lunes, 5 de junio de 2023

Charles Baudelaire: Carta a la madre, 6 de mayo de 1861

 XXXVI

6 de mayo de 1861

Querida madre, si realmente posees instinto maternal y todavía no estás harta, ven a París, ven a verme, e incluso a buscarme. Yo, por mil razones terribles, no puedo ir a Hon­fleur a buscar lo que tanto querría, un poco de fuerza de ánimo y de mimos. A fines de marzo te escribí: ¿Volveremos a vernos alguna vez? Estaba atravesando una de esas crisis en las que se ve la terrible verdad. No sé lo que daría por pasar unos días junto a ti, junto a ti que eres el único ser del que pende mi vida, ocho días, tres días, algunas horas.

Tú no lees mis cartas con bastante atención, crees que miento, o por lo menos que exagero cuando hablo de mis desesperaciones, de mi salud, de mi horror por la vida. Te digo que querría verte y que no puedo ir corriendo a Honfleur. Tus cartas contienen muchos errores e ideas fal­sas que la conversación podría rectificar y que montones de páginas escritas no serían capaces de destruir.

Cada vez que tomo la pluma para exponerte mi situación, tengo miedo; tengo miedo de matarte, de destruir tu débil cuerpo. Y yo, sin que lo sospeches, estoy constantemente al borde del suicidio. Creo que me quieres apasionadamente; ¡tienes un entendimiento ciego, pero tanta grandeza de ca­rácter! Yo te quise apasionadamente en mi infancia; más tarde, bajo la presión de tus injusticias, te falté el respeto, como si una injusticia materna pudiese autorizar una falta de respeto filial; a menudo me arrepentí de ello, aunque, según mi costumbre, no dije nada. Ya no soy aquel niño ingrato y violento. Largas meditaciones sobre mi destino y tu carácter me han ayudado a comprender todas mis faltas y toda tu generosidad. Pero, en suma, el mal está hecho, he­cho por tus imprudencias y por mis faltas. Estamos eviden­temente destinados a querernos, a vivir el uno para el otro, a terminar nuestra vida lo más decente y tranquilamente que resulte posible. Y sin embargo, en las circunstancias terri­bles en que me encuentro, estoy convencido de que uno de los dos matará al otro, y de que, finalmente, nos mataremos recíprocamente. Después de mi muerte ya no vivirás más, eso está claro. Soy lo único que te hace vivir. Después de tu muerte, sobre todo si te murieses por una conmoción cau­sada por mí, yo me mataría, eso es indudable. Tu muerte, de la que a menudo hablas con demasiada resignación, no arre­glaría en nada mi situación; la tutela judicial se mantendría (¿por qué no habría de ser así?), no se pagaría nada, y yo tendría, para aumentar mis sufrimientos, la horrible sensa­ción de quedar absolutamente aislado. Que yo me mate es algo absurdo, ¿no es verdad? “Vas a dejar sola, pues, a tu vieja madre”, dirás tú. La verdad es que, si bien no tengo ri­gurosamente derecho a hacerlo, creo que los muchos sufri­mientos que padezco desde hace casi treinta años bastarían para disculparme. “¿Y Dios?”, dirás tú. Deseo de todo corazón (¡sólo yo puedo saber con cuánta sinceridad!) creer que un ser externo e invisible se interesa en mi destino; pero, ¿cómo hacer para creerlo?

(La idea de Dios me hace pensar en ese maldito cura. En medio de las dolorosas sensaciones que va a causarte mi carta, no quiero que lo consultes. Ese cura es mi enemigo, por pura estupidez quizás).

Para volver al suicidio, una idea que no es fija sino que vuelve en épocas periódicas, hay algo que tiene que tran­quilizarte. No puedo matarme sin haber puesto mis cosas en orden. Todos mis papeles están en Honfleur, en una gran confusión. Habría que hacer, pues, un gran trabajo en Hon­fleur, y, una vez allí, no podría separarme más de ti. Ya que debes suponer que yo no querría mancillar tu casa con una acción detestable. Por lo demás, te volverías loca. ¿Por qué el suicidio? ¿Es por culpa de las deudas? Sí, y, sin embargo, a las deudas se las puede dominar. Es, sobre todo, por culpa de un cansancio espantoso que resulta de una situación imposible demasiado prolongada. Cada minuto me demues­tra que ya no le encuentro gusto a la vida. Cometiste una gran imprudencia en mi juventud. Tu imprudencia y mis viejas faltas pesan sobre mí y me envuelven. Mi situación es atroz. Hay gente que me saluda, hay gente que me hace la corte, hay alguno quizás que me envidia. Mi situación literaria es más que buena. Puedo hacer lo que quiera. Todo se imprimirá. Como tengo un tipo de mentalidad impopular, ganaré poco dinero, pero dejaré una gran celebridad, lo sé —siempre que tenga coraje para vivir. Pero mi salud espi­ritual, detestable; —tal vez perdida. Todavía tengo proyec­tos: mi corazón al desnudo, novelas, dos dramas, uno de ellos para el Teatro Francés, ¿haré alguna vez todo eso? Ya no lo creo. Mi situación en lo que concierne a la honra, es­pantosa —ése es el gran mal. Nunca un descanso. Insultos, ultrajes, vejaciones que no te puedes imaginar, y que corrompen la imaginación, la paralizan. Gano un poco de dinero, es cierto; si no tuviera deudas, y si ya no tuviera fortuna, SERÍA RICO, medita bien esta frase. Podría darte dinero, podría ejercer sin riesgo mi caridad con Jeanne. Más abajo volveremos a hablar de ella. Tú eres la que has provocado estas explicaciones. —Todo ese dinero se escurre en una existencia gastadora y malsana (ya que vivo muy mal) y en el pago o más bien la amortización insuficiente de viejas deudas, en gastos de trámites judiciales, papel sellado, etc.

Más abajo me ocuparé de las cosas positivas, es decir, actuales. Ya que, en verdad, necesito que alguien me salve, y sólo tú puedes salvarme. Hoy quiero decirlo todo. Estoy solo, sin amigos, sin amante, sin perro y sin gato, ¿a quién me le puedo quejar? Sólo tengo el retrato de mi padre, que siempre está mudo[1].

Me encuentro en aquel estado horrible por el que pasé en el otoño de 1844. Una resignación peor que el furor[2].

Pero mi salud física, que necesito por ti, por mí, por mis deberes, ¡otro problema más! Tengo que hablarte de esto, aunque le prestes muy poca atención. No quiero hablar de esas dolencias nerviosas que me destruyen día a día y que anulan el ánimo, vómitos, insomnios, pesadillas, decaimien­tos. Demasiado a menudo te he hablado de eso. Pero es in­necesario tener pudor contigo. Sabes que, siendo muy joven, tuve una afección sifilítica que más tarde creí totalmente curada. En Dijon, después de 1848, volvió a hacer explosión. Nuevamente fue paliada. Ahora vuelve y toma una forma nueva, manchas en la piel y una flojera extraordinaria en todas las articulaciones. Puedes creerme; sé de lo que hablo. Quizás, en medio de la tristeza en que estoy sumido, mi terror exagera el mal. Pero necesito seguir un régimen severo, y no es con la vida que llevo como podré someterme a él.

Dejo todo esto de lado y quiero volver a mis evocaciones; antes de abordar el proyecto que quiero comunicarte, es algo que me produce un verdadero placer. ¡Quién sabe si una vez más podré revelarte toda mi alma, que tú nunca has apreciado ni conocido! Escribo esto sin vacilar, hasta tal punto sé que es cierto.

Hubo en mi infancia una época de amor apasionado por ti; escucha y lee sin miedo. Nunca antes te dije tanto de esto. Me acuerdo de un paseo en coche; salías de un sanatorio en el que habías estado internada, y me mostraste, para probarme que habías pensado en tu hijo, unos dibujos a pluma que habías hecho para mí. ¿Ves la memoria tre­menda que tengo? Más tarde, la plaza Saint-André-des-Arts y Neuilly[3]. ¡Largos paseos, continuo cariño! Recuerdo los muelles, que eran tan tristes de noche. ¡Ah, fue para mí la buena época del cariño maternal! Te pido perdón por llamar buena época la que sin duda fue mala para ti. Pero yo vivía siempre en ti; tú eras únicamente mía. Eras, al mismo tiempo, un ídolo y una compañera. Quizás te extrañe que pueda hablar con pasión de una época tan distante. A mí mismo me extraña. Quizás sea porque una vez más he vuel­to a concebir el deseo de la muerte por lo que las cosas pasa­das se dibujan con tanta nitidez en mi mente.

Ya sabes, más tarde, qué atroz educación quiso darme tu marido; tengo 40 años y no pienso en los distintos colegios sin dolor, así como tampoco en el temor que me inspiraba mi padrastro. Lo quise, sin embargo, y, por otra parte, soy lo bastante sensato actualmente como para hacerle justicia. Pero en fin, fue obstinadamente torpe. Quiero pasar rápida­mente por sobre esto, porque veo lágrimas en tus ojos.

Al final me escapé, y desde entonces quedé completa­mente abandonado. Me aficioné únicamente al placer, a una excitación perpetua; los viajes, los muebles hermosos, los cuadros, las mujeres, etc. Hoy pago cruelmente todo aque­llo. En cuanto a la tutela judicial, sólo tengo una cosa que decir: hoy conozco el inmenso valor del dinero, y compren­do lo serio que es todo lo que atañe al dinero; puedo ima­ginar que creyeses que eras hábil, que actuabas por mi bien; pero hay una pregunta, sin embargo, una pregunta que siempre me ha obsesionado: cómo puede ser que no se te haya ocurrido esta idea: “Es posible que mi hijo nunca lle­gue a saber, tanto como yo lo sé, de qué modo conducirse en la vida; pero también podría ser posible que llegase a ser un hombre notable en otros aspectos. En tal caso, ¿qué haré yo? ¿Lo condenaré a llevar una vida doble, contradictoria, una vida respetada por un lado, odiosa y despreciada por el otro? ¿Lo condenaré a cargar hasta la vejez con un estigma deplorable; un estigma que daña, un motivo de impotencia y de tristeza?”. Es evidente que si esa tutela judicial no hubiera existido, me lo habría gastado todo. Hubiese tenido que empeñarme en tomarle gusto al trabajo. La tutela judi­cial existió, me lo gasté todo y soy viejo e infeliz[4].

¿Es posible rejuvenecer? Ésa es toda la cuestión.

Toda esta vuelta al pasado no tenía más finalidad que la de mostrar que puedo esgrimir algunas disculpas, si no una justificación completa. Si sientes que hay reproches en lo que escribo, quiero que sepas al menos que esto no altera en nada mi admiración por tu gran corazón, mi agradecimiento por tu afecto y tu entrega. Siempre te has sacrificado. Sólo tienes el instinto del sacrificio. Menos razón que caridad. Yo te pido más. Te pido a la vez consejo, apoyo, entendimiento completo entre tú y yo, para sacarme del paso. Te lo suplico, ven, ven, me he quedado sin fuerza nerviosa, sin ánimo, sin esperanzas. Veo una continuidad de horror. Veo mi vida li­teraria obstaculizada para siempre. Veo una catástrofe. Bien puedes, por ocho días, pedirles hospitalidad a algunos ami­gos, a Ancelle, por ejemplo. No sé lo que daría por verte, por besarte. Presiento una catástrofe y no puedo ir ahora a tu casa. París es malo para mí. Ya dos veces he cometido una imprudencia grave, que tú calificarías con más severidad; acabaré perdiendo la cabeza.

Te pido tu felicidad, y te pido la tuya[5], en la medida en que aún podamos conocer eso.

Me has permitido que te confíe un proyecto, es éste: pido una medida parcial. Enajenación de una fuerte suma limi­tada a 10.000, por ejemplo, 2.000 para sacarme del paso de inmediato; 2.000 entre tus manos para hacer frente a nece­sidades imprevistas o previstas, necesidades de vida, de ropa, etc., por un año (Jeanne irá a una casa donde se pa­gará lo estrictamente necesario). Por lo demás, te hablaré de ella más abajo. También eres tú quien me induces a hacerlo. Finalmente, 6.000 en manos de Ancelle o de Marin, los que se gastarán lentamente, sucesivamente, prudentemente, de modo de pagar quizás más de 10.000 y evitar todo trastorno y todo escándalo en Honfleur.

Esto dará un año de tranquilidad. Yo sería un tonto muy grande y un bribón muy grande si no lo aprovechase para rejuvenecer. Todo el dinero ganado durante ese tiempo (10.000, tal vez sólo 5.000) irá a parar a tus manos. No te ocultaré ninguno de mis tratos, ninguna de mis ganancias. En vez de llenar el hueco, ese dinero también se destinará a las deudas. —Y así sucesivamente, en los años siguientes. Así podré tal vez, gracias al rejuvenecimiento del que serás testigo, pagarlo todo, sin que mi capital disminuya en más de 10.000, sin contar, es cierto, los 4.600 de los años an­teriores. Y la casa se salvará[6]. Ya que ésta es una de las cuestiones que tengo siempre presentes.

Si adoptases este proyecto de sosiego, quisiera tener completada mi mudanza para fin de mes, quizás de in­mediato. Te autorizo a que vengas a buscarme. Sin duda comprendes que hay un montón de detalles que una carta no contiene. Quisiera, en una palabra, que toda suma sólo se pagase después de tu consentimiento, después de un ma­duro debate entre tú y yo, en una palabra, que te convir­tieses en mi verdadera tutela judicial. ¿Es posible que uno esté obligado a asociar una idea tan horrible a la idea tan dulce de madre?

En tal caso, por desgracia, hay que despedirse de las pequeñas sumas, de las pequeñas ganancias, 100, 200, por acá y por allá, que conlleva el curso normal de la vida pari­sina. Tendría que ocuparme, entonces, de grandes especu­laciones y grandes libros, cuyo pago se haría esperar más tiempo. —Consúltalo sólo contigo misma, con tu conciencia y con Dios, ya que tienes la dicha de creer. Sé mesurada al comunicarle tus pensamientos a Ancelle. Es bueno, pero de mente estrecha. No puede creer que un mal tipo testarudo al que tuvo que sermonear sea un hombre importante. Me dejará reventar por tozudez. En vez de pensar tan sólo en el dinero, piensa un poco en la gloria, en la tranquilidad, y en mi vida.

En tal caso, digo, yo no pasaría allá períodos de 15 días o de un mes o de dos meses. Me quedaría de manera perpe­tua, salvo en caso de que viniéramos juntos a París.

La corrección de las galeradas puede hacerse por correo.

Otra falsa idea tuya que hay que rectificar, y que vuelve sin cesar en lo que escribes. Jamás me aburro en soledad, jamás me aburro junto a ti. Lo único que sé es que sufriré debido a tus amigos. Lo acepto.

Algunas veces se me ha ocurrido la idea de convocar un consejo de familia o de presentarme ante un tribunal. ¿Eres bien consciente de que tendría buenas cosas que decir, aunque no fuese más que esto: He producido ocho volúme­nes en condiciones horribles. Puedo ganarme la vida. Las deudas de mi juventud me matan?

No lo he hecho por respeto hacia ti, por consideración a tu horrible sensibilidad. Dígnate agradecérmelo. Te lo re­pito, me he impuesto a mí mismo recurrir sólo a ti.

A partir del año que viene, le dedicaré a Jeanne la renta del capital restante. Se irá a vivir a alguna parte, para no quedar en una soledad absoluta. Esto es lo que le ocurrió: su hermano la metió en el hospital, para librarse de ella, y cuando ella salió descubrió que él le había vendido una par­te de los muebles y de la ropa. Estos últimos 4 meses, desde mi huida de Neuilly, le he dado 7 francos.

—Te lo ruego, tranquilidad, dame tranquilidad, trabajo, y un poco de cariño.

Es evidente que, entre mis actuales asuntos, hay cosas horriblemente urgentes; así es como he vuelto a cometer, en estos inevitables tejemanejes bancarios, la falta de usar indebidamente, para mis deudas personales, varios cientos de francos que no me pertenecían[7]. Me vi absolutamente obligado a hacerlo. De más está decir que creía que podría reparar el daño enseguida. Una persona, en Londres, me niega 400 francos que me debe[8]. Otra, que tenía que en­tregarme 300 francos, está de viaje[9]. Siempre lo impre­visto. —Hoy tuve el tremendo coraje de escribirle a la persona en cuestión la confesión de mi falta. ¿Qué escena tendrá lugar? No lo sé. Pero quise aliviar mi conciencia. Espero que, por consideración a mi nombre y mi talento, no haya ningún escándalo y tengan a bien esperar.

Adiós. Estoy extenuado. Para dar detalles de mi salud, hace casi tres días que no duermo ni como; tengo una pelota en la garganta. —Y hay que trabajar.

No, no te digo adiós, ya que espero volver a verte.

¡Ah!, léeme con mucha atención, trata de comprender bien.

Sé que esta carta te afectará dolorosamente, pero sin duda encontrarás en ella acentos de dulzura, de cariño, e incluso también de esperanza, que muy pocas veces has oído.

Y te quiero.

CHARLES BAUDELAIRE

Querida mamá. Cartas a la madre 1834-1866

Traducción de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán

Edición integral de Ediciones De La Mirándola, Buenos Aires, 2015-2019


À MADAME AUPICK

6 mai 1861

Ma chère mère, si tu possèdes vraiment le génie maternel et si tu n'es pas encore lasse, viens à Paris, viens me voir, et même me chercher. Moi, pour mille raisons terribles, je ne puis aller à Honfleur chercher ce que je voudrais tant, un peu de courage et de caresses. A la fin de mars je t'écrivais : Nous reverrons-nous jamais ? J'étais dans une de ces crises où on voit la terrible vérité. Je donnerais je ne sais quoi pour passer quelques jours auprès de toi, toi, le seul être à qui ma vie est suspendue, huit jours, trois jours, quelques heures.

Tu ne lis pas assez attentivement mes lettres, tu crois que je mens, ou au moins que j'exagère quand je parle de mes désespoirs, de ma santé, de mon horreur de la vie. Je te dis que je voudrais te voir, et que je ne puis pas courir à Honfleur. Tes lettres contiennent de nombreuses erreurs et des idées fausses que la conversation pourrait rectifier et que des volumes d'écriture ne suffiraient pas à détruire.

Toutes les fois que je prends la plume pour t'exposer ma situation, j'ai peur; j'ai peur de te tuer, de détruire ton faible corps. Et moi, je suis sans cesse, sans que tu t'en doutes, au bord du suicide. Je crois que tu m'aimes passionnément; avec un esprit aveugle, tu as le caractère si grand ! Moi, je t'ai aimée passionnément dans mon enfance; plus tard, sous la pression de tes injustices, je t'ai manqué de respect, comme si une injustice maternelle pouvait autoriser un manque de respect filial; je m'en suis repenti souvent, quoique, selon mon habitude, je n'en aie rien dit. Je ne suis plus l'enfant ingrat et violent. De longues méditations sur ma destinée et sur ton caractère m'ont aidé à comprendre toutes mes fautes et toute ta générosité. Mais, en somme le mal est fait, fait par tes imprudences et par mes fautes. Nous sommes évidemment destinés à nous aimer, à vivre l'un pour l'autre, à finir notre vie le plus honnêtement et le plus doucement qu'il sera possible. Et cependant, dans les circonstances terribles où je suis placé, je suis convaincu que l'un de nous deux tuera l'autre, et que finalement nous nous tuerons réciproquement. Après ma mort, tu ne vivras plus, c'est clair. Je suis le seul objet qui te fasse vivre. Après ta mort, surtout si tu mourais par une secousse causée par moi, je me tuerais, cela est indubitable. Ta mort, dont tu parles souvent avec trop de résignation, ne corrigerait rien dans ma situation; le conseil judiciaire serait maintenu (pourquoi ne le serait-il pas?) rien ne serait payé, et j'aurais par surcroît de douleurs, l'horrible sensation d'un isolement absolu. Moi, me tuer, c'est absurde, n'est-ce pas? «Tu vas donc laisser ta vieille mère toute seule», diras-tu. Ma foi! si je n'en ai pas strictement le droit, je crois que la quantité de douleurs que je subis depuis près de trente ans me rendrait excusable. «Et Dieu !» diras-tu. Je désire de tout mon coeur (avec quelle sincérité, personne ne peut le savoir que moi !) croire qu'un être extérieur et invisible s'intéresse à ma destinée; mais comment faire pour le croire?

(L'idée de Dieu me fait penser à ce maudit curé). Dans les douloureuses sensations que ma lettre va te causer, je ne veux pas que tu le consultes. Ce curé est mon ennemi, par pure bêtise peut-être.)

Pour en revenir au suicide, une idée non pas fixe, mais qui revient à des époques périodiques, il y a une chose qui doit te rassurer. Je ne puis pas me tuer sans avoir mis mes affaires en ordre. Tous mes papiers sont à Honfleur, dans une grande confusion. II faudrait donc, à Honfleur, faire un grand travail, et une fois là-bas, je ne pourrais plus m'arracher d'auprès de toi. Car tu dois supposer que je ne voudrais pas souiller ta maison d'une detestable action. D'ailleurs tu deviendrais folle. Pourquoi le suicide? Est-ce à cause des dettes? Oui, et cependant les dettes peuvent être dominées. C'est surtout à cause d'une fatigue épouvantable qui résulte d'une situation impossible trop prolongée. Chaque minute me démontre que je n'ai plus de goût à la vie. Une grande imprudence a été commise par toi dans ma jeunesse. Ton imprudence et mes fautes anciennes pèsent sur moi et m'enveloppent. Ma situation est atroce. Il y a des gens qui me saluent, il y a des gens qui me font la cour, il y en a peut-être qui m'envient. Ma situation littéraire est plus que bonne. Je puis faire ce que je voudrai. Tout sera imprimé. Comme j'ai un genre d'esprit impopulaire, je gagnerai peu d'argent, mais je laisserai une grande célébrité, je le sais, — pourvu que j'aie le courage de vivre. Mais ma santé spirituelle, détestable; — perdue peut-être. J'ai encore des projets : mon coeur mis à nu, des romans, deux drames, dont un pour le Théâtre-Français, tout cela serat-il jamais fait? Je ne le crois plus. Ma situation relative à l'honorabilité, épouvantable, — c'est là le grand mal. Jamais de repos. Des insultes, des outrages, des avanies dont tu ne peux pas avoir l'idée, et qui corrompent l'imagination, la paralysent. Je gagne un peu d'argent, c'est vrai; si je n'avais pas de dettes, et si je n'avais plus de fortune, JE SERAIS RICHE, médite bien cette parole. Je pourrais te donner de l'argent, je pourrais sans danger exercer ma charité envers Jeanne. Nous reparlerons d'elle tout à l'heure. C'est toi qui as provoqué ces explications. — Tout cet argent fuit dans une existence dépensière et malsaine (car je vis très mal) et dans le paiement ou plutôt l'amortissement insuffisant de vieilles dettes, dans des frais d'huissiers, de papier timbré, etc. Tout à l'heure, j'en viendrai aux choses positives, c'est-à-dire actuelles. Car en vérité, j'ai besoin d'être sauvé, et toi seule tu peux me sauver. Je veux tout dire aujourd'hui. Je suis seul, sans amis, sans maîtresse, sans chien et sans chat, à qui me plaindre? Je n'ai que le portrait de mon père, qui est toujours muet.

Je suis dans cet état horrible que j'ai éprouvé dans l'automne de 1844. Une résignation pire que la fureur. Mais ma santé physique, dont j'ai besoin pour toi, pour moi, pour mes devoirs, voilà encore une question! II faut que je t'en parle, bien que tu y fasses bien peu attention. Je ne veux pas parler de ces affections nerveuses qui me détruisent jour à jour, et qui annulent le courage, vomissements, insomnies, cauchemars, défaillances. Je t'en ai trop souvent parlé. Mais il est inutile d'avoir de la pudeur avec toi. Tu sais qu'étant très jeune j'ai eu une affection vérolique, que plus tard j'ai crue totalement guérie. A Dijon, après 1848, elle a fait une nouvelle explosion. Elle a été de nouveau palliée. Maintenant elle revient et elle prend une nouvelle forme, des taches sur la peau, et une lassitude extraordinaire dans toutes les articulations. Tu peux me croire; je m'y connais. Peut-être, dans la tristesse où je suis plongé, ma terreur grossit-elle le mal. Mais il me faut un régime sévère, et ce n'est pas dans la vie que je mène que je pourrai m'y livrer.

Je laisse tout cela de côté, et je veux reprendre mes rêveries; avant d'en venir au projet que je veux t'ouvrir, j'y prends un vrai plaisir. Qui sait si je pourrai une fois encore t'ouvrir toute mon âme, que tu n'as jamais appréciée ni connue! J'écris cela sans hésitation, tant je sais que c'est vrai.

Il y a eu dans mon enfance une époque d'amour passionné pour toi; écoute et lis sans peur. Je ne t'en ai jamais tant dit. Je me souviens d'une promenade en fiacre; tu sortais d'une maison de santé où tu avais été reléguée, et tu me montras, pour me prouver que tu avais pensé à ton fils, des dessins à la plume que tu avais faits pour moi. Crois-tu que j'aie une mémoire terrible? Plus tard, la place Saint André des Arts et NeuilIy. De longues promenades, des tendresses perpétuelles. Je me souviens des quais, qui étaient si tristes le soir. Ah! ç'a été pour moi le bon temps des tendresses maternelles. Je te demande pardon d'appeler bon temps celui qui a été sans doute mauvais pour toi. Mais j'étais toujours vivant en toi; tu étais uniquement à moi. Tu étais à la fois une idole et un camarade. Tu seras peut-être étonnée que je puisse parler avec passion d'un temps si reculé. Moi même j'en suis étonné. C'est peut-être parce que j'ai conçu, une fois encore, le désir de la mort,  que les choses anciennes se peignent si vivement dans mon esprit.

Plus tard tu sais quelle atroce éducation ton mari a voulu me faire; j'ai 40 ans et je ne pense pas aux collèges sans douleur, non plus qu'à la crainte que mon beau-père m'inspirait. Je l'ai cependant aimé, et d'ailleurs j'ai aujourd'hui assez de sagesse pour lui rendre justice. Mais enfin il fut opiniâtrement maladroit. Je veux glisser rapidement, parce que je vois des larmes dans tes yeux.

Enfin je me suis sauvé, et j'ai été dès lors tout à fait abandonné. Je me suis épris uniquement du plaisir, d'une excitation perpétuelle; les voyages, les beaux meubles, les tableaux, les filles, etc. J'en porte cruellement la peine aujourd'hui. Quant au conseil judiciaire, je n'ai qu'un mot à dire : je sais aujourd'hui l'immense valeur de l'argent, et je comprends la gravité de toutes les choses qui ont trait à l'argent; je conçois que tu aies pu croire que tu étais habile, que tu travaillais pour mon bien; mais une question pourtant, une question qui m'a toujours obsédé : comment se fait-il que cette idée ne se soit pas présentée à ton esprit : « II est posible que mon fils n'ait jamais, au même degré que moi, l'esprit de conduite; mais il serait posible aussi qu'il devînt un homme remarquable à d'autres égards. Dans ce cas-là, que ferai-je? Le condamnerai-je à une double existence, contradictoire, une existence honorée, d'un côté, odieuse et méprisée de l'autre? Le condamnerai-je à traîner jusqu'à sa vieillesse une marque déplorable; une marque qui nuit, une raison d'impuissance et de tristesse?» Il est évident que si ce conseil judiciaire n'avait pas eu lieu, tout eût été mangé. Il eût bien fallu conquérir le goût du travail. Le conseil judiciaire a eu lieu, tout est mangé et je suis vieux et malheureux.

Le rajeunissement est-il possible? Toute la question est là.

Tout ce retour vers le passé n'avait pas d'autre but que de montrer que j'ai quelques excuses à faire valoir, sinon une justification complète. Si tu sens des reproches dans ce que j'écris, sache bien au moins que cela n'altère en rien mon admiration pour ton grand coeur, ma reconnaissance pour ton dévouement. Tu t'es toujours sacrifiée. Tu n'as que le génie du sacrifice. Moins de raison que de charité. Je te demande plus. Je te demande à la fois conseil, appui, entente complète entre toi et moi, pour me tirer d'affaire. Je t'en supplie, viens, viens, je suis à bout de force nerveuse, à bout de courage, à bout d'espérance. Je vois une continuité d'horreur. Je vois ma vie littéraire à tout jamais entravée. Je vois une catastrophe. Tu peux bien, pour huit jours, demander l'hospitalité à des amis, à Ancelle, par exemple. Je donnerais je ne sais quoi pour te voir, pour t'embrasser. Je pressens une catastrophe, et je ne peux pas aller chez toi maintenant. Paris m'est mauvais. Déjà deux fois j'ai commis une imprudence grave que tu qualifieras plus sévèrement; je finirai par perdre la tête.

Je te demande ton bonheur, et je te demande le tien, en tant que nous puissions encore connaître cela.

Tu m'as permis de t'ouvrir un projet, le voici : je demande une demie-mesure [sic]. Aliénation d'une forte somme limitée à 10.000 par exemple, 2.000 pour me délivrer tout de suite; 2.000 entre tes mains pour parer à des nécessités imprévues ou prévues, nécessités de vie, de vêtements, etc., pour un an (Jeanne ira dans une maison où le strict nécessaire sera payé). D'ailleurs je te parlerai d'elle tout à l'heure. C'est encore toi qui m'y as provoqué. Enfin 6.000 entre les mains d'Ancelle ou de Marin, lesquels seront dépensés lentement, successivement, prudemment, de manière à payer peut-être plus de 10.000, et à empêcher toute secousse, et tout scandale à Honfleur.

Voilà un an de tranquillité. Je serais un bien grand sot et un bien grand coquin, si je n'en profitais pas pour rajeunir. Tout l'argent gagné pendant ce temps-là (10.000, 5.000 peut-ctre seulement) sera versé entre tes mains. Je ne te cacherai aucune de mes affaires, aucun de mes bénéfices. Au lieu de combler la lacune, cet argent sera encore appliqué aux dettes. — Et ainsi de suite, dans les années suivantes. Ainsi je pourrai peut-être, par le rajeunissement opéré sous tes yeux, tout payer, sans que mon capital soit diminué dé plus de 10.000 sans compter il est vrai, les 4.600 des années précédentes. Et la maison sera sauvée. Car c'est une des considérations qui sont toujours devant mes yeux.

Si tu adoptais ce projet de béatitude, je voudrais être réinstallé à la fin du mois, tout de suite peut-être. Je t'autorise à venir me chercher. Tu comprends bien qu'il y a une foule de détails qu'une lettre ne comporte pas. Je voudrais en un mot, que toute somme ne fût payée qu'après ton consentement, après mûr débat entre toi et moi, en un mot, que tu devinsses mon vrai conseil judiciaire. Peut-on être obligé d'associer une idée aussi horrible à l'idée si douce d'une mère?

Dans ce cas-là, malheureusement, il faut dire adieu aux petites sommes, aux petits gains, 100, 200 par-ci, par-là, qu'amène le train-train de la vie parisienne. Ce seraient alors de grosses spéculations et de gros livres, dont le paiement se ferait attendre plus longtemps. — Ne consulte que toi, ta conscience et ton Dieu, puisque tu as le bonheur de croire. Ne livre tes pensées à Ancelle qu'avec mesure. Il est bon; mais il a le cerveau étroit. Il ne peut pas croire qu'un mauvais sujet volontaire qu'il a eu à morigéner soit un homme important. Il me laissera crever par entêtement. Au lieu de penser uniquement à l'argent, pense un peu à la gloire, au repos, et à ma vie.

Dans ce cas, dis-je, je ne ferais pas des séjours de 15 jours et d'un mois ou de deux mois. Je ferais un séjour perpétuel, sauf le cas où nous viendrions ensemble à Paris.

Le travail des épreuves peut se faire par la poste.

Encore une idée fausse de toi à rectifier, qui revient sans cesse sous ta plume. Je ne m'ennuie jamais dans la solitude, je ne m'ennuie jamais auprès de toi. Je sais seulement que je souffrirai par tes amis. J'y consens.

Quelquefois l'idée m'est venue de convoquer un conseil de famille ou de me présenter devant un tribunal. Sais-tu bien que j'aurais de bonnes choses à dire, ne fût-ce que ceci : J'ai produit huit volumes dans des conditions horribles. Je puis gagner ma vie. Je suis assassiné par les dettes de ma jeunesse Je ne l'ai pas fait, par respect pour toi, par égard pour ton horrible sensibilité. Daigne m'en savoir gré. Je te le répète, je me suis imposé de n'avoir recours qu'à toi.

À partir de l'année prochaine, je consacrerai à Jeanne le revenu du capital restant. Elle se retirera quelque part, pour n'être pas dans une absolue solitude. Voici ce qui lui est arrivé. Son frère l'a fourrée à l'hôpital, pour se débarrasser d'elle, et quand elle est sortie, elle a découvert qu'il avait vendu une partie de son mobilier et de ses vêtements. Depuis 4 mois, depuis ma fuite de Neuiily, je lui ai donné 7 francs.

— Je t'en supplie, le repos, donne-moi le repos, le travail, et un peu de tendresse.

Il est évident que dans mes affaires actuelles, il y a des choses horriblement pressées; ainsi, j'ai commis de nouveau la faute, dans ces tripotages de banque inévitables, de détourner pour mes dettes personnelles plusieurs centaines de francs qui ne m'appartenaient pas. J'y ai été absolument contraint. Il va sans dire que je croyais réparer le mal tout de suite. Une personne, à Londres, me refuse 400 fr. qu'elle me doit. Une autre, qui devait me remettre 300 fr. est en voyage. Toujours l'imprévu. — J'ai eu aujourd'hui le terrible courage d'écrire à la personne intéressée l'aveu de ma faute. Quelle scène va avoir lieu? Je n'en sais rien. Mais j'ai voulu décharger ma conscience. J'espère que par égard pour mon nom et mon talent on ne fera pas de scandale, et qu'on voudra bien attendre.

Adieu. Je suis exténué. Pour rentrer dans les détails de santé, je n'ai ni dormi, ni mangé depuis presque trois jours; ma gorge est serrée. — Et il faut travailler.

Non, je ne te dis pas adieu ; car j'espère te revoir.

Oh! lis-moi bien attentivement, tâche de bien comprendre.

Je sais que cette lettre t'affectera douloureusement, mais tu y trouveras certainement un accent de douceur, de tendresse, et même encore d'espérance, que tu as trop rarement entendus.

Et je t'aime.



[1] Ver carta CXCIV y nota n° 197 de la primera parte.

[2] Cuando la justicia resolvió que se pusiese a Baudelaire bajo tutela judicial.

[3] Después de enviudar, Madame Aupick se mudó de la Rue Hautefeuille a la Rue Saint-André-des-Arts, primero, y luego a un apartamento que daba a la plaza del mismo nombre. La pequeña casa de Neuilly era la que Baudelaire evocó en un poema de Les Fleurs du Mal (ver carta CLXXXI y nota n° 180 de la primera parte).

[4] Baudelaire exagera: gracias a la tutela judicial conservó una pequeña fortuna, que en el momento de su muerte ascendía a 40.000 francos.

[5] Sic.

[6] Ver la postdata de la carta XXVI.

[7] Según se desprende de carta a Poulet-Malassis del 6 de mayo de este año, Baudelaire había empleado, para pagar una deuda personal, 200 francos recibidos de la Revue européenne que correspondían al editor.

[8] Se refiere a Robert Stoepel, compositor para el que Baudelaire había hecho una adaptación del poema Hiawatha, de Longfellow.

[9] Probablemente el poeta Catulle Mendès, al que volverá a re­ferirse en la carta del 25 de julio de este mismo año.