LOS SIETE PILARES DE LA SABIDURÍA
CAPÍTULO III
Religiosidad semita. — Virtud en la simplicidad. — Un dios de negaciones. — Grosería de las ciudades. — Abstracción.
Si el miembro de la tribu y el habitante de la ciudad en el Asia de lengua árabe no fueran razas diferentes, sino tan sólo hombres en diferentes estadios sociales y económicos, podría esperarse una semejanza familiar en el funcionamiento de sus espíritus, de tal modo que sería razonable que elementos comunes aparecieran en las obras de todos estos pueblos. Al principio, en el primer encuentro con ellos, se descubrió una general claridad o dureza de convicciones, casi matemática en su limitación y repelente en su falta de simpatía. Los semitas no tenían medias tintas en su visión. Eran un pueblo de colores primarios, o mejor dicho, de blanco y negro, que veían el mundo siempre en contorno. Eran un pueblo dogmático, que despreciaba la duda, nuestra moderna corona de espinas. No comprendían nuestras dificultades metafísicas, nuestras interrogaciones introspectivas. Conocían solamente la verdad y la falsedad, la creencia y la incredulidad, sin nuestra vacilante comitiva de matices más finos.
Para este pueblo todo era blanco y negro, no solamente en lo externo, sino también en lo íntimo; blanco y negro no sólo en la claridad sino también en el contraste. Sus ideas sólo se encontraban a sus anchas en los extremos. Vivían voluntariamente en los superlativos. A veces extremos contradictorios parecían poseerlos simultáneamente pero jamás transigían, y seguían la lógica de varias opiniones incompatibles hasta extremos absurdos, sin advertir la incongruencia. Con fría cabeza y juicio sereno, imperturbablemente inconscientes de la oscilación, iban de una a otra asíntota(1).
Era un pueblo limitado, de mentes estrechas, cuyos inertes entendimientos yacían en una resignación indiferente. Sus imaginaciones eran brillantes, pero no creadoras. Había tan poco arte árabe en Asia, que puede decirse que no poseían ningún arte, aun cuando en sus clases elevadas figuraran protectores liberales que habían estimulado toda suerte de talentos en arquitectura, cerámica o cualquier otra de las artes cultivadas por sus vecinos e ilotas. Tampoco manejaban grandes industrias; no poseían organizaciones intelectuales o corporales. No inventaron sistemas de filosofía ni mitologías complicadas. Seguían su curso entre los ídolos de la tribu y de las cavernas. Perteneciendo al menos morboso de los pueblos, aceptaron el don de la vida sin preguntar nada, como algo axiomático. Para ellos era algo inevitable, impuesto al hombre, un usufructo fuera de toda posible regulación. El suicidio era imposible y la muerte no era lamentable.
Era un pueblo de espasmos, de cataclismos, de ideas, la raza del genio individual. Sus movimientos resultaban más sorprendentes por contraste con la tranquilidad de su vida cotidiana; sus grandes hombres más grandes por contraste con su plebe. Sus convicciones eran instintivas; sus actividades, intuitivas. Su principal producto eran los credos; poseían casi el monopolio de las religiones reveladas. Tres de estos esfuerzos han perdurado entre ellos, dos de los cuales se han extendido también (en forma modificada) entre los pueblos no semíticos. El cristianismo, traducido a los diversos espíritus de los idiomas griego, latín y teutónico, ha conquistado Europa y América. El Islam, en diversas transformaciones, ha subyugado el África y parte del Asia. Han sido éxitos semíticos. Los fracasos los guardaron para sí. Las franjas de sus desiertos están salpicadas de fes en ruinas.
Es significativo que estos residuos de religiones fracasadas se encuentren en el límite entre las tierras cultivadas y el desierto(2). Ello indica el común origen de todos estos credos. Han sido aserciones y no argumentos; por esto su divulgación ha exigido un profeta. Los árabes dicen que ha habido cuarenta mil profetas; poseemos testimonio de por lo menos algunos centenares. Ninguno de ellos procedía del desierto; pero las vidas de todos ellos seguían la misma pauta. Nacían en lugares muy poblados. Un incomprensible anhelo apasionado los empujaba al desierto. Allí permanecían más o menos tiempo en meditación y abandono físico, y de allí regresaban, con su imaginado mensaje ya articulado, a predicarlo a sus antiguos y ahora ya titubeantes asociados. Los fundadores de los tres grandes credos cumplieron este ciclo. Su aparente coincidencia es una ley demostrada por las vidas paralelas de miríadas de otros fundadores, los infortunados que fracasaron, cuya profesión de fe podríamos juzgar no menos verdadera, pero a quienes el tiempo y la desilusión no ofrecieron haces de almas sedientas y secas, listas para la hoguera. Para los pensadores de la ciudad, el impulso hacia Nitria había sido siempre irresistible, no probablemente por encontrar que Dios moraba allí, sino porque en su soledad podían escuchar más distintamente la palabra viva que llevaban en sí.
La base común de todos los credos semíticos, vencedores o no, ha sido la idea omnipresente de la indignidad del mundo. Su profundo desapego de la materia les ha inducido a predicar la desnudez, la renunciación, la pobreza; y la atmósfera así producida ha sofocado despiadadamente a los espíritus del desierto. Una primera noción de la pureza que atribuían a tal rarefacción me fue dada en años ya lejanos, cuando, después de haber cabalgado durante mucho tiempo por las ondulantes llanuras del norte de Siria, llegamos a unas ruinas procedentes de la época romana que los árabes creían edificadas por un príncipe de aquellos confines para palacio de su reina. Se decía que el barro empleado en su construcción había sido amasado, no con agua, sino con las preciosas esencias de las flores. Husmeando el aire como perros, mis guías me condujeron de un aposento desmoronado a otro, diciendo: “Esto es jazmín, esto violeta, esto rosa”.
Pero, al final, Dahoum me llevó consigo: “Venga y huela el más dulce de todos estos perfumes”. Entramos en el aposento principal, nos dirigimos a las aberturas que daban hacia el oriente y allí bebimos con las bocas abiertas el viento sin fuerza, vacío, remansado, del desierto. Aquel suave hálito había nacido en alguna parte tras el distante Éufrates y había hecho penosamente su camino a través de muchos días y noches de pasto muerto hasta encontrar su primer obstáculo en los muros de nuestro ruinoso palacio. En torno a ellos parecía arrastrarse y detenerse, murmurando en lenguaje infantil. “Esto —me dijeron— es lo mejor: no tiene sabor alguno”. Mis árabes estaban volviendo sus espaldas a los perfumes y los lujos para elegir las cosas en las cuales la humanidad no había tenido arte ni parte.
El beduino del desierto, nacido y criado en él, había abrazado con toda su alma esta desnudez excesivamente áspera para los demás, por la razón, sentida aunque no expresada, de que allí se encontraba indudablemente libre. Despreció los vínculos materiales, las comodidades, todas las superfluidades y demás complicaciones con el fin de alcanzar una libertad personal que rondaba la inanición y la muerte. No veía virtud alguna en la pobreza misma; disfrutaba de los pequeños vicios y lujos —café, agua fresca, mujeres— que aún podía conservar. En su vida tenía aire y vientos, sol y luz, espacios abiertos y un enorme vacío. No había esfuerzo humano, no había fecundidad en la naturaleza; sólo el cielo en lo alto y la tierra inmaculada debajo. Allí, inconscientemente, llegaba hasta las proximidades de Dios. Dios no era para él antropomórfico, tangible, moral; no estaba relacionado con el mundo o con su persona; no era natural, sino el ser άχρώματος, ασχημάτιστος, άναφής [ajrómatos, asjimátistos, anafís, sin color, sin forma, sin peso], calificado así, no por desposeimiento, sino por investidura: un Ser que todo lo abarcaba, la entraña de toda actividad. Naturaleza y materia no eran sino cristales que lo reflejaban.
El beduino no podía buscar a Dios dentro de sí mismo; estaba demasiado seguro de que él se hallaba dentro de Dios. Nada podía concebir que no fuera Dios; sólo Él era grande. Sin embargo, había cierta familiaridad y cierta cotidianidad en este climático Dios árabe que era para el árabe su comer, su luchar y su gozar, el más común de sus pensamientos, su recurso familiar y su compañero, de un modo que resulta imposible para aquellos cuyo Dios se halla tan tristemente velado por la desesperación de su indignidad carnal y por el decoro del culto formal. Los árabes no sentían como algo anómalo el hecho de introducir a Dios en las debilidades y en los apetitos de sus menos apreciables causas. Era la más familiar de sus palabras, y en rigor nosotros hemos perdido mucha elocuencia al convertirlo en el más breve y feo de nuestros monosílabos.
Este credo del desierto parecía indecible y aun impensable. Era fácilmente sentido como una influencia, y los que permanecían en el desierto el tiempo suficiente para olvidar sus espacios abiertos y su vacuidad, eran inevitablemente empujados hacia Dios como el único refugio y ritmo de la existencia. El Bedaui podrá ser un Sunni o un Uahabi nominal o cualquier otra cosa dentro del círculo semítico, sin tomarlo muy en serio, un poco a la manera de los guardianes en la puerta de Sión, los cuales bebían cerveza y reían en Sión precisamente porque eran sionistas. Cada nómada tenía su religión revelada, no oral, tradicional o expresada, sino instintiva. Por eso todos los credos semíticos (en carácter y en esencia) hacen hincapié en la vacuidad del mundo y la plenitud de Dios y por eso su expresión corresponde al poder y a las oportunidades del creyente.
El habitante del desierto no podía esperar que otros aceptaran su creencia. No había sido nunca ni evangelista ni prosélito. Llegó a esa intensa condensación de sí mismo en Dios cerrando sus ojos al mundo, y a todas las complejas posibilidades latentes en él, que solamente podían ponerse de manifiesto al contacto con la riqueza y las tentaciones.
Alcanzó así una segura y poderosa confianza, pero ¡cuán angosta! Su estéril experiencia le despojó de la compasión y pervirtió su bondad humana, a imagen del yermo en el cual se escondía. Así se infligió el sufrimiento, no meramente para ser libre, sino para complacerse. El resultado fue un deleite en el dolor, una crueldad que valía para él más que sus propios bienes. El solitario árabe no encontró felicidad que pudiera compararse a la de la contención voluntaria. Encontró el placer en la abnegación, en la renuncia, en la auto coerción. Hizo de la desnudez del espíritu algo tan sensual como la desnudez del cuerpo. Salvó acaso su propia alma, sin peligro, pero con duro egoísmo. Hizo de su desierto una nevera espiritual en la cual conservó intacta, pero sin mejoras posibles, una visión de la unidad de Dios. Los buscadores procedentes del mundo externo podían adentrarse en él por una temporada y contemplar con despego el espíritu de las generaciones que aspiraban a convertir.
Esta fe del desierto era imposible en las ciudades. Era a la vez demasiado extraña, demasiado simple, demasiado impalpable para la exportación y para el uso común. La idea, la creencia básica de todos los credos semíticos aguardaba allí, pero tenía que ser diluida para hacérsenos comprensible. El chillido de un murciélago era demasiado penetrante para muchos oídos; el espíritu del desierto se escapaba a través de nuestra contextura más basta. Los profetas regresaban del desierto con su vislumbre de Dios, y a través de su opaca sustancia (a manera de un cristal oscuro) mostraban algo de la majestad y resplandor cuya visión, completa nos cegaría, nos ensordecería, nos impondría silencio, haría de nosotros lo que ha hecho del beduino: un hombre extraño, segregado de todos los demás.
En su empeño de despojarse a sí mismos y de despojar a sus vecinos de todas las cosas, de conformidad con las palabras del Maestro, los discípulos tropezaron con las debilidades humanas y fracasaron. Para vivir, el aldeano o el habitante de la ciudad necesitan saturarse diariamente de los placeres de la adquisición y la acumulación, convirtiéndose de rechazo en los más groseros y materialistas de los hombres. El brillante menosprecio de la vida, que conducía a otros al más desnudo ascetismo, lo empujaba a la desesperación. Se derrochaba imprudentemente, como un manirroto; malbarataba su herencia carnal en una apresurada ansia para llegar al fin. El judío en el “Metropole” de Brighton, el avariento, el adorador de Adonis, el libertino en los burdeles de Damasco eran igualmente signos de la capacidad semítica para el goce y expresiones del mismo vigor que nos proporciona, en el polo opuesto, la abnegación de los esenios, de los primitivos cristianos o de los primeros califas al hallar más despejado el camino hacia el cielo para los pobres de espíritu. El semita se cierne entre la lujuria y la abnegación.
Los árabes podían ser movidos por una idea como por una cuerda; pues la fidelidad espontánea de sus espíritus hizo de ellos servidores obedientes. Ninguno de ellos rompería el vínculo hasta alcanzar el éxito y, con él, la responsabilidad, el deber y los compromisos. Entonces desaparecía la idea y terminaba la labor —en ruinas. Sin poseer un credo, podían ser llevados a las cuatro partes del mundo (aunque no al cielo) mostrándoles simplemente las riquezas y los placeres de la tierra. Pero si, llevados de este modo, se encontraban en el camino al profeta de una idea que no tuviera lugar donde apoyar la cabeza y que dependiera para su subsistencia de la caridad o de los pájaros, todos abandonaban sus riquezas para seguirle. Eran incorregibles hijos de la idea, débiles y ciegos para el color, hombres para quienes cuerpo y espíritu estaban siempre en oposición irreductible. Su alma era extraña y oscura, llena de depresiones y exaltaciones, desordenada, pero más ardiente y fértil en creencias que cualquier otra alma del mundo. Eran un pueblo impulsivo, para el cual lo abstracto era el motivo más fuerte, el proceso de infinito valor y variedad: el fin, nada. Eran tan inestable como el agua y como ella acaso prevalecerían finalmente. Desde la aurora de la vida, en oleadas sucesivas, se habían estrellado contra las costas de la carne. Cada una de las olas se había roto contra el acantilado, pero, como el mar, había desgastado un poco su mole granítica y algún día, con el tiempo, rodaría quizás libremente por encima del lugar en que estuvo el mundo material y Dios se movería sobre sus aguas. Fue una de estas olas (y no la menor) la que yo levanté y moví con el soplo de una idea, hasta que alcanzó su cresta y vino a desplomarse sobre Damasco. El reflujo de aquella ola, rechazado por la resistencia de los intereses creados, engrosará la ola siguiente cuando en el momento oportuno el mar vuelva a agitarse.
NOTAS:
1. La metáfora de una oscilación entre asíntotas tuvo origen en una conversación con un amigo, quien me ha contado que el autor aplicó equivocadamente el término “asíntota” a las secciones de la hipérbola. — A. W. Lawrence.
2. Alusión al Rubayat, de Omar Khayyam, cuarteta 10. (N. del T.).
Traducción de R. A.
VICTORIA (RAMONA) OCAMPO (AGUIRRE)
Revista Sur nº 120, año XIV, octubre de 1944
THE SEVEN PILLARS OF WISDOM
CHAPTER III
IF tribesman and townsman in Arabic-speaking Asia were not different races, but just men in different social and economic stages, a family resemblance might be expected in the working of their minds, and so it was only reasonable that common elements should appear in the product of all these peoples. In the very outset, at the first meeting with them, was found a universal clearness or hardness of belief, almost mathematical in its limitation, and repellent in its unsympathetic form. Semites had no half-tones in their register of vision. They were a people of primary colours, or rather of black and white, who saw the world always in contour. They were a dogmatic people, despising doubt, our modern crown of thorns. They did not understand our metaphysical difficulties, our introspective questionings. They knew only truth and untruth, belief and unbelief, without our hesitating retinue of finer shades.
This people was black and white, not only in vision, but by inmost furnishing: black and white not merely in clarity, but in apposition. Their thoughts were at ease only in extremes. They inhabited superlatives by choice. Sometimes inconsistents seemed to possess them at once in joint sway; but they never compromised: they pursued the logic of several incompatible opinions to absurd ends, without perceiving the incongruity. With cool head and tranquil judgement, imperturbably unconscious of the flight, they oscillated from asymptote to asymptote.*
They were a limited, narrow-minded people, whose inert intellects lay fallow in incurious resignation. Their imaginations were vivid, but not creative. There was so little Arab art in Asia that they could almost be said to have had no art, though their classes were liberal patrons, and had encouraged whatever talents in architecture, or ceramics, or other handicraft their neighbours and helots displayed. Nor did they handlegreat industries: they had no organizations of mind or body. They invented no systems of philosophy, no complex mythologies. They steered their course between the idols of the tribe and of the cave. The least morbid of peoples, they had accepted the gift of life unquestioningly, as axiomatic. To them it was a thing inevitable, entailed on man, a usufruct, beyond control. Suicide was a thing impossible, and death no grief.
They were a people of spasms, of upheavals, of ideas, the race of the individual genius. Their movements were the more shocking by contrast with the quietude of every day, their great men greater by contrast with the humanity of their mob. Their convictions were by instinct, their activities intuitional. Their largest manufacture was of creeds: almost they were monopolists of revealed religions. Three of these efforts had endured among them: two of the three had also borne export (in modified forms) to non-Semitic peoples. Christianity, translated into the diverse spirits of Greek and Latin and Teutonic tongues, had conquered Europe and America. Islam in various transformations was subjecting Africa and parts of Asia. These were Semitic successes. Their failures they kept to themselves. The fringes of their deserts were strewn with broken faiths.
It was significant that this wrack of fallen religions lay about the meeting of the desert and the sown. It pointed to the generation of all these creeds. They were assertions, not arguments; so they required a prophet to set them forth. The Arabs said there had been forty thousand prophets: we had record of at least some hundreds. None of them had been of the wilderness; but their lives were after a pattern. Their birth set them in crowded places. An unintelligible passionate yearning drove them out into the desert. There they lived a greater or lesser time in meditation and physical abandonment; and thence they returned with their imagined message articulate, to preach it to their old, and now doubting, associates. The founders of the three great creeds fulfilled this cycle: their possible coincidence was proved a law by the parallel life-histories of the myriad others, the unfortunate who failed, whom we might judge of no less true profession, but for whom time and disillusion had not heaped up dry souls ready to be set on fire. To the thinkers of the town the impulse into Nitria had ever been irresistible, not probably that they found God dwelling there, but that in its solitude they heard more certainly the living word they brought with them.
The common base of all the Semitic creeds, winners or losers, was the ever present idea of world-worthlessness. Their profound reaction from matter led them to preach bareness, renunciation, poverty; and the atmosphere of this invention stifled the minds of the desert pitilessly. A first knowledge of their sense of the purity of rarefaction was given me in early years, when we had ridden far out over the rolling plains of North Syria to a ruin of the Roman period which the Arabs believed was made by a prince of the border as a desert-palace for his queen. The clay of its building was said to have been kneaded for greater richness, not with water, but with the precious essential oils of flowers. My guides, sniffing the air like dogs, led me from crumbling room to room, saying, ‘This is jessamine, this violet, this rose’.
But at last Dahoum drew me: ‘Come and smell the very sweetest scent of all’, and we went into the main lodging, to the gaping window sockets of its eastern face, and there drank with open mouths of the effortless, empty, eddyless wind of the desert, throbbing past. That slow breath had been born somewhere beyond the distant Euphrates and had dragged its way across many days and nights of dead grass, to its first obstacle, the man-made walls of our broken palace. About them it seemed to fret and linger, murmuring in baby-speech. ‘This,’ they told me, ‘is the best: it has no taste.’ My Arabs were turning their backs on perfumes and luxuries to choose the things in which mankind had had no share or part.
The Beduin of the desert, born and grown up in it, had embraced with all his soul this nakedness too harsh for volunteers, for the reason, felt but inarticulate, that there he found himself indubitably free. He lost material ties, comforts, all superfluities and other complications to achieve a personal liberty which haunted starvation and death. He saw no virtue in poverty herself: he enjoyed the little vices and luxuries — coffee, fresh water, women — which he could still preserve. In his life he had air and winds, sun and light, open spaces and a great emptiness. There was no human effort, no fecundity in Nature: just the heaven above and the unspotted earth beneath. There unconsciously he came near God. God was to him not anthropomorphic, not tangible, not moral nor ethical, nor concerned with the world or with him, not natural: but the being άχρώματος, ασχημάτιστος, άναφής, thus qualified not by divestiture but by investiture, a comprehending Being, the egg of all activity, with nature and matter just a glass reflecting Him.
The Beduin could not look for God within him: he was too sure that he was within God. He could not conceive anything which was or was not God, Who alone was great; yet there was a homeliness, an everyday-ness of this climatic Arab God, who was their eating and their fighting and their lusting, the commonest of their thoughts, their familiar resource and companion, in a way impossible to those whose God is so wistfully veiled from them by despair of their carnal unworthiness of Him and by the decorum of formal worship. Arabs felt no incongruity in bringing God into the weaknesses and appetites of their least creditable causes. He was the most familiar of their words; and indeed we lost much eloquence when making Him the shortest and ugliest of our monosyllables.
This creed of the desert seemed inexpressible in words, and indeed in thought. It was easily felt as an influence, and those who went into the desert long enough to forget its open spaces and its emptiness were inevitably thrust upon God as the only refuge and rhythm of being. The Bedawi might be a nominal Sunni, or a nominal Wahabi, or anything else in the Semitic compass, and he would take it very lightly, a little in the manner of the watchmen at Zion's gate who drank beer and laughed in Zion because they were Zionists. Each individual nomad had his revealed religion, not oral or traditional or expressed, but instinctive in himself; and so we got all the Semitic creeds with (in character and essence) a stress on the emptiness of the world and the fullness of God; and according to the power and opportunity of the believer was the expression of them.
The desert dweller could not take credit for his belief. He had never been either evangelist or proselyte. He arrived at this intense condensation of himself in God by shutting his eyes to the world, and to all the complex possibilities latent in him which only contact with wealth and temptations could bring forth. He attained a sure trust and a powerful trust, but of how narrow a field! His sterile experience robbed him of compassion and perverted his human kindness to the image of the waste in which he hid. Accordingly he hurt himself, not merely to be free, but to please himself. There followed a delight in pain, a cruelty which was more to him than goods. The desert Arab found no joy like the joy of voluntarily holding back. He found luxury in abnegation, renunciation, self restraint. He made nakedness of the mind as sensuous as nakedness of the body. He saved his own soul, perhaps, and without danger, but in a hard selfishness. His desert was made a spiritual icehouse, in which was preserved intact but unimproved for all ages a vision of the unity of God. To it sometimes the seekers from the outer world could escape for a season and look thence in detachment at the nature of the generation they would convert.
This faith of the desert was impossible in the towns. It was at once too strange, too simple, too impalpable for export and common use. The idea, the ground-belief of all Semitic creeds was waiting there, but it had to be diluted to be made comprehensible to us. The scream of a bat was too shrill for many ears: the desert spirit escaped through our coarser texture. The prophets returned from the desert with their glimpse of God, and through their stained medium (as through a dark glass) showed something of the majesty and brilliance whose full vision would blind, deafen, silence us, serve us as it had served the Beduin, setting him uncouth, a man apart.
The disciples, in the endeavour to strip themselves and their neighbours of all things according to the Master's word, stumbled over human weaknesses and failed. To live, the villager or townsman must fill himself each day with the pleasures of acquisition and accumulation, and by rebound off circumstance become the grossest and most material of men. The shining contempt of life which led others into the barest asceticism drove him to despair. He squandered himself heedlessly, as a spendthrift: ran through his inheritance of flesh in hasty longing for the end. The Jew in the Metropole at Brighton, the miser, the worshipper of Adonis, the lecher in the stews of Damascus were alike signs of the Semitic capacity for enjoyment, and expressions of the same nerve which gave us at the other pole the self-denial of the Essenes, or the early Christians, or the first Khalifas, finding the way to heaven fairest for the poor in spirit. The Semite hovered between lust and self-denial.
Arabs could be swung on an idea as on a cord; for the unpledged allegiance of their minds made them obedient servants. None of them would escape the bond till success had come, and with it responsibility and duty and engagements. Then the idea was gone and the work ended — in ruins. Without a creed they could be taken to the four corners of the world (but not to heaven) by being shown the riches of earth and the pleasures of it; but if on the road, led in this fashion, they met the prophet of an idea, who had nowhere to lay his head and who depended for his food on charity or birds, then they would all leave their wealth for his inspiration. They were incorrigibly children of the idea, feckless and colour-blind, to whom body and spirit were for ever and inevitably opposed. Their mind was strange and dark, full of depressions and exaltations, lacking in rule, but with more of ardour and more fertile in belief than any other in the world. They were a people of starts, for whom the abstract was the strongest motive, the process of infinite courage and variety, and the end nothing. They were as unstable as water, and like water would perhaps finally prevail. Since the dawn of life, in successive waves they had been dashing themselves against the coasts of flesh. Each wave was broken, but, like the sea, wore away ever so little of the granite on which it failed, and some day, ages yet, might roll unchecked over the place where the material world had been, and God would move upon the face of those waters. One such wave (and not the least) I raised and rolled before the breath of an idea, till it reached its crest, and toppled over and fell at Damascus. The wash of that wave, thrown back by the resistance of vested things, will provide the matter of the following wave, when in fullness of time the sea shall be raised once more.