viernes, 1 de diciembre de 2017

Stéphane Mallarmé: Sinfonía literaria

2017 marca los 150 años de la muerte de Charles Baudelaire. Para conmemorar este aniversario, mientras nos preparamos para publicar próximamente el segundo y último volumen de las fundamentales CARTAS A LA MADRE, seguimos ofreciendo a nuestros lectores una colección de páginas en honor del grand Charles.

SINFONÍA LITERARIA
Théophile Gautier. ― Charles Baudelaire. ― Théodore de Banville.

I

Musa moderna de la Impotencia, que me vedas desde hace mucho tiempo el tesoro familiar de los Ritmos, y me condenas (encantador suplicio) a ya no hacer otra cosa que releer —y hasta el día en que me envuelvas en tu irremediable red, el tedio, y entonces todo habrá acabado—, los maestros inaccesibles cuya belleza me desespera; mi enemiga y, sin embargo, mi hechicera de brebajes pérfidos y melancólicas embriagueces, te dedico, como una burla o —¿acaso lo sé?— como una prenda de amor, estas pocas líneas de mi vida escritas en las horas clementes en que no me inspiraste odio por la creación y estéril amor por la nada. Descubrirás en ellas los goces de un alma puramente pasiva que hasta ahora sólo es mujer, y que mañana quizás será animal.
Es una de esas mañanas excepcionales en las que mi espíritu, milagrosamente lavado de los pálidos crepúsculos de la vida cotidiana, se despierta en el Paraíso, demasiado empapado de inmortalidad para buscar un goce, pero mirando a su alrededor con un candor que parece no haber conocido nunca el exilio. Todo lo que me rodea ha deseado revestirse de mi pureza; el propio cielo no me contradice, y su color, desde hace mucho tiempo sin una sola nube, ha perdido además la ironía de su belleza, que se extiende a los lejos encantadoramente azul. Hora preciosa, cuyo estado de gracia debo prolongar con tanta menos negligencia cuanto que me hundo cada día en un tedio más cruel. Con esta finalidad, alma demasiado fuertemente atada a la Estupidez terrestre, para mantenerme, mediante un ensueño personal, a la altura de un hechizo que de buena gana pagaría con todos los años de mi vida, recurro al Arte, y leo los versos de Théophile Gautier a los pies de la Venus eterna.
Pronto se produce en mí una insensible transfiguración, y la sensación de ligereza se funde poco a poco en otra de perfección. Todo mi ser espiritual —el tesoro profundo de las correspondencias, la concordancia íntima de los colores, el recuerdo del ritmo anterior, y la ciencia misteriosa del Verbo— es puesto en juego, y se conmociona por entero, bajo la acción de la poesía poco común que invoco, con una coordinación del conjunto de tan maravillosa precisión que de sus juegos combinados resulta, única, la lucidez.
Ahora bien, ¿qué escribir? ¿Qué escribir, puesto que no quise la embriaguez, que me parece grosera y algo así como una injuria a mi beatitud? (Recuérdese esto: yo no gozo sino que vivo en la belleza). Ni siquiera podría elogiar mi lectura salvadora, aunque en verdad un gran himno sale de esta confesión, aunque sin ella hubiera sido incapaz de conservar por un solo instante la armonía sobrenatural en la que me detengo: ¿y que otro coadyuvante terrestre, violentamente, por medio del choque del contraste o de una excitación exterior, no destruiría un inefable equilibrio por el cual me pierdo en la divinidad? De modo que sólo me queda callarme —no porque me complazca en un éxtasis afín a la pasividad, sino porque la voz humana es en este caso un error—, así como el lago, bajo el inmóvil azul al que ni siquiera mancha la blanca luna de las mañanas de estío, se contenta con reflejarla con una muda admiración a la que un murmullo de arrobo perturbaría brutalmente. No obstante —en el borde de mis ojos tranquilos crece una lágrima cuyos diamantes primitivos no llegan a ser nobles; —¿es un llanto de exquisita voluptuosidad? ¿O, quizás, todo lo que en mí había de divino y extraterrestre respondió, como un perfume, al llamado de esta lectura demasiado sublime? Cualquiera sea la fuente de la que nace, dejo que esta lágrima, transparente como mi sueño lúcido, cuente que, gracias a esta poesía, nacida de sí misma, y que existió en el repertorio eterno del Ideal de todos los tiempos, antes de su moderna inmersión del cerebro del impecable artista, un alma desdeñosa del banal aletazo de un entusiasmo humano, puede alcanzar la más alta cima de serenidad a la que nos transporta la belleza.

II

En invierno, cuando me cansa mi letargo, me sumerjo con deleite en las queridas páginas de Las Flores del Mal. Apenas abro mi volumen de Baudelaire, me veo llevado a un paisaje sorprendente que vive en la mirada con la intensidad de los que crea el profundo opio. Allá arriba, y en el horizonte, un cielo lívido de hastío, con las rasgaduras azules que ha hecho la Plegaria proscrita. En el camino, como única vegetación, sufren escasos árboles cuya corteza dolorosa es un entrecruzamiento de nervios desnudos: acompaña sin fin su crecimiento visible, pese a la extraña quietud del aire, una queja desgarradora como la de los violines, que, al llegar a la punta de las ramas, se estremece convertida en hojas musicales. Una vez llegado allí, veo tristes estanques dispuestos como las eras de un eterno jardín: en el granito negro de sus bordes, engastado con las piedras preciosas de la India, duerme un agua estancada y metálica, con pesadas fuentes de cobre en las que cae tristemente un rayo extraño y lleno de la gracia de las cosas marchitas. Ninguna flor, en el suelo, en derredor —únicamente, de tanto en tanto, algunas plumas de ala de almas caídas. El cielo, iluminado al fin por un segundo rayo, luego por otros, pierde lentamente su lividez, y vierte la palidez azul de los bellos días de octubre, y, pronto, el agua, el granito ebanítico y las piedras preciosas refulgen como por las tardes los cristales de las ventanas de las ciudades: es el crepúsculo. ¡Oh, prodigio, un rojo singular, alrededor del cual se difunde un olor enervante de cabelleras sacudidas, cae en cascada del cielo oscurecido! ¿Es una avalancha de rosas malvadas que tienen el pecado por perfume? —¿Es colorete? —¿Es sangre? —¡Extraña puesta de sol! ¿O este torrente no es más que un río de lágrimas enrojecidas por el fuego de bengala de Satán el saltimbanqui que se mueve por detrás? Óigase cómo todo cae con ruido lascivo de besos… Finalmente, tinieblas de tinta lo han invadido todo, y sólo se oye revolotear allí el crimen, el remordimiento y la Muerte. Entonces me velo el rostro, y mis sollozos atraviesan el negro silencio, arrancados a mi alma menos por esa pesadilla que por una amarga sensación de exilio. ¿Qué es, pues la patria?
He cerrado el libro y los ojos, y busco la patria. Ante mí se alza la aparición del sabio poeta que me la señala en un himno que se eleva místicamente como un lirio. El ritmo de ese canto se parece a la roseta de una antigua iglesia: en medio de la ornamentación de vieja piedra, sonrientes en un seráfico ultramar que parece ser la plegaria que brota de sus ojos azules más que de nuestro vulgar cielo, unos ángeles blancos como hostias cantan su éxtasis acompañándose con arpas que imitan sus alas, con címbalos de oro en bruto, con rayos puros moldeados a modo de trompetas, y con panderetas en que retumba la virginidad de los truenos jóvenes: las santas portan palmas —y no puedo mirar más arriba que las virtudes teologales, tan inefable es la santidad; pero oigo resonar estas palabras de un manera eterna: O filii et filiae.

III

Pero cuando mi espíritu no se ve gratificado por una ascensión en los cielos espirituales; cuando me canso de mirar el tedio en el metal cruel de un espejo y, sin embargo, en las horas en que el alma rítmica quiere versos y aspira al antiguo delirio del canto, mi poeta es el divino Théodore de Banville, que no es un hombre sino la voz misma de la lira. Con él siento que la poesía me embriaga —lo que todos los pueblos han llamado poesía—, y, sonriendo, bebo el néctar en el Olimpo del lirismo.
Y cuando cierro el libro, ya no lo hago ni sereno ni azorado, sino loco de amor, y desbordante, y con los ojos llenos de lagrimones de ternura, con un nuevo orgullo de ser hombre. ¡Todo cuanto hay en mí de entusiasmo ambrosino y de bondad musical, y de noble y de semejante a los dioses, canta, y tengo el éxtasis radiante de la Musa! ¡Amo las rosas, amo el oro del sol, amo los armoniosos sollozos de las mujeres de largos cabellos, y quisiera confundirlo todo en un poético beso!
Es que este hombre representa en nuestro tiempo al poeta, al eterno y clásico poeta, fiel a la diosa, y que vive en medio de la gloria olvidada de los héroes y de los dioses. Su palabra no tiene fin, es un canto de entusiasmo del que se alza la música, y el grito del alma ebria de toda la gloria. Los vientos siniestros que hablan en el espanto de la noche, los abismos pintorescos de la naturaleza, él no quiere oírlos ni tiene que verlos: avanza como un rey por entre la maravilla idumea de la edad de oro, celebrando para siempre la nobleza de los rayos y la rojez de la rosas, los cisnes y las palomas, y la resplandeciente blancura del lirio niño —¡la tierra feliz! Así debió de ser el primero que recibió de los dioses la lira y cantó la oda fascinada antes de nuestro antecesor Orfeo. Así debió de ser el mismo Apolo.
Por esto instituí en mi sueño la ceremonia de un triunfo que me gusta evocar en las horas de gloria y de magia, y yo la llamo la fiesta del poeta: el elegido es este hombre de nombre predestinado, armonioso como un poema y encantador como un decorado. En un gran final, reina sentado en un trono de marfil, revestido de la púrpura que sólo él tiene derecho a llevar, y con la frente coronada con las hojas gigantes de los laureles de la Turbie. Ronsard canta odas, y Venus, vestida con el azur que sale de su cabellera, le escancia la ambrosía —mientras que a sus pies se agitan como olas los sollozos de un pueblo agradecido. La gran lira se extasía en sus manos augustas.

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán

  

SYMPHONIE LITTÉRAIRE
Théophile Gautier. ― Charles Baudelaire. ― Théodore de Banville.

I

Muse moderne de l’Impuissance, qui m’interdis depuis longtemps le trésor familier des Rhythmes, et me condamnes (aimable supplice) à ne faire plus que relire, ― jusqu’au jour où tu m’auras enveloppé dans ton irrémédiable filet, l’ennui, et tout sera fini alors, ― les maîtres inaccessibles dont la beauté me désespère ; mon ennemie, et cependant mon enchanteresse aux breuvages perfides et aux mélancoliques ivresses, je te dédie, comme une raillerie ou, ― le sais-je ? ― comme un gage d’amour, ces quelques lignes de ma vie écrites dans les heures clémentes où tu ne m’inspiras pas la haine de la création et le stérile amour du néant. Tu y découvriras les jouissances d’une âme purement passive qui n’est que femme encore, et qui demain peut-être sera bête.
C’est une de ces matinées exceptionnelles où mon esprit, miraculeusement lavé des pâles crépuscules de la vie quotidienne, s’éveille dans le Paradis, trop imprégné d’immortalité pour chercher une jouissance, mais regardant autour de soi avec une candeur qui semble n’avoir jamais connu l’exil. Tout ce qui m’environne a désiré revêtir ma pureté ; le ciel lui-même ne me contredit pas, et son azur, sans un nuage depuis longtemps, a encore perdu l’ironie de sa beauté, qui s’étend au loin adorablement bleue. Heure précieuse, et dont je dois prolonger l’état de grâce avec d’autant moins de négligence que je sombre chaque jour en un plus cruel ennui. Dans ce but, âme trop puissamment liée à la Bêtise terrestre, pour me maintenir par une rêverie personnelle à la hauteur d’un charme que je payerais volontiers de toutes les années de ma vie, j’ai recours à l’Art, et je lis les vers de Théophile Gautier aux pieds de la Vénus éternelle.
Bientôt une insensible transfiguration s’opère en moi, et la sensation de légèreté se fond peu à peu en une de perfection. Tout mon être spirituel, ― le trésor profond des correspondances, l’accord intime des couleurs, le souvenir du rhythme antérieur, et la science mystérieuse du Verbe, ― est requis, et tout entier s’émeut, sous l’action de la rare poésie que j’invoque, avec un ensemble d’une si merveilleuse justesse que de ses jeux combinés résulte la seule lucidité.
Maintenant qu’écrire ? Qu’écrire, puisque je n’ai pas voulu l’ivresse, qui m’apparaît grossière et comme une injure à ma béatitude ? (Qu’on s’en souvienne, je ne jouis pas, mais je vis dans la beauté.) Je ne saurais même louer ma lecture salvatrice, bien qu’à la vérité un grand hymne sorte de cet aveu, que sans elle j’eusse été incapable de garder un instant l’harmonie surnaturelle où je m’attarde : et quel autre adjuvant terrestre, violemment, par le choc du contraste ou par une excitation étrangère, ne détruirait pas un ineffable équilibre par lequel je me perds en la divinité ? Donc je n’ai plus qu’à me taire, — non que je me plaise dans une extase voisine de la passivité, mais parce que la voix humaine est ici une erreur, ― comme le lac, sous l’immobile azur que ne tache pas même la blanche lune des matins d’été, se contente de la refléter avec une muette admiration que troublerait brutalement un murmure de ravissement. Toutefois, ― au bord de mes yeux calmes s’amasse une larme dont les diamants primitifs n’atteignent pas la noblesse ; ― est-ce un pleur d’exquise volupté ? Ou, peut-être, tout ce qu’il y avait de divin et d’extra-terrestre en moi a-t-il été appelé comme un parfum par cette lecture trop sublime ? De quelle source qu’elle naisse, je laisse cette larme, transparente comme mon rêve lucide, raconter qu’à la faveur de cette poésie, née d’elle-même et qui exista dans le répertoire éternel de l’Idéal de tout temps, avant sa moderne immersion du cerveau de l’impeccable artiste, une âme dédaigneuse du banal coup d’aile d’un enthousiasme humain peut atteindre la plus haute cime de sérénité où nous ravisse la beauté.

II

L’hiver, quand ma torpeur me lasse, je me plonge avec délices dans les chères pages des Fleurs du mal. Mon Baudelaire à peine ouvert, je suis attiré dans un paysage surprenant qui vit au regard avec l’intensité de ceux que crée le profond opium. Là-haut, et à l’horizon, un ciel livide d’ennui, avec les déchirures bleues qu’a faites la Prière proscrite. Sur la route, seule végétation, souffrent de rares arbres dont l’écorce douloureuse est un enchevêtrement de nerfs dénudés : leur croissance visible est accompagnée sans fin, malgré l’étrange immobilité de l’air, d’une plainte déchirante comme celle des violons, qui, parvenue à l’extrémité des branches, frissonne en feuilles musicales. Arrivé, je vois de mornes bassins disposés comme les plates-bandes d’un éternel jardin : dans le granit noir de leurs bords, enchâssant les pierres précieuses de l’Inde, dort une eau morte et métallique, avec de lourdes fontaines en cuivre où tombe tristement un rayon bizarre et plein de la grâce des choses fanées. Nulles fleurs, à terre, alentour, ― seulement, de loin en loin, quelques plumes d’aile d’âmes déchues. Le ciel, qu’éclaire enfin un second rayon, puis d’autres, perd lentement sa lividité, et verse la pâleur bleue des beaux jours d’octobre, et, bientôt, l’eau, le granit ébénien et les pierres précieuses flamboient comme aux soirs les carreaux des villes : c’est le couchant. Ô prodige, une singulière rougeur, autour de laquelle se répand une odeur énervante de chevelures secouées, tombe en cascade du ciel obscurci ! Est-ce une avalanche de roses mauvaises ayant le péché pour parfum ? ― Est-ce du fard ? ― Est-ce du sang ? ― Étrange coucher de soleil ! Ou ce torrent n’est-il qu’un fleuve de larmes empourprées par le feu de bengale du saltimbanque Satan qui se meut par derrière ? Écoutez comme cela tombe avec un bruit lascif de baisers… Enfin, des ténèbres d’encre ont tout envahi où l’on n’entend voleter que le crime, le remords et la Mort. Alors je me voile la face, et des sanglots, arrachés à mon âme moins par ce cauchemar que par une amère sensation d’exil, traversent le noir silence. Qu’est-ce donc que la patrie ?
J’ai fermé le livre et les yeux, et je cherche la patrie. Devant moi se dresse l’apparition du poëte savant qui me l’indique en un hymne élancé mystiquement comme un lis. Le rhythme de ce chant ressemble à la rosace d’une ancienne église : parmi l’ornementation de vieille pierre, souriant dans un séraphique outremer qui semble être la prière sortant de leurs yeux bleus plutôt que notre vulgaire azur, des anges blancs comme des hosties chantent leur extase en s’accompagnant de harpes imitant leurs ailes, de cymbales d’or natif, de rayons purs contournés en trompettes, et de tambourins où résonne la virginité des jeunes tonnerres : les saintes ont des palmes, ― et je ne puis regarder plus haut que les vertus théologales, tant la sainteté est ineffable ; mais j’entends éclater ces paroles d’une façon éternelle : O filii et filiæ.

III

Mais quand mon esprit n’est pas gratifié d’une ascension dans les cieux spirituels ; quand je suis las de regarder l’ennui dans le métal cruel d’un miroir, et, cependant, aux heures où l’âme rhythmique veut des vers et aspire à l’antique délire du chant, mon poëte, c’est le divin Théodore de Banville, qui n’est pas un homme, mais la voix même de la lyre. Avec lui, je sens la poésie m’enivrer, ― ce que tous les peuples ont appelé la poésie, ― et, souriant, je bois le nectar dans l’Olympe du lyrisme.
Et quand je ferme le livre, ce n’est plus serein ou hagard, mais fou d’amour, et débordant, et les yeux pleins de grandes larmes de tendresse, avec un nouvel orgueil d’être un homme. Tout ce qu’il y a d’enthousiasme ambrosien en moi et de bonté musicale, de noble et de pareil aux dieux, chante, et j’ai l’extase radieuse de la Muse ! J’aime les roses, j’aime l’or du soleil, j’aime les harmonieux sanglots des femmes aux longs cheveux, et je voudrais tout confondre dans un poétique baiser !
C’est que cet homme représente en nos temps le poëte, l’éternel et le classique poëte, fidèle à la déesse, et vivant parmi la gloire oubliée des héros et des dieux. Sa parole est sans fin, un chant d’enthousiasme, d’où s’élance la musique, et le cri de l’âme ivre de toute la gloire. Les vents sinistres qui parlent dans l’effarement de la nuit, les abîmes pittoresques de la nature, il ne les veut entendre ni ne doit les voir : il marche en roi à travers l’enchantement iduméen de l’âge d’or, célébrant à jamais la noblesse des rayons et la rougeur des roses, les cygnes et les colombes, et l’éclatante blancheur du lis enfant, ― la terre heureuse ! Ainsi dut être celui qui le premier reçut des dieux la lyre et dit l’ode éblouie avant notre aïeul Orphée. Ainsi lui-même, Apollon.
Aussi j’ai institué dans mon rêve la cérémonie d’un triomphe que j’aime à évoquer aux heures de gloire et de féerie, et je l’appelle la fête du poëte : l’élu est cet homme au nom prédestiné, harmonieux comme un poëme et charmant comme un décor. Dans une apothéose, il siège sur un trône d’ivoire, couvert de la pourpre que lui seul a le droit de porter, et le front couronné des feuilles géantes du lauriers de la Turbie. Ronsard chante des odes, et Vénus, vêtue de l’azur qui sort de sa chevelure, lui verse l’ambroisie ― cependant qu’à ses pieds roulent les sanglots d’un peuple reconnaissant. La grande lyre s’extasie dans ses mains augustes.

Revue L’Artiste, 1 février 1865.