KIERKEGAARD
Y EL PECADO
Un
libro de Léon Chestov recientemente traducido, Kierkegaard y la Filosofía
Existencial{*}, nos sugiere algunas breves consideraciones psicológicas sobre
Kierkegaard.
Hablar
de un pensador a través de otro es arriesgarse a incurrir en vaguedad y
confusión, pues la atención solicitada simultáneamente por dos centros se ve
obligada a recorrer un área elíptica. El peligro es enorme cuando se trata de
un espíritu insondable como Kierkegaard y de un exégeta como Chestov, apasionado
pero no muy sistemático.
Debemos
advertir, ante todo, que la importancia del libro está en el tema que su título
señala y que no hemos de desarrollar aquí, por ser vastísimo, y sobre todo por
estar tan íntimamente vinculado a la actualidad última del pensamiento
filosófico que no sabríamos prescindir de sus ramificaciones incalculables; no
sabríamos cómo ponerle término, pues, en realidad, no nos atrevemos a juzgar si
el pensamiento actual que tan directamente dimana del de Kierkegaard está
destinado a morir alejándose de él o a retroceder nuevamente hasta él para
recobrar la vida.
Contemplar
a Kierkegaard desde el presente de la filosofía existencial es un espectáculo
tan inaudito como si viésemos al pájaro disecado que decora nuestra biblioteca
aletear de pronto y caer, sangrante y agonizante, sobre nuestra mesa. La vida
que se puede encontrar en Kierkegaard no es más que eso; pura agonía, es una
vida comprada con la muerte, y, acaso, como toda vida trascendente, es en
puridad resurrección.
En
el libro de Chestov figura a modo de introducción una conferencia pronunciada
en la “Sociedad Rusa de Religión y de Filosofía” de París sobre Kierkegaard y Dostoievski.
El parangón que Chestov establece entre ellos no vuelve a ser notable en el
texto hasta el final, donde Chestov lo recoge como redondeando con él su tesis.
Aunque tesis no es el término exacto. Se trata más bien de una afirmación que,
no teniendo gran importancia a lo largo de las trescientas páginas que componen
el libro, queda sentada firmemente en las primeras y las últimas como broche o
abrazadera que encierra el total: se trata de la semejanza de Kierkegaard y Dostoievski
en el modo de concebir el pecado original, de la semejanza de su posición ante
la verdad especulativa y la verdad revelada.
Como
comentario a esta afirmación diremos únicamente: sí, es cierto, tal semejanza
existe, pero al igual de Chestov no podemos determinarnos a demostrarla
largamente. No es posible centrar los dos mundos Kierkegaard-Dostoievski más
que en una breve conjunción; si consideramos la coherencia y continuidad de sus
procesos personales tenemos en seguida que distanciarlos.
Es
extraño que Chestov en Las Revelaciones
de la Muerte, donde tanto realza la personalidad de Dostoievski, no la
enmarque en el vasto, profundo e hirviente contorno del pensamiento ruso
inmediatamente anterior a él. Acaso lo ha hecho en algún otro estudio que no
conocemos, pues en este mismo libro queda bien demostrado que lo tiene
presente. De un modo casi interjectivo dice al comentar la teoría
kierkegaardiana de lo Absurdo, vinculada a las concepciones de Tertuliano sobre
la revelación bíblica: “No hay, no debe haber paz entre Jerusalén y Atenas. De
Atenas procede la verdad racional; de Jerusalén, la revelación”.
Detrás
de Dostoievski y de Chestov muchas generaciones han vivido esta pugna:
pensadores, filósofos y almas, simples almas adictas a su iglesia, sin ponerse
en paz con Atenas, ni con Roma, ni con Lutero, ni con Hegel. La fenomenal
humanidad que puebla la obra de Dostoievski lleva todo esto en su sangre. Y de
todo esto no se ha hablado bastante. Dostoievski exige capítulo aparte: quede
para otra vez. Si hemos aludido a él ha sido únicamente para esbozar la tercera
dimensión de Chestov. Uno y otro llevan vividas como historia de su pueblo
todas estas contraposiciones; no así Kierkegaard.
Kierkegaard
va por sus pasos contados hasta escribir sobre el Don Juan de Mozart y “de
pronto”, como una víbora cortada por un hacha, queda escindido de sí mismo por
el golpe de su voluntad. Si su suplicio duró quince o veinte años, si su obra
alcanzó un número considerable de volúmenes, ¿qué importa? todo fue un momento,
todo fue sólo la duración de esas convulsiones que, siendo una sola vida y una
sola fuerza, no podían franquear el espacio abierto entre él y él mismo.
En
ese momento brota para él la filosofía existencial, “filosofía de la desesperación”.
Una sabiduría nacida de la singularidad del dolor. Un orden de secretos, ajenos
a la lógica y a la razón, que traspasa las leyes establecidas abriéndose camino
hacia la fe. Una adopción de lo inexplicable. Una definición de la Nada y de la
posibilidad, de la paradoja y de lo absurdo. Y al mismo tiempo una idea de la
vida “como una consecuencia infinita y cerrada”. “Toda existencia dominada por
el espíritu, incluso si ese espíritu se pretende autónomo, está sometida a una
consecuencia interior, consecuencia de fuente trascendente que depende al menos
de una idea. Pero en una vida semejante, el hombre teme infinitamente a su vez
—por una idea infinita de consecuencias posibles— toda ruptura de
consecuencias”.
Encuentro
citado por otro autor un párrafo de Chestov que, aunque largo, creo necesario
trascribir aquí: “...como si las
opiniones de un mortal pudieran y debieran ser inmortales. ¿Por qué piensan
esto los hombres? ¿Por qué admiten que Platón, Aristóteles, Spinoza hayan sido
presa de la nada y se estremecen de horror al sospechar que las ideas de esos
grandes hombres puedan quedar sometidas al mismo destino? Me parece que más es
para desesperarse el hecho de que la muerte nos haya arrebatado al divino
Platón qua no sus ideas”.
Pero
Kierkegaard dice: “...el yo es una síntesis de finito que limita y de infinito
que ilimita” y los que no tememos pensar como la mayoría encontramos soportable
la idea de que lo finito de Platón haya tenido fin, y nos aterrorizamos, como
el más elemental salvaje ante el eclipse, si lo infinito de Platón amenaza
obscurecerse.
Kierkegaard
vuelve su ira contra Hegel, porque describe en su Lógica la esencia del pensamiento en esta forma: “Cuando yo pienso renuncio a todas mis
particularidades subjetivas; me sumerjo en el objeto y pienso mal si agrego a
él cualquier cosa de mí mismo”, y se refugia en el “pensador privado”, Job,
oponiendo la fuerza del lamento a la de la razón. “¿Qué poder es éste que me ha
arrebatado mi honor y mi orgullo, y esto de una manera tan estúpida?” Chestov
añade: “Aúlla como si sus aullidos poseyeran alguna fuerza, como si esperara
que al modo de las trompetas de Jericó pudiesen hacer desplomar los muros”.
Es
cierto que “abandonar a Hegel significa renegar de la razón y echarse
directamente en brazos de lo Absurdo”, pero, sigue Chestov: “¿Qué es lo
absurdo? ¿Es el poder que ha arrancado a Job (más exactamente a Kierkegaard) el
honor y el orgullo o es el mismo Kierkegaard al creer que sus gritos harán
desplomar los muros?”
Lo
primero que hay que señalar es que Chestov y Kierkegaard no aluden exactamente
a la misma cosa cuando hablan de lo Absurdo. Ya que estamos ocupándonos de dos
pensadores que no han renunciado a sus particularidades subjetivas, no es
superfluo hacer notar una pequeña diferencia de acento entre ellos: Kierkegaard
cree arrojarse en la revelación bíblica, cuando el hecho es que cae natural o
sobrenaturalmente en ella, clama por el milagro, cuando el hecho es que está en
el milagro, pues igualmente milagroso es el castigo.
En
Temor y Temblor, su obra de más alta
tensión, considera “paralizado y cegado” el hecho sublime de Abraham, el padre
de la fe, en el momento en que éste “se coloca como Individuo en una relación
absoluta con lo absoluto”. Para comprender que con el acto inaudito del
sacrificio de Isaac, Abraham obtuviese el milagro —que Isaac le fuese
devuelto—, para admitir que este acto pueda a la humana comprensión parecer
santo, Kierkegaard cree necesario “suspender la ética”. Si es o no santo no es
cosa discutible, Kierkegaard mismo lo afirma, pues si no, no sería Abraham el
padre de la fe. Queda por lo tanto patente que en ese grado de relación con lo
absoluto el individuo está más allá de la ética, pero no porque discierna o
conciba algo superior a ella, sino simplemente porque está en la relación,
absolutamente, y no está en lo discernible. Así también sólo podemos comprender
que Kierkegaard quede fuera de la razón, en la infinitud de su pecado, donde le
ha sido suspendida la vida. No podemos estudiar la idea del pecado en
Kierkegaard sin considerar el pecado de Kierkegaard y su castigo como hecho
milagroso. “Lo contrario del pecado es la fe”: lo contrario del milagro es el
castigo.
Chestov
estudia la filosofía de Kierkegaard aplicándole la medida de una larga, secular
polémica. Cita el párrafo de La
Repetición en que, oponiendo a la sabiduría universal de Hegel las
advertencias y reflexiones de Job, concluye: “La verdad se revela aquí más
convincente, más bella, más confortadora que en el Symposium griego”. Esto hace a Chestov preguntarse: “¿Le es posible
al hombre moderno renunciar a Sócrates y buscar la verdad en Abraham y en Job?
Por lo común esta cuestión ni siquiera suele plantearse. Se prefiere preguntar
cómo conciliar las verdades de Sócrates y del Symposium griego con las de Abraham y de Job”. Chestov salta a los
primeros intentos de esta conciliación y lanza anatemas contra Filón de
Alejandría. Parece ser que Kierkegaard no le citó nunca, pero Chestov supone
que si hubiera pensado en él lo habría considerado como una anticipación de
Judas. “Aquí se ha cometido ya una primera traición tan penetrante como la de
Judas. Todo estaba en ella, hasta el beso en los labios. Filón elevaba la
Escritura Santa a las nubes, mas para entregarla a la filosofía griega, es
decir al pensamiento natural, a la especulación, a la visión intelectual”.
Chestov no concibe otro género de conciliación porque no concibe la Iglesia de
Roma y por lo tanto no sospecha lo que son en su realidad los pueblos que han
vivido siglos en el clima de esa conciliación —conciliación vital, no intelectual—.
Si Kierkegaard hubiera sufrido su crisis en ese clima no hubiera sentido el
horizonte cerrado por la disciplina racional de Hegel y, sobre todo, no hubiera
tenido que presenciar el espectáculo sublevante para todo cristiano de un
obispo Münster.
Es
puro disparate pensar: si Kierkegaard hubiera hecho esto o lo otro, pero, desde
el momento en que entran en la filosofía los valores subjetivos, es inevitable
pensarlo. Kierkegaard se manifiesta irreductible a este respecto: “Si se me permite expresar un deseo
pediré que a ninguno de mis lectores se le ocurra llevar adelante su
penetración hasta formular la siguiente pregunta: ¿Qué habría ocurrido si Adán
no hubiese pecado?”, y añade que cuando se nos formule una pregunta necia nos
guardemos de contestar a ella; “seríais entonces tan necios como el que os
pregunta”. Pero como muy bien Chestov advierte, el mismo Kierkegaard la formula
implícitamente varias veces. La formula cuando nos propone suprimir la
serpiente como agente de la tentación, y su mismo modo característico de
expresión indirecta es un supuesto de afirmación a esa pregunta (lo que no
impide que a toda mente rigurosa le repugne la posibilidad de tal pregunta,
tanto que no podríamos seguir esta inevitable propugnación de ella sin manifestarnos
abiertamente en contra) pues es el caso que da lo mismo decir: si Adán no
hubiese pecado que decir “mi amigo” donde se debería decir “yo”. Porque no se
trata de una sustitución de términos, como sería un cambio de nombres propios,
meramente tangente a los sujetos. No, se trata de una alteración de
particularidades subjetivas. Si decimos “mi amigo” y conferimos al personaje
las mismas, exactamente las mismas condiciones y cualidades que poseemos, es
evidente que esto equivale a decir “yo”. Pero Kierkegaard no obra así; tanto
habla con su voz cuando se lamenta de “no poder llegar a ser un esposo” como
cuando dice “yo que soy casado”, cosa que es en puridad igual a decir: “si yo
fuese casado” o “si yo no fuese como soy”. Y esto no excluye el horror de toda
mente rigurosa a tal cuestión. Pero acaso sea ésta la brecha para penetrar esta
antinomia: Kierkegaard afirma: “la insanidad de esta pregunta no reside tanto
en la pregunta misma como en el hecho de que sea planteada a la ciencia”, y
Chestov añade: “está en efecto fuera de toda duda que no puede hacerse tal
pregunta a la ciencia”. Pues bien, sin apoyar esta afirmación más que en una
ley íntima de veracidad, sostenemos que a la ciencia y únicamente a la ciencia
tal pregunta puede ser planteada; el horror que dimana de ella es porque es
totalmente nula e inane ante la vida. “En el mismo instante en que la realidad
queda establecida, la posibilidad como si fuese una nada se desvanece”. Pero en
la especulación la posibilidad es susceptible de cambiar de lugar,
desplazándose con arreglo a ciertas leyes como un peón sobre el tablero.
Hace
tiempo hemos señalado la importancia que tiene en la literatura de nuestra
época, y también en la ciencia, la trabazón —realidad estática, textura; y
dinámica, proceso— de estos dos elementos: la ley del juego y el azar de las
jugadas. Podemos perfectamente, cuando imaginamos el tablero en el techo de
nuestro cuarto, corregir el juego mentalmente, volvernos atrás y hacer lo que
no hicimos, pero no así cuando el tablero es la vida y hemos puesto al juego
nuestro único bien. Ley que se mantiene hoy hasta en la más última filosofía
existencial, que juega con finitudes, que excluye la trascendencia y la
eternidad. Pero ya en todo este largo siglo, pues es difícil delimitarlo exactamente,
la literatura venía ejercitándose en esta prestidigitación, haciendo aparecer
de pronto lo que no estaba antes, poniendo y quitando, suponiendo cómo sería
tal cosa si tal otra fuera o dejase de ser. Así toda la literatura de intriga,
en la que el crimen es un artefacto que se arma con ingenio y se desarma con
habilidad, no teniendo el sujeto ninguna importancia entre sus engranajes, o,
si la tiene por sus particularidades características —locura, belleza, perversidad—,
convirtiéndose estas particularidades mismas, a su vez, en engranajes que
pueden girar hacia la derecha o hacia la izquierda, dejando en suspenso la
posibilidad de que el individuo sea al fin triturado por tal o cual diente, por
tal o cual martillo. Las construcciones sobre supuestos imaginarios: si hubiese
un país de ciegos o un reino de hormigas; y últimamente esos colosos que, como
los grupos escultóricos fabricados para ornamentar las exposiciones
industriales, toros, obreros atléticos, matronas cargadas con haces de espigas,
todos en majestuosas actitudes y de color broncíneo, retiemblan por la
trepidación de los tranvías próximos o cabecean por el empuje del viento... Me
refiero a la frustrada guerra de Troya y a los espectros de diversos héroes
prestigiosos, desplegados en abanico sobre todos los ángulos posibles.
Se
argüirá que estos últimos, para los que pueden comprenderlos, tienen un
sentido. Evidentemente, y también tienen el poder de dejar sin sentido a los
demás, de emponzoñar, trastrocar o raer todo sentido, pues no son exégesis, no;
son azares caleidoscópicos, sin más eficacia que la frescura sorpresiva de sus
combinaciones, estimulantes para los nervios cansados de este siglo sangriento.
De este siglo, el más sangriento entre los siglos, que lleva en un estrato
verdaderamente adámico de sus representaciones al hombre de Frankestein, una
finitud perdurable, que insiste y se levanta en cualquier momento y cuya sangre
no se puede derramar de una vez para siempre. Todos ellos, héroes, hormigas,
criminales, autómatas, son la prole de la pregunta inepta: ¿Qué pasaría si tal
cosa no hubiera sido o si tal otra cosa fuera?
Y por
más que la repudiemos no podemos aniquilarla, ella es la que hace a Chestov
lamentar más la muerte de Platón que la de sus ideas (aparte, claro está, la
ambición humana de sentirse cada uno humanamente ante la humanidad de Platón),
pues siempre imaginamos que si Platón perdurase seguiría dialogando
ininterrumpidamente con todo lo que pasara por delante de sus ojos, aunque lo
cierto es que si así fuera nadie dialogaría, pues dialogamos únicamente para
comunicarnos nuestra infinitud en el momento finito que nos es dado. Y sin
embargo...
Lo
que queríamos, en realidad, es que así como la sabiduría universal especulativa
se sedimenta al paso de los tiempos, uniendo en congruentes enlaces las distintas
voces del diálogo, lo que querríamos en realidad ardientemente es que las
particularidades subjetivas se correspondieran, libres en su singular soledad,
pero atentas las unas a las otras, apasionadamente enfrentadas, violentamente
contrapuestas. Creemos que esta atención a la relación finita no merma en nada
la eternidad de la relación absoluta. Por creerlo así se nos ha ocurrido decir
antes: “si Kierkegaard hubiera sufrido su crisis en otro medio”, cosa completamente
imposible y sin embargo persistente como ambicionable experiencia.
Pero
en vista de que Kierkegaard nos vedaría tan monstruoso supuesto, acojámonos a
su característico subterfugio y digamos: “Nuestro
amigo” aludiendo simplemente a un hombre cualquiera que posea, vivida, la
cultura mediterránea, no sólo adquirida en aulas o recibida en sagrados
principios de sus mayores; que la posea por haberla respirado entre los
pastores de su país o junto a alguna aya analfabeta “entre los pucheros”; este
hombre, que no habría tenido nunca que soportar un sermón del obispo Münster,
se habría acercado desde pequeño a Abraham con temor y temblor sin dejar por eso de afilar bien el precioso
instrumento de su razón; habría discurrido, a la sombra de los olivos de su tierra
natal, contemplando en su mente el Symposium
griego, porque, bajo el sol, no se ha creado nada más digno de contemplación, y
conformado los movimientos de su alma con los diez mandamientos, porque bajo el
sol no se ha creado ninguna otra pauta que sea mejor elemento para el alma.
Pues bien, un hombre de esas condiciones puede lograr o no lograr, como
Kierkegaard, “hacer el movimiento último de la fe”, pero lo que no puede es
extrañar la razón del milagro.
Esa
relación absoluta con lo absoluto, eficiente como las trompetas de Jericó, le
será comprensible matemáticamente, y
esta palabra no es paradoja ni hipérbole, pues matemáticas son la mayor parte
de las cosas que menos podemos comprender. Si nos dicen que la nota de un
violín puede derrumbar un puente, sólo comprendemos que matemáticamente debe
ser comprensible. Y la relación absoluta con lo absoluto es —si con lenguaje
humano se puede decir— igual, matemáticamente igual. Podríamos hacer el
experimento y fallar cien veces, o cien millones de veces, sin que ello
desmintiese la ley, pues sabemos que si la nota llegara a emitirse desde el
punto exacto, necesario para la perfecta relación de sus vibraciones con el
arco del puente, los sillares se conmoverían y el violinista sería lapidado.
Kierkegaard
odiaba con todas sus fuerzas lo necesario,
creía que la necesidad avasalla la voluntad e incluso a Dios, pero necesidad es algo muy complejo; necesario es como antes dijimos un punto
de relación, una ley de armonía, que es la más gloriosa libertad, y necesario es también que no sea lo que
no puede ser. Fuera de esta necesidad
sólo queda Dios que es la posibilidad pura. Creer con vital asentimiento la
idea ‘“para Dios todo es posible” es penetrar en la verdad de la fe, pues la
verdad es cosa interior, indiferente a las verdades emancipadas, externas,
necesarias; la verdad es la naturaleza de Dios, su particularidad subjetiva.
Dios no puede ser coaccionado por la verdad, y este no puede no es un no poder,
porque el hecho de que algo o alguien no pueda ser más que lo que es no denota
ineptitud más que en quien se plantea el problema. La verdad absoluta, donde
todos los posibles están encerrados, determina un punto exacto de relación
posible. Punto de relación son los
términos que se emplean para designar una realidad material, espacial,
relativa; pero estamos hablando de algo no material, no espacial: esencial
absoluto. En resumen, cuando el hombre alcanza ese punto de relación con la
verdad absoluta, los sillares de la potencia divina se conmueven y cae sobre el
hombre la Gracia. No importa cuántos millones de millones de veces falle el
experimento. La ley es ésa.
Todo
lo que va dicho es hasta ahora vago, árido, confuso. Quede así. Tiende
únicamente a contestar algunos puntos del pensamiento de Kierkegaard con
verdades distintas y muy próximas que pretenden sólo poner de relieve su
diferencia y su convergencia. Confesando los límites que nos definen, si
logramos penetrar profundamente en otras almas, definidas por sus límites
propios, demostraremos con ello que los límites no son una limitación.
Chestov
se sitúa ante la verdad revelada con una serenidad tradicional, como quien ha
vivido secularmente esta antítesis. Kierkegaard se arroja en ella como quien no
puede vivir por haberla descubierto. Desde un tercer punto de vista quisiéramos
alcanzar a distinguir las dos vertientes de Kierkegaard que, como dos trozos de
una unidad fracturada, penden del hilo impalpable e infinitamente doloroso de
su eternidad.
Si
el libro de Chestov, que apenas sirve de guía a estas consideraciones, en un
detallado examen del pensamiento de Kierkegaard sólo abarca las obras
posteriores a su decisión, sin citar el
estudio sobre Don Juan, In Vino Veritas, El diario de un seductor, no podemos pretender ni siquiera
esquemáticamente diseñar tan enorme conjunto; por lo tanto, iremos directamente
a lo psicológico, a lo más vivamente interior a toda idea.
Para
hablar de algo tan íntimo e intangible tenemos que auxiliarnos nuevamente con
el ejemplo anterior: la exactitud del centro en un círculo se puede buscar con
instrumentos de precisión, sabiendo que es inalcanzable el punto virtual. Los
errores gruesos se aprecian a simple vista.
Si
meditamos en el sacrificio de Abraham y meditamos integralmente, no que
reflexionemos, ni siquiera que imaginemos cómo fue; si hacemos por vivir el
sacrificio de Abraham, efectuando la inmersión material que prescribe la
técnica ignaciana: trayendo los cinco
sentidos sobre la contemplación y sacando provecho de ello, todo lo que
podemos lograr es un tanteo. Viviremos unas veces lo posible y otras lo
imposible del hecho, experimentaremos y diremos, empleando —en el sentido de Hölderin—
“la voz del Pueblo” unas veces, “frío” otras, “caliente” según estemos más
cerca o más lejos del núcleo ígneo de la fe.
Si
meditamos en el suplicio de Kierkegaard —pues el suyo no fue sacrificio:
Kierkegaard está más cerca de Job que de Abraham—, lo primero que se hace
objeto de nuestra meditación es su lamento. “¿Qué fuerza es ésta que quiere
privarme de mi honor y de mi orgullo?” Esta pregunta que Kierkegaard hace al
cielo nos descubre el lugar desde donde lanza el dardo de sus lamentos y sus
plegarias. Es cierto que nadie ha llegado a conocer mejor que él la meta de sus
lamentos, la meta del lamento humano, pero a simple vista notamos que desde el
punto en que lanza su lamento no puede alcanzarla. Si Dios es amor no puede
conmoverle el lamento del honor y el orgullo, y él lo sabe bien. Dice con
frecuencia: “Si hubiese poseído la fe no me hubiera visto obligado a abandonar
a Regina”. Y también repite a veces: “No he podido realizar el movimiento
último de la fe”. Ante esto Chestov se pregunta : “¿Porqué?” “¿A causa de su
negativa a obedecer? ¿Por orgullo?” No, en nuestra opinión el orgullo de
Kierkegaard no está ahí. Su orgullo y la herida de su honor se irritan cuando
su secreto es descubierto, y como la plegaria lleva el acento último del
secreto, Kierkegaard no pide que no le sea arrebatado el amor: pide que no le
sea arrebatado el honor porque sabe que no posee el amor.
En
el estudio del Don Juan se encuentra
la definición de la pasión como lo inmediato,
que es exactamente como después, ya en la otra vertiente, en El concepto de la Angustia, dice que no
se debe definir la fe. Cuando escribía el Don
Juan todavía hablaba del amor como pasión, todavía no sabía que el amor y
la fe son una misma cosa.
Pero
¿por qué no podía amar aunque lo creyese? ¿Por qué no podía efectuar el
movimiento de la fe? Lo que se hace más verosímil a través de sus libros es que
Kierkegaard no pudo deshacerse nunca de la responsabilidad del acto terrible de
su padre. Ya casi al final de su vida, llega a escribir. “El amor perfecto
consiste en amar a quien nos ha hecho desdichados. Ningún hombre tiene derecho
a que se le ame de este modo, pero Dios tiene derecho a ello y en esto reside
algo infinitamente majestuoso”. Antes de llegar a esta fórmula Kierkegaard no
podía amar al Dios a quien su padre había maldecido, no podía amar al Dios que
había hecho desdichado a su padre, y por lo tanto no podía amar —aunque lo
creyese—. Cuando quería vivir su amor, la vida le era suspendida.
Así
como a Abraham, al alcanzar el punto último inconcebiblemente exacto, real, de
su relación con Dios, le era dado suspender la ética, esto es, toda ley de
relación con los hombres, a Kierkegaard, al querer vivir su relación humana en
el acto trascendente del encadenamiento eterno, Dios proyectaba sobre él su
ausencia.
Para
llegar a la comprensión de la idea citada tuvo que pagar con la vida, tuvo que
vivir la muerte durante quince o veinte años, y no sólo eso; tuvo que pagar
también su superioridad. Cuando habla de sus padecimientos dice que los ha
aceptado “como una astilla metida en mi carne, como mi límite, como mi cruz,
como el inmenso precio de rescate al cual Dios me ha vendido una fuerza
espiritual que no tiene apenas igual entre mis contemporáneos”. Esa fuerza
espiritual era su único bien, era lo único que podía amar, y ésta es la más
terrible condena que puede pesar sobre un hombre. Está solo sobre la tierra,
ante Dios a quien no ama, y los hombres no existen. Regina Olsen es una sombra,
pero no es ni siquiera la sombra de Regina Olsen: es una sombra cualquiera, la
sombra de la femineidad y la adhesión. Por toda su obra no pasa una sola forma
humana, si no es la detestada forma del obispo Münster. Éste, sí, tiene una
realidad imborrable porque es el que posee el honor que a Kierkegaard le ha
sido arrebatado, y Kierkegaard sabe que el punto de relación en que este hombre
se halla con la Divinidad es erróneo, es enteramente falso.
Este
hombre, dice Chestov, “había permanecido durante muchos años a la cabeza de la
Iglesia danesa, pero esto no le había impedido casarse, ser rico, respetado por
todos, venerado”. Su cristianismo no entraba en discusión con la razón. La
decepción que pueda causar al verdadero cristiano el espectáculo del pecado en
el hombre consagrado a la vida religiosa no es comparable con la repugnancia
que le inspira el espectáculo estulto de una vida que se llama religiosa y no
está basada en el sacrificio.
Para
Kierkegaard “ser cristiano quiere decir en verdad ser desdichado (humanamente
hablando) en esta vida, y tú serás (humanamente hablando) tanto más desdichado,
sufrirás tanto más en esta vida cuanto más te entregues a Dios, cuanto más éste
te ame”; sigue: “Esta idea es para el hombre débil algo terrible, mortal, casi
sobrehumanamente difícil. Lo sé por una doble experiencia. Ante todo ni yo
mismo puedo soportarla y sólo de lejos alcanzo a presentir esa idea
auténticamente cristiana del cristianismo”. Así, para Kierkegaard, Münster era
el representante máximo del cristianismo que había suprimido a Cristo. Ahora
bien —tenemos que volver a la cuestión reprobada—, si Kierkegaard no hubiera
vivido ese cristianismo no se daría en él el fenómeno supremamente angustioso
—angustioso sobre todo porque no está entre los que él clasifica como tales y
por lo tanto tenemos que suponerle hundido a tan gran profundidad bajo su
angustia que él no alcanzaba siquiera a distinguirle—, el fenómeno de que era
exactamente la vida de Münster lo que, como un deseo inconfesable, ambicionaba.
Münster
es para él un ejemplo de posibilidad —para Kierkegaard la posibilidad de lo
peor era mejor que la imposibilidad de lo mejor; así, pues, a través del vacío
de imposibilidad que se le abría allí donde estaba el bien —el amor—, se
transparentaba la posibilidad conocida, comprobada, vista, objetivada, del mal
—el error— que era Münster.
Toda
la mascarada o fantasmagoría de sus adolescentes enamorados de princesas, de
sus jovencitas, poetas, etc., personajes sin sangre, más que elaborados,
alcanzados como boyas flotantes en el supremo bracear de su naufragio, sólo
sirven para demostrar que desconocía la forma real de su deseo. En el libro
fundamental, O lo uno o lo otro,
puerta fatídica de su purgatorio, al desdoblarse en los personajes de “él” y
“su amigo”, sometiéndose así al imperio de la cuestión inepta: si yo fuera, si yo no fuera, esto es “yo
que soy casado”, la imagen que nos da de ese matrimonio, que pudo pero que no pudo ser, es exactamente la imagen del matrimonio de un
cristiano feliz, de un pastor. Los sermones son insuperables y en ellos hierven
todos los fermentos de su alma, pero la imagen de la esposa, “unida a él de
todo corazón”, ¿quién es? ¿Aparecen allí, siquiera como un relámpago, las
cualidades subjetivas de Regina Olsen? No... Hay una sombra que se proyecta intermitentemente
a lo largo de toda la obra y que es sin duda la sombra de Regina, pero no es
una sombra de contornos definidos como la de una visión: es una penumbra que,
como el halo de una obsesión sin pasión, aparece de cuando en cuando y enfría o
más bien hace descender la tensión del pensamiento. En suma, la no igualada
fuerza espiritual de Kierkegaard refrena el vuelo, al contrario de lo que pasa
en la generalidad de los poetas —si es que estas dos palabras pueden ir una
detrás de otra— cuando se hace sensible la presencia de la musa. Kierkegaard
recuerda de pronto que está escribiendo para Regina y adopta un tono pueril,
balbucea, desciende hasta ella. Una de las cosas que no pudo fue elevarla hasta
él.
No
hemos conseguido, después de tanto, más que considerar con perplejidad y
emoción el pecado vivido por Kierkegaard: diremos al menos dos palabras sobre
su idea del pecado.
“El
pecado no es una negación sino una posición”. “Todo pecado es cometido ante
Dios o, más bien, lo que hace de la falta humana un pecado es la conciencia que
tiene el culpable de estar ante Dios”. “Se peca cuando ante Dios, o con la idea
de Dios, desesperado, no se quiere ser uno mismo o se quiere serlo. El pecado
es así debilidad o desafío elevados a la suprema potencia”. Estos párrafos
entresacados del Tratado de la
Desesperación son los que señalan su faceta ética-religiosa. En nuestra
opinión son los más valiosos, pero señalemos que no son los que han tenido más
éxito. Es la concepción del pecado original expuesta en El Concepto de la Angustia: “La angustia es el vértigo de la
libertad”; “para hablar psicológicamente, la caída ha tenido lugar siempre en
un síncope”, la que ha permanecido hasta el presente a través de los
innumerables avatares de la filosofía existencial — la dimensión de tales
transformaciones puede calcularse considerando esta frase de Chesíov: “La fe es
para Kierkegaard la conditio sine qua non
de la filosofía existencial”.
Y
precisamente en El Concepto de la
Angustia es donde Kierkegaard hace una concesión al procedimiento
especulativo, a la que el mismo Chestov le reconoce consecuencias fatales para
el pensamiento: su modo racional de rechazar la idea de la serpiente. “En Temor y Temblor podía Kierkegaard hablar
todavía de “tentación” a propósito del sacrificio de Abraham y en sus obras
posteriores recordaba a cada momento la “tentación” y repetía constantemente
que ninguna ciencia podía explicar lo que el término bíblico “tentación”
oculta”, dice Chestov, y ciertamente la grandeza de Kierkegaard, más que como
colonizador de la Nada —pues él fue quien llevó a las huestes de desesperados
sin Dios a acampar en esa marisma—, está en ese “cuerpo a cuerpo” de la
“tentación” y la “plegaria”.
Y como
la idea del pecado no cierra su circuito hasta llegar a la idea de la
Redención, no podemos menos de notar que a pesar de la pasión con que ahonda en
ella, la recarga con consideraciones racionales: el escándalo de que alguien
tome sobre sí los pecados de otro, “¿es posible?” “Cristo ¿tenía el poder o la
autoridad?”, etcétera.
A
Kierkegaard le faltaba un dato para saber enteramente lo que poseía Cristo: le
faltaba la dialéctica de la sangre. Y Kierkegaard hubiera podido comprenderla: “un vigoroso y pletórico
antropomorfismo siempre tiene su valor”, dice hablando de Schelling, pero se
refiere a los estados y sentimientos de Dios: angustia, ira, sufrimiento. No ha
vivido la presencia de Dios en la imagen, su infancia religiosa ha transcurrido
entre la maldición de su padre —horror— y los sermones de Münster —tedio—.
Kierkegaard no conocía la acción de la imagen sobre el alma, consideraba la
estética como lo inmediato intrascendente.
No sabía que en la belleza greco-latina hay “tentación” y “plegaria”
—invitación a la piedad—, ni que al hombre de la cultura mediterránea —el que
es cristiano, se entiende— no le escandaliza el ser redimido. Las imágenes de
la realidad inaudita de la Crucifixión y la Resurrección le acompañan. No
necesita creer lo que resulta increíble, a contrapelo de la razón. Más bien,
por el contrario, cree en todo ello porque lo ha visto.
No
sabemos si esto resultará comprensible o si la sugestión que perseguimos
carecerá enteramente de fuerza. Insistimos en hablar de lo que vio o no vio,
realzamos la importancia de la dialéctica de la visión, porque creemos que Kierkegaard
tocaba el fondo de su pecado cuando cerraba los ojos a lo exterior, Regina
inclusive.
Y es
sobremanera difícil explicar, siquiera con la más fugaz claridad, la forma en
que era castigado con su pecado. Por decirlo con un término bíblico, la forma
en que Dios “le hería con su herida”.
Cuando
declaraba que todos sus sufrimientos eran el precio de rescate a que Dios le
había vendido su fuerza espiritual, confiesa por esto que aquella fuerza era
para él infinitamente preciosa. Esa fuerza era su pecado: pecaba con ella
contra Dios y adulteraba contra Regina. En el Don Juan, hundido en la irresponsable inmediatez de la música,
dilapidaba su fuerza con su fuerza, amaba su amor por Regina, sin dejar para
ella un mínimum de caridad, una posibilidad de acto.
Estas
consideraciones se nos han ocurrido por encontrar poco explicitado en el libro
de Chestov el hecho psicológico de Kierkegaard, y no porque no hable harto
abiertamente de su tragedia, sino porque al hacerlo le da un cierto carácter
contingente. Chestov dice que en vista de lo que le pasó renegó de la razón y
se arrojó en el absurdo, y después desenvuelve, de modo más bien abstruso, la
teoría del pecado como concupiscencia del conocimiento; los frutos del árbol de
la ciencia impiden al hombre volver a alcanzar los del árbol de la vida. Pero
así como, según Kierkegaard, la libertad no consiste en poder elegir entre el
bien y el mal, sino sencillamente en la posibilidad,
el pecado no consiste en acumular frutos del árbol de la ciencia, leyes, datos
del conocimiento; el pecado consiste en encarcelar al amor, que es la fe y el
Ser mismo, en la mera posibilidad del saber, en la reflexión, sin gratitud
hacia Dios ni caridad hacia la criatura.
De
la experiencia de esta vanidad dimana su aversión a los místicos. No puede
creer que el alma sea morada de Dios sino sólo lugar de pecado o de expiación.
El
pecado-castigo de Kierkegaard se exacerbaba con la mediocridad de sus prójimos:
su capacidad de desprecio era sólo comparable a su capacidad de sufrimiento, y
no le salió al paso ninguna visión de piedad que con su fulgor le hiciera
saltar las lágrimas. Tuvo que atravesar la selva obscura sin más que presentir
la fe a lo lejos.
Por
esto hemos aludido tantas veces a la aridez de su medio religioso y hemos
lamentado que viviese desamparado de la belleza trascendente que es el misterio
evidente. Por eso hemos pensado que, acaso, si
hubiera visto...
Podríamos
seguir indefinidamente y la pregunta estúpida seguiría repitiéndose, pero no
para contradecirle ni turbar su reposo, sino, simplemente, porque es como la
sombra o el eco de lo que era para Kierkegaard la cúspide de la posibilidad:
“la repetición”. La repetición devuelve el honor perdido, el brazo cortado,
Regina desvanecida en el pretérito. Y la pregunta murmura solamente: ¿si no los
hubiera perdido?...
La
Eternidad de Kierkegaard irá siempre seguida de la pregunta estúpida como de
una bestia doméstica fiel y grotesca.
Revista Sur,
abril de 1948, año XVI.
NOTA:
{*} Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1947.