jueves, 1 de julio de 2021

René Crevel: El período de los sueños


EL PERÍODO DE LOS SUEÑOS

Tantas voces sonaban falsas a pesar de las sonrisas que mis oídos no querían oír más. Sobre los adoquines demasiado cotidianos, mis pies arrastraban distancias pesadas, bordeadas por una sombra que, sin embargo, estaba desprovista de espesor. Todos los árboles eran de madera de horca, y eran innumerables en el bosque de la represión, con su follaje de plomo tan apretado que, desde el alba hasta el crepúsculo y desde el crepúsculo hasta el alba, uno no se atrevía a imaginar que un día, más allá del horizonte y más allá de la costumbre, brillaría un Sol todo de azufre y amor. Las hojas repetían los dislates druídicos de los robles, la hipocresía mediterránea de los olivos, la amargura fatal del boj, el puritanismo gélido de los sauces y las insinuaciones malsanas susurradas por los álamos de la Tercera República. Todos los troncos de los árboles se dividían en una infinidad de ramas sinuosas e insinuantes, que ofrecían sus habilidades solapadas para estrangular sin demora, si no a las criaturas demasiado imprudentes, al menos y con seguridad a las palabras en su garganta. Bajeles naufragados en medio de la tierra. Los ancianos sacudían la cabeza, seguros de que nadie se atrevería a responder a su sonrisa satisfecha negándose a aferrarse a los escombros de los dogmas, a las boyas de la educación clásica o a las raíces flotantes de los prejuicios.

Hoy, el período de los sueños perdura, sobre todo para mí, como la negativa de un corazón empecinado, empecinado en latir incluso en el vacío de un pecho al que todas las hormigas del desencanto ya habían atacado y carcomido tanto que estaba muy cerca de hundirse.

Sí, yo había pasado mi decimoquinto cumpleaños, mi vigésimo cumpleaños. Era algo natural, como también era natural que mi frente ardiente anhelara una corona de manos frescas.

Y antes, y durante, y después de la guerra, el clima en Francia siempre había sido eso con lo que se hacen las cabezas escépticas y las cabezas vacías.

Desde la época de mi infancia, apenas hubo pasado la época de mis primeras lecturas hechas en secreto, un realismo abiertamente exhibido había pretendido obligarme a no ver nada en el mundo que no fuera  ampulosidad o esclerosis. En la práctica, el idealismo oficial se expresaba en un sórdido materialismo. Cuando estaba en clase de filosofía, Kant se me apareció, en el halo gélido de su noúmeno inmaterial, como un justiciero, y se me apareció tanto más bajo esos rasgos cuanto que el oportunismo de las circunstancias no dejaba de procurarse buenas razones para no tener razones. Unos años más tarde, fueron los cuadros de De Chirico los que, gracias a los montantes de sus marcos, les abrieron una serie de avenidas a mis sueños. En el corazón de la ciudad metafísica, a la sombra de las estatuas, las almohadas-alcachofas me incitaban al sueño mientras que, al leer a Lautréamont, París dejaba de ser la capital de Francia y volvía a la vida renaciendo de sus piedras. El Sena... la Rue Vivienne... La luz de la Isla de Francia, que la gente común encuentra tan agradable, no fueron pronto más que un pedazo de papel para mí. El plomo de los cielos, el plomo de las cabezas, se iluminó, se coronó, se desgarró, se iluminó con un trueno revelador. E incluso ahora, después de todos estos años, para que yo vuelva a encontrar esos momentos ardientes, la tormenta de mayo tiene que acelerarme el pulso hasta el punto de crear la impresión de que, a partir de las muñecas, compañías subterráneas de pájaros se expanden en pesadas flores de materia gris bajo los montículos de las palmas.

Me gustaría poder escribir estos recuerdos con letras fosforescentes. Si los escribo a pesar de todo, es porque en este momento, en la avenida de la Ópera, el sol poniente bañó los rostros con suficiente azufre como para volverlos amarillos, de un amarillo insoportable, al mismo tiempo que el bombín, inicialmente negro, de un caminante un poco extraño, se volvió azul, de un azul intolerable.

Es así que puedo recordar que Desnos tenía los ojos desorbitados. Dos ostras en sus valvas que reflejaban, en su pasividad glauca y ronca, el movimiento del mar. En la orilla, al principio, de su mar, había una playa, de arena de día, de carne de noche. En el páramo, cerca de la playa, en un huerto demasiado florido, una chica se había dejado caer al suelo y me pidió que pasara toda la tarde apretándole geranios entre los pechos.

Por la noche, me invitó a casa de su madre, que era un pozo de teosofía y ciencias ocultas. En el comedor de la casita había también una anciana que, como podía rascarse la nariz con el mentón, se había apodado a sí misma la señora Dante. Entre dos vaticinios, esa supuesta descendiente del célebre Alighieri recogía en invierno hiedra del parque Monceau para adornar las diademas que rodeaban su cabeza En verano, hacía estragos en la costa normanda.

La chica de los pechos de geranio, su madre, la señora Dante y yo nos sentamos lo suficientemente cerca como para juntar las manos alrededor de una pesada mesa. La señora Dante había anunciado que habría encarnaciones. Mi cabeza se complació en inclinarse sobre la madera. Me había quedado dormido. La madre de la chica con pechos de geranio se apresuró a despertarme. Muy orgullosa de sus poderes terapéuticos, me propuso, por razones espiritualistas poco convincentes, iniciarme, pero era absolutamente imposible, yo estaba por entonces cumpliendo mis obligaciones militares y tenía que estar de vuelta en París al día siguiente. Y allí le conté a Breton esta aventura. Él, Desnos, Éluard, Péret y algunos otros la renovaron durante las varias sesiones que se evocan en Los Pasos perdidos.

En su estudio titulado Entrada de los mediums, que dedicó especialmente a esta fase de la actividad surrealista, Breton trata de dar una idea más clara de la misma recordando cómo "en 1919 (su) atención se había fijado en las frases más o menos parciales que, en medio de la soledad, al acercarse el sueño, se hacen perceptibles a la mente sin que sea posible descubrirles una determinación previa".

Anteriormente, Breton había señalado que "esta palabra (surrealismo), que no es de nuestra invención y que tan fácilmente podríamos haber abandonado al vocabulario crítico más vago, nosotros la utilizamos con un sentido preciso. Hemos convenido en designar con ella un cierto automatismo psíquico que se corresponde bastante bien con el estado onírico, un estado que hoy es muy difícil de delimitar".

Por supuesto, es perfectamente vano intentar trazar los límites de los propios estados en un período de sueño como en cualquier otro momento. Del sueño a la simulación, tales eran las palabras que había pensado utilizar como título para estas evocaciones y, al mismo tiempo, para agrupar la serie de experimentos que después se llevaron a cabo hasta las recientes consideraciones de Dalí sobre la paranoia (La Mujer visible) y los intentos de remedar enfermedades mentales (Breton y Éluard, La Inmaculada Concepción). 

En Nadja, Breton pidió que "alguno de los que asistieron a esas innumerables sesiones se tomara la molestia de describirlas con precisión, de situarlas en su verdadera atmósfera".

En consecuencia —aunque mis recuerdos no deban interpretarse en modo alguno como confesiones a posteriori, aunque no tenga ninguna intención o ambición oculta de poner en duda la autenticidad de los hechos, ni de plantear la cuestión de la sinceridad, por la buena y sencilla razón de que no puede plantearse en este caso, debido a la dificultad misma de delimitar nuestros estados o de establecer quién tomó tal o cual parte en una empresa esencialmente colectiva—, trato de recordar... Y recuerdo que antes de una de esas sesiones una frase hecha llegó a los oídos de mi conciencia despierta: "Los vestidos de Madame de Lamballe van a ser subastados".

No puedo dejar de sospechar que esa frase permaneció presente en mi mente simplemente porque merodeaba en ella algún recuerdo de infancia, el de las figuras de cera del Museo Grévin, y por la fascinación turbia que se había apoderado de mí ante el espectáculo de escenas como la que se revela en el recodo de un pasillo, de la cabeza recién cortada de Madame de Lamballe que le están mostrando a María Antonieta.

Una noche, en casa de Éluard, colocamos nuestras manos en círculo sobre una mesa. Yo decido dormirme antes que Desnos, pero tengo miedo de no poder hacerlo. Así que, para acelerar las cosas, digo la frase de la que no he podido librarme en todo el día. Las palabras son pesadas, me arrastran. Mi cabeza golpea contra la madera. Dejo de existir. Cuando me despierto, me dicen lo que he dicho. Como mi discurso no fue tan malo, me complace oírlo de boca de los mismos que me escucharon, pero sólo porque así le gano a Desnos, mi rival en mediumnidad. De lo contrario, no me importaría nada de nada. Cada una de esas sesiones me produce una satisfacción inmensa. Por la noche me duermo con un sueño de plomo. Mis despertares no son demasiado difíciles. Todo el tiempo que asisto y participo en esas sesiones, no tengo vida sexual ni deseo tenerla. Ni siquiera se me ocurre que podría tener una.

A pesar de la manera en que Desnos y yo hemos llegado a desconfiar el uno del otro —nuestra desconfianza se convirtió en una enemistad que me llevó a pensar que Desnos podría sacarme los ojos, por ejemplo, por la misma razón por la que yo lo había empujado haciendo que pegara con la cabeza contra una chimenea—, cuando me encuentro con Desnos en otras ocasiones, esas sesiones son nuestro único tema de conversación.

El día en que no puedo más, cuando me doy cuenta de que si sigo, perderé la vida en eso, o al menos la cabeza, decido hacerme operar del apéndice para despistar, no sin antes haber dado lo mejor de mí para que Desnos (que por cierto estaba encantado de tener las manos libres) se entregara furiosamente al juego hasta perder la razón.

Nunca he dejado de extrañar esa época. Como una huella dejada por lo que podría haber dicho entonces, por lo que no me había oído decir, odié cada vez más el sonido de mi voz. Sin embargo, la semana pasada, cuando me indujeron a escribir estas páginas, la lectura de un viejo número de Literatura, que contiene el único discurso mío de aquella época que se ha conservado, me produjo un desasosiego que, extrañamente, anulaba los diez años transcurridos.

Recordé, como para persuadirme de su exactitud, el proverbio que había acuñado para mi propio uso: "Un manzano no se come sus manzanas... Un manzano no se come sus manzanas". Y, sin embargo, el árbol solitario, el árbol de la meditación, ¿hará con su fruto lo que otros árboles hacen con él, pan, manteca o queso? Ningún prado pone a sus pies la alfombra de su gentileza, y la tierra, que se niega a satisfacer sus antojos de hoy, tampoco recibirá mañana los frutos maduros que tal vez estén a punto de caer.

En lo que se refiere a Desnos y al dilema que sigue constituyendo su caso, para arrojar luz sobre las cosas, basta con citar estos dos pasajes de Breton:

"Vuelvo a ver ahora a Robert Desnos en la época en que aquellos de entre nosotros que la conocimos designamos como la época de los sueños. "Duerme", pero escribe, habla. Es de noche, estamos en mi casa, en el taller, encima del cabaret del Cielo. De fuera llegan voces: "¡Entremos, entremos al Gato Negro!". Y Desnos continúa viendo lo que yo no veo, lo que sólo veo en la medida en que me lo va mostrando. Para eso, adopta a menudo la personalidad del hombre vivo más raro, más inimaginable, más decepcionante, el autor del Cementerio de los Uniformes y Libreas, Marcel Duchamp, a quien jamás ha visto en la realidad. Lo que se consideraba como más inimitable de Duchamp, gracias a algunos misteriosos "juegos de palabras" (Rrose Sélavy — Rrosa Eslavida), se encuentra en Desnos en toda su pureza y adquiere de pronto un extraordinario alcance". (Nadja.) 

"Desde entonces, Desnos, muy perjudicado en ese terreno por los mismos poderes que durante algún tiempo lo habían elevado, y que aún parece desconocer que eran poderes de las tinieblas, decidió desgraciadamente actuar en el plano real, donde no es sino un hombre más solo y más pobre que cualquier otro". (Segundo Manifiesto del Surrealismo.)

Y eso se debe, como señala Breton, a una carencia de cultura, a una carencia de espíritu filosófico.

Por haber fijado desde hacía tiempo los límites de los estados, la antigua idolatría analítica hacía imposible pasar de uno a otro. Un cierto dualismo, que no podían superar, fue lo que alejó no sólo a Desnos, sino a muchos otros del surrealismo, porque, dialéctico en su esencia, el surrealismo no pretende sacrificar ni el sueño a la acción ni la acción al sueño, sino que prefiere nutrir su síntesis.

Por poco que se inmovilice, el pensamiento se deja aprisionar voluntariamente en las palabras que lo expresan, en una escritura cuyos trazos gruesos y finos imponen su ritmo a la propia conciencia.

Una cáscara de huevo se endurece en cuanto entra en contacto con el aire. En cada momento, debemos condenar esa esclerosis que se intenta hacer pasar por algo sólido y definitivo.

Las fronteras entre los diferentes estados psíquicos no están más justificadas que entre los Estados geográficos. El surrealismo tiene el deber de luchar contra ambas, de condenar todas las formas de patriotismo, incluso el patriotismo del inconsciente.

RENÉ CREVEL

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán

  

LA PÉRIODE DES SOMMEILS

Tant de voix sonnaient faux en dépit des sourires que mes oreilles ne voulaient plus entendre. Sur les pavés trop quotidiens, mes pieds traînaient des distances pesantes, bordées d’une ombre qui se trouvait pourtant dépourvue d’épaisseur. Tous les arbres étaient en bois de potence, et ils étaient innombrables dans la forêt de la répression, avec leur feuillage de plomb si épais que, de l’aube au crépuscule et du crépuscule à l’aube, on n’osait imaginer qu’un jour, au-delà de l’horizon et au-delà de l’habitude, brillerait un Soleil tout de soufre et d’amour. Les feuilles répétaient les inepties druidiques des chênes, l’hypocrisie méditerranéenne des oliviers, l’amertume fatale du buis, le puritanisme glacé des saules, et les allusions malsaines chuchotées par les peupliers de la Troisième République. Tous les troncs des arbres se divisaient en une infinité de branches sinueuses et insinuantes, qui offraient leurs aptitudes sournoises à étrangler prestement, sinon les créatures trop imprudentes, du moins et à coup sûr les mots dans leur gorge. Vaisseaux naufragés en plein milieu des terres. Des vieillards secouaient la tête, certains que personne n’oserait répliquer à leur sourire satisfait en refusant de se raccrocher aux décombres des dogmes, aux bouées de l’éducation classiques ou aux racines flottantes des préjugés.

Aujourd’hui, la période des sommeils demeure pour moi avant tout comme le refus d’un cœur obstiné, obstiné à battre même dans le vide d’une poitrine que toutes les fourmis du désenchantement avaient déjà tellement attaquée et rongée qu’elle était bien près de s’affaisser.

Oui j’avais dépassé mon quinzième anniversaire, mon vingtième anniversaire. C’était naturel comme il était naturel aussi que mon front en feu se languît d’une couronne de mains fraîches.

Et avant, et pendant, et après la guerre, le climat en France, sempiternellement, avait été ce dont on fait les têtes sceptiques et les têtes vides.

Du temps de mon enfance, sitôt passée l’époque de mes premières lectures en cachette, un réalisme ouvertement affiché avait prétendu me contraindre à ne rien voir dans le monde qui ne fût boursouflure ou sclérose. Dans la pratique, l’idéalisme officiel s’exprimait par un matérialisme sordide. Quand j’étais en classe de philosophie, Kant m’apparut, dans le halo glacé de son noumène immatériel, comme un justicier, et il m’apparaissait d’autant plus volontiers sous ces traits que l’opportunisme de circonstance n’avait de cesse de se donner de bonnes raisons de ne pas avoir de raisons. Quelques années plus tard, ce furent les tableaux de Chirico qui, à travers les montants de leurs cadres, ouvraient à mes rêves une série d’avenues. Au cœur de la ville métaphysique, à l’ombre des statues, les oreillers-artichauts invitaient au sommeil tandis que, comme je lisais Lautréamont, Paris cessait d’être la capitale de la France et revenait à la vie en renaissant de ses pierres. La Seine… la rue Vivienne… La lumière d’Île-de-France que les gens ordinaires trouvent si agréable ne représentait bientôt plus pour moi qu’un chiffon de papier. Le plomb des cieux, le plomb des crânes, se trouvait éclairé, couronné, déchiré, illuminé par un coup de tonnerre révélateur. Et maintenant encore, après toutes ces années, pour retrouver ces moments brûlants, il faut que la tempête de mai accélère mon pouls au point de créer l’impression que, partant des poignets, des compagnies souterraines d’oiseaux se développent en lourdes fleurs de matière grise sous les monticules des paumes.

J’aimerais pouvoir écrire ces souvenirs en lettres phosphorescentes. Si je les écris malgré tout, c’est parce qu’à cet instant, avenue de l’Opéra, le soleil couchant a baigné les visages avec assez de soufre pour les rendre jaunes, d’un jaune insupportable, en même temps que devient bleu, d’un bleu intolérable, le chapeau melon, initialement noir, d’un promeneur un peu bizarre.

Ainsi puis-je me rappeler que Desnos avait les yeux exorbités. Deux huîtres dans leur coquille qui reflétaient, dans leur passivité glauque et rauque, le mouvement de la mer. Au bord, au commencement, de sa mer, il y avait une plage, de sable le jour, de chair la nuit. Sur la lande près de la plage, dans un verger trop fleuri, une fille s’était laissée choir à terre et m’avait demandé de passer l’après-midi entier à lui presser des géraniums entre les seins.

Le soir, elle m’avait invité chez sa mère, laquelle était un puits de théosophie et de sciences occultes. Dans la salle à manger de la petite maison, il y avait aussi une vieille femme qui, parce qu’elle pouvait se gratter le nez avec le menton, s’était elle-même surnommée Madame Dante. Entre deux vaticinations, cette soi-disant descendante du célèbre Alighieri l’hiver ramassait du lierre parc Monceau pour en parer les bandeaux qui enserraient sa tête En été, elle faisait des ravages sur la côte normande.

La fille aux seins de géraniums, sa mère, madame Dante et moi nous assîmes assez près tous les quatre pour joindre nos mains autour d’une lourde table. Madame Dante avait annoncé qu’il y aurait des incarnations. Ma tête prit plaisir à s’incliner sur le bois. J’étais endormi. La mère de la fille aux seins géraniums s’empressa de me réveiller. Très fière de ses pouvoirs thérapeutiques, elle se proposa, pour des raisons spiritualistes à vrai dire peu convaincantes, de m’initier, mais c’était absolument impossible, je m’acquittais alors de mes obligations militaires et je devais être de retour à Paris le lendemain. Et là, je parlai à Breton de cette aventure. Lui, Desnos, Éluard, Péret et quelques autres la renouvelèrent au cours de plusieurs séances qui sont évoquées dans Les Pas perdus.

Dans son étude intitulée "Entrée des médiums", qu’il a spécialement consacrée à cette phase de l’activité surréaliste, Breton cherche à en donner une idée plus claire en rappelant combien "en 1919 (son) attention s’était fixée sur les phrases plus ou moins partielles, qui, en pleine solitude, à l’approche du sommeil, deviennent perceptibles pour l’esprit sans qu’il soit possible de leur découvrir une détermination préalable".

Auparavant, Breton avait noté que "ce mot (surréalisme), qui n’est pas de notre invention et que nous aurions si bien pu abandonner au vocabulaire critique le plus vague, est employé par nous dans un sens précis. Par lui nous avons convenu de désigner un certain automatisme psychique qui correspond assez bien à l’état de rêve, état qu’il est aujourd’hui fort difficile de délimiter".

Il est bien sûr parfaitement vain de vouloir tracer les limites de ses propres états dans une période de sommeil comme à tout autre moment. Du sommeil à la simulation, tels étaient les mots que j’avais envisagé d’utiliser pour intituler ces évocations et en même temps pour regrouper les séries d’expérimentations que l’on conduisit ensuite jusqu’aux récentes considérations de Dali sur la paranoïa (La Femme visible) et aux essais de simulation des maladies mentales (Breton et Éluard, L’Immaculée Conception). 

Dans Nadja, Breton demandait que "l’un de ceux qui ont assisté à ces séances innombrables prît la peine de les décrire avec précision, de les situer dans leur véritable atmosphère".

En conséquence, bien que mes souvenirs ne doivent en aucun cas être interprétés comme des confessions a posteriori, bien que je n’aie la moindre intention ou ambition cachée de laisser planer un doute sur l’authenticité des faits, ni non plus de poser la question de la sincérité, pour la bonne et simple raison qu’elle ne peut être posée en la circonstance, du fait même des difficultés à délimiter nos états ou encore à établir qui avait pris telle ou telle part dans une entreprise essentiellement collective, j’essaie de me rappeler… Et je me rappelle qu’avant une de ces séances une phrase arriva toute faite aux oreilles de ma conscience éveillée : "Les robes de Mme de Lamballe vont être mises aux enchères."

Je ne peux m’empêcher de soupçonner que cette phrase demeurait présente dans mon esprit simplement parce qu’y rôdait un souvenir d’enfance, celui des personnages de cire du musée Grévin, et la fascination trouble qui m’avait saisi au spectacle de scènes comme celle, précisément, révélée au détour d’un couloir, de la tête récemment tranchée de Mme de Lamballe qu’on présentait à Marie-Antoinette.

Un soir, chez Éluard, nous disposons nos mains en cercle sur une table. J’ai décidé de m’endormir avant Desnos, mais j’ai peur de ne pas y parvenir. Alors, pour hâter les choses, je prononce la phrase dont je n’ai pu me débarrasser tout au long de la journée. Les mots sont lourds, ils m’entraînent. Ma tête frappe le bois. Je cesse d’exister. À mon réveil, on me raconte ce que j’ai dit. Comme mon discours n’a pas été si mauvais, je suis ravi d’en prendre connaissance de la bouche même de ceux qui m’ont écouté, mais seulement parce que je l’emporte alors sur Desnos, mon rival en médiumnité. Sinon cela ne m’importerait nullement. Je retire de chacune de ces séances une satisfaction extrême. La nuit, je dors d’un sommeil de plomb. Mes réveils ne sont pas trop difficiles. Pendant tout le temps que j’assiste et que je participe à ces séances, je n’ai pas de vie sexuelle et ne désire pas en avoir. Il ne me vient même pas à l’idée que je pourrais en avoir une.

En dépit de la manière dont Desnos et moi en sommes arrivés à nous méfier l’un de l’autre, — notre suspicion se transformant en une inimitié qui, pensais-je, pourrait conduire Desnos à me crever les yeux, par exemple, pour la même raison que je l’avais bousculé de sorte que sa tête avait heurté une cheminée —, quand je rencontre Desnos en d’autres occasions, ces séances constituent notre seul sujet de conversation.

Le jour où je n’en puis plus, où je me rends compte que, si je continue, je vais y laisser la vie, ou pour le moins ma tête, je décide de me faire opérer de l’appendicite pour faire diversion, mais non sans avoir donné au préalable le meilleur de moi-même pour que Desnos (assurément ravi d’avoir les coudées franches) se livre furieusement au jeu jusqu’à perdre la raison.

Je n’ai cessé de regretter cette époque. Comme une trace laissée par ce que j’avais pu dire alors, par ce que je ne m’étais pas entendu dire, j’ai de plus en plus détesté le son de ma voix. Pourtant, la semaine dernière, quand je fus amené à écrire ces pages, la lecture d’un vieux numéro de Littérature, qui contient le seul de mes discours de cette époque ayant été conservé, me procura un malaise qui, étrangement, annulait les dix années écoulées.

Je me suis rappelé, comme pour me persuader de sa justesse, le proverbe que j’avais forgé pour mon usage personnel : "Un pommier ne mange pas ses pommes… Un pommier ne mange pas ses pommes." Et pourtant, l’arbre solitaire, l’arbre à méditation, fera-t-il de ses fruits ce qu’en font les autres arbres, à pain, à beurre, ou à fromage ? Aucun pré n’étend à ses pieds le tapis de son obligeance, et la terre, qui se refuse à satisfaire ses fringales d’aujourd’hui, demain ne recevra pas davantage les fruits mûrs peut-être prêts à tomber.

En ce qui concerne Desnos et le dilemme que son cas constitue toujours, pour éclairer les choses, il suffit de citer ces deux passages de Breton :

"Je revois maintenant Robert Desnos à l’époque que ceux d’entre nous qui l’ont connue appellent l’époque des sommeils. Il "dort", mais il écrit, il parle. C’est le soir, chez moi, dans l’atelier, au-dessus du cabaret du Ciel. Dehors, on crie : "On entre, on entre, au Chat Noir !" Et Desnos continue à voir ce que je ne vois pas, ce que je ne vois qu’au fur et à mesure qu’il me le montre. Pour cela souvent il emprunte la personnalité de l’homme vivant le plus rare, le plus infixable, le plus décevant, l’auteur du Cimetière des Uniformes et Livrées, Marcel Duchamp qu’il n’a jamais vu dans la réalité. Ce qui passait de Duchamp pour le plus inimitable à travers quelques mystérieux "jeux de mots" (Rrose Sélavy) se retrouve chez Desnos dans toute sa pureté et prend soudain une extraordinaire ampleur" (Nadja). 

"Depuis lors, Desnos, grandement desservi dans ce domaine par les puissances mêmes qui l’avaient quelque temps soulevé et dont il paraît ignorer encore qu’elles étaient des puissances des ténèbres, s’avisa malheureusement d’agir sur le plan réel où il n’était qu’un homme plus seul et plus pauvre qu’un autre" (Second Manifeste du surréalisme).

Et cela tenait, comme Breton le remarque, à un manque de culture, à un manque d’esprit philosophique.

Pour avoir depuis longtemps fixé les limites des états, la vieille idolâtrie analytique rendait impossible de passer de l’un à l’autre. Un certain dualisme qu’ils ne parvenaient pas à surmonter, voilà ce qui détourna du surréalisme, non seulement Desnos, mais beaucoup d’autres, parce que, dialectique dans son essence, le surréalisme n’entend sacrifier ni le rêve à l’action, ni l’action au rêve, préférant plutôt nourrir leur synthèse.

Si peu figée soit-elle, la pensée se laisse volontiers emprisonner dans les mots qui l’expriment, dans une écriture dont les pleins et les déliés imposent leur cadence à la conscience elle-même.

Une coquille d’œuf durcit dès qu’elle est au contact de l’air. À chaque instant, il faut condamner cette sclérose qu’on tente de faire passer pour quelque chose de solide et de définitif.

Les frontières entre les différents états psychiques ne se justifient pas davantage qu’entre des États géographiques. Le surréalisme se doit de combattre les unes et les autres, de condamner toute forme de patriotisme, fût-ce le patriotisme de l’inconscient.