CANTOS DE MALDOROR
CANTO PRIMERO
CANTO PRIMERO
(Fragmento)
Me propongo, sin estar en modo
alguno emocionado, entonar el canto serio y frío que ustedes van a oír. Presten
atención a lo que contiene, y cuídense de la penosa impresión que no dejará de
producirles, como una mancha, en sus imaginaciones perturbadas. No crean que esté
a punto de morir, pues todavía no soy un esqueleto y la vejez no se me ha
pegado a la frente. Dejemos de lado, por lo tanto, toda idea de comparación con
el cisne en el momento en que su existencia alza el vuelo, y sólo vean delante
de ustedes a un monstruo, cuyo rostro me alegra que no puedan ver, ¡aunque es
menos horrible que su alma!... Sin embargo, no soy un criminal... Ya basta con
este asunto. No hace mucho que volví a ver el mar y pisé el puente de los navíos,
y mis recuerdos son tan vívidos como si eso hubiera ocurrido ayer. No
obstante, permanezcan, si pueden, tan tranquilos como yo durante esta lectura
que ya me arrepiento de ofrecerles, y no se sonrojen ante el pensamiento de lo
que es el corazón humano. ¡Ah, Dazet![1], tú, cuya alma es inseparable de la
mía; tú, que eres el más hermoso de los hijos de la mujer, aunque sólo seas un
adolescente; tú, cuyo nombre es parecido al del mejor amigo de la juventud de
Byron[2]; tú, en quien residen noblemente, como en su morada natural, de común
acuerdo, con lazo indestructible, la dulce virtud comunicativa y las gracias
divinas, ¿por qué no estás conmigo, tu pecho contra a mi pecho, sentados ambos
en algún peñasco de la playa, para contemplar este espectáculo que adoro? [3]
Viejo Océano de olas de cristal, te
pareces proporcionalmente a esas marcas azuladas que se ven en la espalda
magullada de los grumetes; eres un inmenso moretón que le han hecho al cuerpo
de la tierra: me gusta esta comparación. Así, al verte por primera vez, un
soplo prolongado de tristeza, que parecería ser el murmullo de tu brisa suave,
pasa, dejando huellas imborrables, por el alma profundamente conmovida, y tú
les recuerdas a los que te aman, sin que se den del todo cuenta, los rudos
comienzos del hombre, cuando traba conocimiento con el dolor que ya no lo
abandona. ¡Yo te saludo, viejo Océano!
Viejo Océano, tu forma
armoniosamente esférica, que alegra el rostro grave de la geometría, me
recuerda demasiado los ojos pequeños del hombre, semejantes a los del jabalí por
su pequeñez, y a los de las aves nocturnas por la perfección circular del
contorno. Sin embargo, el hombre se ha creído hermoso en todas las épocas. Supongo,
más bien, que el hombre sólo cree en su belleza por amor propio; pero que no
es hermoso realmente y que sospecha que no lo es; si no, ¿por qué mira la cara
de su prójimo con tanto desprecio? ¡Yo te saludo, viejo Océano!
Viejo Océano, eres el símbolo de
la identidad: siempre igual a ti mismo. No cambias de manera esencial, y, si
tus olas en alguna parte están furiosas, más lejos, en alguna otra zona, están
en la calma más completa. No eres como el hombre, que se detiene en la calle
para ver a dos bulldogs agarrándose del cuello, pero que no se detiene cuando
pasa un entierro; que esta mañana es asequible y esta noche está de mal humor;
que ríe hoy y llora mañana. ¡Yo te saludo, viejo Océano!
Viejo Océano, no sería nada
imposible que escondieras en tu seno futuros beneficios para el hombre. Ya le
has dado la ballena. No dejas adivinar fácilmente a los ojos ávidos de las
ciencias naturales los mil secretos de tu íntima organización: eres modesto. El
hombre se vanagloria sin cesar, y por minucias. ¡Yo te saludo, viejo Océano!
Viejo Océano, las diferentes
especies de peces que alimentas no se han jurado fraternidad entre ellas. Cada
especie vive por su lado. Los temperamentos y las conformaciones que varían
en cada una de ellas explican, de una manera satisfactoria, lo que al principio
sólo parece una anomalía. Así ocurre con el hombre, que no tiene los mismos
motivos de disculpa. Si un pedazo de tierra está ocupado por treinta millones
de seres humanos, éstos se creen obligados a no inmiscuirse en la existencia
de sus vecinos, fijos como raíces sobre el pedazo de tierra contiguo. Descendiendo
del grande al pequeño, cada hombre vive como un salvaje en su madriguera, y rara
vez sale de ella para visitar a su semejante, acurrucado de igual modo en otra
madriguera. La gran familia universal de los seres humanos es una utopía digna
de la lógica más mediocre. Además, del espectáculo de tus ubres fecundas se
desprende la noción de ingratitud, pues uno piensa enseguida en esos numerosos
padres bastante ingratos con el Creador para abandonar el fruto de su miserable
unión. ¡Yo te saludo, viejo Océano!
Viejo Océano, tu grandeza
material sólo puede compararse con la idea que uno se hace de la potencia
activa que hizo falta para engendrar la totalidad de tu masa. No se te puede
abarcar de una ojeada. Para contemplarte, la vista tiene que girar con un
movimiento continuo hacia los cuatro puntos del horizonte, de igual modo que
un matemático, para resolver una ecuación algebraica, examina por separado los
distintos casos posibles antes de resolver la dificultad. El hombre come
substancias nutritivas y hace otros esfuerzos dignos de mejor suerte para
parecer gordo. Que esa rana se hinche todo lo que quiera. Quédate tranquilo,
nunca igualará tu corpulencia; al menos eso supongo. ¡Yo te saludo viejo Océano!
Viejo Océano, tus aguas son
amargas. Es exactamente el mismo sabor que la hiel que la crítica destila sobre
las bellas artes, sobre las ciencias, sobre todo. Si alguien tiene genio, se
le hace pasar por idiota; si algún otro es bello de cuerpo, es un jorobado
horrible. Por cierto, es preciso que el hombre sienta con fuerza su
imperfección, cuyas tres cuartas partes, por lo demás, sólo se deben a él
mismo, para criticarla de tal modo. ¡Yo te saludo, viejo Océano!
Viejo Océano, los hombres, a
pesar de la excelencia de sus métodos, todavía no han llegado, ayudados por los
medios de investigación de la ciencia, a medir la profundidad vertiginosa de
tus abismos; algunos de los cuales han sido reconocidos como inaccesibles por
las sondas más largas y pesadas. A los peces eso les está permitido, no a los
hombres. A menudo me he preguntado qué es lo más fácil de reconocer: la
profundidad del Océano o la profundidad del corazón humano. ¡A menudo, con la
mano en la frente, de pie sobre los navíos, mientras la luna se balanceaba
entre los mástiles de modo irregular, me he sorprendido esforzándome por
resolver ese difícil problema, haciendo abstracción de todo lo que no fuera el
objeto que pretendía alcanzar! Sí, ¿cuál es el más profundo, el más
impenetrable de los dos: el Océano o el corazón humano? Si treinta años de
experiencia de la vida pueden, hasta cierto punto, hacer que la balanza se
incline hacia una u otra de esas soluciones, me estará permitido decir que, a
pesar de la profundidad del Océano, éste no puede ponerse a la par, en lo que
respecta a la comparación sobre dicha propiedad, con la profundidad del
corazón humano. He estado en relación con hombres que fueron virtuosos. Se
morían a los sesenta años y nadie dejaba de exclamar: «Hicieron el bien en esta
tierra, es decir, practicaron la caridad: eso es todo, no es nada complicado,
cualquiera puede hacer lo mismo». ¿Quién comprenderá por qué dos enamorados,
que se idolatraban la víspera, por una palabra mal interpretada se separan, uno
hacia oriente, otro hacia occidente, con los aguijones del odio, de la
venganza, del amor y del remordimiento, y no se vuelven a ver más, cada uno envuelto
en su orgullo solitario? Es un milagro que se renueva cada día, y que no por
ello es menos milagroso. ¿Quién comprenderá por qué uno paladea, no sólo las
desgracias generales de sus semejantes, sino también las particulares de sus
amigos más queridos, incluso de su padre y de su madre, mientras que se aflige
al mismo tiempo por eso? Un ejemplo irrefutable para cerrar la serie: el hombre
dice hipócritamente que sí y piensa: no. Por eso los hombres tienen tanta
confianza unos en otros y no son egoístas. A la psicología le quedan muchos
progresos por hacer. ¡Yo te saludo, viejo Océano!
Viejo Océano, eres tan poderoso
que los hombres lo han aprendido a sus expensas. Por mucho que utilicen todos
los recursos de su genio...; incapaces de dominarte. Han encontrado a su amo.
Digo que han encontrado algo más fuerte que ellos. Ese algo tiene nombre. Ese
nombre es: ¡el Océano! El miedo que les inspiras es tal, que te respetan. A
pesar de lo cual haces danzar sus más pesadas máquinas con gracia, elegancia y
facilidad. Les haces dar saltos gimnásticos hasta el cielo, y admirables zambullidas
hasta el fondo de tus territorios: hasta un saltimbanqui los envidiaría. Se
pueden considerar afortunados cuando no los envuelves definitivamente en tus
pliegues burbujeantes para llevarlos a ver, sin ferrocarril, en tus entrañas
acuáticas, cómo están los peces y, sobre todo, cómo están ellos mismos. El
hombre dice: «Soy más inteligente que el Océano». Es posible, pero más miedo le
tiene él al Océano que el Océano a él: es algo que no es necesario probar. Ese
patriarca observador, contemporáneo de las primeras épocas de nuestro globo colgante,
sonríe de lástima cuando asiste a los combates navales de las naciones… ¡He
allí un centenar de leviatanes salidos de las manos de la humanidad! Las
órdenes enfáticas de los superiores, los gritos de los heridos, los cañonazos,
todo eso es ruido hecho adrede para aniquilar algunos segundos… ¡El drama ha
terminado, el Océano se lo ha metido todo en el vientre! ¡Oh, esas fauces
formidables!... ¡Qué grandes deben de ser hacia abajo, en dirección a lo
desconocido! Para coronar la estúpida comedia, que ni siquiera es interesante, se ve en los aires alguna cigüeña
retrasada por el cansancio que se pone a gritar, sin detener la amplitud de su
vuelo: «¡Vaya!... ¡que cosa desagradable! Allá abajo había algunos puntos
negros. Cerré los ojos… y desaparecieron». ¡Yo te saludo, viejo Océano!
Viejo Océano, oh gran solterón,
cuando recorres la soledad solemne de tus reinos flemáticos, te enorgulleces
con razón de tu magnificencia nativa y de los elogios genuinos que me apresuro
a dedicarte. Mecido voluptuosamente por los suaves efluvios de tu lentitud majestuosa,
que es el más grandioso de los atributos con que el soberano poder te ha
gratificado, haces rodar, en medio de un sombrío misterio, por toda tu sublime
superficie, tus olas incomparables, con el sereno sentimiento de tu poder
eterno. Pasan unas tras otras, paralelamente, separadas por breves intervalos.
Tan pronto como una disminuye, otra va a su encuentro creciendo, acompañada por
el ruido melancólico de la espuma que se deshace, para advertirnos de que todo
es espuma. (Así es como los seres humanos, esas olas vivientes, mueren uno tras
otro, de manera monótona, pero sin dejar tras ellos el ruido de la espuma). El
ave pasajera descansa confiada sobre ellas, y se deja llevar por sus
movimientos, llenos de una gracia altiva, hasta que los huesos de sus alas recobran
su vigor acostumbrado para continuar la peregrinación aérea. Quisiera que la
majestad humana sólo fuera la encarnación del reflejo de la tuya; es mucho lo
que pido. Este deseo sincero te glorifica. Tu grandeza moral, imagen del infinito,
es inmensa como la reflexión del filósofo, como el amor de la mujer, como la
belleza divina del pájaro, como las meditaciones del poeta. Eres más hermoso
que la noche. Respóndeme, Océano, ¿quieres ser mi hermano?... Muévete con
impetuosidad... más... más aún, si quieres que te compare con la venganza de
Dios; alarga tus zarpas lívidas y ábrete camino en tu propio seno... así está
bien. Despliega tus olas horrendas, Océano espantoso, que sólo yo comprendo, y
delante del que caigo, prosternándome ante tus rodillas. La majestad del
hombre es prestada; él no logrará impresionarme: tú, sí. ¡Oh, cuando avanzas,
con la cresta alta y terrible, rodeado por tus repliegues tortuosos, como por
una corte, magnetizador y salvaje, haciendo rodar tus olas una sobre la otra,
con la conciencia de lo que eres, mientras lanzas desde las profundidades de
tu pecho, como abrumado por un remordimiento intenso que no puedo descubrir,
ese sordo bramido perpetuo que los hombres temen tanto, incluso cuando te
contemplan sintiéndose seguros, temblorosos en la orilla; entonces me doy
cuenta de que no es mío el insigne derecho de llamarme tu igual! Por eso, en
presencia de tu superioridad, te daría todo mi amor (y nadie conoce la
cantidad de amor que contienen mis aspiraciones hacia lo bello), si no me
hicieras pensar, dolorosamente, en mis semejantes, que forman contigo el más
irónico contraste, la antítesis más cómica que alguna vez se haya visto en la
creación: no puedo amarte, te detesto. ¿Por qué vuelvo a ti por milésima vez, a
tus brazos amigos que se entreabren para acariciar mi frente ardiente, cuya
fiebre desaparece a su contacto? No conozco tu destino oculto; todo lo que te
concierne me interesa. Dime, pues, si eres la morada del príncipe de las
tinieblas. Dímelo... dímelo, Océano (a mí solo, para no entristecer a aquéllos
que todavía no han conocido más que las ilusiones), y si el soplo de Satanás
crea las tempestades que levantan tus aguas saladas hasta las nubes. Tienes
que decírmelo, porque me alegraría saber que el infierno está tan cerca del
hombre. Quiero que ésta sea la última estrofa de mi invocación. ¡Por lo tanto,
una sola vez más, quiero saludarte y despedirme de ti! Viejo Océano de olas de
cristal... Mis ojos se humedecen con lágrimas abundantes, y no tengo fuerzas
para continuar, ya que siento que ha llegado el momento de volver con los
hombres de aspecto brutal; pero... ¡ánimo! Hagamos un gran esfuerzo y,
sentimiento del deber mediante, cumplamos con nuestro destino sobre esta
tierra. ¡Yo te saludo, viejo Océano!
Traducción, para Literatura & Traducciones, de MiguelÁngel Frontán.
NOTA 1: Georges-Édouard-Alexis
Dazet (1852-1920), el hijo menor del tutor de Isidore Ducasse en Tarbes, desde la
llegada a Francia del poeta a los trece años.
NOTA 2: George John Frederick Sackville (1793-1815), cuarto duque de Dorset, amigo de
Lord Byron en la escuela de Harrow-on-the-Hill.
NOTA 3: A partir de “¡Ah, Dazet!” y
hasta el final del párrafo, en la edición de 1869, este texto (correspondiente
al Primer Canto, publicado sin nombre de autor en 1868) fue sustituido por el
siguiente, evidentemente más impersonal: “¡Oh, pulpo de mirada de seda!, tú,
cuya alma es inseparable de la mía; tú, el más bello de los habitantes del
globo terrestre, y que reinas sobre un serrallo de cuatrocientas ventosas; tú,
en quien residen noblemente, como en su morada natural, por común acuerdo, con
lazo indestructible, la dulce virtud comunicativa y las gracias divinas, ¿por
qué no estás conmigo, tu vientre de mercurio contra a mi pecho de aluminio,
sentados ambos en algún peñasco de la playa, para contemplar este espectáculo
que adoro?” [Ô poulpe, au regard de soie ! toi, dont l’âme est inséparable de la
mienne ; toi, le plus beau des habitants du globe terrestre, et qui commandes à
un sérail de quatre cents ventouses ; toi, en qui siègent noblement, comme dans
leur résidence naturelle, par un commun accord, d’un lien indestructible, la
douce vertu communicative et les grâces divines, pourquoi n'es-tu pas avec moi,
ton ventre de mercure contre ma poitrine d'aluminium, assis tous les deux sur
quelque rocher du rivage, pour contempler ce spectacle que j’adore !].
CHANTS DE MALDOROR
CHANT PREMIER
CHANT PREMIER
(Fragment)
Je me propose, sans être nullement ému, d’entonner le chant sérieux et
froid que vous allez entendre. Vous, faites attention à ce qu’il contient, et
gardez-vous de l’impression pénible qu’il ne manquera pas de laisser, comme une
flétrissure, dans vos imaginations troublées. Ne croyez pas que je sois sur le
point de mourir, car je ne suis pas encore un squelette, et la vieillesse n’est
pas collée à mon front. Écartons en conséquence toute idée de comparaison avec
le cygne au moment où son existence s’envole, et ne voyez devant vous qu’un
monstre, dont je suis heureux que vous ne puissiez pas apercevoir la figure,
mais moins horrible est-elle que son âme !... Cependant je ne suis pas un
criminel... Assez sur ce sujet. Il n’y a pas longtemps que j’ai revu la mer et
foulé le pont des vaisseaux, et mes souvenirs sont vivaces comme si je l’avais
quittée la veille. Soyez néanmoins, si vous le pouvez, aussi calmes que moi
dans cette lecture que je me repens déjà de vous offrir, et ne rougissez pas à
la pensée de ce qu’est le cœur humain. Ah ! Dazet ! toi dont l’âme est
inséparable de la mienne ; toi le plus beau des fils de la femme1, quoique
adolescent encore ; toi dont le nom ressemble au plus grand ami de la jeunesse
de Byron ; toi en qui siègent noblement, comme dans leur résidence naturelle,
par un commun accord, d’un lien indestructible, la douce vertu communicative et
les grâces divines, pourquoi n’es-tu pas avec moi, ta poitrine contre ma
poitrine, assis tous les deux sur quelque rocher du rivage, pour contempler ce
spectacle que j’adore.
Vieil Océan, aux vagues de cristal, tu ressembles proportionnellement à ces
marques azurées que l’on voit sur le dos meurtri des mousses ; tu es un immense
bleu fait sur le corps de la terre : j’aime cette comparaison. Ainsi, à ton
premier aspect, un souffle prolongé de tristesse, qu’on croirait être le
murmure de ta brise suave, passe en laissant des ineffaçables traces, sur l’âme
profondément ébranlée, et tu rappelles au souvenir de tes amants, sans qu’on
s’en rende toujours compte, les rudes commencements de l’homme, où il fait
connaissance avec la douleur qui ne le quitte plus. Je te salue, vieil Océan !
Vieil Océan, ta forme harmonieusement sphérique, qui réjouit la face grave
de la géométrie, ne me rappelle que trop les petits yeux de l’homme, pareils à
ceux du sanglier pour la petitesse, et à ceux des oiseaux de nuit pour la
perfection circulaire du contour. Cependant l’homme s’est cru beau dans tous
les siècles. Moi, je suppose plutôt que l’homme ne croit à sa beauté que par
amour-propre ; mais qu’il n’est pas beau réellement et qu’il s’en doute ; car
pourquoi regarde-t-il la figure de son semblable avec tant de mépris ? Je te
salue, vieil Océan!
Vieil Océan, tu es le symbole de l’identité : toujours égal à toi-même. Tu ne
varies pas d’une manière essentielle, et si tes vagues sont quelque part en
furie, plus loin, dans quelque autre zone, elles sont dans le calme le plus
complet. Tu n’es pas comme l’homme, qui s’arrête dans la rue pour voir deux
bouledogues s’empoigner au cou, mais qui ne s’arrête pas quand un enterrement
passe ; qui est ce matin accessible et ce soir de mauvaise humeur ; qui rit
aujourd’hui et pleure demain. Je te salue, vieil Océan !
Vieil Océan, il n’y aurait rien d’impossible à ce que tu caches dans ton
sein de futures utilités pour l’homme. Tu lui as déjà donné la baleine. Tu ne
laisses pas facilement deviner aux yeux avides des sciences naturelles les
mille secrets de ton intime organisation : tu es modeste. L’homme se vante sans
cesse, et pour des minuties. Je te salue, vieil Océan !
Vieil Océan, les différentes espèces de poissons que tu nourris, n’ont pas
juré fraternité entre elles. Chaque espèce vit de son côté. Les tempéraments et
les conformations qui varient dans chacune d’elles, expliquent d’une manière
satisfaisante, ce qui ne paraît d’abord qu’une anomalie. Il en est ainsi de
l’homme qui n’a pas les mêmes motifs d’excuse. Un morceau de terre est-il
occupé par trente millions d’êtres humains, ceux-ci se croient obligés de ne
pas se mêler de l’existence de leurs voisins, fixés comme des racines sur le
morceau de terre qui suit. En descendant du grand au petit, chaque homme vit
comme un sauvage dans sa tanière, et en sort rarement pour visiter son
semblable, accroupi pareillement dans une autre tanière. La grande famille
universelle des humains est une utopie digne de la logique la plus médiocre. En
outre, du spectacle de tes mamelles fécondes se dégage la notion d’ingratitude,
car on pense aussitôt à ces parents nombreux assez ingrats envers le Créateur
pour abandonner le fruit de leur misérable union. Je te salue, vieil Océan !
Vieil Océan, ta grandeur matérielle ne peut se comparer qu’à la mesure
qu’on se fait de ce qu’il a fallu de puissance active pour engendrer la
totalité de ta masse. On ne peut pas t’embrasser d’un coup d’œil. Pour te
contempler, il faut que la vue se tourne par un mouvement continu vers les
quatre points de l’horizon, de même qu’un mathématicien, afin de résoudre une
équation algébrique, examine séparément les divers cas possibles avant de
trancher la difficulté. L’homme mange des substances nourrissantes et fait
d’autres efforts dignes d’un meilleur sort pour paraître gras. Qu’elle se
gonfle tant qu’elle voudra, cette grenouille. Sois tranquille, elle ne
t’égalera pas en grosseur ; je le suppose du moins. Je te salue, vieil Océan !
Vieil Océan, tes eaux sont amères. C’est exactement le même goût que le
fiel que distille la critique sur les beaux-arts, sur les sciences, sur tout.
Si quelqu’un a du génie, on le fait passer pour un idiot ; si quelque autre est
beau de corps, c’est un bossu affreux. Certes, il faut que l’homme sente avec
force son imperfection, dont les trois quarts d’ailleurs ne sont dus qu’à
lui-même, pour la critiquer ainsi ! Je te salue, vieil Océan !
Vieil Océan, les hommes, malgré l’excellence de leurs méthodes, ne sont pas
encore parvenus, aidés par les moyens d’investigation de la science, à mesurer
la profondeur vertigineuse de tes abîmes ; tu en as que les sondes les plus
longues, les plus pesantes ont reconnu inaccessibles. Aux poissons ça leur est
permis, pas aux hommes. Souvent je me suis demandé quelle chose était le plus
facile à reconnaître : la profondeur de l’Océan ou la profondeur du cœur humain
! Souvent, la main portée au front, debout sur les vaisseaux, tandis que la
lune se balançait entre les mâts d’une façon irrégulière, je me suis surpris,
faisant abstraction de tout ce qui n’était pas le but que je poursuivais,
m’efforçant de résoudre ce difficile problème ! Oui, quel est le plus profond,
le plus impénétrable des deux, l’Océan ou le cœur humain ? Si trente ans
d’expérience de la vie peuvent jusqu’à un certain point pencher la balance vers
l’une ou l’autre de ces solutions, il me sera permis de dire que, malgré la
profondeur de l’Océan, il ne peut pas se mettre en ligne, quant à la
comparaison sur cette propriété, avec la profondeur du cœur humain. J’ai été en
relation avec des hommes qui ont été vertueux. Ils mouraient à soixante ans, et
chacun ne manquait pas de s’écrier : « Ils ont fait le bien sur cette terre,
c’est-à-dire qu’ils ont pratiqué la charité : voilà tout, ce n’est pas malin,
chacun peut en faire autant. » Qui comprendra pourquoi deux amants qui
s’idolâtraient la veille, pour un mot mal interprété, s’écartent, l’un vers l’Orient,
l’autre vers l’Occident, avec les aiguillons de la haine, de la vengeance, de
l’amour et du remords, et ne se revoient plus, chacun drapé dans sa fierté
solitaire. C’est un miracle qui se renouvelle chaque jour, et qui n’en est pas
moins miraculeux. Qui comprendra pourquoi l’on savoure non seulement les
disgrâces générales de ses semblables, mais encore les particulières de ses
amis les plus chers, même de son père et de sa mère, tandis que l’on en est
affligé en même temps ? Un exemple incontestable pour clore la série : l’homme
dit hypocritement oui et pense non. C’est pour cela que les hommes ont tant de
confiance les uns dans les autres, et ne sont pas égoïstes. Il reste à la
psychologie beaucoup de progrès à faire. Je te salue, vieil Océan !
Vieil Océan, tu es si puissant que les hommes l’ont appris à leurs propres
dépens. Ils ont beau employer toutes les ressources de leur génie... ;
incapables de te dominer. Ils ont trouvé leur maître. Je dis qu’ils ont trouvé
quelque chose de plus fort qu’eux. Ce quelque chose a un nom. Ce nom est :
l’Océan ! La peur que tu leur inspires est telle qu’ils te respectent. Malgré
cela, tu fais valser leurs plus lourdes machines avec grâce, élégance et
facilité. Tu leur fais faire des sauts gymnastiques jusqu’au ciel, et des
plongeons admirables jusqu’au fond de tes domaines : un saltimbanque en serait
jaloux. Bienheureux sont-ils quand tu ne les enveloppes pas définitivement dans
tes plis bouillonnants pour aller voir, sans chemin de fer, dans tes entrailles
aquatiques, comment se portent les poissons, et surtout comment ils se portent
eux-mêmes. L'homme dit : « Je suis plus intelligent que l’Océan. » C'est
possible, mais l’Océan lui est plus redoutable que lui à l’Océan : c’est ce
qu’il n’est pas nécessaire de prouver. Ce patriarche observateur, contemporain
des premières époques de notre globe suspendu, sourit de pitié quand il assiste
aux combats navals des nations... Voilà une centaine de léviathans qui sont
sortis des mains de l’humanité ! Les ordres emphatiques des supérieurs, les
cris des blessés, les coups de canon, c’est du bruit fait exprès pour anéantir
quelques secondes... Le drame est fini, l’Océan a tout mis dans son ventre ! Oh
! cette gueule formidable !... Combien grande doit-elle être vers le bas, dans
la direction de l’inconnu ! Pour couronner la stupide comédie, qui n’est pas
même intéressante, on voit au milieu des airs quelque cigogne attardée par la
fatigue, qui se met à crier, sans arrêter l’envergure de son vol : « Tiens ! je
la trouve mauvaise !... Il y avait en bas des points noirs. J’ai fermé les
yeux... ils ont disparu. » Je te salue, vieil Océan !
Vieil Océan, ô grand célibataire, quand tu parcours la solitude solennelle
de tes royaumes flegmatiques, tu t’enorgueillis à juste titre de ta magnificence
native, et des éloges vrais que je m’empresse de te donner. Balancé
voluptueusement par les molles effluves de ta lenteur majestueuse, qui est le
plus grandiose parmi les attributs dont le souverain pouvoir t’a gratifié, tu
déroules, au milieu d’un sombre mystère, sur toute ta surface sublime, tes
vagues incomparables, avec le sentiment calme de ta puissance éternelle. Elles
se suivent parallèlement, séparées par de courts intervalles. À peine l’une
diminue, qu’une autre va à sa rencontre en grandissant, accompagnées du bruit
mélancolique de l’écume qui se fond, pour nous avertir que tout est écume.
(Ainsi les êtres humains, ces vagues vivantes, meurent l’un après l’autre d’une
manière monotone, mais sans laisser de bruit écumeux.) L’oiseau de passage se
repose sur elles avec confiance, et se laisse abandonner à leurs mouvements
pleins d’une grâce fière, jusqu’à ce que les os de ses ailes aient recouvré
leur vigueur accoutumée pour continuer le pèlerinage aérien. Je voudrais que la
majesté humaine ne fût que l’incarnation du reflet de la tienne ; je demande
beaucoup. Ce souhait sincère est glorieux pour toi. Ta grandeur morale, image
de l’infini, est immense comme la réflexion du philosophe, comme l’amour de la
femme, comme la beauté divine de l’oiseau, comme les méditations du poète. Tu
es plus beau que la nuit. Réponds-moi, Océan, veux-tu être mon frère ?...
Remue-toi avec impétuosité... plus... plus encore, si tu veux que je te compare
à la vengeance de Dieu ; allonge tes griffes livides en te frayant un chemin
sur ton propre sein... c’est bien. Déroule tes vagues épouvantables, Océan
hideux, compris par moi seul, et devant lequel je tombe, prosterné à tes
genoux. La majesté de l’homme est empruntée ; il ne m’imposera point : toi,
oui. Oh ! quand tu t’avances la crête haute et terrible, entouré de tes replis
tortueux comme d’une cour, magnétiseur et farouche, roulant tes ondes les unes
sur les autres, avec la conscience de ce que tu es, pendant que tu pousses des
profondeurs de ta poitrine, comme accablé d’un remords intense que je ne puis
pas découvrir, ce sourd mugissement perpétuel que les hommes redoutent tant,
même quand ils te contemplent en sûreté, tremblants sur le rivage, alors je
vois qu’il ne m’appartient pas, le droit insigne de me dire ton égal. C’est
pourquoi, en présence de ta supériorité, je te donnerais tout mon amour (et nul
ne sait la quantité d’amour que contiennent mes aspirations vers le beau), si
tu ne me faisais douloureusement penser à mes semblables, qui forment avec toi
le plus ironique contraste, l’antithèse la plus bouffonne que l’on ait jamais
vue dans la création : je ne puis pas t’aimer, je te déteste. Pourquoi
reviens-je à toi pour la millième fois, vers tes bras amis qui s’entrouvrent,
pour caresser mon front brûlant, qui voit disparaître la fièvre à leur contact
! Je ne connais pas ta destinée cachée ; tout ce qui te concerne m’intéresse.
Dis-moi donc si tu es la demeure du prince des ténèbres. Dis-le-moi...
dis-le-moi, Océan (à moi seul, pour ne pas attrister ceux qui n’ont encore
connu que les illusions), et si le souffle de Satan crée les tempêtes qui
soulèvent tes eaux salées jusqu’aux nuages. Il faut que tu me le dises, parce
que je me réjouirais de savoir l’enfer si près de l’homme. Je veux que celle-ci
soit la dernière strophe de mon invocation. Par conséquent, une seule fois
encore, je veux te saluer et te faire mes adieux ! Vieil Océan, aux vagues de
cristal... Mes yeux se mouillent de larmes abondantes, et je n’ai pas la force
de poursuivre, car je sens que le moment est venu de revenir parmi les hommes,
à l’aspect brutal ; mais... courage ! Faisons un grand effort, et accomplissons
avec le sentiment du devoir notre destinée sur cette terre. Je te salue,
vieil Océan !