NAPOLEON —hombre representativo de Emerson, huésped de honor en la espléndida galería de Carlyle— ha tenido el privilegio de provocar un verdadero frenesí exegético. Se ha estudiado su capacidad, o su incapacidad, para todas y cada una de las actividades humanas, y hasta se ha llegado —con el neo-evemerismo que estuvo a la moda hace algunos años y de que tanto se burlara Andrew Lang—, a declarar que Napoleón nunca ha existido, que no es más que un mito solar, representación simbólica del culto primitivo del sol. Y esto, sin embargo, en un pueblo tan amigo de cargar las ventanas con visillos, transparentes (opacos) y cortinas y cortinones, que Chesterton no encontraría mejor campo para estudiar —entre sus "tremendas bagatelas"— los vestigios de un "culto" fundado en la "ocultación" del sol.
Gracián, en su valiente pedagogía, espera que el ejemplo del héroe suscite nuevos héroes. Emerson, al hablar de la utilidad de los grandes hombres, cree que, dentro de ciertos límites, el héroe está llamado a suscitar, con su ejemplo, héroes cada vez mayores. Así se adelanta—aunque sin exageración—a ciertas filosofías que han llegado a ser populares, y propone claramente la esperanza del superhombre: idea juvenil por excelencia. Frente a ésta, la idea adulta—que también es la idea burguesa, porque los veinte años son poetas y los cuarenta filisteos—está representada en aquellas palabras del "viajero sentimental" de Sterne:
—Yo creo, señor conde, que el hombre, como los instrumentos de música, tiene un registro limitado y que hay en él distintas escalas para responder a las necesidades sociales, como a las demás. Si se empieza con una nota demasiado alta o demasiado baja, se trastorna todo el sistema, y faltarán notas arriba o abajo de la escala.... Creo que hay en el hombre cierto grado de perfección, más allá del cual le sería imposible avanzar. Si pretende superarlo, más bien que adquirir cualidades nuevas, simplemente cambia unas cualidades por otras.
Y los psicólogos nos dirán que, al menos en cuanto a la memoria —hilo del ser—, la observación del amable Sterne parece cumplirse exactamente.
En todo caso, una de las utilidades de los grandes hombres está en el consejo de modestia que nos dan con su vida. Porque el grande hombre que ha servido para una o varias cosas, generalmente no sirvió para otras. Y hablar de "hombres universales" es una manera de hablar; y hablar —con los griegos, con Baltasar Gracián o con José Enrique Rodó— del "hombre de todas las horas," o es soñar un hermoso sueño, o es dar un nombre poético a ese discreto tipo de hombres sociales y solícitos que tienen cierta oportunidad en la conversación o que se dan maña para hacer mil cosas mediocres e insignificantes de verdadera bonne-à-tout-faire: sacar punta a un lápiz, divertir al nene, cambiar el fusible de la instalación eléctrica, hacer un guiso, contar un chiste, clavar un clavo, pagar el tranvía antes que nadie, conseguir un billete gratis para algún espectáculo: amables criaturas domésticas, cuyo sitio está entre el hombre y el perro.
Por eso el precursor Gracián —"Nietzsche español," como le llamaba Azorín hace años—, disertando sobre la conveniencia de que el hombre de grandes empeños tantee sus aptitudes, antes de arriesgarse, y escoja para la obra de su vida su mejor prenda, la "del quilate rey," lanza estas verdades como a puñados:
Dudo si llame inteligencia o suerte al topar un héroe con la prenda relevante en sí, con el atributo rey de su caudal… En unos reina el corazón, en otros la cabeza; y es punto de necedad querer uno estudiar con el valor y pelear otro, con la agudeza.
Conténtese el pavón con su rueda, préciese el águila de su vuelo; que sería gran monstruosidad aspirar el avestruz a remontarse, expuesto a ejemplar despeño: consuélese con la bizarría de sus plumas.
No hay hombre que en algún empleo no hubiera conseguido la eminencia...
Pero —añade— lo difícil es acertar. Por eso los eminentes son raros. No hay quien se crea incapaz para las mayores empresas. "Excusa es no ser eminente en el mediano, por ser mediano en el eminente; pero no la hay en ser mediano en el ínfimo, pudiendo ser primero en el sublime." Atención, pues, a tantear bien cada uno sus propias capacidades.
Y entre los varios ejemplos que propone, éste sobresale:
Nunca hubiera llegado a ser Alejandro español y César indiano, el prodigioso marqués del Valle, D. Fernando Cortés, si no hubiera barajado los empleos; cuando más, por las letras, hubiera llegado a una vulgarísima medianía, y por las armas se empinó a la cumbre de la eminencia, pues hizo trinca con Alejandro y César, repartiéndose entre los tres la conquista del mundo por sus partes.
Es más que severa, injusta, la opinión de Gracián sobre la literatura de Cortés. El epistolario de Cortés —quien, desde luego, era menos "escritor" que César— tiene un valor humano innegable, cuando careciera de valor técnico —punto que para el "estilista" Gracián, vicioso de primores, era de la mayor importancia—. Pero todavía pudiera alegarse que, en este barajar de los empleos de Cortés, dejando la pluma de Salamanca por la espada de Anáhuac, la pluma recibió beneficios de la misma espada, y lo que hubo de descubridor y conquistador en Cortés fue lo que dio encanto y belleza a sus imperecederas relaciones.
Pero volvamos al caso de Napoleón, entre cuyas múltiples aptitudes, la aptitud literaria —de que hasta los niños tienen noticia, por tal o cual célebre frase histórica— merece, sin duda, lugar aparte.
¿Qué hemos de esperar de la pluma de Napoleón? ¿Qué hemos de exigirle? ¿Le pediremos los primores técnicos que Gracián parece pedirle a Cortés! Sin duda que no.
Por lo demás, la literatura de Napoleón no es ya paradoja para nadie: el gran soldado merece, por derecho propio de gran orador, un puesto importante aun en los manuales universitarios. Gustave Lanson, que si de algo puede pecar es de filológica prudencia, dedica, en su Historia de la literatura francesa, tres páginas a la oratoria de Napoleón. El 18 Brumario —dice— hizo callar a los oradores; durante quince años, sólo una voz se dejó oír: Napoleón gobernaba casi por la palabra, y fue el último de los grandes oradores revolucionarios. Tenía, sobre los diputados de la Montaña, la ventaja de ser más preciso y menos verboso, e inventó una fórmula nerviosa, que parecía una aplicación literaria de la "voz de mando" militar. Se le ve buscarla en la vaguedad de sus primeros escritos, y desarrollarla después en sus cartas (nunca familiares) y en las Memorias, también oratorias, de Santa Elena. Lo mejor de su obra, en este sentido, va desde la primer campaña de Italia hasta más allá de Waterloo. Su elocuencia fue para él lo que era para los jefes de las democracias atenienses.
Esta elocuencia —añade Lanson— tenía su retórica y sus procedimientos. Bajo su rudeza aparente, es muy ordenada, muy clásica. La carta de pésame del general Bonaparte a la viuda del almirante Brueys es una verdadera disertación con un plan cuidadosamente trazado; las cartas del Emperador a las viudas de los mariscales Bessières y Lannes, más breves y donde se deja oír el tono del amo, son reducciones del mismo plan. Sus proclamas se pueden dividir por artículos y párrafos. Al principio, los orígenes revolucionarios de su elocuencia están muy manifiestos: las "falanges" republicanas, los "vencedores de Tarquino," los "descendientes de Bruto y Escipión," las "legiones romanas," "Alejandro," todos estos recuerdos de la antigüedad unen a Napoleón con los demás oradores de nuestras asambleas. Más tarde, en las arengas del Cónsul, en las del Emperador, ya son raros tales ornamentos enfáticos. También, en la época de la primera campaña, entre las "falanges" y los "Tarquinos," noto unos "hombres perversos" que proceden directamente de la prédica de Robespierre. Y noto también tal cual reminiscencia de autor latino. Por ejemplo, de Lucano: "Nada habéis hecho, puesto que aún os falta hacer algo." El futuro César estudia a César y a Tito Livio: "¿Se dirá de nosotros que supimos vencer y no aprovecharnos de la victoria?" A veces usa formas teatrales que recuerdan las declamaciones de la tribuna: "Pero he aquí que os veo ya correr a las armas... ¡Sea, pues: partamos!" Y ahora, algunos clisés: "Y cuando volváis a vuestros hogares, vuestros conciudadanos os señalarán diciendo: Ese es del ejército de Italia. Os bastará decir he estado en Austerlitz, para que os respondan: He aquí un valiente. Y podréis decir con orgullo: También yo formaba parte de aquel grande ejército..." Después, Lanson da algunos ejemplos de laconismo, haciendo ver que en el ataque rápido de la frase, cada palabra parece una detonación más intensa que la anterior. El pensamiento es claro, hecho para circular fácilmente en el alma de la multitud. Otras veces la frase, imperiosa, tiene un tono más personal, y la imagen se acerca más a Hugo que a la Montaña: la victoria marcha a paso de carga; el águila vuela de campanario en campanario hasta las torres de Notre-Dame. Al correr los años, Napoleón se fue emancipando de la retórica clásica de los revolucionarios y, como todos los buenos artistas cuando llegan a la hora terrible en que ya no les entiende la gente, se descubrió a sí mismo. Entonces deja salir, en sus alocuciones, frases como ésta: "La ropa sucia se limpia en casa."
En cuanto a Napoleón periodista... no: no lo busquéis en la Antología del periodismo de Paul Ginisty, donde sólo le vemos aparecer, entre nota y nota, en aquel aspecto del periodista que es el menos agradable de todos: el de enemigo de los demás periodistas. Hay que buscarlo en un libro reciente del antiguo director del Fígaro: A. Périvier, Napoleon journaliste. "Antes de abordar el tema —dice Périvier— hay que establecer que Napoleón fue un gran escritor, un maestro en el arte de expresar sus pensamientos, sin lo cual nunca hubiera sido un verdadero periodista."
—¡Alto!—le grita Andrés Beaunier—. Querrá usted decir un "gran periodista," porque como periodistas "verdaderos," los hay que están lejos de ser grandes escritores. Y así sucede en general, como que hay muchos más periodistas verdaderos en sólo un año que grandes escritores en todo un siglo. Concedido que Napoleón haya sido un gran escritor. Chateaubriand es el único que se opone. (Lector: el mismo reparo de Gracián a Cortés.)
Pero el señor Périvier no se para en pelillos: declara que, en la obra de Napoleón, sus victorias pasan al segundo término y se eclipsan en el girar de los siglos, sin duda para que su labor periodística pase a primer plano. ¡Famosa reivindicación! Pero perdonemos todo, con tal de encontrar en el libro del señor Périvier algunos datos, que nos ahorren el trabajo de una investigación directa.
En 1796, estando en Lodi, Bonaparte dejó de sentirse simple general: un hijo le había nacido en el alma. Quería influir en el pueblo; en los pueblos. El 26 de agosto escribe al Directorio, desde Milán, sobre la conveniencia de que algún periódico oficial rectifique los absurdos de la prensa parisiense a propósito del rey de Cerdeña. El Directorio sólo contaba con una pobre hojilla, Le Redacteur, incapaz de hacer frente a la oposición. El Directorio no sabía defender a su general, y los periódicos en que se le atacaba llegaban a Italia. Napoleón enviaba sus respuestas al Directorio para que las hiciera publicar; pero, por las dudas, también las imprimía él en Italia, en hojas volantes que distribuía profusamente entre sus tropas. Napoleón pide al Directorio que haga cerrar los clubes políticos, que funde cinco o seis buenos periódicos constitucionales, que haga romper las prensas del Thé del Mémorial y de la Quotidienne. Napoleón cree en la gran influencia del periódico; desprecia personalmente al periodista. Hay que confiar a otras manos esa gran fuerza pública. Ya que el Directorio no quiere o no puede, él mismo funda un periódico en Milán, en 1797: Le Courrier de l’armée d'Italie, où le Patriote français a Milan, par une Societé de repúblicains. El periódico duró hasta el 2 de diciembre del siguiente año (1799); pero se ha perdido. Poco después, Napoleón funda otro: La France vue de l’armée d'Italie, journal de politique, d’administration et de littérature française et étrangère. En uno de los "fondos," invita discretamente a la nación francesa a no despreciar la opinión del ejército de Italia y de su jefe. La verdadera importancia de esta labor periodística —claro está— reside en que deja ver las intenciones de la persona no periodística que la inspira. No es, pues, periodismo puro.
En Egipto, Bonaparte funda el Courrier d’Égypte y la Décade égyptienne.
Después de Brumario, el cónsul Napoleón opina que si deja libertad a la prensa, no durará en el Poder tres meses. Un decreto de 17 de enero de 1800 suprime todos los periódicos, con excepción de trece, por considerar que todo el resto está al servicio del enemigo. Ni en el espíritu ni en las leyes de la época el acto resultaba muy injurioso. Napoleón quería reconciliar a la República con Europa, y los periódicos se oponían. Los hombres del Consulado no lamentaron, en general, la muerte de la prensa de la Revolución. Thiers da testimonio. Nadie se ha quejado hoy en Francia del régimen de censura patriótica.
Pero la censura es como un cuchillo: en manos de unos sirve para labrar un santo de palo, y en las de otros, para destripar al prójimo. He aquí algunos ejemplos:
La Gazette de France publica el 2 de octubre de 1801 la noticia del suicidio de un portero, que tuvo cuidado de descalzarse antes para ahorrarles esta pena a sus hijos: la censura lo castiga. La Vedette de Rouen, el 13 de febrero de 1802, se burla de que el presidente del Instituto haya plagiado el libro XXI del Telémaco, para dirigir un elogio oficial al Primer Cónsul: suprimida. La République démocrate d'Auch, suprimida por advertir que aumenta el precio de los cereales. El Journal des Débats, suspendido por insertar el Breve del Papa a los obispos emigrados. Y otros periódicos eran condenados a presentar una planta de redactores de patriotismo y moralidad reconocidos.
En su periódico, el Moniteur, Bonaparte mismo escribía, y sostuvo una agria y larga polémica contra el Gobierno y la prensa de Inglaterra. Thiers declara que sus artículos son obra maestra de elocuencia y de estilo. El redactor jefe, Sauvo, cuando el Primer Cónsul no le manda cuartillas, sale del paso con un inacabable “elogio de la vacuna” por el ciudadano Goerz, y cosas así. He aquí un mentís elocuente que aparece en uno de los números y que fue sin duda redactado por Napoleón: "L’Ami des lois dice que el Primer Cónsul Bonaparte está preparando una fiesta que costará doscientos mil francos. Es mentira: el Primer Cónsul Bonaparte sabe de sobra que doscientos mil francos representan el sueldo de una brigada durante seis meses." Otra vez: "Es falso que madame Bonaparte se haya pedido un coche a Londres"; o bien: "No es cierto que la ciudadana Bonaparte vaya a distribuir el domingo próximo el pan bendito; pero eso sólo probaría la piedad de esta ciudadana, tan libre como cualquiera de hacer lo que en esta materia le convenga, sin que a nadie le importe." Más tarde, en los días del Imperio, estando en España Napoleón, a Josefina se le enredó la lengua y dijo a Fontanes, presidente del Cuerpo Legislativo, que agradecía mucho ciertas manifestaciones de parte de un Cuerpo "que representaba a la nación." Aunque el Moniteur publicó estas indiscretas palabras, tuvo que rectificarlas poco después: "Su Majestad la Emperatriz no ha dicho eso: conoce bien la Constitución; sabe bien que el primer representante de la nación es el Emperador... Después del Emperador viene el Senado; después el Consejo de Estado, y después el Cuerpo legislativo; después todavía los Tribunales y funcionarios públicos, según el orden de sus atribuciones." ¡Pedantescas rectificaciones domésticas !
Ya en esta época, Napoleón escribía poco en el Moniteur, pero corregía las pruebas, y ponía en aprietos al redactor-jefe, suprimiéndole montones de noticias anodinas y cambiando el giro de las frases inconvenientes. Donde decía: "En vista del embarazo de la Emperatriz," rectificaba: "En vista del estado de la Emperatriz."
Con todo, si queréis ver al gran periodista, recordad que, cuando la campaña de Francia, en febrero de 1814, inventaba todo un sistema moderno de investigación, al aconsejar a Savary que, en vez de las habituales necedades de los periódicos, enviaran agentes a recorrer toda la zona reconquistada, para averiguar los crímenes del enemigo. Para eso —añadía— no hace falta ni tener literatura. Napoleón, concluye Beaunier, suprimió una Prensa mala, y, cuando quiso suscitar otra buena, no encontró buenos servidores. ¿Era orgullo? ¿Era impaciencia? Prefería suprimir al mal servidor, antes que educarlo. Siempre consideró el periodismo con interés; nunca se encontró con los periodistas que había soñado. Sus consejos eran preciosos: no encontraba quien sacara el fruto de ellos. Tuvo que ensayarse directamente en el periodismo; pero él tenía muchas graves cosas que hacer. ¡Oh, qué periodista perdió el mundo!
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