martes, 19 de abril de 2022

Homero y Federico Baráibar: Odisea. Canto II

ODISEA

CANTO II

 

Cuando la Aurora de rosados dedos,

Hija de la mañana, anunció el día,

El hijo caro del prudente Ulises

Levantose y se puso los vestidos;

Calzose las sandalias primorosas ,

Y del lecho y la estancia echose fuera.

Ordenó a los heraldos voceadores

Que a junta convocasen a los griegos

De luenga cabellera. Convocáronlos,

Y ellos o toda prisa reuniéronse.

Cuando estuvieron juntos, dirigiose

Al consejo Telémaco. Llevaba

Su gran lanza en la mano, y dos ligeros

Perros iban tras él. Palas-Minerva,

Gracia divina tal daba a su rostro,

Que todos los del pueblo le miraban

Pasar llenos de asombro. En el asiento

Se puso de su padre, y los ancianos

Apartáronse ante él. Habló primero

Egipcio, héroe anciano que sabía

Infinidad de cosas. Con Ulises,

Su hijo Antifo, en las naves a la guerra

De Ilión, fecunda en rápidos corceles,

Había ido valiente; pero el fiero

Cíclope le mató, e hizo en su gruta

Con él la última cena. Otros tres hijos

Le quedaban aún: el proco Eurínomo

Y otros dos que en sus campos trabajaban;

Mas con todo lloraba sin consuelo

Aquel hijo perdido, y sollozando

Habló de esta manera en la asamblea:

 

“Escuchad, itacenses, mis palabras.

Nunca sesión ni junta hemos tenido

Desde que se partió el divino Ulises

En las cóncavas naves. ¿Quién nos junta

Hoy aquí? ¿Por qué caso tan urgente

Un mozo o un anciano nos convoca?

¿Oyó alguna noticia de que llega

El ejército, y quiere aviso claro

Darnos de lo que oyó? ¿O hay otro asunto

Público que tratar? Útil y honrado

Es tal hombre, a mi ver. ¡Ojalá el cielo

Lleve a efecto el buen fin que se propone!”

Tal habló: y el amado hijo de Ulises,

Que por feliz agüero le oyó alegre,

Se levantó al momento, muy ganoso

De arengarles también. Púsose en medio

De la junta, y, tomando el grave cetro

Que le dio Pisanor, heraldo lleno

De discretos consejos, al anciano

Habló de esta manera: “No está lejos,

Noble anciano, el varón por quien preguntas.

Vaslo al punto a saber. Os he juntado

Porque el dolor más grande me atribula.

No he oído noticia de que venga

Nuestra hueste leal; no intento daros

Cuenta de lo que oí, ni de un asunto.

De estado decidir, sino un negocio

Privadísimo mío. Doble cuita

Sobre mi casa pesa. El bravo padre,

Que amoroso como a hijos os mandaba,

He perdido, y a más otra desdicha,

Que acabará mi casa y mis caudales,

Me colma de dolor. Procos soberbios,

Hijos de nuestros próceres, asedian

A mi madre importunos. No se atreven

A ir a casa del padre, a que la dote

Y la dé a quien le plazca, y a mi casa

Vienen a todas horas, y degüellan

Bueyes y gordas cabras y carneros,

Y celebran festines, y me agotan

Los toneles de vino, y lo hunden todo,

Porque no hay un Ulises que despida

Tal plaga del palacio; pues no puedo

Hacerlo yo (bien claro mis palabras

Me están llamando débil y en el uso

De fuerzas inexperto), de otra suerte

Ya me defendería. Intolerables

Son sus abusos ya. Con torpe mengua

Húndese mi palacio. De mi cólera

Participad vosotros, o a lo menos

Respetad el decir de los vecinos

Pueblos, y el grave enojo de los dioses,

Que, de mi afrenta airados, quizá impongan

El castigo a vosotros. Yo os lo pido

Por Júpiter olímpico y por Temis,

Que reúne y disuelve los consejos.

Cesad, amigos míos, y dejadme

Sólo con el dolor que me atormenta.

Si acaso alguna vez el buen Ulises

A los griegos   de grebas primorosas

Enemigo dañó, tomad venganza

En mí con odio igual, y a éstos en cambio

Concitad contra mí. Mejor me fuera

Que vosotros mi hacienda destruyeseis

Y todos mis rebaños. Si lo hicierais,

Quizá satisfacción en algún tiempo

Podría yo obtener. Pues con injurias

Reclamando mi bien, os seguiría

Por toda la ciudad, hasta lograrlo.

Mas ahora con penas incurables

Llagáis mi corazón”. Dijo; y con ira

Arrojó el cetro al suelo, y en un llanto

Tan triste prorrumpió que todo el pueblo

Compadeciose de él. Todos callaban,

Sin querer responderle con acerbas

Durísimas palabras, pero Antínoo

Fue el único que al fin: “Alma sin freno,

Arrogante Telémaco, ¿qué ofensa

Te atreves a inferirnos?” le repuso.

“A los griegos   que asedian a tu amada

Madre no has de culpar, sino a ella misma,

Versada en mil astucias. Van tres años,

Y pronto vendrá el cuarto, que se burla

De los pechos aqueos. Da esperanzas

A todos, y promesas a cada uno

Mandándonos mensajes; mas revuelve

En su ánimo otra cosa. El nuevo engaño

Mirad que ha discurrido. Un velo inmenso

Y sutil empezó, y así nos dijo,

Mostrándonos la tela comenzada:

“Jóvenes pretendientes, pues ha muerto

El divinal Ulises, una tregua

Permitid a mis bodas, hasta tanto

Que de tejer acabe esta mortaja

Para el héroe Laertes (pues me temo

Que se me pierda el hilo) para el día

En que la negra Parca le derribe.

Quizá murmuraría alguna griega

Si sepultar dejase sin sudario

A un anciano tan rico”. Así nos dijo,

Y la creyó nuestra alma generosa;

Y ella tejía astuta por el día

El velo inmenso, y en la negra noche

Deshacía a la luz de las antorchas

Su prolija labor. Así tres años

Nuestro afán eludió; mas cuando vino,

Con el giro constante de los meses

Y de no pocos días y estaciones,

El año cuarto, al fin por una sierva,

Que lo sabía todo, sorprendímosla

Destejiendo la tela, y mal su grado

La concluyó por fuerza. Escucha ahora

Lo que los pretendientes te decimos,

Para que bien lo entiendas y lo sepan

Todos los griegos. Fuera del palacio

Manda a tu madre: oblígala a casarse

Con quien su padre quiera y ella guste.

Pues si aún por mucho tiempo se propone

Burlarse de los hijos de los griegos,

Fiada en los recursos excelentes

Que Minerva le dio, en sus buenas manos,

En el sutil discurso, en las astucias

Nunca iguales oídas de las bellas

Aqueas de otros tiempos, de Micene

La de hermosa corona, Alcmena o Tiro,

Que nada conocieron semejante

A lo que ella discurre, tenga en cuenta

Que su intento es fatal. Pues destruiremos

Tus bienes y riquezas, mientras dure

En su ánimo esa idea que los dioses

Sin duda le inspiraron. Si ella gloria

Inmensa alcanza así, tú el triste anhelo

Del perdido caudal. Pues no hemos de irnos

Ni al campo a la labor, ni a parte alguna,

Mientras ella no elija por esposo

El que le plazca más”. De nuevo dijo

Telémaco prudente estas razones:

“No, no es lícito, Antínoo, de palacio,

Contra su voluntad, echar la madre

Que me parió y crió. Y a más, o vive

Mi padre en tierra extraña, o bien ha muerto.

Malo es, si por mi cuenta la despido,

Pagar gran suma a Icario. Me darían

Un castigo mi padre, otros los dioses:

Mi madre, al irse, sobre mí las Furias

Tremendas llamaría, y la venganza

También me alcanzaría de las gentes.

Si esto de indignación el alma os llena,

Salid de mi palacio; procuraos

Comida en otra parte, y vuestra hacienda

Dilapidad por turno en vuestras casas.

Si más justo os parece y conveniente

Seguir lo comenzado, destruyendo

Sin castigo los bienes de uno solo,

Destruidlos. Y yo a los justos dioses

Invocaré, y la pena merecida

Júpiter os dará, y en mi palacio

Inultos todos hallaréis la muerte”.

Así dijo, y entonces el tonante

Júpiter le envió desde la cumbre

De un gran monte dos águilas que, el vuelo

Emprendiendo apareadas, de los aires

Surcaron la región, y ya llegadas

Al centro de la junta clamorosa,

Giraron raudamente, sacudiendo

Las fortísimas alas y mirando

De frente a todos y augurando muertes;

Y al fin, después de desgarrarse cuellos

Y cabezas una a otra, a la derecha

Volaron y se fueron de la isla

Por la ciudad y casas. Con asombro

Quedáronse los griegos, revolviendo

Qué caso anunciarían; y Haliterses,

Anciano hijo de Mástor, más que todos

Sus coetáneos docto en los augurios

Y en explicar los hados, arengoles,

Queriendo serles útil, de esta suerte:

“Itacenses, oíd, y más que nadie,

Oídme, pretendientes. Grave riesgo

Os está amenazando, pues Ulises

No ha de estar mucho tiempo separado

De sus buenos amigos. Quizá cerca

Se encuentra ya, y prepara para éstos

Matanza y perdición; ¡ay! y otros muchos

Habitantes de la Ítaca serena

Mil males sufrirán. Veamos antes

El modo de evitarlos. Por sí mismos

Conténganse los procos, y con esto

Saldrán ellos ganando. Soy seguro

Arúspice entendido y bien probado.

Todas las profecías que yo hice

Al marchar para Troya con los griegos

El ingenioso Ulises, cumpliranse.

Sufrirá mil trabajos, dije; todos

Sus compañeros perderá, y al cabo

De veinte años, de nadie conocido,

Regresará a su casa. Y hoy se cumplen

Todas mis predicciones”. “Viejo loco”,

El hijo de Polibo replicole,

“Vete a hacer profecías a tus hijos,

No vaya a acontecerles algún grave

Daño en lo porvenir. En estos casos

Yo adivino mejor. Aves sin cuento

A los rayos del sol giran veloces,

Y no todas anuncian lo futuro.

Lejos de aquí, además, ha muerto Ulises,

¡Ojalá tú con él! Así con tono

Profético no hablaras, excitando

La furia de Telémaco, en la mira

De que algo te regale. Yo te digo

(Y esto habrá de cumplirse) que si usas

Para engañar al joven inexperto

Tu antigua y vasta ciencia, estimulando

Con palabras sus iras, pernicioso,

No pudiendo cumplirle tus augurios,

Eres primero a él mismo, y a ti, viejo,

Pues una pena habremos de imponerte

Que te duela en el alma. ¡Tan terrible

Ha de ser el dolor! Ahora a Telémaco

Aconsejo, ante todos, que a Penélope

Mande partirse a casa de su padre,

Y allí daranle esposo, y dote inmensa

Digna de hija tan cara. Yo no creo.

Que cesarán, si no, de perseguirla

Los hijos de los griegos. A ninguno

Tememos, ni a Telémaco, aunque sea

Tan grande arengador; ni de tus vanas

Profecías, que atizan nuestros odios,

Se nos importa, anciano. Los caudales

De Ulises malamente gastaremos

Sin devolverle nada, mientras ella

Burle con dilaciones de sus bodas

A todos los aqueos; pues nosotros,

Esperándolas siempre, competimos

Por su virtud egregia y no queremos

Dirigirnos a otra que pudiera

Ser a cada uno esposa conveniente”.

“¡Oh Eurímaco”, Telémaco repuso,

“E ilustres pretendientes de Penélope,

Ya de esto ni os ruego ni os hablo,

Pues los dioses y todos los aqueos

Lo conocen y saben. Sólo os pido

Para cruzar del mar las vastas vías

Una nave con veinte compañeros.

Partiré a Esparta y la arenosa Pilos

En busca de noticias, a ver si oigo

A algún hombre, o de boca de la Fama,

Que si viene de Júpiter es buena,

Algo de mi buen padre. Si obtuviese

Noticias de su vida y su regreso,

Esperarele, aunque afligido, un año;

Y si sé que ya ha muerto, a la querida

Patria me volveré. Suntuoso túmulo

Y las grandes exequias que merece

Dedicarele, y casaré a mi madre”.

 

Tal dijo, y se sentó. Mentor, amigo

Del intachable Ulises, que al partirse

En las naves dejó su casa toda

Confiada a su guarda, encomendando

Que todos, al anciano obedeciesen,

Se levantó a seguida, deseoso

De mirar por su bien, y así les dijo:

 

“Escuchad, itacenses, mis palabras.

No quiera el cielo daros un monarca

Ni benigno, ni afable, ni amoroso,

Ni justo en adelante, sino díscolo,

Desabrido y colérico; pues ni uno

De tantos como Ulises como padre

Solícito mandó, de él se recuerda.

Y no me enojan tanto esos altivos

Pretendientes, que al fin, aunque cometen

Maldades infinitas, también ponen,

Al devorar sin freno los caudales

Del héroe, dudando de su vuelta,

En peligro su vida, como todos

Los demás que sentados en silencio

No reprimen con voces elocuentes

La audacia de esos vanos amadores,

Siendo muchos vosotros, y ellos pocos”.

Leócrito, que era hijo de Evenoris,

Así le respondió: “Mentor soberbio,

Anciano sin sentido, ¿qué te atreves

A hablar de reprimirnos? Muy difícil

Será aun con muchos hombres atacarnos

Después de un buen convite. Ulises mismo,

Si viniese a su casa y nos hallase

En ella de banquete a los ilustres

Amantes de su esposa y pretendiera

Echarnos del palacio, no daría,

Aunque tanto la anhela, mucho gusto

Con su vuelta a Penélope, pues cruda

Muerte hallaría al combatir él solo

Contra tantos rivales. Poco cuerdo

Hablaste, pues, Mentor. ¡Ea! a su hacienda

Váyase cada cual, conciudadanos.

Mentor con Haliterses, tan antiguos

Compañeros de Ulises, de Telémaco

Activarán el viaje. Aunque yo juzgo

Que aun ha de estar en Ítaca gran rato

Preguntando noticias, y que nunca

Conseguirá su intento”. Así les dijo,

Y disolvió al instante la asamblea.

Marchose cada cual a sus hogares,

Y al palacio los procos importunos.

Telémaco, apartándose, a la orilla

Del espumoso mar encaminose,

Y lavando sus manos en el agua,

Suplicaba a Minerva de esta suerte:

“Óyeme, Dios, que ayer a mi palacio

Viniste y me mandaste que marchase

Por el profundo mar a saber nuevas

De mi alejado padre. Los aqueos

Se oponen a tu intento, y más que todos

Los vanos pretendientes de mi madre”.

 

Esta fue su oración, y de allí cerca

Se le apareció Palas, con el habla

Y el cuerpo de Mentor, y dirigiolo

Sus palabras aladas de esta suerte:

 

“Tú no serás, Telémaco, cobarde,

Ni insensato, ni vil en lo futuro.

Si te infundió tu padre la energía

Con que cumplir solía dichos y hechos,

No ha de ser infructuoso tu camino.

Mas si no eres de él hijo y de Penélope,

No lograrás el bien que te propones,

Pues pocos hijos salen semejantes

A sus padres, y muchos empeoran,

Y son pocos o raros los mejores,

Mas como no serás en lo futuro

Insensato ni vil, pues la prudencia

De Ulises no parece te ha dejado,

Yo en el logro confío de tu intento.

Desprecia, pues, las obras y designios

De esos necios e inicuos pretendientes

Sin seso ni virtud, que no conocen

La muerte y hado cruel que tienen cerca

Y habrá de destruirlos en un día.

Tu viaje no está lejos de cumplirse;

Porque yo, antiguo amigo de tu padre,

Te voy a aparejar una galera

Y a acompañarte en ella, si tú quieres.

Ve a palacio; preséntate a los procos;

Prepara bastimentos para el viaje;

Colócalos, por clases, en sus vasos:

En ánforas el vino; en cueros densos

La blanca harina, vida de los hombres.

Yo, al punto, compañeros voluntarios

Reuniré en el pueblo. Hay en la isla,

Entre nuevas y viejas, muchas naves.

Yo la mejor elegiré, y en breve

Al dilatado mar la botaremos”.

Así dijo, y Telémaco no estuvo

Ocioso, sino lleno de amargura

Volvió a palacio, y desollando cabras,

Y chamuscando cerdos en el patio

Encontró a los soberbios pretendientes.

 

Antínoo, sarcástico riéndose,

Se dirigió al encuentro de Telémaco,

Y asiéndole una mano, habló y le dijo

De esta suerte: “Telémaco soberbio,

Alma falta de freno, no te cuides

De revolver ahora en tus entrañas

Hechos ni dichos malos, sino come

Y bebe con nosotros, como enantes.

Ya todas esas cosas que apeteces

Te pondrán en la mano los aqueos;

La nave y compañeros escogidos,

Para que llegues pronto a la divina

Pilos, buscando nuevas de tu padre”.

Respondiole Telémaco discreto:

“Antínoo, no puedo con vosotros,

Insolentes, comer contra mi gusto

Y alegrarme tranquilo. ¡Qué! ¿no os basta

El haber destruido mis hermosas

Y mejores haciendas, cuando niño

Era yo tierno aún? Mas ya soy hombre;

Ya me instruyo oyendo a otros; ya conozco

Que me crece el valor dentro del pecho,

Y bien a Pilos vaya, bien me quede

En la tierra natal, suerte funesta

Probaré de lanzar sobre vosotros.

Partiré, pues (no en balde, a lo que auguro),

Ya que no tengo nave ni remeros,

Cual pasajero simple; pues tal modo

Habéis creído todos excelente”.

 

Dijo así; y desasió de la de Antínoo

La mano, sin esfuerzo. En tanto andaban

Su festín preparándose los procos,

Burlándose del joven y riendo.

 

Uno de aquellos mozos engreídos,

Dijo: “Es cierto que piensa en nuestra muerte

Telémaco, y traerá sus auxiliares

De la arenosa Pilos o de Esparta,

Pues en verdad con furia lo desea.

O bien quiere ir a la fecunda Efira

A procurarse tósigos mortales

Que mezclar en las copas, y acabarnos

De un solo golpe a todos”. Otro mozo

De aquellos engreídos, dijo entonces:

“¿Quién sabe si después que de aquí parta

En la cóncava nave, andará errando,

Y morirá también, como su padre,

Lejos de sus amigos? Pero de esto

Una nueva fatiga nos vendría.

Partiríamos todos sus haciendas;

Y el palacio a Penélope y al hombre

Que casase con ella le daríamos”.

 

Así hablaban. Telémaco a una sala

Grande y alta de techos, donde Ulises

Guardaba sus riquezas, bajó luego.

Allí había montones de oro y bronce,

Cofres llenos de ropas, y abundancia

De perfumado aceite; y a lo largo

Del muro, en orden puestos, tinajones

Con dulce vino añejo, licor puro

Y divino, guardado para el día

En que acaso, después de mil trabajos

Ulises retornase a sus hogares.

Puerta muy bien labrada, de dos hojas,

Con ajustes perfectos, esta pieza

Cerraba, y dentro de ella noche y día,

Con insigne cautela, los tesoros

Vigilaba Euriclea, anciana hija

De Opos, y nieta de Pisénor. A ésta,

Llamándola a aquel sitio, dijo el joven:

 

“Ama, ven a sacarme en los toneles

Del vino más suave y oloroso,

Después del que tú guardas para el día

En que mi heroico padre a su palacio

Vuelva libre del Hado y de la muerte.

Llena doce, y los cubres con sus tapas.

Ponme también de harina muy molida,

En unos cueros recios, bien cosidos,

Veinte medidas. Mira que tú sola

Lo sepas; tenlo todo preparado,

Y yo vendré a tomarlo por la noche,

Cuando mi madre suba a su aposento

Y trate de dormirse. Marcho a Esparta

Y a la arenosa Pilos, por si logro

Del regreso del padre alguna nueva”.

 

La nodriza Euriclea, al oír esto,

Gimió, y a su Telémaco querido

Dirigió estas palabras voladoras:

 

“Hijo mío querido, ¿por qué piensas

En semejante cosa? ¿Por qué quieres

Tú, hijo solo y amado, tierras tantas

Recorrer? Lejos ¡ay! de sus hogares,

Y en tierra extraña, nuestro noble Ulises

No hay duda que murió. Luego que ausente

Sepan ésos que estás, para matarte

A traición y partirse tus haciendas,

Mil asechanzas pensarán. En casa

Quédate entre los tuyos; mejor esto

Es que andar por el mar pasando males”.

 

Telémaco prudente respondiole:

“Tranquilízate, anciana; no he tomado

Sin voluntad de Dios este consejo;

Pero jura que nada de mi viaje

A mi querida madre has de decirle

Hasta pasados once o doce días,

A no ser que el no verme le doliese,

O supiese mi marcha, porque temo

Que a su cuerpo gentil el llanto dañe”.

 

Esto dicho, prestó la buena anciana

El grande juramento de los dioses,

Y después de jurar solemnemente

Fue a cumplir al instante sus mandados.

Envasó el dulce vino en los toneles,

E hinchió de harina cueros bien cosidos;

En tanto que Telémaco en su casa

Hablaba con los vanos amadores.

 

Minerva, la deidad de verdes ojos,

Ordenó por entonces otra cosa.

Tomando la figura de Telémaco,

Recorrió la ciudad paso por paso,

Rogando a los que hallaba que acudiesen

Por la noche a juntarse en su navío.

A Noemón, ilustre hijo de Fronio,

Pidió también un barco muy ligero,

Y él se lo prometió de muy buen grado.

Púsose el sol, y todos los caminos

Oscureció la noche. Al agua entonces

Botó el barco la diosa, y en él puso

Todos los aparejos con que suelen

Darse a la mar las naves bien armadas;

Lo colocó del puerto en una punta,

Y en rededor los bravos compañeros

Se fueron reuniendo, y a cada uno

Animaba la diosa con palabras.

Minerva, la deidad de verdes ojos,

Ordenó por entonces otra cosa.

Fue al palacio de Ulises el divino,

Y allí infundió a los procos dulce sueño,

Tal que, sin tino ya, cuando bebían

Se escapaban las copas de sus manos.

Y entonces a dormir se fueron todos,

Y no más se sentaron, porque el sueño

Les cargaba los ojos. De allí vuelta

La ojos verdes Minerva, con el habla

Y el cuerpo de Mentor, de su palacio

Salir hizo a Telémaco, diciéndole

De esta suerte: “Sentados junto al remo,

Esperan tu llegada los valientes

Compañeros de grebas primorosas:

Ea, no dilatemos más el viaje”.

Dijo, y marchó delante con presteza:

El príncipe siguiola, y en llegando.

A la orilla del mar, sus compañeros

Esperándole halló junto a la nave.

 

El divino Telémaco les dijo:

“Venid, amigos míos, a mi casa

A traer las provisiones para el viaje:

Nada saben mi madre ni las siervas,

Pues sólo hay una al cabo del asunto”.

Dijo, y marchó delante y le siguieron

Todos los compañeros a la nave

Sólidamente armada, de palacio

Trajeron cuantas cosas el querido

Hijo de Ulises les mandó, que luego

Se embarcó, precedido de Minerva,

Que se sentó en la popa y a su lado

Telémaco el prudente; las amarras

Picaron los remeros, y embarcándose,

Cada cual en su banco colocose.

Envioles entonces la ojos verdes

Un viento favorable, el fuerte Céfiro

Que por la mar profunda resonaba;

Telémaco aprestarse a las maniobras

Mandó a sus compañeros. Obedientes

El gran mástil de abeto levantaron;

En el hueco central de la traviesa

Lo metieron y atáronlo con cables;

Y al fin con corregüelas retorcidas

La blanca vela izaron. Hinchó el viento

El centro de la vela; y mientras iba

La nave por el mar, la onda purpúrea

Resonaba en la quilla, que las aguas

Cortaba velozmente. Luego, atados

Los náuticos avíos en la nave,

Los toneles de vino hasta la boca

Llenos, enderezaron, y a los númenes

Eternos ofrecieron libaciones;

Y más que a todos, a la de ojos verdes

Hija del sumo Jove, que el camino

Durante aquella noche, y a la vuelta

Del alba, recorrió siempre a su lado.