sábado, 22 de junio de 2019

Delmore Schwartz y Jorge Luis Borges: En sueños empiezan las responsabilidades

EN SUEÑOS EMPIEZAN LAS RESPONSABILIDADES

I

Creo que es el año 1909. Me siento como si estuviera en un cinematógrafo, el largo brazo de luz atravesando la oscuridad y girando, mis ojos fijos en la pantalla. Es un film mudo, en que los actores usan trajes ridículamente anticuados, y un chispazo sucede al otro con saltos repentinos, y los actores también andan a saltos, caminando demasiado a prisa. La tela está llena de rayos y de manchas, como si hubiera llovido cuando se tomó el film. La luz es mala.
Es un domingo a la tarde, junio 12, 1909, y mi padre va a visitar a mi madre caminando por las tranquilas calles de Brooklyn. Su traje está recién planchado, y la corbata le aprieta demasiado el cuello alto. Hace sonar las monedas en el bolsillo, pensando en las cosas ingeniosas que va a decir. Ahora me siento cómodo en la blanda oscuridad del teatro; el pianista produce las evidentes emociones aproximativas en que se mece el auditorio sin saberlo. Soy anónimo. Me he olvidado: siempre ocurre lo mismo en el cinematógrafo; es, como dicen, una droga. Mi padre anda de calle en calle de árboles, césped y casas, de vez en cuando llega a una avenida en la que patina y chirria un tranvía, avanzando lentamente. El conductor, que tiene bigotes como manubrios, ayuda a subir a una señorita con un sombrero como un bol emplumado. Tranquilamente hace los cambios y toca el timbre al subir los pasajeros. Evidentemente es domingo, pues todos llevan sus trajes domingueros y el ruido del tranvía hace resaltar la calma del día festivo (se dice que Brooklyn es la ciudad de las iglesias). Las tiendas están cerradas y todos los pórticos corridos, salvo alguna farmacia ocasional con grandes bolas verdes en la vidriera.
Mi padre ha elegido ese largo camino porque le gusta pensar mientras camina. Piensa en lo que será en el porvenir y así llega hasta el lugar de su visita en un estado de dulce exaltación. No presta atención a las casas del camino, donde están comiendo la comida del domingo, ni a los muchos árboles que bordean cada acera, ahora muy cerca de su plenitud de verdor y del tiempo en que encerrarán la calle en su sombra de hojas. Pasa un carruaje ocasional, los cascos de los caballos caen como piedras en la tarde tranquila; de tiempo en tiempo un automóvil, como un enorme sofá tapizado, jadea y pasa.
Mi padre piensa en mi madre, en lo distinguida que es, y en el orgullo con que la presentará a su familia. Todavía no están comprometidos y todavía no está seguro de estar enamorado de mi madre, así que, a ratos, se siente aterrado con el lazo ya formado. Pero se consuela pensando que los grandes hombres que él admira son casados: William Randolph Hearst y William Howard Taft, que acaba de ser elegido presidente de los Estados Unidos.
Mi padre llega a la casa de mi madre. Ha llegado muy temprano y de pronto se siente incómodo. Mi tía, la hermana menor de mi madre, acude al campanillazo con la servilleta en la mano, pues la familia está aún en la mesa. Al entrar mi padre, mi abuelo se levanta y le da la mano. Mi madre ha subido corriendo para arreglarse. Mi abuela pregunta a mi padre si ya ha comido y le dice que mi madre bajará en seguida. Mi abuelo inicia la conversación hablando de la suave temperatura del mes de junio. Mi padre se sienta demasiado cerca de la mesa, con el sombrero en la mano. Mi abuela le dice a mi tía que tome el sombrero de mi padre. Mi tío, de doce años, se mete en la casa, con el pelo alborotado. Saluda a gritos a mi padre, que a menudo le da monedas, y luego sube corriendo la escalera, mientras mi abuela lo llama a gritos. Es evidente que el respeto en que se tiene a mi padre, en esta casa, está templado con una buena dosis de alegría. Impresiona bien, pero no deja de ser muy torpe.

II

Por fin baja mi madre y mi padre, que en ese momento sostiene una gran conversación con mi abuelo, se pone un poco incómodo, porque no sabe si saludar a mi madre o proseguir el diálogo. Se levanta desmañadamente y dice: “Hola”, con voz áspera. Mi abuelo lo mira, examinando su incongruencia, tal como es, con ojo crítico, y frotando con fuerza su mejilla barbuda, como siempre hace cuando piensa. Está preocupado; teme que mi padre no sea buen marido para su hija mayor. En este momento algo le sucede al film, precisamente cuando mi padre dice a mi madre algo gracioso: me despierto a mí mismo y a mi desdicha en el instante en que mi interés era más intenso. El público empieza a golpear con impaciencia. La falla se ha arreglado, pero el film ha retrocedido a una parte ya pasada, y estoy viendo otra vez a mi abuelo frotándose la mejilla barbuda, pesando el carácter de mi padre. Es difícil meterse de nuevo en el film y olvidarme a mí mismo, pero al reírse mi madre de lo que dice mi padre, la oscuridad me ahoga.
Mi padre y mi madre salen de la casa, mi padre da un apretón de manos a mi abuelo, con un malestar desconocido. Yo me agito también con malestar, tirado en la silla dura del teatro. ¿Dónde está el tío mayor, el hermano mayor de mi madre? Está estudiando arriba, en su dormitorio, estudiando para su examen final en el Colegio de la Ciudad de New York, habiendo muerto de pulmonía doble hace veintiún años. Mi padre y mi madre recorren otra vez las mismas calles tranquilas. Mi madre, del brazo de mi padre, le cuenta la novela que ha estado leyendo, y mi padre abre juicio sobre los personajes a medida que le explican la trama. Es una costumbre que lo divierte mucho, porque se siente confiado y superior al aprobar o condenar la conducta ajena. A veces se siente inclinado a pronunciar un breve “uf”, cuando el cuento se vuelve lo que él llama meloso. Este tributo es la afirmación de su hombría. Mi madre se siente satisfecha por el interés que despierta; demuestra a mi padre cuán interesante es ella, y cuán inteligente.
Están ya en la avenida, y el tranvía llega despacio. Van esa tarde a Coney-Island, aunque mi madre considera que esos placeres son subalternos. Está decidida a condescender sólo a un paseo por la playa y a una buena comida, evitando los ruidosos entretenimientos que están muy por debajo de la dignidad de tan digna pareja. Mi padre cuenta a mi madre el dinero que ha ganado en la semana, exagerando una suma que no necesita exagerarse. Pero mi padre siempre ha encontrado que la realidad suele resultar deficiente por buena que sea. De pronto me pongo a llorar. La resuelta señora anciana que está a mi lado se fastidia y me mira con una cara de enojo, y asustado, me callo. Saco mi pañuelo y me seco la cara, chupando la lágrima que ha caído en mis labios. Mientras tanto he perdido algo, pues aquí están mis padres bajando del tranvía en el punto terminal: Coney-Island.
Caminan hacia la rambla y mi madre ordena a mi padre aspirar el aire penetrante del mar. Los dos aspiran hondo, riéndose los dos al hacerlo. Tienen en común un gran interés por la salud, aunque mi padre es fuerte y hombruno y mi madre es delicada. Los dos están llenos de teorías acerca de lo que es bueno comer y de lo que es malo, y a veces tienen discusiones acaloradas, pero todo acaba con el anuncio de mi padre, hecho con desdeñoso desafío, de que tarde o temprano hay que morir. En el mástil de la rambla, la bandera americana está latiendo con el viento intermitente del mar.
Mi padre y mi madre se acercan a la baranda de la rambla y miran a la playa donde numerosos bañistas se pasean. Algunos están en la resaca. Un silbato de manisero taladra el aire con su agradable y activo gemido, y mi padre va a comprar maní. Mi madre se queda junto a la baranda y contempla el océano. El océano le parece alegre; apuntan chispas y una vez y otra vez las olas pequeñas se deshacen. Nota los niños cavando en la húmeda arena, y los trajes de baño de las muchachas de su edad. Mi padre vuelve con el maní. Sobre las cabezas golpean y golpean los rayos del sol, pero ninguno de los dos se da cuenta. La rambla está llena de gente vestida con sus trajes domingueros, paseando tranquilamente. La marea no llega hasta la rambla y los paseantes no se sentirían en peligro aunque llegara. Mi padre y mi madre se recuestan en la baranda y miran distraídamente el mar. El mar se ha encrespado; las olas llegan lentamente, tomando impulso desde muy atrás. El momento anterior al salto, el momento en que arquean su lomo tan hermosamente, mostrando el negro y el verde veteado de blanco, ese momento es intolerable. Al fin se quiebran, estrellándose fieramente sobre la arena, bajando con toda su fuerza contra ella, yendo adelante y retrocediendo, y al fin degenerando en un pequeño río de burbujas que se desliza por la playa y luego regresa. El sol sobre sus cabezas no incomoda a mi padre ni a mi madre. Contemplan perezosamente el océano sin interesarse en su aspereza. Pero yo contemplo el terrible sol que deslumbra y el despiadado, fatal, apasionado mar. Olvido a mis padres, estoy como fascinado y, finalmente, atónito por su indiferencia, rompo de nuevo a llorar. La anciana señora a mi lado me palmea el hombro y dice: “Vamos, vamos, joven, esto es sólo un film, sólo un film”, pero yo vuelvo a mirar el sol aterrador y el aterrador océano, y sin poder contener mis lágrimas me levanto para ir al salón de caballeros, tropezando con los pies de las personas sentadas en mi fila.

IV

Cuando vuelvo, sintiéndome como si acabara de despertarme temprano, enfermo por falta de sueño, han pasado varias horas y mis padres están en una calesita. Mi padre monta un caballo negro y mi madre uno blanco, y parecen hacer un eterno circuito con el solo propósito de arrebatar los anillos de nickel que están fijos al brazo de uno de los postes. Está tocando un organito; inseparable del eterno girar de la calesita.
Por un momento parece que nunca van a bajar del carrusel, porque nunca va a parar, y siento como si yo mirara hacia abajo desde el piso cincuenta de un edificio. Por fin se bajan; hasta el organito ha cesado por un momento. Hay una súbita y dulce calma, como si fuera la coronación de tanto movimiento. Mi madre sólo ha conseguido dos anillos, mi padre tiene diez, pero es mi madre quien realmente los desea.
Caminan por la rambla mientras la tarde imperceptible se ahonda en la increíble púrpura del crepúsculo. Todas las cosas palidecen en una lánguida llama, hasta el incesante murmullo de la playa. Buscan un sitio para cenar. Mi padre sugiere el mejor restaurant de la rambla y mi madre se niega, siguiendo sus principios de economía y de ama de casa.
Sin embargo, van al mejor lugar, piden una mesa cerca de la ventana para poder mirar la rambla y el móvil océano. Mi padre se siente omnipotente poniendo una moneda en la mano del mozo al pedir mesa. El lugar está lleno y aquí también hay música, esta vez de un terceto de instrumentos de cuerda. Mi padre da órdenes con una bella confianza.
En el curso de la comida, mi padre cuenta sus planes para el futuro y mi madre muestra, en lo expresivo de su rostro, cuán interesada e impresionada está. Mi padre está radiante, entusiasmado con el vals que están tocando, y su porvenir empieza a intoxicarlo. Mi padre dice a mi madre que va a ensanchar sus negocios, porque hay mucho campo para ganar dinero. Quiere establecerse. Después de todo tiene veintinueve años, ha vivido solo, desde los trece, está haciendo más y más dinero, y envidia a los amigos, cuando va a visitarlos, en la seguridad de sus hogares, rodeados, al parecer, de los tranquilos placeres domésticos y de niños deliciosos, y entonces cuando el vals llega al momento en que los bailarines giran como locos, entonces, entonces, con una terrible audacia, entonces, le pide a mi madre que se case con él, aunque bastante incómodo e intrigado pensando cómo pudo hacer esa pregunta, y ella, para empeorar las cosas, se pone a llorar, y mi padre mira nerviosamente a su alrededor, sin saber qué hacer, y mi madre dice: “Es lo que más he deseado desde el primer momento que nos vimos”, sollozando, y él encuentra todo muy difícil, muy poco de su agrado, muy poco como él lo había imaginado en sus largas caminatas en el Brooklyn Bridge, en las ensoñaciones de un buen cigarro, y fue entonces, en ese punto, que me paré en el teatro, gritando: “¡No lo hagan! No es demasiado tarde para cambiar de idea, los dos. Nada bueno va a salir de eso, sólo remordimientos, odio, escándalos, y dos hijos con caracteres monstruosos”. El público entero se dio vuelta a mirarme, fastidiado, el acomodador vino corriendo por el pasillo haciendo relampaguear su linterna, y la anciana señora, mi vecina, me obligó a sentarme en mi sitio, diciendo: Estese quieto, lo van a echar, y ha pagado treinta y cinco céntimos para entrar”. Entonces cerré los ojos porque no podía soportar la vista de lo que sucedía. Me senté ahí tranquilamente.

V
Pero después de un ratito empecé a echar unas miradas y por fin volví a observar con sediento interés, como un niño que trata de mantener su ceño cuando le ofrecen el soborno de un caramelo. Mis padres ahora se están sacando un retrato en la barraca de un fotógrafo de la rambla. El lugar está sombreado con una luz malva que aparentemente es necesaria. La cámara está colocada de lado en el trípode y parece un hombre de Marte. El fotógrafo da instrucciones a mis padres de cómo deben colocarse. Mi padre ha puesto un brazo sobre los hombros de mi madre, y ambos sonríen enfáticamente. El fotógrafo alcanza a mi madre un ramo de flores para que tenga en la mano, pero ella lo sostiene en el mal lado. Entonces el fotógrafo se cubre con el paño negro que decora la cámara y todo lo que se ve de él es un brazo saliente y la mano con que sostiene fuertemente la pera de goma que oprimiera al tomar la foto. Pero no queda satisfecho con el grupo. Siente que hay algo mal en la pose. Una y otra vez sale de su escondite con nuevas instrucciones. Cada observación sólo sirve para empeorar las cosas. Mi padre se impacienta. Prueban una pose sentados. El fotógrafo explica que él tiene su orgullo, que quiere hacer bellos retratos, que no lo lleva sólo el interés del dinero. Mi padre dice: “Dése prisa ¿quiere? No disponemos de toda la noche”. Pero el fotógrafo no hace más que correr de un lado a otro nerviosamente, disculpándose, y dando nuevas instrucciones. Me encanta el fotógrafo y lo apruebo de todo corazón, porque sé exactamente lo que siente, y a medida que critica cada pose, revisada de acuerdo con alguna oscura idea estética, me lleno de esperanzas. Pero entonces mi padre dice con enojo: “Vamos, ha tenido tiempo de sobra, ya no esperaremos más”. Y el fotógrafo, suspirando afligido, vuelve a su negro escondite y levanta la mano, diciendo: “Uno, dos, tres. ¡Ahora!” y el retrato se toma con la sonrisa de mi padre hecha una mueca, y la de mi madre animada y falsa. En unos minutos se revela la fotografía, y mis padres, como están en esa rara luz, se sienten deprimidos.

VI

Han pasado por la barraca de una adivina, y mi madre quiere entrar, pero mi padre, no. Empiezan a discutir. Mi madre porfía, mi padre vuelve a impacientarse. Lo que mi padre querría hacer ahora es mandarse mudar y dejar ahí a mi madre, pero sabe que eso no es posible. Mi madre se niega a moverse. Está casi llorando, pero siente un deseo incontenible de oír lo que dirá la adivina. Mi padre accede furioso, y los dos entran en la barraca que es, en cierto modo, igual a la del fotógrafo, colgada de negro, con luz de color y sombría. Hace demasiado calor, y mi padre sigue diciendo que son tonterías, señalando la bola de cristal sobre la mesa. La adivina, una mujer baja y gorda, vestida con un traje que se supone exótico, entra al cuarto y los saluda, hablando con acento extranjero. Pero de pronto se le ocurre a mi padre que todo el asunto es insoportable; tira por el brazo a mi madre pero mi madre rehúsa moverse. Entonces, en un arranque de furia, mi padre suelta el brazo de mi madre y sale, dejando a mi madre aturdida. Ella hace un movimiento como para seguirlo, pero la adivina la detiene y le ruega que no lo haga, y yo me quedo atónito y horrorizado en mi silla, desde la oscuridad. Me encuentro como si caminara por una cuerda en un circo, a cien pies de altura, y que de repente la cuerda mostrara síntomas de rotura, y me levanto de mi asiento y empiezo de nuevo a gritar las primeras palabras que se me ocurren para comunicar mi terrible miedo, y otra vez viene el acomodador corriendo por el pasillo y haciendo relampaguear la linterna, y la anciana señora razona conmigo, y el público airado se vuelve a mirarme, y yo sigo gritando: “¿Qué están haciendo? ¿No saben lo que hacen? ¿Por qué mi madre no se va con mi padre y le pide que no se enoje? Si no hace eso, qué va a hacer? ¿Se da cuenta mi padre de lo que está haciendo?” Pero el acomodador me ha agarrado del brazo, y al sacarme, dice: “¿Qué está usted haciendo? ¿No sabe que no puede hacer estas cosas, que no las puede hacer por más que quiera, aunque no hubiese nadie? Le va a pesar si no hace lo que debe. No puede seguir así, no hay derecho, ya lo sabrá bien pronto, todo lo que se hace tiene importancia”, y mientras dice todo esto, llevándome por la galería del teatro, en la fría luz, me despierto en la sombría mañana invernal de mi vigésimo primer cumpleaños, el antepecho de la ventana con su filete de nieve, ya amaneciendo.

Traducción de JORGE LUISBORGES
Revista Sur, marzo-abril 1944, año XIV



IN DREAMS BEGIN RESPONSIBILITIES

I

I think it is the year 1909. I feel as if I were in a motion picture theatre, the long arm of light crossing the darkness and spinning, my eyes fixed on the screen. This is a silent picture as if an old Biograph one, in which the actors are dressed in ridiculously old-fashioned clothes, and one flash succeeds another with sudden jumps. The actors too seem to jump about and walk too fast. The shots themselves are full of dots and rays, as if it were raining when the picture was photographed. The light is bad.
It is Sunday afternoon, June 12th, 1909, and my father is walking down the quiet streets of Brooklyn on his way to visit my mother. His clothes are newly pressed and his tie is too tight in his high collar. He jingles the coins in his pockets, thinking of the witty things he will say. I feel as if I had by now relaxed entirely in the soft darkness of the theatre; the organist peals out the obvious and approximate emotions on which the audience rocks unknowingly. I am anonymous, and I have forgotten myself. It is always so when one goes to the movies, it is, as they say, a drug.
My father walks from street to street of trees, lawns and houses, once in a while coming to an avenue on which a streetcar skates and gnaws, slowly progressing. The conductor, who has a handle-bar mustache, helps a young lady wearing a hat like a bowl with feathers on to the car. She lifts her long skirts slightly as she mounts the steps. He leisurely makes change and rings his bell. It is obviously Sunday, for everyone is wearing Sunday clothes, and the street-car’s noises emphasize the quiet of the holiday. Is not Brooklyn the City of Churches? The shops are closed and their shades drawn, but for an occasional stationery store or drug-store with great green balls in the window.
My father has chosen to take this long walk because he likes to walk and think. He thinks about himself in the future and so arrives at the place he is to visit in a state of mild exaltation. He pays no attention to the houses he is passing, in which the Sunday dinner is being eaten, nor to the many trees which patrol each street, now coming to their full leafage and the time when they will room the whole street in cool shadow. An occasional carriage passes, the horse’s hooves falling like stones in the quiet afternoon, and once in a while an automobile, looking like an enormous upholstered sofa, puffs and passes.
My father thinks of my mother, of how nice it will be to introduce her to his family. But he is not yet sure that he wants to marry her, and once in a while he becomes panicky about the bond already established. He reassures himself by thinking of the big men he admires who are married: William Randolph Hearst, and William Howard Taft, who has just become President of the United States.
My father arrives at my mother’s house. He has come too early and so is suddenly embarrassed. My aunt, my mother’s sister, answers the loud bell with her napkin in her hand, for the family is still at dinner. As my father enters, my grandfather rises from the table and shakes hands with him. My mother has run upstairs to tidy herself. My grandmother asks my father if he has had dinner, and tells him that Rose will be downstairs soon. My grandfather opens the conversation by remarking on the mild June weather. My father sits uncomfortably near the table, holding his hat in his hand. My grandmother tells my aunt to take my father’s hat. My uncle, twelve years old, runs into the house, his hair tousled. He shouts a greeting to my father, who has often given him a nickel, and then runs upstairs. It is evident that the respect in which my father is held in this household is tempered by a good deal of mirth. He is impressive, yet he is very awkward.

II

Finally my mother comes downstairs, all dressed up, and my father being engaged in conversation with my grandfather becomes uneasy, not knowing whether to greet my mother or continue the conversation. He gets up from the chair clumsily and says “hello” gruffly. My grandfather watches, examining their congruence, such as it is, with a critical eye, and meanwhile rubbing his bearded cheek roughly, as he always does when he reflects. He is worried; he is afraid that my father will not make a good husband for his oldest daughter. At this point something happens to the film, just as my father is saying something funny to my mother; I am awakened to myself and my unhappiness just as my interest was rising. The audience begins to clap impatiently. Then the trouble is cared for but the film has been returned to a portion just shown, and once more I see my grandfather rubbing his bearded cheek and pondering my father’s character. It is difficult to get back into the picture once more and forget myself, but as my mother giggles at my father’s words, the darkness drowns me.
My father and mother depart from the house, my father shaking hands with my mother once more, out of some unknown uneasiness. I stir uneasily also, slouched in the hard chair of the theatre. Where is the older uncle, my mother’s older brother? He is studying in his bedroom upstairs, studying for his final examination at the College of the City of New York, having been dead of rapid pneumonia for the last twenty-one years. My mother and father walk down the same quiet streets once more. My mother is holding my father’s arm and telling him of the novel which she has been reading; and my father utters judgments of the characters as the plot is made clear to him. This is a habit which he very much enjoys, for he feels the utmost superiority and confidence when he approves and condemns the behavior of other people. At times he feels moved to utter a brief “Ugh” — whenever the story becomes what he would call sugary. This tribute is paid to his manliness. My mother feels satisfied by the interest which she has awakened; she is showing my father how intelligent she is, and how interesting.
They reach the avenue, and the street-car leisurely arrives. They are going to Coney Island this afternoon, although my mother considers that such pleasures are inferior. She has made up her mind to indulge only in a walk on the boardwalk and a pleasant dinner, avoiding the riotous amusements as being beneath the dignity of so dignified a couple.
My father tells my mother how much money he has made in the past week, exaggerating an amount which need not have been exaggerated. But my father has always felt that actualities somehow fall short. Suddenly I begin to weep. The determined old lady who sits next to me in the theatre is annoyed and looks at me with an angry face, and being intimidated, I stop. I drag out my handkerchief and dry my face, licking the drop which has fallen near my lips. Meanwhile I have missed something, for here are my mother and father alighting at the last stop, Coney Island.

III

They walk toward the boardwalk, and my father commands my mother to inhale the pungent air from the sea. They both breathe in deeply, both of them laughing as they do so. They have in common a great interest in health, although my father is strong and husky, my mother frail. Their minds are full of theories of what is good to eat and not good to eat, and sometimes they engage in heated discussions of the subject, the whole matter ending in my father’s announcement, made with a scornful bluster, that you have to die sooner or later anyway. On the boardwalk’s flagpole, the American flag is pulsing in an intermittent wind from the sea.
My father and mother go to the rail of the boardwalk and look down on the beach where a good many bathers are casually walking about. A few are in the surf. A peanut whistle pierces the air with its pleasant and active whine, and my father goes to buy peanuts. My mother remains at the rail and stares at the ocean. The ocean seems merry to her; it pointedly sparkles and again and again the pony waves are released. She notices the children digging in the wet sand, and the bathing costumes of the girls who are her own age. My father returns with the peanuts. Overhead the sun’s lightning strikes and strikes, but neither of them are at all aware of it. The boardwalk is full of people dressed in their Sunday clothes and idly strolling. The tide does not reach as far as the boardwalk, and the strollers would feel no danger if it did. My mother and father lean on the rail of the boardwalk and absently stare at the ocean. The ocean is becoming rough; the waves come in slowly, tugging strength from far back. The moment before they somersault, the moment when they arch their backs so beautifully, showing green and white veins amid the black, that moment is intolerable. They finally crack, dashing fiercely upon the sand, actually driving, full force downward, against the sand, bouncing upward and forward, and at last petering out into a small stream which races up the beach and then is recalled. My parents gaze absentmindedly at the ocean, scarcely interested in its harshness. The sun overhead does not disturb them. But I stare at the terrible sun which breaks up sight, and the fatal, merciless, passionate ocean, I forget my parents. I stare fascinated and finally, shocked by the indifference of my father and mother, I burst out weeping once more. The old lady next to me pats me on the shoulder and says “There, there, all of this is only a movie, young man, only a movie,” but I look up once more at the terrifying sun and the terrifying ocean, and being unable to control my tears, I get up and go to the men’s room, stumbling over the feet of the other people seated in my row.

IV

When I return, feeling as if I had awakened in the morning sick for lack of sleep, several hours have apparently passed and my parents are riding on the merry-go-round. My father is on a black horse, my mother on a white one, and they seem to be making an eternal circuit for the single purpose of snatching the nickel rings which are attached to the arm of one of the posts. A hand-organ is playing; it is one with the ceaseless circling of the merry-go-round.
For a moment it seems that they will never get off the merry-go-round because it will never stop. I feel like one who looks down on the avenue from the 50th story of a building. But at length they do get off; even the music of the hand-organ has ceased for a moment. My father has acquired ten rings, my mother only two, although it was my mother who really wanted them.
They walk on along the boardwalk as the afternoon descends by imperceptible degrees into the incredible violet of dusk. Everything fades into a relaxed glow, even the ceaseless murmuring from the beach, and the revolutions of the merry-go-round. They look for a place to have dinner. My father suggests the best one on the boardwalk and my mother demurs, in accordance with her principles.
However they do go to the best place, asking for a table near the window, so that they can look out on the boardwalk and the mobile ocean. My father feels omnipotent as he places a quarter in the waiter’s hand as he asks for a table. The place is crowded and here too there is music, this time from a kind of string trio. My father orders dinner with a fine confidence.
As the dinner is eaten, my father tells of his plans for the future, and my mother shows with expressive face how interested she is, and how impressed. My father becomes exultant. He is lifted up by the waltz that is being played, and his own future begins to intoxicate him. My father tells my mother that he is going to expand his business, for there is a great deal of money to be made. He wants to settle down. After all, he is twenty-nine, he has lived by himself since he was thirteen, he is making more and more money, and he is envious of his married friends when he visits them in the cozy security of their homes, surrounded, it seems, by the calm domestic pleasures, and by delightful children, and then, as the waltz reaches the moment when all the dancers swing madly, then, then with awful daring, then he asks my mother to marry him, although awkwardly enough and puzzled, even in his excitement, at how he had arrived at the proposal, and she, to make the whole business worse, begins to cry, and my father looks nervously about, not knowing at all what to do now, and my mother says: “It’s all I’ve wanted from the moment I saw you,” sobbing, and he finds all of this very difficult, scarcely to his taste, scarcely as he had thought it would be, on his long walks over Brooklyn Bridge in the revery of a fine cigar, and it was then that I stood up in the theatre and shouted: “Don’t do it. It’s not too late to change your minds, both of you. Nothing good will come of it, only remorse, hatred, scandal, and two children whose characters are monstrous.” The whole audience turned to look at me, annoyed, the usher came hurrying down the aisle flashing his searchlight, and the old lady next to me tugged me down into my seat, saying: “Be quiet. You’ll be put out, and you paid thirty-five cents to come in.” And so I shut my eyes because I could not bear to see what was happening. I sat there quietly.

V

But after awhile I begin to take brief glimpses, and at length I watch again with thirsty interest, like a child who wants to maintain his sulk although offered the bribe of candy. My parents are now having their picture taken in a photographer’s booth along the boardwalk. The place is shadowed in the mauve light which is apparently necessary. The camera is set to the side on its tripod and looks like a Martian man. The photographer is instructing my parents in how to pose. My father has his arm over my mother’s shoulder, and both of them smile emphatically. The photographer brings my mother a bouquet of flowers to hold in her hand but she holds it at the wrong angle. Then the photographer covers himself with the black cloth which drapes the camera and all that one sees of him is one protruding arm and his hand which clutches the rubber ball which he will squeeze when the picture is finally taken. But he is not satisfied with their appearance. He feels with certainty that somehow there is something wrong in their pose. Again and again he issues from his hidden place with new directions. Each suggestion merely makes matters worse. My father is becoming impatient. They try a seated pose. The photographer explains that he has pride, he is not interested in all of this for the money, he wants to make beautiful pictures. My father says: “Hurry up, will you? We haven’t got all night.” But the photographer only scurries about apologetically, and issues new directions. The photographer charms me. I approve of him with all my heart, for I know just how he feels, and as he criticizes each revised pose according to some unknown idea of Tightness, I become quite hopeful. But then my father says angrily: “Come on, you’ve had enough time, we’re not going to wait any longer.” And the photographer, sighing unhappily, goes back under his black covering, holds out his hand, says: “One, two, three, Now!”, and the picture is taken, with my father’s smile turned to a grimace and my mother’s bright and false. It takes a few minutes for the picture to be developed and as my parents sit in the curious light they become quite depressed.

VI

They have passed a fortune-teller’s booth, and my mother wishes to go in, but my father does not. They begin to argue about it. My mother becomes stubborn, my father once more impatient, and then they begin to quarrel, and what my father would like to do is walk off and leave my mother there, but he knows that that would never do. My mother refuses to budge. She is near to tears, but she feels an uncontrollable desire to hear what the palm-reader will say. My father consents angrily, and they both go into a booth which is in a way like the photographer’s, since it is draped in black cloth and its light is shadowed. The place is too warm, and my father keeps saying this is all nonsense, pointing to the crystal ball on the table. The fortune-teller, a fat, short woman, garbed in what is supposed to be Oriental robes, comes into the room from the back and greets them, speaking with an accent. But suddenly my father feels that the whole thing is intolerable; he tugs at my mother’s arm, but my mother refuses to budge. And then, in terrible anger, my father lets go of my mother’s arm and strides out, leaving my mother stunned. She moves to go after my father, but the fortune-teller holds her arm tightly and begs her not to do so, and I in my seat am shocked more than can ever be said, for I feel as if I were walking a tight-rope a hundred feet over a circus-audience and suddenly the rope is showing signs of breaking, and I get up from my seat and begin to shout once more the first words I can think of to communicate my terrible fear and once more the usher comes hurrying down the aisle flashing his searchlight, and the old lady pleads with me, and the shocked audience has turned to stare at me, and I keep shouting: “What are they doing? Don’t they know what they are doing? Why doesn’t my mother go after my father? If she does not do that, what will she do? Doesn’t my father know what he is doing?” — But the usher has seized my arm and is dragging me away, and as he does so, he says: “What are you doing? Don’t you know that you can’t do whatever you want to do? Why should a young man like you, with your whole life before you, get hysterical like this? Why don’t you think of what you’re doing? You can’t act like this even if other people aren’t around! You will be sorry if you do not do what you should do, you can’t carry on like this, it is not right, you will find that out soon enough, everything you do matters too much,” and he said that dragging me through the lobby of the theatre into the cold light, and I woke up into the bleak winter morning of my 21st birthday, the windowsill shining with its lip of snow, and the morning already begun.