ENIGMAS Y TRANSPARENCIA EN LA OBRA DE RAYMOND ROUSSEL
Raymond Roussel describe; y,
más allá de lo que describe, no hay nada, nada de lo que tradicionalmente puede
llamarse un mensaje. Para emplear una de las expresiones favoritas de la
crítica literaria académica, Roussel apenas si tiene “algo que decir”. Ninguna trascendencia,
ninguna superación humanista pueden aplicarse a las series de objetos, de
gestos y de acontecimientos que, ya en cuanto se lo ve, constituyen su
universo.
A veces, por la necesidad de
una línea descriptiva muy estricta, tiene que contarnos alguna anécdota
psicológica, o bien alguna costumbre religiosa imaginaria, un relato de
costumbres primitivas, una alegoría metafísica… Pero esos elementos nunca
tienen ningún “contenido”, ninguna profundidad, no pueden constituir en ningún
caso el más modesto aporte al estudio del carácter humano o de las pasiones, la
menor contribución a la sociología, la mínima meditación filosófica. Siempre se
trata, en efecto, de sentimientos abiertamente convencionales (amor filial,
abnegación, grandeza de alma, traición, y siempre tratados a la manera de las
imágenes de Épinal), o bien de ritos “gratuitos”, o de simbolismos reconocidos
y filosofías gastadas. Entre el sin sentido absoluto y el sentido agotado sólo
quedan, una vez más, las cosas mismas, objetos, gestos, etc.
En el plano del lenguaje,
Roussel apenas si responde mejor a las exigencias de la crítica. Muchos ya lo
han señalado, y, por supuesto, para quejarse: Raymond Roussel escribe mal. Su
estilo es deslucido y neutro. Cuando sale del orden de la constatación —es decir,
de lo pedestre asumido: el dominio del “hay” y del “se encuentra ubicado a
cierta distancia”—, siempre es para caer en la imagen banal, en la metáfora más
trillada, también ella salida de algún arsenal de convenciones literarias. Por
último, la organización sonora de las frases el ritmo de las palabras, su
música, no parecen plantearle al autor ningún problema de oído. El resultado
carece casi continuamente de atractivo desde el punto de vista de las bellas
letras: una prosa que pasa del ronroneo bobalicón a laboriosas marañas
cacofónicas, versos que obligan a contar con los dedos para darse cuenta de que
los alejandrinos tiene realmente las sílabas requeridas.
Estamos en presencia, pues, del
perfecto reverso de lo que se conviene en llamar un buen escritor: Raymond
Roussel no tiene nada que decir y lo dice mal… Y, sin embargo, su obra comienza
a ser reconocida por todos como una de las más importantes de la literatura
francesa de principios del presente siglo, una de las que ejercieron su
fascinación sobre varias generaciones de escritores y artistas, una de las que,
sin duda alguna, se debe incluir entre los antecesores directos de la novela
moderna; de donde el interés incesantemente creciente que se otorga hoy en día
a esta obra opaca y decepcionante.
Veamos, en primer lugar, la
opacidad. Es, de igual modo, una excesiva transparencia. Como nunca hay nada
más allá de la cosa descrita, es decir, que nada de naturaleza superior se
oculta en ella, ningún simbolismo (o, si no, es un simbolismo ya de entrada proclamado,
explicado, destruido), la mirada se ve obligada a detenerse en la superficie
misma de las cosas: una máquina de funcionamiento ingenioso e inútil, una
postal balnearia, una fiesta de desarrollo mecánico, una demostración de hechicería
infantil, etc. Una transparencia total, que no deja subsistir ni sombra ni
reflejo, equivale, en realidad, a una pintura en trompe-l’œil. Cuanto más se acumulan las precisiones, la minucia,
los detalles de forma y de tamaño, más pierde su profundidad el objeto. Tenemos
pues, una opacidad sin misterio: tal como detrás de un telón de fondo, no hay
nada detrás de esas superficies, ningún interior, ningún secreto, ninguna
intención oculta.
Sin embargo, por un movimiento
de contradicción frecuente en los textos modernos, el misterio es uno de los
temas formales a los que con más frecuencia recurre Roussel: búsqueda de un
tesoro escondido, origen problemático de tal o cual personaje, o de determinado
objeto, enigmas de todo género que a cada instante se les plantean tanto al
lector como a los protagonistas en forma de adivinanzas, acertijos, ensamblajes
aparentemente absurdos, frases en clave, cajas con doble fondo, etc. Las
salidas secretas, los túneles que ponen en comunicación dos lugares sin nexo
visible, las revelaciones repentinas acerca de los entresijos de una filiación
cuestionada, jalonan este mundo racionalista a imagen de las novelas negras de
la mejor tradición, transformando por un instante el espacio geométrico de las
situaciones y las dimensiones en un nuevo Castillo
de los Pirineos… Pero no, aquí el misterio está sin cesar bajo control, y
demasiado bien. Estos enigmas no sólo se exponen con demasiada claridad, se
analizan de manera demasiado objetiva y se afirman demasiado como enigmas, sino
que, además, al cabo de un discurso más o menos largo, se descubrirá y se
explicitará su solución, y también esta vez con la mayor sencillez, habida
cuenta de la extrema complicación de los hilos. Después de haber leído la
descripción de la máquina desconcertante, tenemos derecho a la descripción
rigurosa de su funcionamiento. Después del acertijo siempre viene la
explicación, y todo vuelve a la normalidad.
Y hasta tal punto que la
explicación se vuelve, a su vez, inútil. Responde tan bien a las preguntas
formuladas, agota tan totalmente el tema que, a fin de cuentas, parece
equivalente a la máquina misma. E, incluso cuando la vemos funcionar y sabemos
cuál es su finalidad, ésta sigue siendo estrambótica: tal es el caso del famoso
martinete que sirve para componer mosaicos decorativos con dientes humanos
utilizando la energía del sol y del viento. La descomposición del conjunto en
sus más diminutos engranajes, la identidad perfecta de estos últimos y de la
función que cumplen, sólo conducen al puro espectáculo de un gesto desprovisto
de sentido. Una vez más, el significado demasiado transparente coincide con la
total opacidad.
En otra parte, se empieza por
proponernos una combinación de palabras, lo más heteróclita posible —ubicada,
por ejemplo, debajo de una estatua, cargada ella misma de múltiples
particularidades desconcertantes (y que se dan como tales)—, y luego se nos da
una larga explicación del significado (siempre inmediato, pegado a las
palabras) de la frase-adivinanza, y de cómo ésta se refiere directamente a la
estatua, cuyos detalles extraños revelan ser entonces totalmente necesarios,
etc. Ahora bien, estas elucidaciones en cadena, extraordinariamente complejas,
ingeniosas y “traídas por los pelos”, parecen tan irrisorias, tan
decepcionantes, que es como si el misterio permaneciese intacto. Pero ahora es
un misterio lavado, vaciado, que se ha vuelto despreciable. La opacidad ya no
oculta nada. Tenemos la impresión de haber encontrado un cajón cerrado, luego
una llave; y esa llave abre el cajón de un modo impecable… y el cajón está
vacío.
Roussel mismo parece haberse
equivocado un poco con este aspecto de su obra, él que pensaba que podía hacer
que las multitudes fuesen corriendo al Châtelet para asistir a una cascada de
esos —según creía— palpitantes enigmas y a la solución sucesiva que les daba un
protagonista paciente y sutil. La experiencia, desgraciadamente, hizo que se
desengañara pronto. Era fácil preverlo. Ya que se trata, en realidad, de
adivinanzas planteadas en el vacío, de búsquedas concretas pero teóricas,
desprovistas de peripecias, y que por tal razón no pueden hacer caer a nadie en
la trampa. Hay trampas en cada página, sin embargo, pero sólo se las activa delante
de nosotros, señalándonos todos sus resortes y mostrándonos, por el contrario,
cómo no ser víctimas de ellas. Por lo demás, incluso si no está muy
acostumbrado a los funcionamientos rousselianos y a la decepción necesaria que
sigue a su realización, a cualquier lector le llamará la atención, de entrada,
la completa ausencia de interés anecdótico —la completa blancura (falta de
color)— de los misterios propuestos. Una vez más tenemos, o bien el vacío
dramático total, o bien el drama de disfraces con todos sus accesorios
convencionales. Y, en este caso, ya sea que las historias narradas pasen o no
los límites de lo asombroso, el único modo en que se las presenta, la
ingenuidad con que se plantean los interrogantes (del tipo: “Todos los
asistentes estaban muy intrigados por…”, etc.), el estilo, en fin, tan alejado
como es posible de las reglas elementales del buen suspenso, bastarían para suscitar
en el aficionado mejor dispuesto el desapego por esos inventores para Concurso
Lépine de la ciencia ficción y por esas páginas folclóricas ordenadas como un
desfile de marionetas.
¿Cuáles son, entonces, esas
formas que nos apasionan? ¿Y cómo actúan sobre nosotros? ¿Qué significan?
Todavía es demasiado temprano, quizás, para responder a las dos últimas
preguntas. Las formas rousselianas aún no han llegado a ser académicas; aún no
han sido digeridas por la cultura; aún no han pasado al estado de valores. Ya
podemos, sin embargo, tratar de nombrar, al menos, algunos de éstos. Y, para
empezar, precisamente esta búsqueda
que, mediante la escritura, destruye ella misma su propio objeto.
Esta búsqueda, ya lo hemos
dicho, es puramente formal. Es, ante todo, un itinerario, un camino lógico que
conduce de un estado dado a otro estado —que se parece mucho al primero, aunque
se llegue a él mediante un largo desvío. Encontramos un nuevo ejemplo de esto —y
que tiene la ventaja adicional de situarse enteramente en el terreno del
lenguaje— con los breves relatos póstumos de Roussel, cuya arquitectura explicó
él mismo: dos frases que se pronuncian de manera idéntica, salvo por una letra,
pero cuyo sentido carece totalmente de relación, a causa de las distintas
acepciones en que se toman las palabras semejantes. El trayecto es, en este
caso, la historia, la anécdota, que permite reunir las dos frases, las que
constituirán, una, las primeras palabras del texto, la otra, las últimas. Los
episodios más absurdos quedarán así justificados por su función de utensilios,
de vehículos, de intermediarios; la anécdota, abiertamente, ya no tiene
contenido sino un movimiento, un orden, una composición; ella misma ya no es
sino una mecánica: a la vez máquina de reproducir y máquina de modificar.
Ya que hay que insistir con la
importancia que Roussel le da a esta ligerísima modificación de sonido que separa las dos palabras-clave, por no
hablar de la modificación general del sentido. El relato ha obrado bajo nuestra
mirada, por una parte, un cambio profundo de lo que significa el mundo —y el
lenguaje—, por otra parte, un ínfimo desajuste superficial (la letra alterada);
el texto “se muerde la cola”, pero con una pequeña irregularidad, una pequeña
infracción… que lo cambia todo.
También encontramos, con
frecuencia, la simple reproducción
plástica, como ese mosaico que dibuja el martinete ya citado. Abundan los
ejemplos, ya sea en las novelas, las obras de teatro o los poemas, de esas
imágenes de todo tipo: estatuas, grabados, cuadros, o incluso dibujos groseros
sin ningún carácter artístico. El más conocido de esos objetos es la vista en
miniatura que se percibe en el mango de un portaplumas. Naturalmente, la
precisión de los detalles en ésta es tan grande como si el autor nos mostrara
una escena auténtica, de tamaño natural, o incluso aumentada mediante un
aparato óptico, binoculares o microscopio. Una imagen de unos pocos milímetros
de lado nos hace ver, así, una playa que incluye diversos personajes en la
arena o en el agua, en embarcaciones; nunca hay nada de vago en sus gestos, o
en las líneas del paisaje. Del otro lado de la bahía pasa una carretera; y por
esa carretera avanza un coche, y un hombre está sentado dentro de ese coche;
ese hombre tiene un bastón, cuya empuñadura representa…, etc.
La vista, sentido privilegiado en Roussel, alcanza muy pronto una
agudeza demencial, que tiende al infinito. Lo que hace quizás más provocativo
aún este rasgo es el hecho de que se trata de una reproducción. Roussel describe
de buena gana, ya lo hemos señalado, un universo que no se da como real sino
como ya representado. Le gusta colocar a
un artista intermediario entre él mismo y el mundo de los hombres. El texto que
se nos propone es una relación en la que interviene un doble. El aumento
desmesurado de ciertos elementos lejanos o minúsculos toma en él, por lo tanto,
un valor particular; ya que el observador no ha podido acercarse para mirar
bien de cerca el detalle que retiene su atención. Con toda evidencia, también
él inventa, a la manera de esos numerosos creadores —de máquinas o de procedimientos—
que pueblan toda la obra. La vista es, aquí, una vista imaginaria.
Otro rasgo notable de estas imágenes es lo que se podría llamar su instantaneidad. La ola que está a punto
de romper, el niño que juega con su aro en la playa, más allá la estatua de un
personaje que está haciendo un ademán elocuente (incluso si el sentido del
mismo está, al principio, ausente, a la manera de un acertijo), o el objeto
representado a mitad de camino entre el suelo y la mano que acaba de soltarlo,
todo está dado como en pleno movimiento, pero fijo en medio de ese movimiento,
inmovilizado por la representación que deja en suspenso todos los gestos,
caídas, oleajes, etc., eternizándolos en la inminencia de su fin y amputándolos
de su sentido.
Enigmas vacíos, tiempo detenido, signos que se niegan a significar, aumento
gigantesco del detalle minúsculo, relatos que se cierran sobre sí mismos,
estamos en universo chato y discontinuo en el que cada cosa sólo
remite a sí misma. Universo de lo fijo, de la repetición, de la evidencia
absoluta, que encanta y desalienta al explorador…
Y entonces la trampa vuelve a aparecer, pero es de otra naturaleza. La
evidencia, la transparencia, excluyen la existencia de mundos subyacentes;
descubrimos, sin embargo, que, de este mundo, ya no podemos salir. Todo está
detenido, todo está reproduciéndose, y el niño tiene para siempre su palo
alzado por encima del aro que se inclina, y la espuma de la ola inmóvil va a
caer…
ALAIN ROBBE-GRILLET.
Traducción, para Literatura y Traducciones, de Carlos Cámara.
Traducción, para Literatura y Traducciones, de Carlos Cámara.
Ediciones De La Mirándola ha publicado, en edición bilingüe, La vista de Raymond Roussel, disponible en Amazon en formato digital y en papel.
ÉNIGMES ET TRANSPARENCE CHEZ RAYMOND ROUSSEL
Raymond Roussel décrit ; et, au-delà de ce
qu’il décrit, il n’y a rien, rien de ce qui peut traditionnellement s’appeler
un message. Pour reprendre une des expressions favorites de la critique littéraire
académique, Roussel ne semble guère avoir « quelque chose à
dire ». Aucune transcendance, aucun dépassement humaniste, ne peuvent
s’appliquer aux séries d’objets, de gestes et d’événements qui constituent, dès
la première vue, son univers.
Il arrive que, pour les besoins
d’une ligne descriptive très stricte, il ait à nous conter quelque anecdote
psychologique, ou bien quelque coutume religieuse imaginaire, un récit de mœurs
primitives, une allégorie métaphysique... Mais ces éléments n’ont jamais aucun
« contenu », aucune profondeur, ils ne peuvent constituer en aucun
cas le plus modeste apport à l’étude des caractères humains ou des passions, la
plus petite contribution à la sociologie, la moindre méditation
philosophique. Il s’agit toujours en effet de sentiments ouvertement
conventionnels (amour filial, dévouement, grandeur d’âme, traîtrise, et
toujours traités à la manière des images d’Épinal), ou bien de rites
« gratuits », ou de symbolismes reconnus et de philosophies
usées. Entre le non-sens absolu et le sens épuisé il ne reste encore une
fois que les choses elles-mêmes, objets, gestes, etc.
Sur le plan du langage, Roussel
ne répond guère mieux aux exigences de la critique. Beaucoup l’ont déjà
signalé, et bien entendu pour s’en plaindre : Raymond Roussel écrit
mal. Son style est terne et neutre. Lorsqu’il sort de l’ordre du
constat – c’est-à-dire de la platitude avouée : le domaine du
« il y a » et du « se trouve placé à une certaine
distance » –, c’est toujours pour tomber dans l’image banale, dans la
métaphore la plus rebattue, sortie elle aussi de quelque arsenal des
conventions littéraires. Enfin l’organisation sonore des phrases, le
rythme des mots, leur musique ne semblent poser pour l’auteur aucun problème
d’oreille. Le résultat est presque continuellement sans attrait du point
de vue des belles-lettres : une prose qui passe du ronronnement bêta à de
laborieux enchevêtrements cacophoniques, des vers où il faut compter sur ses
doigts pour s’apercevoir que les alexandrins ont vraiment douze pieds.
Nous voici donc en présence de
l’envers parfait de ce qu’il est convenu d’appeler un bon écrivain :
Raymond Roussel n’a rien à dire et il le dit mal... Et pourtant son œuvre
commence à être reconnue par tous comme l’une des plus importantes de la littérature
française au début de ce siècle, une de celles qui ont exercé leur fascination
sur plusieurs générations d’écrivains et d’artistes, une de celles, sans aucun
doute, que l’on doit compter parmi les ancêtres directs du roman
moderne ; d’où l’intérêt sans cesse croissant qui se porte aujourd’hui sur
cette œuvre opaque et décevante.
Voyons d’abord
l’opacité. C’est, aussi bien, une excessive transparence. Comme il
n’y a jamais rien au-delà de la chose décrite, c’est-à-dire qu’aucune surnature
ne s’y cache, aucun symbolisme (ou alors c’est un symbolisme aussitôt proclamé,
expliqué, détruit), le regard est bien obligé de s’arrêter à la surface même
des choses : une machine au fonctionnement ingénieux et inutile, une carte
postale balnéaire, une fête au déroulement mécanique, une démonstration de
sorcellerie enfantine, etc. Une transparence totale, qui ne laisse
subsister ni ombre ni reflet, cela revient en fait à une peinture en trompe-l’œil. Plus
s’accumulent les précisions, la minutie, les détails de forme et de dimension,
plus l’objet perd de sa profondeur. C’est donc ici une opacité sans
mystère : ainsi que derrière une toile de fond, il n’y a rien derrière ces
surfaces, pas d’intérieur, pas de secret, pas d’arrière-pensée.
Cependant, par un mouvement de
contradiction fréquent dans les écritures modernes, le mystère est un des
thèmes formels les plus volontiers utilisés par Roussel : recherche d’un
trésor caché, origine problématique de tel ou tel personnage, ou de tel objet,
énigmes de toutes sortes posées à chaque instant au lecteur comme aux héros
sous la forme de devinettes, de rébus, d’assemblages en apparence absurdes, de
phrases à clef, de boîtes à double fond, etc. Les issues dérobées, les
souterrains faisant communiquer deux lieux sans rapports visibles, les
révélations soudaines sur les dessous d’une filiation contestée, jalonnent
ce monde rationaliste à l’image des romans noirs de la meilleure
tradition, transformant un instant l’espace géométrique des situations et des
dimensions en un nouveau Château des
Pyrénées... Mais non, le mystère ici se contrôle sans cesse trop
bien. Non seulement ces énigmes sont exposées avec trop de clarté,
analysées trop objectivement, et s’affirment trop comme énigmes, mais encore,
au terme d’un discours plus ou moins long, leur solution sera découverte et
démontée, et cette fois aussi avec la simplicité la plus grande, compte tenu de
l’extrême complication des fils. Après avoir lu la description de la
machine déroutante, nous avons droit à la description rigoureuse de son
fonctionnement. Après le rébus vient toujours l’explication, et tout
rentre dans l’ordre.
C’est à tel point que
l’explication devient à son tour inutile. Elle répond si bien aux
questions posées, elle épuise si totalement le sujet qu’elle semble en fin de
compte faire double emploi avec la machine elle-même. Et, même lorsqu’on
la voit fonctionner et que l’on sait dans quel but, celle-ci reste
abracadabrante : telle la fameuse hie qui sert à composer des mosaïques
décoratives avec des dents humaines en utilisant l’énergie du soleil et des
vents ! La décomposition de l’ensemble en ses plus minuscules
rouages, l’identité parfaite de ceux-ci et de la fonction qu’ils remplissent,
ne font que ramener au pur spectacle d’un geste privé de sens. Une fois de
plus, la signification trop transparente rejoint la totale opacité.
Ailleurs, on commence par nous
proposer un assemblage de mots, aussi hétéroclite que possible – placé par
exemple sous une statue, elle-même chargée de multiples particularités
déconcertantes (et données comme telles) – et l’on nous explique
ensuite longuement la signification (toujours immédiate, au ras des mots) de la phrase-devinette, et comment
elle se rapporte directement à la statue, dont les détails étranges se révèlent
alors comme tout à fait nécessaires, etc. Or ces élucidations en chaîne,
extraordinairement complexes, ingénieuses, et « tirées par les
cheveux », paraissent si dérisoires, si décevantes, que c’est comme si le
mystère demeurait intact. Mais c’est désormais un mystère lavé, vidé, qui
est devenu innommable. L’opacité ne cache plus rien. On a
l’impression d’avoir trouvé un tiroir fermé, puis une clef ; et cette clef
ouvre le tiroir de façon impeccable... et le tiroir est vide.
Roussel lui-même semble s’être un
peu mépris sur cet aspect de son œuvre, lui qui pensait pouvoir faire courir
les foules au Châtelet pour assister à une cascade de
ces – croyait-il – palpitantes énigmes et à leur résolution
successive par un héros patient et subtil. L’expérience, hélas, l’a vite
détrompé. Il était facile de le prévoir. Car il s’agit en réalité de
devinettes posées dans le vide, de recherches concrètes mais théoriques,
privées d’accident, et ne pouvant pour cette raison prendre au piège qui que ce
soit. Il y a pourtant des pièges, à chaque page, mais on les fait
seulement marcher devant nous, nous en indiquant tous les ressorts et nous
montrant au contraire comment ne pas en être victime. D’ailleurs, même
s’il n’a pas une longue habitude des fonctionnements rousseliens et de la déception
nécessaire qui suit leur accomplissement, le premier lecteur venu sera frappé,
dès l’abord, par la totale absence d’intérêt anecdotique – la
totale blancheur – des mystères proposés. Là encore, c’est, ou
bien le vide dramatique complet, ou bien le drame de panoplie avec tous ses
accessoires conventionnels. Et, dans ce cas, que les histoires racontées
passent ou non les bornes de l’ahurissant, la seule façon dont elles sont
présentées, la naïveté avec laquelle sont posées les interrogations (dans le genre :
« Tous les assistants étaient fort intrigués par... », etc.), le
style enfin, aussi éloigné que possible des règles élémentaires du bon
suspense, suffiraient à détacher l’amateur le mieux disposé de ces inventeurs
pour Concours Lépine de la science-fiction et de ces pages folkloriques réglées
comme un défilé de marionnettes.
Quelles sont donc alors ces
formes qui nous passionnent ? Et comment agissent-elles sur
nous ? Quelle est leur signification ? Aux deux dernières
questions, il est sans doute encore trop tôt pour répondre. Les formes
rousseliennes ne sont pas encore devenues académiques ; elles n’ont pas
encore été digérées par la culture ; elles ne sont pas encore passées à
l’état de valeurs. Nous pouvons déjà, cependant, essayer au moins d’en
nommer quelques-unes. Et, pour commencer, précisément cette recherche qui détruit elle-même,
par l’écriture, son propre objet.
Cette recherche, nous l’avons
dit, est purement formelle. C’est avant tout un itinéraire, un chemin
logique qui conduit d’un état donné à un autre état – ressemblant beaucoup
au premier, bien qu’il soit atteint par un long détour. On en trouve un
nouvel exemple – et qui a l’avantage supplémentaire de se situer
entièrement dans le domaine du langage – avec les courts récits
posthumes dont Roussel a lui-même expliqué l’architecture : deux phrases
qui se prononcent de façon identique, à une lettre près, mais dont les sens
sont totalement sans rapport, à cause des acceptions différentes dans
lesquelles sont pris les mots semblables. Le trajet, c’est ici l’histoire,
l’anecdote, permettant de réunir les deux phrases, qui constitueront, l’une les
premiers mots du texte, l’autre les derniers. Les épisodes les plus
absurdes seront ainsi justifiés par leur fonction d’ustensiles, de véhicules, d’intermédiaires ;
l’anecdote n’a ouvertement plus de contenu, mais un mouvement, un ordre, une
composition ; elle n’est plus, elle aussi, qu’une mécanique : à la
fois machine à reproduire et machine à modifier.
Car il faut insister sur
l’importance que Roussel attache à cette très légère modification de son séparant les deux phrases-clefs, sans
parler de la modification générale du sens. Le récit a opéré sous nos
yeux, d’une part un changement profond de ce que signifie le
monde – et le langage –, d’autre part un infime décalage
superficiel (la lettre altérée) ; le texte « se mord la queue »,
mais avec une petite irrégularité, une petite entorse... et qui change
tout.
Fréquemment aussi, nous trouvons
la simple reproduction plastique,
comme cette mosaïque que dessine la hie déjà citée. Les exemples abondent,
que ce soit dans les romans, les pièces ou les poèmes, de ces images de toutes
sortes : statues, gravures, tableaux, ou même dessins grossiers sans aucun
caractère artistique. Le plus connu de ces objets est la vue en miniature
que l’on aperçoit dans le manche d’un porteplume. Bien entendu, la
précision des détails y est aussi poussée que si l’auteur nous montrait une
scène véritable, grandeur nature, ou même agrandie à l’aide d’un appareil
d’optique, jumelles ou microscope. Une image de quelques millimètres de
côté nous fait ainsi voir une plage comportant divers personnages sur le sable,
ou sur l’eau dans des embarcations ; il n’y a jamais rien de flou dans
leurs gestes, ou dans les lignes du décor. De l’autre côté de la baie
passe une route ; et sur cette route roule une voiture, et un homme est
assis à l’intérieur de la voiture ; cet homme tient une canne, dont le
pommeau représente..., etc.
La vue, sens privilégié chez Roussel, atteint très vite une
acuité démentielle, tendant vers l’infini. Ce caractère est rendu sans
doute encore plus provocant du fait qu’il s’agit d’une
reproduction. Roussel décrit volontiers, nous l’avons signalé, un univers
qui n’est pas donné comme réel, mais comme déjà représenté. Il aime placer
un artiste intermédiaire entre lui-même et le monde des hommes. Le texte
que l’on nous propose est une relation concernant un double. Le
grossissement démesuré de certains éléments lointains ou minuscules y prend
donc une valeur particulière ; car l’observateur n’a pas pu s’approcher
pour regarder de tout près le détail qui retient son attention. De toute
évidence, lui aussi invente, à l’instar de ces nombreux
créateurs – de machines ou de procédés – qui peuplent toute
l’œuvre. La vue est ici une vue imaginaire.
Un autre caractère frappant de
ces images est ce que l’on pourrait appeler leur instantanéité. La vague qui s’apprête à déferler,
l’enfant qui joue au cerceau sur la plage, ailleurs la statue d’un personnage
en train d’accomplir un geste éloquent (même si le sens en est d’abord absent,
à l’état de rébus), ou l’objet figuré à mi-chemin du sol et de la main qui
vient de le lâcher, tout est donné comme en plein mouvement, mais figé au beau
milieu de ce mouvement, immobilisé par la représentation qui laisse en suspens
tous les gestes, chutes, déferlements, etc., les éternisant dans l’imminence de
leur fin et les coupant de leur sens.
Énigmes vides, temps arrêté,
signes qui refusent de signifier, grossissement géant du détail minuscule,
récits qui se referment sur eux-mêmes, nous sommes dans un univers plat et discontinu où chaque chose ne renvoie qu’à soi. Univers
de la fixité, de la répétition, de l’évidence absolue, qui enchante et
décourage l’explorateur...
Et voilà que le piège de nouveau
reparaît, mais il est d’une autre nature. L’évidence, la transparence,
excluent l’existence d’arrière-mondes ; cependant, de ce monde-ci, nous
découvrons que nous ne pouvons plus sortir. Tout est à l’arrêt, tout est
en train de se reproduire, et l’enfant pour toujours tient son bâton levé
au-dessus du cerceau qui s’incline, et l’écume de la vague immobile va
retomber...
Pour un nouveau roman.
Les Éditions de Minuit, 1963.
Les Éditions de Minuit, 1963.