LOS CINCO SENTIDOS
I
EL TACTO
Envuelto en una toalla como en una pequeña mortaja la momia de un mono, lo
llevo a través de la sombra viscosa cuyas blandas cortinas se apartan a mi
paso. Y los músculos deben hacerse más fuertes para caminar en esta oscuridad
que repele los cuerpos como el agua al corcho. Mis pies reciben de las baldosas
un roce doloroso, y la lima del granito viene a morderme las suelas. Alargo los
brazos para apartar la sombra hasta las paredes de la sala, y mis dedos chocan
con largos cilindros irregulares. A la izquierda y a la derecha hay que guardar
los huesos ramiformes, y a veces la mano se espanta al tocar los fláccidos
pechos resecos: la corteza de las momias cae, en placas, como de un plátano; y
quizás van a adherírseme, emergiendo de esos árboles ennegrecidos, las dríades
esqueletos. Pero las garras de sus manos no me lastiman. Sigue estando allí el
Feto que me han encargado llevar a un sitio de honor entre sus iguales; y su
cuerpo, poco antes de níspero arrugado, da a mis manos, que acaban de palpar
huesos, una impresión suave de esmalte. Y, hendiendo la sombra con el hombro
como con una proa, lo llevo, respetuoso, acurrucado en mis manos juntas, como
un Buda de porcelana.
II
EL OLFATO
Lo llevo a través del temblor sin forma y sin color del polvo muerto. El
aire se puebla de espíritus invisibles pero no inmateriales: un polvo sutil
sube de los huesos en efluvios y me precede como la luminosa columna mística.
Los pliegues de la toalla en que lo llevo baten el aire con su simún; y las
trombas de arena irritadas se vuelven hacia mí y me ahogan. Los pasos
acompasados en las escaleras sin fin acompasan la danza de la arena; y los
átomos íncubos vienen a repiquetearme en las narices a intervalos regulares,
como el flujo de un mar, y las corroen con la acre quemadura del amoníaco. Es
el acompañamiento sordo de una marcha india; y, zarandeado en la punta de mis
brazos inconscientes, el Feto acurrucado se agazapa y se duerme, hamacado por el
oleaje de los dromedarios.
El árido polvo reseca la garganta; he debido de beber
hace mucho tiempo, muchísimo tiempo, beber a grandes tragos un odre lleno.
Porque aún tengo en mis manos ese odre arrugado, aplastado y endurecido; y
suben de él tufos de cosas resecas. ¡Un poco de aire, por lo menos, de aire
húmedo que me oculte el cielo pesado de esas bóvedas impenetrables! Y la
ventana hace girar su timón en el mar de aceite negro. Todo es negrura, los
astros han huido irreparablemente del cielo, y la negrura es por todas partes
absoluta, sin atisbo de agitación verdosa.
III
EL OÍDO
El viento alegre se precipita por la ventana abierta, y pasa sobre la
sombra con un roce grave, como sobre una cuerda de contrabajo. Gime al
atravesar los matorrales y los bosquecillos de huesos que adivino por su
tintineo de caderas; y la noche encerrada en las jaulas de loros de las
costillas baritonea, como el aire en los toneles anillados o los ataúdes
claveteados. Agita suavemente la cornamenta frondosa de un ciervo gigantesco, y
los follajes palpitan como alas de calaveras. Y las largas flautas eólicas de
los cetáceos, series de vértebras empalmadas con virolas de cobre, esperan a
quien las haga sonar. Arañas que huyen rasguñan el suelo con sus pequeñas
garras; y tan nítida es la percepción de todos esos ruidos, que aun se
distingue entre ellos como giran en las órbitas los ojos de nada de los
esqueletos.
En el abridor del frasco abierto el viento sopla
oblicuo; es el sonido puro y líquido del alcohol con sus pequeñas olas. Y como
me está prohibido encender una llama, voy a cumplir mi misión en las sombras,
con un remordimiento artero, como quien desde la orilla va a arrojar al
desprevenido que pasa a los profundos remolinos.
Al igual que los lobos marinos que se zambullen, y
que a cada zambullida emiten un hipo ronco, botellas negras que se llenan, cae
en la húmeda prisión de cristal. Y luego de un choque contra el chato trampolín
de la superficie, desciende suavemente, suavemente, como un globo
estratosférico que aterriza. Me parece que lo hubiera arrojado en un pozo, y
que por cobardía me sintiera orgulloso de tener la mano lo bastante fuerte para
cerrar un pozo con una tapa lacrada.
IV
LA VISTA
El farol se entreabre y sopla resplandor, y aparecen los altos cielorrasos
y las paredes desnudas; y los peldaños de las escaleras y sus sombras se
destacan alternativamente, blancos y negros como un teclado. Y a la vuelta del
camino circular vuelve a aparecer aquel gran ciervo en el que oí soplar el
viento. Detrás, hasta donde se pierde la vista, trota pesadamente una jauría de
perrazos esqueletos, a los que instintivamente cedo el paso. Behemots de
cabezas bestiales, de colmillos en número diverso, azuzan su manada; pero no se
oye repiquetear en las losas sus pezuñas hendidas, ya que unos rastreadores
invisibles los mantienen fijos a las paredes mediante correas y yugos de cobre.
Cepos de cobre paralizan todos sus miembros y ataduras también de cobre
detienen sobre sus patas desesperadas al gran ciervo que huye precipitadamente
frente a ellos, el gran ciervo de Cornamenta extravagante. Sus órbitas vacías
nos siguen como la mirada circular de un retrato demasiado fotográfico; el
leviatán descarnado, “osamenta” de Rafael, querría darse vuelta para mordernos;
pero cinco manos de bronce surgidas del suelo, como pilares de catedral,
mantienen rígida su larga espina dorsal de nave en construcción. Los seres
sabáticos están paralizados en sus convulsiones: pero el hombre ha perdido la
esperanza de cerrar alguna vez el abismo espía de sus párpados. Y sobre las
paredes muy claras, detrás de la delgadez de los huesos, quedan paralizadas
también las sombras, como recortes pegados de papel negro.
…En verdad, si bien me parecía cometer un crimen,
estaba muy equivocado. El Feto se ha dilatado en su jarrón como un ramo de
flores que alguien riega. Y hay burbujas de aire, irritadas e irisadas a la luz
cruda de la lámpara, que permanecen adheridas a los pliegues aún no alisados de
su rostro. Sus párpados se abren, sus labios se separan esbozando una vaga
sonrisa. Ha conservado aire en las orejas como un insecto acuático que se
zambulle. Sus ojos y su boca me miran con esa mirada mística con el que a uno
lo inquietan ciertas máscaras de pasta de vidrio. Pero mis dedos torpes agitan
el jarrón, las burbujas se sueltan, y me quedo boquiabierto delante de la cara
tonta de bebé que se despliega.
V
EL GUSTO
Mi lámpara ha tachonado de puntos claros los dientes de los monstruos más cercanos. Las lechuzas embalsamadas, detrás de su máscara de terciopelo blanco perforada por ojos como estuches de peine, abren sus picos de tijeras. La infinita manada de los cuadrúpedos escuálidos se echa como un perro que mendiga un hueso, y la inmensa jauría espera su pitanza. Los esqueletos colgados de la calavera, inmutablemente derechos y correctos, abren sin hacer ruido sus labios amarillos, sonriendo como gourmets, y las momias juntan sus arqueadas rótulas de cascanueces pardos. Sólo soy el camarero principal que les trae, inconsciente, un entremés para su próxima bacanal — puesto que, en el cristal del frasco, en el estante del armario con puertas de vidrio, ya hinchado de alcohol claro, se expande el Feto como un gran fruto de las Islas.
ALFRED JARRY - Poema en prosa incluido en Les Minutes de sable mémorial.
Traducción de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán
LES CINQ SENS
I
Le Tact
Roulé dans une serviette comme
dans un petit linceul la momie d’un singe, je l’emporte à travers l’ombre
visqueuse dont mon passage écarte les rideaux mous. Et les muscles doivent se
faire plus forts pour marcher dans cette obscurité, qui repousse les corps
comme l’eau le liège. Mes pieds reçoivent des dalles un frôlement douloureux,
et la lime du granit vient mordre les semelles. J’étends les bras pour écarter
l’ombre jusqu’aux murs de la salle, et mes doigts se heurtent à de longs
cylindres irréguliers. À droite et à gauche il faut ranger les os branchus, et
parfois la main s’effraie au contact flasque de poitrines desséchées : l’écorce
des momies tombe, par plaques, comme d’un platane ; et peut-être vont s’attacher
à moi, émergées de ces arbres brunis, les dryades squelettes. Mais leurs paumes
griffues m’épargnent. Il est toujours là, le Fœtus qu’on m’a chargé de porter
en place honorable parmi ses pareils ; et son corps, naguère de nèfle ridée, à
mes mains qui viennent de palper des os donne l’impression douce de l’émail.
Et, fendant l’ombre de l’épaule ainsi que d’une proue, je l’emporte
respectueux, accroupi dans mes mains jointes, comme un Bouddha de porcelaine.
II
L’ Odorat
Je l’emporte à travers le tremblement
sans forme et sans couleur de la poussière morte. L’air se hante d’esprits
invisibles mais non immatériels : une poudre ténue monte des os en effluves et
me précède comme la lumineuse colonne mystique. Les plis de la serviette où je
l’emporte battent l’air de leur simoun ; et les trombes de sable irritées se
retournent et m’étouffent. Les pas rythmés sur les escaliers sans fin rythment
la danse des sables ; et les atomes incubes viennent tambouriner mes narines à
intervalles réguliers, comme le flux d’une mer, et les corrodent de l’âcre
brûlure de l’ammoniaque. C’est l’accompagnement sourd d’une marche indienne ;
et ballotté au bout de mes bras inconscients, le Fœtus accroupi se tapit et
s’endort, bercé par la houle des dromadaires.
La sèche
poussière tarit la gorge ; j’ai dû boire il y a longtemps, bien longtemps,
boire à longs traits une outre pleine. Car je la tiens encore cette outre
fripée, affaissée et racornie dans mes mains ; et des relents de choses
desséchées en montent. Au moins de l’air, de l’air humide que me cache le ciel
lourd de ces voûtes impénétrables ! Et la fenêtre tourne son gouvernail dans la
mer d’huile noire. Tout est noir, les astres sont irréparablement fuis du ciel,
et le noir est absolu partout, sans nul clapotement glauque.
III
L’ Ouïe
Par la fenêtre ouverte le vent
joyeux se précipite, et passe sur l’ombre avec un frottement grave, comme sur
une corde de contrebasse. Il gémit en traversant les fourrés et les taillis
d’os que je devine à leur cliquetis d’anche ; et la nuit enfermée dans les
cages à perroquets des côtes barytonne, comme l’air dans les tonneaux cerclés
ou les cercueils qu’on cloue. Il agite doucement les andouillers feuillus d’un
cerf gigantesque, et les frondaisons palpitent comme des ailes de tête de mort.
Et les longues flûtes éoliennes des cétacés, séries de vertèbres rabouties par
des viroles de cuivre, attendent qui joue. Des araignées qui délogent écorchent
le sol de leurs petites griffes ; et de tous ces bruits la perception est si
nette, qu’on distingue encore parmi se tourner dans les orbites les yeux de
néant des squelettes.
Dans la clef
du bocal ouvert, le vent souffle oblique ; c’est le son pur et liquide de
l’alcool avec ses petites vagues. Et comme il m’est interdit d’allumer une
flamme, je vais remplir ma mission dans l’ombre, avec un remords recel, comme
qui va jeter de la berge aux profonds remous le pante qui passe.
Tels les
otaries qui plongent, et à chaque plongeon poussent un hoquet rauque,
bouteilles noires qui s’emplissent, il tombe en l’humide prison de verre. Et
après un choc sur le plat tremplin de la surface, il descend doucement,
doucement, comme un ballon qui atterrit. Il me semble que je l’ai jeté dans un
puits, et que par lâcheté je suis fier d’avoir la main assez forte pour fermer
un puits d’un couvercle cacheté à la cire.
IV
La Vue
Le falot bâille et souffle la
lueur, et apparaissent les hauts plafonds et les murs nus ; et les marches des
escaliers et leurs ombres se détachent alternatives, blanches et noires comme
un clavier. Et au détour du chemin circulaire se représente ce grand cerf où
j’avais entendu souffler les vents. Derrière, à perte de vue trotte lourdement
une meute de molosses squelettes, à qui instinctivement je livre passage.
Béhémoths aux têtes bestiales, aux défenses en nombre divers, pressent leur
troupeau ; mais l’on n’entend point cliqueter sur les dalles leurs sabots
fendus, car des piqueurs invisibles les tiennent rivés au mur par des laisses
et des carcans de cuivre. Des ceps de cuivre paralysent tous leurs membres et
des liens de cuivre encore arrêtent sur ses jarrets éperdus le grand cerf qui
détale devant eux, le grand cerf aux Bois extravagants. Leurs orbites vides
nous suivent comme le regard circulaire d’un portrait trop photographique ; le
léviathan décharné, « carcasse » de Raphaël, se retournerait pour nous mordre ;
mais cinq mains de bronze jaillies de terre comme des piliers de cathédrale
maintiennent rigide sa longue échine de vaisseau qu’on construit. Les êtres
sabbatiques sont figés dans leurs convulsions : mais l’homme a désespéré de
clore jamais l’abîme espion de leurs paupières. Et sur les murs très clairs,
derrière les minceurs des os, se figent aussi les ombres, comme des découpures
collées de papier noir.
...Vraiment,
s’il me semblait commettre un crime, c’était bien à tort. Il s’est épanoui dans
son vase comme un bouquet qu’on arrose. Et des bulles d’air, irritées et
irisées, sous la clarté crue de la lampe, restent accrochées aux plis non
encore défaits de sa face. Ses paupières s’écartent, ses lèvres s’ouvrent en un
vague sourire. Il a emporté de l’air aux oreilles comme un insecte d’eau qui
plonge. Ses yeux et sa bouche me regardent de ce regard mystique dont vous
inquiète tel masque en pâte de verre. Mais mes doigts maladroits agitent le vase,
les bulles s’envolent, et je reste béant devant la figure bête de poupard de
caoutchouc qui s’étale.
V
Le Goût
Ma lampe a piqué de points clairs
les dents des monstres les plus proches. Les effraies empaillées, sous leur
masque de velours blanc percé d’yeux en étui de peigne, ouvrent leur bec de
ciseaux. L’infini troupeau des quadrupèdes décharnés se couche comme un chien
qui quête un os, et l’immense meute attend la curée. Les squelettes pendus par
le crâne, immuablement droits et corrects, ouvrent sans bruit leurs lèvres
jaunes en des sourires de gourmets, et les momies rapprochent leurs cagneuses
rotules de casse-noisettes bruns. Je ne suis que le maître d’hôtel qui leur
apporte inconscient un hors-d’œuvre pour leur prochain sabbat — car, en le cristal
du bocal, sur la tablette de l’armoire vitrée, déjà ballonné d’alcool clair,
s’épanouit le Fœtus comme un gros fruit des Îles.