Anoche, en el teatro de la Porte Saint-Martin, y bajo la presidencia de Anatole France, dio Jean Jaurès su anunciada conferencia sobre «el arte». Para los que no están a cabo de la evolución de las ideas en París, podrá parecer inaudito que el actor Coquelin prestase su teatro y su concurso, y el Académico France presidiese y prologase una conferencia en la que el jefe del partido socialista haría una propaganda netamente revolucionaria. Son cosas que nos asombran desde lejos, pero que, vistas de cerca, nos parecen completamente lógicas. Dos personas pueden estar en desacuerdo, sin volverse la espalda. Madame Séverine, Gabriel Séailles, Paul Hervieux y Gabriel Trarieux, que están muy lejos de ser colectivistas, rodeaban al conferenciante en el escenario. Y cuando el público entonó la Carmagnole, nadie blandió una protesta, ni reclamó los gendarmes. Henri Bauer, Lucien Descaves, Mirbeau, Donnay y Charpentier, el autor de esa Louise que está haciendo correr todo París a la Opera Cómica, estaban también sobre la escena; pero no es de extrañar en ellos, porque son habitués de toda reunión popular. El discurso de Anatole France terminó con este párrafo: «La sociedad futura nos promete un poco más de justicia y de felicidad. Trabajad en ella y por ella. De una sociedad más equitable y más feliz que la nuestra, saldrá quizá un arte más amable y más hermoso; artistas, artesanos, uníos, asociaos; estudiad, meditad juntos. Comunicaos vuestras ideas y vuestras experiencias. Sed todos mil y mil pensamientos manuales y mil y mil manos pensantes, y trabajad en la paz y la armonía». Es, con poca diferencia, lo mismo que el Presidente de la República ha dicho hoy en la ceremonia inaugural de la Exposición : «Estoy convencido de que, gracias a la afirmación perseverante de ciertos pensamientos generosos que han resonado en este siglo, el siglo XX verá resplandecer un poco más dé fraternidad sobre menos miserias de todo orden, y que bien pronto quizá habremos franqueado una etapa importante en la lenta evolución del trabajo hacia la felicidad y del hombre hacia la humanidad». De manera que esas ideas están en el ambiente, y todos encontraron muy natural que Jaurès hablara de organizar una sociedad menos imperfecta. Pero lo que tiene interés para nosotros, es la influencia que las ideas reformadoras han ejercido, según Jaurès, sobre el arte y la que ejercerán en el futuro. Todos los que analizan y se defienden de la tradición que nos hace ser continuadores de otras vidas, están de acuerdo en dirigir su actividad hacia la realización de una existencia más ancha y más purgada de errores, en un mundo más abierto y menos erizado de egoísmos. Es una aspiración generosa que se ha manifestado en todos los tiempos, y que reaparece ahora modernizada por la ciencia. Pero en las grandes ciudades de hoy han llegado las gentes a un grado tal de confusión en las ideas, se han desmoronado de tal suerte los muros que detenían a la razón en su empuje de curiosidad, se encuentran todos tan aislados en medio de la vida, que las multitudes corren de un lado á otro, reclamando un nuevo ideal, una nueva creencia o una nueva mentira, para poder seguir viviendo. Los prejuicios que antes las acorralaban en su ignorancia, han sido barridos por las revoluciones pacificas. Las almas han quedado aisladas en medio de un campo muy vasto. Cuando se dedicaban á derribar supersticiones, tenían un fin. Ahora no tienen ninguno. Por eso piden otras supersticiones. De ahí que en el escenario parisiense surjan Maurice Barrès reclamando una «conciencia nacional» (vale decir un lazo de complicidad que ayude a subir la cuesta), el doctor Papus desenterrando los misterios de la Magia, o Mademoiselle Guesdon refiriendo en malos versos los comentarios del arcángel Gabriel sobre la enfermedad de Rostand. La juventud literaria se encuentra así, como las multitudes: sentada sobre las ruinas de todas las verdades rotas, á la espera de una nueva verdad.
Jaurès ha avanzado anoche hacia ella y le ha ofrecido casi la esperanza de un ideal. Según él, Wagner, Víctor Hugo y Puvis de Chavannes han encontrado en las doctrinas colectivistas la verdadera visión de sus grandes obras. Sin Babeuf, Fourier y Marx no habrían nacido ni Lohengrin, ni La leyenda de los siglos, ni los frescos del Panteón. La característica de Wagner está, según Jaurès, en «haber agrupado alrededor de una vida individual, toda la orquestación y todos los matices». La de Puvis de Chavannes, en «exteriorizar la serenidad de la humanidad reconciliada consigo misma». Esa universalidad de concepción de los grandes genios se basa sobre el socialismo. Jaurès estudia la sociedad actual, y encuentra que es tan superficial y tan caótica, que es imposible que florezca en ella un arte de armonía y de unidad. Los hombres están demasiado divididos, y hay «humanidades que se destrozan». Para alcanzar la belleza, es necesario dominar la vida. Las nuevas doctrinas son las únicas que, en opinión de Jaurès, podrán llamar á la belleza a todos los seres humanos. « Artistas, dijo en un buen movimiento oratorio, no tengáis miedo de nosotros. Daremos a la vida otros rumbos. La humanidad entera contemplará la naturaleza y crearemos el arte humano. Mientras haya antagonismos, no habremos domado la fuerza. Venid con nosotros, llamaremos ante vuestras obras a toda la humanidad». Luego habló de Anatole France, que en L’orme du Mail y el Mannequin d’osier ha hecho obra socialista, porque con la delicadeza de su frase «supo descubrir las raíces de la mentira, y detener en ellas la savia». En cuanto a Emile Zola, también es un rebelde que «parecía un río lento y calmoso, y que de pronto chocó contra una iniquidad y se alzó en magníficos espumarajos de cólera».
La palabra de Jaurès ha resonado muy oportunamente, en estos momentos en que la juventud literaria de todos los países está desorientada e indecisa, ante el comienzo de un siglo que es el prólogo brumoso de algo insospechable. Solicitada a la vez por el absolutismo y la anarquía, vacila entre dos radicalismos extremos, que la atraen, aquí con la quimera de una restauración monárquica, y allá con los peligros de la fiebre demoledora. Las dos tendencias están representadas en Francia. La primera por Charles Maurras que, desde las columnas del Soleil, está explicando desde hace un año las bellezas del trono. La segunda por Pierre Quillard, que en la Revue Blanche y en sus discursos no cesa de hablar de la libertad absoluta y de «los caminos rojos por donde iremos». Los equilibrados que están bien a caballo sobre su razón, encuentran que los dos extremos son engañosos. No es porque cedan a un sentimiento de cobardía, que les empuja a guardar la neutralidad hasta que los acontecimientos se decidan en un sentido o en otro; sino porque entienden que el grito estentóreo es casi siempre falso y antiartístico. Y en esa incertidumbre, en esa espera de una verdad sólida que pueda servir de base para sus vidas futuras, aguardan grandes caravanas de soñadores a la puerta de la filosofía.
Jaurès posee el arte extraño de percibir las cosas que escapan a los demás. Ha adivinado la inquietud de los espíritus y la ha calmado, para apoderarse de ellos y encaminarlos hacia lo que él cree justo. De más está decir que la conferencia ha tenido un éxito enorme. Todos los artistas que había en la sala firmaron la siguiente declaración: «Los artistas, escritores, pintores, escultores, músicos, libertándose del arte estéril y frívolo, quieren inspirarse desde ahora en la epopeya luminosa y confusa que empuja a los hombres hacia una suerte mejor, y prometen esforzarse en sus obras por acelerar el advenimiento de la vida libre y armoniosa de la sociedad comunista, en la que el arte se esparcerá sobre el mundo como un goce puro».
Y a la salida, cuando se apagaron las luces, Jaurès se alejó, simplemente, a pie, entre un grupo de compañeros, mal abotonado en su abrigo de campesino, con su cara tosca, sus modales burdos, y en los ojos, sólo en los ojos, la denuncia de que era el primer orador de Francia.
MANUEL UGARTE (Crónicas del bulevar, 1902)