LAUTRÉAMONT: POETA DE LOS
MÚSCULOS Y DEL GRITO
I
Nada
más inimitable que una poesía original, una poesía primitiva. Y también nada
más primitivo que la poesía primitiva. Domina una vida, domina la vida. Al
comunicarse, crea. El poeta debe crear su lector y de ninguna manera expresar
ideas comunes. Una prosodia debe imponer su lectura y no regular fenómenos,
efusiones, expresiones. Por eso un filósofo que busca en los poemas la acción
de los principios metafísicos reconoce sin vacilar la causa formal a través de la creación poética. Sólo la causa
poética, mezclando la belleza a la forma, comunica a los seres la fuerza de
seducción. ¡Que no se vea ahí un fácil pancalismo! Lo bello no es un simple
arreglo. Necesita un poder, una energía, una conquista. También la estatua
tiene músculos. La causa formal es de orden energético. Por eso llega a su
colmo en la vida, en la vida humana, en
la vida voluntaria. No se comprende bien una forma en una contemplación ociosa.
Es necesario que el ser que contempla viva su propio destino ante el universo
contemplado. Todos los tipos de poesía son tipos de destino. Una historia de la
poesía es una historia de la sensibilidad humana. Por ejemplo, un psicólogo
atento juzgará el hermoso libro de Marcel Raymond, De Baudelaire au Surréalisme, como una verdadera suma de las
novedades psicológicas. Y sin duda le llamará la atención un hecho: casi
siempre las novedades son voluntades. La poesía contemporánea, en su asombrosa
variedad, prueba que el hombre quiere un devenir, quiere un devenir hasta para
su corazón. El libro de Marcel Raymond nos muestra las múltiples avenidas de
una afectividad inventiva, de una afectividad normativa que renueva y ordena
todas las fuerzas del ser.
Luego,
lo bello nunca puede ser simplemente reproducido,
tiene que ser, primero, producido. De
la vida, de la materia misma, extrae energías elementales que son primeramente transformadas, y después transfiguradas. Ciertas poesías realizan
especialmente la transformación, otras, la transfiguración. Pero el poema verdadero
siempre debe provocar una metamorfosis en el ser humano. La función principal
de la poesía es transformarnos. Es la obra humana que nos modifica más pronto:
para ello basta un poema.
Desgraciadamente,
demasiado a menudo, imágenes heteronianas rompen la ley de la imagen activa. Un
mimetismo increíble parodia un movimiento que sólo es saludable y creador en su
intimidad. Por eso cuando las escuelas son dominantes, cuando las estéticas son
enseñadas, detienen las fuerzas destinadas a metamorfosear. Sólo a algunos
poetas solitarios les es dado vivir en estado de metamorfosis permanente. Ellos
constituyen, para un lector fiel, esquemas de metamorfosis sensibles. Ciertos
poetas directos determinan en nuestra sensibilidad una especie de inducción, un
ritmo nervioso, muy diferente del ritmo lingüístico. Hay que leerlos como si
tomáramos una lección de vida nerviosa, una lección de voluntad de vivir
original. Es así como hemos intentado revivir la fuerza inductiva que recorre los
Cantos de Maldoror, publicados hace
setenta años por Isidore Ducasse bajo el pseudónimo de Lautréamont. Hemos
consagrado a ese extraño poeta, nacido en las costas del Uruguay, largos meses
de experiencia dócil y simpática, tratando de restituirlo a la agitación
específica de una vida muy diferente de la nuestra[1]. Desearía mostrar en el
presente artículo, sin dar el film
completo de las imágenes, cómo se inicia en Lautréamont el dinamismo
poético y precisar también el principio de su Universo activo.
II
En
el umbral de la fenomenología ducasiana, proponemos poner este teorema de
psicología dinámica tan bien formulado por F. Roels: “Nada hay en la
inteligencia que no haya estado primero en los músculos”. Es esa una justa
paráfrasis de la vieja divisa de los filósofos sensualistas que no encontraban
en la inteligencia nada que no hubiera estado primero en los sentidos. En
realidad, una gran parte de la poesía ducassiana depende de la miopsiquis
caracterizada por Storch (Véase Wallon: Stades
et troubles du développement psicho-moteur el mental chez l’enfant. París,
1925, pág. 166). El lector en actitud de dócil simpatía para con Maldoror
siente reavivarse esa miopsiquis casi fibra por fibra. Una estampería
animalizada le ayuda a alcanzar ese curioso estado de análisis muscular.
Pareciera, en efecto, que la vida animal diera un valor especial a músculos y
órganos particulares, hasta el punto de resultar a menudo que todo un animal es
el servidor de uno de sus órganos.
En
Lautréamont, la conciencia de tener un cuerpo no es, pues, una conciencia vaga,
una conciencia adormecida en un calor feliz; es, por el contrario, una
conciencia violentamente iluminada en la certeza de tener un músculo, y que se
proyecta en un gesto animal, ya olvidado desde hace mucho tiempo por los
hombres.
El
tierno Charles Louis Philippe decía, contemplando al niño en la cuna: (La Mere et l’Enfant, pág. 2) “sus pies
se agitan graciosamente, un poco alocados, y parece que cada dedo del pie es un
animalillo aparte”. Esas impresiones animalizadas nos acuden con más frecuencia
en las horas de fatiga, en el aflojamiento muscular. Lautréamont, por el
contrario, descubre su fuerza en las horas de mayor actividad, en los gestos
más ofensivos. Su verdadera libertad es la conciencia de las preferencias
musculares.
III
En
las primeras páginas de los Cantos de
Maldoror, encontramos un ejemplo de ese carácter directo y primero del
estremecimiento muscular. El odio de “orgullosas, anchas y flacas narices”, el
odio basta para devolver el primitivismo muscular al ser gastado, espoliado,
anonadado por las sensaciones más pasivas. El estremecimiento de las
ventanillas no responde entonces a la invasión de un perfume, el orgullo de una
ventanilla dinamizada por el odio no se nutre de incienso. “Tus ventanillas,
desmesuradamente dilatadas de contentamiento inefable, de éxtasis inmóvil, no
pedirán nada mejor al espacio, que se embalsama de perfumes y de esencias, pues
estarán saciadas de una felicidad completa”[2].
¿Puede
darse un ejemplo más claro de subversión de los valores sensibles? Lo que era
sensación pasiva se vuelve de pronto voluntad, lo que era espera se vuelve
provocación. El olfato ¿no es acaso el sentido más pasivo, más terrestre, el
más inmóvil, el más inmovilizante, el que debe esperar lentamente, pacientemente,
sabiamente que la realidad impuesta se aleje, se esfume, para soñar de veras,
para escribir su poema? Cuando el perfume sea un recuerdo, el recuerdo será un
perfume. El perfume con su materia y su ideal podrá entonces integrarse en
ricas y vastas correspondencias. Pero lo que se gane en riqueza se perderá en
decisión. Una dinamogenia primitiva, como la que se anima en los Cantos de Maldoror, no soporta los
perfumes triunfantes. Todo ese universo pasivo y respirado se debilita y se
borra cuando el acto se impone como un universo. La inspiración domina las
inspiraciones. A la vida ofendida sucede la vida ofensiva. La carne en vida es
entonces, en sí misma, su propio olor.
IV
De
modo que el más pequeño músculo que abre una ventanilla o endurece una mirada
insinúa una vida y una poesía especiales. En sus Estudios filosóficos sobre la expresión literaria, Claude Estève le
da la importancia que se merece a esa especie de sintaxis muscular: “No hay
sensación que provoque una alerta de toda la musculatura. Todos los medios de
acción y de reacción vibran al unísono a su llamado”. En Lautréamont, el mundo
no tiene necesidad de invitarnos al acto. Con la poesía empuñada, Maldoror
aborda la realidad, la amasa y la modela, la transforma, la analiza. ¡Si la
materia pudiera ser una carne que se magulla! “El furor de secos metacarpos”
(pág. 185) impone su forma al mundo maltratado.
Sería
un error, por otra parte, imaginar la violencia ducassiana como una violencia
desordenada que se embriaga en su exceso. Lautréamont no es un simple precursor
del “paroxismo”. Aun en sus tempestades energéticas, el sentido muscular conserva
en él la libertad de decisión. Como lo ha demostrado Henri Wallon, el niño
turbulento posee verdaderos centros de turbulencia. Lautréamont, poeta
turbulento, no acepta las violencias turbias. No acepta las reacciones difusas,
las acciones confusas. Diseña actos. Sabe administrar su agresión. Sin duda ha
debido sufrir —¡como tantos otros!— a causa de las inmovilidades escolares.
Habrá tenido que soportar las actitudes del adolescente sentado, del colegial
reducido a las alegrías articulares del codo y de la rodilla. Abrirse paso con
los codos, ¡qué imagen de una humanidad solapada! Bajo la mirada del maestro,
Isidore Ducasse ha vuelto el cuello hipócritamente, exagerando el tic del
cuello, ocultando la impulsión primitiva con un movimiento lentamente
prolongado. “Como un condenado que prueba sus músculos, reflexionando sobre la
suerte que correrán, y que pronto va a subir al cadalso, sobre mi lecho de
paja, con los ojos cerrados, vuelvo lentamente mi cuello de derecha a
izquierda, de izquierda a derecha, durante horas enteras…” (pág. 53). Para
comprender dinámicamente esas páginas, hay que suprimir la imagen visual; aquí,
hay que borrar el cadalso; se prestará entonces la debida atención a esos
obscuros músculos de la nuca que, estando tan cerca de la cabeza, tan lejos
están de la conciencia. Al dinamizar esos músculos se encontrará simplemente
los principios musculares del orgullo humano, que tan poca diferencia tiene con
el orgullo leonino. La psicología del cuello y la técnica del cuello
encontrarán abundantes lecciones en los Cantos
de Maldoror. Meditando sobre esas lecciones se comprenderá mejor la
importancia que tienen las corbatas, y la importancia que tienen las gorgueras
en la psicología de la majestad.
Si
fuera posible desarrollar más extensamente esas explicaciones, nos daríamos
cuenta de que la fisiognomonía, en sus descripciones anatómicas, ha olvidado
casi completamente los caracteres temporales del rostro. Encontraremos esos
caracteres temporales reviviendo la dinámica de los gestos en su cabal
sintaxis, distinguiendo sus diversas fases energéticas y, sobre todo,
estableciendo la exacta jerarquía nerviosa de las múltiples expresiones. La
cara de un hombre decidido da los instantes de la mutación de su ser. El
sentido común tiene tan poco discernimiento, que confunde todas sus
observaciones bajo el simple signo de un semblante
enérgico. Lautréamont no se congela en su misma energía. Conserva
eternamente la libertad, la movilidad, la decisión.
V
Encontraremos
una nueva prueba del primitivismo de la poesía ducassiana en la importancia que
da al grito. Para quien abandona el
punto de vista del primitivismo como jerarquía nerviosa, el grito no es más que
un accidente, un desgarrón, un arcaísmo. Por el contrario, el primitivismo
nervioso nos prueba que el grito no es un toque de llamada, ni siquiera un
reflejo. Es esencialmente directo.
Es
también la antítesis del lenguaje. Todos los que han meditado ante un niño
solitario se han sorprendido de sus juegos lingüísticos: el niño juega a los
murmullos, a los gorjeos, a la voz mojada, con timbres de finas campanillas que
suenan sin resonar — ¡leves cristales que un soplo quiebra! El juego
lingüístico cesa cuando el grito vuelve con sus potencias iniciales, con su
rabia gratuita, claro como un cogito
sonoro y energético: grito, luego soy una energía.
Entonces,
una vez más, el grito está en la garganta antes de estar en el oído. Nada
imita. Es personal, es la persona gritada. Si se le retiene, retumbará a su
hora como una rebelión. Tú me torturas: me callo. Sólo gritaré el día de mi
venganza. Oirás entonces un grito negro en la noche. Mi ofensa es una espada
tenebrosa. Mi venganza es un brusco relieve de las tinieblas. No significa
nada; pero, inversamente, la firmo con todo mi ser. Aquellos que profieren
gritos desgarradores no saben gritar. Han puesto al grito detrás del miedo y no
delante de la amenaza, como está primitivamente.
Todo
lo que es intermedio entre el grito y la decisión, todas las palabras, todas
las confidencias deben callarse (pág. 105): “Ahora, se acabó desde hace tiempo;
desde hace tiempo no dirijo la palabra a nadie. Oh tú, cualquiera que seas,
cuando estés a mi lado, que las cuerdas de tu glotis no dejen escapar ninguna
entonación... y también vosotros, no intentéis en modo alguno hacerme conocer
vuestra alma por medio del lenguaje”.
Tal
vez no se le ha dado bastante importancia a la declaración de Isidore Ducasse:
“Dicen que nací entre los brazos de la sordera” (pág. 102). La psicología del
sordo de nacimiento que adquiere de pronto la audición no ha sido hecha
todavía, mientras que la psicología del ciego de nacimiento, curado por
Cheselden, ha sido imaginada infinidad de veces.
Si
realmente Isidore Ducasse es un sordo de nacimiento, sería interesante saber a
qué edad ha adquirido su verbo, a qué edad ha podido decir con asombro: “soy yo
mismo quien habla. Sirviéndome de mi propia lengua para emitir mi pensamiento,
me doy cuenta de que mis labios se mueven…” (pág. 207). Le escucharíamos,
entonces, hasta la frontera de la sensibilidad alucinatoria, cuando él oye al
crepúsculo desplegar sus velos de satén gris...
Pero
si leemos los Cantos de Maldoror
dándoles una sonoridad en cierto modo nerviosa, es decir, agregando sonidos a
las puras impulsiones, descubrimos entonces que las voces débiles son voces
debilitadas. Es menester volver al grito y reconocer que el primer verbo es una
provocación. Los fantasmas ducassianos nacen de una grita o, por lo menos, una grita
levanta al fantasma que tropieza.
Para
comprender la jerarquía nerviosa hay que volver siempre a la omnipotencia del
grito, al instante en que el ser que grita cree tener la garantía de que su
grito “se oye hasta en las capas más lejanas del espacio” (pág. 136). Un grito
así, original, niega las leyes físicas como la falta original niega las leyes
morales. Un grito así es directo y cruel; lleva realmente el odio hasta el
corazón del adversario, como una flecha (pág. 128): “Parecíame que mi odio y
mis palabras, franqueando las distancias, reducían a nada las leyes físicas del
sonido, y llegaban diferenciadas a sus oídos ensordecidos por los mugidos del
océano iracundo”. El grito humano tiene su parte en un universo colérico. La
“boca cuadrada” ha encontrado su vocal.
VI
¿Cómo
ha de poder un grito semejante determinar una sintaxis? A pesar de todas las
anacolutas activas, ¿cómo puede el ser sublevado conducir una acción? Es ése el
problema resuelto por los Cantos de Maldoror.
Todo se articula en el cuerpo cuando el grito —él mismo inarticulado, pero
maravillosamente simple y único— dice la victoria de la fuerza. Todos los
animales, aun los más inofensivos, articulan un grito de guerra. Pero en la
Naturaleza todas las fuerzas son parodiadas. Y en la vida animal múltiple que
ha vivido, Lautréamont ha oído gritos belicosos que son “cloqueos ridículos”.
Ha oído gritos sin jerarquía que nos hacen pensar en lo que llamaríamos de
buena gana gritos de masa, gritos que nacen de la masa biológica. Parece que
ese fuera el pensamiento de Paul Valéry cuando dice en Monsieur Teste: “Los tiernos balaban, los agrios maullaban, los gruesos
mugían, los flacos rugían”. Hay que ascender a lo humano para tener los gritos
dominantes. A través de un estruendo poético, se los oirá pasar en los Cantos de Maldoror.
Se
equivocan quienes ven en estos cantos una maldición teatral. Son un universo
especial, un universo activo, un universo gritado. En ese universo, la energía
es una estética.
Artículo publicado en Revista Sur, octubre de 1940
(no figura el nombre del traductor).
Nota 1: Véase Lautrémont, ed. José Corti.
Nota
2: Pág. 42. Todas las citas han sido tomadas de las Obras completas de Lautrémont, publicadas por José Corti.