncheon parties before the war? And the women?
My heart is like a singing bird
Whose nest is in a water'd shoot;
My heart is like an apple tree
Whose boughs are bent with thick-set fruit,
My heart is like a rainbow shell
That paddles in a halcyon sea;
My heart is gladder than all these
Because my love is come to me.
Was that what women
hummed at luncheon parties before the war?
There was something so
ludicrous in thinking of people humming such things even under their breath at
luncheon parties before the war that I burst out laughing and had to explain my
laughter by pointing at the Manx cat, who did look a little absurd, poor beast,
without a tail, in the middle of the lawn. Was he really born so, or had he
lost his tail in an accident? The tailless cat, though some are said to exist
in the Isle of Man, is rarer than one thinks. It is a queer animal, quaint
rather than beautiful. It is strange what a difference a tail makes--you know
the sort of things one says as a lunch party breaks up and people are finding
their coats and hats.
This one, thanks to
the hospitality of the host, had lasted far into the afternoon. The beautiful
October day was fading and the leaves were falling from the trees in the avenue
as I walked through it. Gate after gate seemed to close with gentle finality
behind me. Innumerable beadles were fitting innumerable keys into well-oiled
locks; the treasure-house was being made secure for another night. After the
avenue one comes out upon a road--I forget its name--which leads you, if you
take the right turning, along to Fernham. But there was plenty of time. Dinner
was not till half-past seven. One could almost do without dinner after such a
luncheon. It is strange how a scrap of poetry works in the mind and makes the
legs move in time to it along the road. Those words----
There has fallen a splendid tear
From the passion-flower at the gate.
She is coming, my dove, my dear----
sang in my blood as I stepped
quickly along towards Headingley. And then, switching off into the other
measure, I sang, where the waters are churned up by the weir:
My heart is like a singing bird
Whose nest is in a water'd shoot;
My heart is like an apple tree...
What poets, I cried
aloud, as one does in the dusk, what poets they were!
In a sort of jealousy,
I suppose, for our own age, silly and absurd though these comparisons are, I
went on to wonder if honestly one could name two living poets now as great as
Tennyson and Christina Rossetti were then. Obviously it is impossible, I
thought, looking into those foaming waters, to compare them. The very reason
why that poetry excites one to such abandonment, such rapture, is that it
celebrates some feeling that one used to have (at luncheon parties before the
war perhaps), so that one responds easily, familiarly, without troubling to
check the feeling, or to compare it with any that one has now. But the living
poets express a feeling that is actually being made and torn out of us at the
moment. One does not recognize it in the first place; often for some reason one
fears it; one watches it with keenness and compares it jealously and
suspiciously with the old feeling that one knew. Hence the difficulty of modern
poetry; and it is because of this difficulty that one cannot remember more than
two consecutive lines of any good modern poet. For this reason--that my memory
failed me--the argument flagged for want of material. But why, I continued,
moving on towards Headingley, have we stopped humming under our breath at
luncheon parties? Why has Alfred ceased to sing
She is coming, my dove, my dear.
Why has Christina
ceased to respond
My heart is gladder than all these
Because my love is come to me?
Shall we lay the blame
on the war? When the guns fired in August 1914, did the faces of men and women
show so plain in each other's eyes that romance was killed? Certainly it was a
shock (to women in particular with their illusions about education, and so on)
to see the faces of our rulers in the light of the shell-fire. So ugly they
looked--German, English, French--so stupid. But lay the blame where one will,
on whom one will, the illusion which inspired Tennyson and Christina Rossetti
to sing so passionately about the coming of their loves is far rarer now than
then. One has only to read, to look, to listen, to remember. But why say
'blame'? Why, if it was an illusion, not praise the catastrophe, whatever it
was, that destroyed illusion and put truth in its place? For truth...those dots
mark the spot where, in search of truth, I missed the turning up to Fernham.
Yes indeed, which was truth and which was illusion? I asked myself. What was
the truth about these houses, for example, dim and festive now with their red
windows in the dusk, but raw and red and squalid, with their sweets and their
bootlaces, at nine o'clock in the morning? And the willows and the river and
the gardens that run down to the river, vague now with the mist stealing over
them, but gold and red in the sunlight--which was the truth, which was the
illusion about them? I spare you the twists and turns of my cogitations, for no
conclusion was found on the road to Headingley, and I ask You to suppose that I
soon found out my mistake about the turning and retraced my steps to Fernham.
As I have said already
that it was an October day, I dare not forfeit your respect and imperil the
fair name of fiction by changing the season and describing lilacs hanging over
garden walls, crocuses, tulips and other flowers of spring. Fiction must stick
to facts, and the truer the facts the better the fiction--so we are told.
Therefore it was still autumn and the leaves were still yellow and falling, if
anything, a little faster than before, because it was now evening (seven
twenty-three to be precise) and a breeze (from the south-west to be exact) had
risen. But for all that there was something odd at work:
My heart is like a singing bird
Whose nest is in a water'd shoot;
My heart is like an apple tree
Whose boughs are bent with thick-set fruit--
perhaps the words of Christina
Rossetti were partly responsible for the folly of the fancy--it was nothing of
course but a fancy--that the lilac was shaking its flowers over the garden
walls, and the brimstone butterflies were scudding hither and thither, and the
dust of the pollen was in the air. A wind blew, from what quarter I know not,
but it lifted the half-grown leaves so that there was a flash of silver grey in
the air. It was the time between the lights when colours undergo their
intensification and purples and golds burn in window-panes like the beat of an
excitable heart; when for some reason the beauty of the world revealed and yet
soon to perish (here I pushed into the garden, for, unwisely, the door was left
open and no beadles seemed about), the beauty of the world which is so soon to
perish, has two edges, one of laughter, one of anguish, cutting the heart
asunder. The gardens of Fernham lay before me in the spring twilight, wild and
open, and in the long grass, sprinkled and carelessly flung, were daffodils and
bluebells, not orderly perhaps at the best of times, and now wind-blown and
waving as they tugged at their roots. The windows of the building, curved like
ships' windows among generous waves of red brick, changed from lemon to silver
under the flight of the quick spring clouds. Somebody was in a hammock,
somebody, but in this light they were phantoms only, half guessed, half seen,
raced across the grass--would no one stop her?--and then on the terrace, as if
popping out to breathe the air, to glance at the garden, came a bent figure,
formidable yet humble, with her great forehead and her shabby dress--could it
be the famous scholar, could it be J---- H---- herself? All was dim, yet
intense too, as if the scarf which the dusk had flung over the garden were torn
asunder by star or sword--the gash of some terrible reality leaping, as its way
is, out of the heart of the spring. For youth---
Here was my soup.
Dinner was being served in the great dining-hall. Far from being spring it was
in fact an evening in October. Everybody was assembled in the big dining-room.
Dinner was ready. Here was the soup. It was a plain gravy soup. There was
nothing to stir the fancy in that. One could have seen through the transparent
liquid any pattern that there might have been on the plate itself. But there
was no pattern. The plate was plain. Next came beef with its attendant greens
and potatoes--a homely trinity, suggesting the rumps of cattle in a muddy
market, and sprouts curled and yellowed at the edge, and bargaining and
cheapening and women with string bags on Monday morning. There was no reason to
complain of human nature's daily food, seeing that the supply was sufficient
and coal-miners doubtless were sitting down to less. Prunes and custard
followed. And if anyone complains that prunes, even when mitigated by custard,
are an uncharitable vegetable (fruit they are not), stringy as a miser's heart
and exuding a fluid such as might run in misers' veins who have denied themselves
wine and warmth for eighty years and yet not given to the poor, he should
reflect that there are people whose charity embraces even the prune. Biscuits
and cheese came next, and here the water-jug was liberally passed round, for it
is the nature of biscuits to be dry, and these were biscuits to the core. That
was all. The meal was over. Everybody scraped their chairs back; the
swing-doors swung violently to and fro; soon the hall was emptied of every sign
of food and made ready no doubt for breakfast next morning. Down corridors and
up staircases the youth of England went banging and singing. And was it for a
guest, a stranger (for I had no more right here in Fernham than in Trinity or
Somerville or Girton or Newnham or Christchurch), to say, 'The dinner was not
good,' or to say (we were now, Mary Seton and I, in her sitting-room), 'Could
we not have dined up here alone?' for if I had said anything of the kind I
should have been prying and searching into the secret economies of a house
which to the stranger wears so fine a front of gaiety and courage. No, one
could say nothing of the sort. Indeed, conversation for a moment flagged. The
human frame being what it is, heart, body and brain all mixed together, and not
contained in separate compartments as they will be no doubt in another million
years, a good dinner is of great importance to good talk. One cannot think
well, love well, sleep well, if one has not dined well. The lamp in the spine
does not light on beef and prunes. We are all PROBABLY going to heaven, and
Vandyck is, we HOPE, to meet us round the next corner--that is the dubious and
qualifying state of mind that beef and prunes at the end of the day's work
breed between them. Happily my friend, who taught science, had a cupboard where
there was a squat bottle and little glasses--(but there should have been sole
and partridge to begin with)--so that we were able to draw up to the fire and
repair some of the damages of the day's living. In a minute or so we were
slipping freely in and out among all those objects of curiosity and interest
which form in the mind in the absence of a particular person, and are naturally
to be discussed on coming together again--how somebody has married, another has
not; one thinks this, another that; one has improved out of all knowledge, the
other most amazingly gone to the bad--with all those speculations upon human
nature and the character of the amazing world we live in which spring naturally
from such beginnings. While these things were being said, however, I became
shamefacedly aware of a current setting in of its own accord and carrying
everything forward to an end of its own. One might be talking of Spain or
Portugal, of book or racehorse, but the real interest of whatever was said was
none of those things, but a scene of masons on a high roof some five centuries
ago. Kings and nobles brought treasure in huge sacks and poured it under the
earth. This scene was for ever coming alive in my mind and placing itself by
another of lean cows and a muddy market and withered greens and the stringy
hearts of old men--these two pictures, disjointed and disconnected and
nonsensical as they were, were for ever coming together and combating each
other and had me entirely at their mercy. The best course, unless the whole
talk was to be distorted, was to expose what was in my mind to the air, when
with good luck it would fade and crumble like the head of the dead king when
they opened the coffin at Windsor. Briefly, then, I told Miss Seton about the
masons who had been all those years on the roof of the chapel, and about the
kings and queens and nobles bearing sacks of gold and silver on their
shoulders, which they shovelled into the earth; and then how the great
financial magnates of our own time came and laid cheques and bonds, I suppose,
where the others had laid ingots and rough lumps of gold. All that lies beneath
the colleges down there, I said; but this college, where we are now sitting,
what lies beneath its gallant red brick and the wild unkempt grasses of the
garden? What force is behind that plain china off which we dined, and (here it
popped out of my mouth before I could stop it) the beef, the custard and the
prunes?
Well, said Mary Seton,
about the year 1860--Oh, but you know the story, she said, bored, I suppose, by
the recital. And she told me--rooms were hired. Committees met. Envelopes were
addressed. Circulars were drawn up. Meetings were held; letters were read out;
so-and-so has promised so much; on the contrary, Mr ---- won't give a penny.
The SATURDAY REVIEW has been very rude. How can we raise a fund to pay for
offices? Shall we hold a bazaar? Can't we find a pretty girl to sit in the
front row? Let us look up what John Stuart Mill said on the subject. Can anyone
persuade the editor of the ---- to print a letter? Can we get Lady ---- to sign
it? Lady ---- is out of town. That was the way it was done, presumably, sixty
years ago, and it was a prodigious effort, and a great deal of time was spent
on it. And it was only after a long struggle and with the utmost difficulty
that they got thirty thousand pounds together.
[* We are told that we
ought to ask for £30,000 at least...It is not a large sum, considering that
there is to be but one college of this sort for Great Britain, Ireland and the
Colonies, and considering how easy it is to raise immense sums for boys'
schools. But considering how few people really wish women to be educated, it is
a good deal.'--LADY STEPHEN, EMILY DAVIES AND GIRTON COLLEGE.] So obviously we
cannot have wine and partridges and servants carrying tin dishes on their
heads, she said. We cannot have sofas and separate rooms. 'The amenities,' she
said, quoting from some book or other, 'will have to wait.' [* Every penny
which could be scraped together was set aside for building, and the amenities
had to be postponed.--R. STRACHEY, THE CAUSE.]
At the thought of all
those women working year after year and finding it hard to get two thousand
pounds together, and as much as they could do to get thirty thousand pounds, we
burst out in scorn at the reprehensible poverty of our sex. What had our
mothers been doing then that they had no wealth to leave us? Powdering their
noses? Looking in at shop windows? Flaunting in the sun at Monte Carlo? There
were some photographs on the mantelpiece. Mary's mother--if that was her
picture--may have been a wastrel in her spare time (she had thirteen children
by a minister of the church), but if so her gay and dissipated life had left
too few traces of its pleasures on her face. She was a homely body; an old lady
in a plaid shawl which was fastened by a large cameo; and she sat in a
basket-chair, encouraging a spaniel to look at the camera, with the amused, yet
strained expression of one who is sure that the dog will move directly the bulb
is pressed. Now if she had gone into business; had become a manufacturer of
artificial silk or a magnate on the Stock Exchange; if she had left two or
three hundred thousand pounds to Fernham, we could have been sitting at our
ease to-night and the subject of our talk might have been archaeology, botany,
anthropology, physics, the nature of the atom, mathematics, astronomy,
relativity, geography. If only Mrs Seton and her mother and her mother before
her had learnt the great art of making money and had left their money, like
their fathers and their grandfathers before them, to found fellowships and
lectureships and prizes and scholarships appropriated to the use of their own
sex, we might have dined very tolerably up here alone off a bird and a bottle
of wine; we might have looked forward without undue confidence to a pleasant
and honourable lifetime spent in the shelter of one of the liberally endowed
professions. We might have been exploring or writing; mooning about the
venerable places of the earth; sitting contemplative on the steps of the
Parthenon, or going at ten to an office and coming home comfortably at
half-past four to write a little poetry. Only, if Mrs Seton and her like had
gone into business at the age of fifteen, there would have been--that was the
snag in the argument--no Mary. What, I asked, did Mary think of that? There
between the curtains was the October night, calm and lovely, with a star or two
caught in the yellowing trees. Was she ready to resign her share of it and her
memories (for they had been a happy family, though a large one) of games and
quarrels up in Scotland, which she is never tired of praising for the fineness
of its air and the quality of its cakes, in order that Fernham might have been
endowed with fifty thousand pounds or so by a stroke of the pen? For, to endow
a college would necessitate the suppression of families altogether. Making a
fortune and bearing thirteen children--no human being could stand it. Consider
the facts, we said. First there are nine months before the baby is born. Then
the baby is born. Then there are three or four months spent in feeding the
baby. After the baby is fed there are certainly five years spent in playing
with the baby. You cannot, it seems, let children run about the streets. People
who have seen them running wild in Russia say that the sight is not a pleasant
one. People say, too, that human nature takes its shape in the years between
one and five. If Mrs Seton, I said, had been making money, what sort of
memories would you have had of games and quarrels? What would you have known of
Scotland, and its fine air and cakes and all the rest of it? But it is useless
to ask these questions, because you would never have come into existence at
all. Moreover, it is equally useless to ask what might have happened if Mrs
Seton and her mother and her mother before her had amassed great wealth and
laid it under the foundations of college and library, because, in the first
place, to earn money was impossible for them, and in the second, had it been
possible, the law denied them the right to possess what money they earned. It
is only for the last forty-eight years that Mrs Seton has had a penny of her
own. For all the centuries before that it would have been her husband's
property--a thought which, perhaps, may have had its share in keeping Mrs Seton
and her mothers off the Stock Exchange. Every penny I earn, they may have said,
will be taken from me and disposed of according to my husband's wisdom--perhaps
to found a scholarship or to endow a fellowship in Balliol or Kings, so that to
earn money, even if I could earn money, is not a matter that interests me very
greatly. I had better leave it to my husband.
At any rate, whether
or not the blame rested on the old lady who was looking at the spaniel, there
could be no doubt that for some reason or other our mothers had mismanaged
their affairs very gravely. Not a penny could be spared for 'amenities'; for
partridges and wine, beadles and turf, books and cigars, libraries and leisure.
To raise bare walls out of bare earth was the utmost they could do.
So we talked standing
at the window and looking, as so many thousands look every night, down on the
domes and towers of the famous city beneath us. It was very beautiful, very
mysterious in the autumn moonlight. The old stone looked very white and
venerable. One thought of all the books that were assembled down there; of the
pictures of old prelates and worthies hanging in the panelled rooms; of the
painted windows that would be throwing strange globes and crescents on the
pavement; of the tablets and memorials and inscriptions; of the fountains and
the grass; of the quiet rooms looking across the quiet quadrangles. And (pardon
me the thought) I thought, too, of the admirable smoke and drink and the deep
armchairs and the pleasant carpets: of the urbanity, the geniality, the dignity
which are the offspring of luxury and privacy and space. Certainly our mothers
had not provided us with any thing comparable to all this--our mothers who
found it difficult to scrape together thirty thousand pounds, our mothers who
bore thirteen children to ministers of religion at St Andrews.
So I went back to my
inn, and as I walked through the dark streets I pondered this and that, as one
does at the end of the day's work. I pondered why it was that Mrs Seton had no
money to leave us; and what effect poverty has on the mind; and what effect
wealth has on the mind; and I thought of the queer old gentlemen I had seen
that morning with tufts of fur upon their shoulders; and I remembered how if
one whistled one of them ran; and I thought of the organ booming in the chapel
and of the shut doors of the library; and I thought how unpleasant it is to be
locked out; and I thought how it is worse perhaps to be locked in; and,
thinking of the safety and prosperity of the one sex and of the poverty and
insecurity of the other and of the effect of tradition and of the lack of
tradition upon the mind of a writer, I thought at last that it was time to roll
up the crumpled skin of the day, with its arguments and its impressions and its
anger and its laughter, and cast it into the hedge. A thousand stars were
flashing across the blue wastes of the sky. One seemed alone with an
inscrutable society. All human beings were laid asleep--prone, horizontal,
dumb. Nobody seemed stirring in the streets of Oxbridge. Even the door of the
hotel sprang open at the touch of an invisible hand--not a boots was sitting up
to light me to bed, it was so late.