lunes, 25 de febrero de 2019

Benjamin Fondane: Kafka y Baudelaire

KAFKA Y BAUDELAIRE
KAFKA Y LA RACIONALIDAD ABSOLUTA

Entre las experiencias religiosas de nuestro tiempo no hay ninguna más curiosa, más punzante, más desnuda —ni tampoco más próxima en algunos aspectos a la de Baudelaire— que la experiencia de Kafka... Kafka se encuentra pintado íntegro en las dos estrofas en que Baudelaire nos da una visión aguda de los horrores de su experiencia:

Exaspéré comme un ivrogne qui voit double
Je rentrai, je fermai la porte, épouvanté,
Malade et morfondu, l’esprit fiévreux et trouble,
Blessé par le mystère et par l’absurdité.

Vainement ma raison voulait prendre la barre;
La tempête, en jouant, déroutait ses efforts,
Et mon âme dansait, dansait, vieille gabarre
Sans mâts, sur une mer monstrueuse et sans bords.

Ambos saben que la razón debería tomar el timón; que sólo está ella para pilotear el navío sobre un mar calmo y limitado. Pero cuando el alma ya no tiene mástiles y el mar se vuelve monstruoso y sin orillas, cuando el espíritu está herido por el misterio y el absurdo, si la razón quiere tomar el timón y no puede, ¿para qué insistir? Hay que tratar de pensar como se pueda, a lo que salga, lo que no tiene mástiles, lo que es monstruoso y sin orillas. Quienes no han conocido sino mares calmos y con orillas, y a quienes los mástiles han sido fieles, no admitirán jamás que pueda existir algo como el misterio y el absurdo: ¿cómo habrían de admitir entonces que la razón pueda perder el timón, y que sea necesario, para arribar a puerto, fiarse a otra cosa? No, decididamente la religión nada tiene de inteligible; pero, nos lo dijo Lévy-Bruhl: “el pensamiento lógico no será jamás el heredero universal” del pensamiento religioso; debemos, pues, admitir al menos, la existencia de un pensamiento ininteligible. ¿Deberíamos también, quizá, intentar comprenderlo? ¿Y no es posible conocer una cosa ininteligible, en tanto que ininteligible justamente?
No hay escritor en nuestra época herido más que Kafka por el misterio y el absurdo. No insisto sólo sobre el hecho de que el autor de El Proceso sea, más que nadie, sede del absurdo y el misterio; se nos concederá que es así. Insisto sobre el hecho, menos aparente, de que nadie está más herido por ello. Sí; como nosotros, Kafka no soporta el absurdo, odia el misterio, ama la razón y quiere confiar sólo a ella el timón. Mas no depende de él que le acaezcan toda clase de sucesos extraños, que lo arrancan de su “mar calmo”, de su vida apacible, y lo proyectan dentro de un destino que reclama una salida. Es posible que, por otra parte, esos extraños sucesos nada tengan de muy extraño y sean de lo más vulgares; pero su propia vulgaridad constituye su rareza. De ese modo, el héroe de El Proceso(*) es sólo un simple empleado que vive su vida individual y social, tranquilo, que no duda de ser sólo un material de la Historia, de esa Historia que, según Hegel, sólo tiene en cuenta al individuo al nivel de los conceptos del Derecho, de la Moral, del Estado. Se cree simplemente responsable de sus propios actos y sólo de ellos; cree que el derecho, la moral, la razón, la historia se hicieron para él. Es un simple empleado, ignorante de que la Razón no puede detenerse en el hecho de que los individuos particulares sean modificados (Hegel). Ignora que el Ideal habrá triunfado sólo “cuando la humanidad tenga tras sí la conciencia de las guerras más crueles, pero más necesarias, sin sufrir por ello” (Nietzsche, El origen de la tragedia). No ha oído hablar nunca de “la Voluntad de vida que se regocija en el sacrificio de sus tipos más elevados” (id.). No sabe que “el último elemento de la tragedia no es sólo la desgracia y el sufrimiento, sino la satisfacción del espíritu; la necesidad de lo que sucede a los individuos puede aparecer solamente como racionalidad absoluta, y con ello el alma se tranquiliza moralmente” (Hegel). Sabe aún menos que “por lo común, lo particular es demasiado pequeño frente a lo general; los individuos son sacrificados y abandonados” (id., Filosofía de la Historia).
El héroe de Kafka ignora todo esto, y sin embargo tiene la pretensión de ser un hombre razonable, como todos nosotros. O más bien, no; hagámosle justicia; sabe todo eso, ha estudiado como todo el mundo; no hay hoy empleado de oficina que no esté al corriente de las ideas de Hegel, aunque más no sea por la lectura de los diarios, esos órganos privilegiados del “espíritu del tiempo”. Hasta ha llegado, de noche, después de una lectura confortante, a anotar —como si fueran suyos— pensamientos aprendidos de otros, como: “Hay solamente un mundo espiritual; y lo que llamamos mundo material no es sino el mal contenido en el espiritual; y lo que llamamos Mal, no es sino un momento necesario en nuestro desarrollo sin fin”. Ha firmado ese pensamiento —que no era suyo, sino de Leibniz, de Hegel, qué sé yo, pues muchos lo habían pensado— con su propio nombre: Franz Kafka. ¿No era esto suficiente? ¿No había cumplido con su deber hacia la razón, la sociedad, la historia? Si no fue más lejos, si no llegó a firmar con su nombre un pensamiento de Plotino, es porque en nuestro tiempo Hegel, no Plotino, tiene el lugar de privilegio. Sin embargo, habría firmado de buena gana, con las dos manos, este noble pensamiento que Plotino, a su vez, había tomado de los estoicos: “Si hay lucha y si hay vencedores o vencidos, ¿cómo no decir que está muy bien así? Alguien te hace daño: ¿qué hay en ello de terrible para la parte inmortal de tu ser? Otro te asesina: era precisamente lo que querías” (Enéadas, II, 9.9). Es verdad que Plotino creía aún ofrendar sacrificios a la parte inmortal de su ser; pero ya es bastante hacerse asesinar, puesto que uno es demasiado pequeño ante lo general; ¿qué necesidad se tiene de la inmortalidad? ¡Cuánto más claro es Hegel que Plotino!
Evidentemente, Kafka no había pensado nunca —¿y quién pensó nunca en ello?— que podría suceder que la Razón lo escogiera a él, a Kafka, para sus experiencias; que sería él el individuo sacrificado y abandonado; que de su sacrificio la “voluntad de vida” podría regocijarse; que su perdición sería la racionalidad absoluta; y que al asesinarlo a él la Historia obtendría una satisfacción espiritual y se “tranquilizaría moralmente”. Que cuanto él, Kafka, había pensado, meditado, escrito y firmado con su propio nombre, podía suceder y sucedería todos los días, no lo había dudado nunca; más aún, creía que no valía la pena reflexionar sobre eso; lo que sucede todos los días es la vulgaridad misma; ¿para qué pensar en ello? Y sin embargo, desde que esa “vulgaridad” llegó de verdad y se instaló en su vida, Kafka vio en ella “el misterio y el absurdo”. Por cierto, tenía horror al misterio y al absurdo; no quería saber nada de ellos; pero...
... En vano la razón quería tomar el timón; la Razón, la Historia, se habían vuelto para él un océano monstruoso y sin orillas. ¿Qué hacer?
Es ésa toda la trama de El Proceso, contada, bien entendido, con mis palabras y no con las de Kafka; pues esa novela no es sino una parábola. Gira íntegra alrededor del hecho que un día el héroe, K., en el momento de dirigirse a su trabajo, recibe la visita de un funcionario —que no es tal— encargado de acusarlo de un delito, cuya naturaleza se niega a revelarle. K., ha cometido algo, o por lo menos esa sospecha pesa sobre él; le será necesario disculparse. K., no va más a la oficina; quiere conocer su crimen; por supuesto, su crimen no es de competencia de los tribunales ordinarios, él tampoco es ordinario, y K., derrocha su tiempo en busca de tribunales que se esquivan, de jueces que le huyen, de códigos burlones, de expedientes fantasmas, de abogados heraclitanos; no conocerá su crimen, no comparecerá jamás ante un tribunal, no será jamás juzgado, mas no por ello dejarán de matarlo. ¿Hay algo más natural, más vulgar, si, como él mismo lo había escrito, “el mal no es sino un momento necesario en nuestro desarrollo sin fin”? ¿Sabía él qué era, qué quería ese desarrollo? ¿Se había informado, había pedido aclaraciones irrefutables, antes de firmar? No. ¿Y entonces? Por otra parte, si el individuo es demasiado pequeño frente a lo general y debe ser sacrificado y abandonado; si eso mismo es la racionalidad absoluta que procura una “satisfacción” al espíritu, ¿para qué discutir? ¿Ante quién hacer protestas de su inocencia? ¿Ante lo general? Pero estaba admitido que nadie es inocente ante lo general, que lo general está por encima de la inocencia y la justicia; que el individuo es demasiado pequeño ante lo general; se lo sacrifica porque es pequeño. Para qué buscar todavía una “razón”, si ahí la tenemos.
Pero el héroe de El Proceso no lo entiende ya así. Que la Razón, o lo General, o la Historia, puedan regocijarse con su sacrificio —aunque él sólo sea un simple empleado y de ningún modo uno de los tipos más elevados de la humanidad— y que no tengan otra razón a alegar sino el hecho de encontrarlo demasiado pequeño frente a lo general, le parece el colmo del misterio y el absurdo. Se halla ya ante los verdugos, señores muy correctos por lo demás, cuando de súbito le viene la idea de que podría defenderse. Se entiende que no puede pensar sino en medios de defensa espirituales, aun cuando la Razón que lo asesina no tenga reparos en emplear la fuerza. Del fondo de sí mismo afloran a la superficie de la conciencia estas preguntas terribles: “¿Había todavía un recurso? ¿Existían objeciones que no se habían planteado todavía? Ciertamente, las había. Por mucho que la lógica parezca inquebrantable, no puede resistir a un hombre que quiere vivir”.
Esas son ideas, “objeciones”, que K. no había leído en ningún libro, ni en Leibniz ni en Hegel. La sola idea de que el individuo, “demasiado pequeño frente a lo general”, pudiera tener el derecho de proporcionar sus “objeciones” a lo general no reposaba sobre ninguna autoridad; y sin embargo K. se atreve a “objetar” a la Historia, o como él dice, a la Lógica, los derechos del hombre que quiere vivir, sin preocuparse siquiera de que con ello, si su objeción fuera aceptada, no quedaría nada de la “racionalidad absoluta” ni de la “satisfacción del espíritu” que se regocija en el sacrificio de los tipos más elevados de la humanidad.
Mas sus objeciones, dirigidas a los verdugos, no serán admitidas, evidentemente. Oigamos el fin de El Proceso: “(K.) Levantó las manos y abrió desmesuradamente los dedos. Pero uno de los dos señores acababa de asirlo por la garganta; el otro le hundió dos veces el cuchillo en el corazón. Con los ojos moribundos, vio todavía a los dos señores inclinados muy cerca de su rostro, que observaban el desenlace mejilla contra mejilla. —¡Como un perro! — dijo, y era como si la vergüenza debiera sobrevivirle”.
Ese es el fin del individuo cualquiera sacrificado por Hegel a lo que llama Espíritu; le han hundido dos veces el cuchillo en el corazón, pero resulta claro que el “Espíritu” muy poco ha triunfado, pues lo que quería no era la muerte, el sacrificio del individuo; lo que quería era su asentimiento al sacrificio (“eso es justamente lo que yo quería”), a fin de realizar la “racionalidad absoluta”; porque “el último elemento de la tragedia no es sólo la desgracia y el sufrimiento, sino la satisfacción del espíritu; la necesidad de lo que sucede a los individuos puede aparecer solamente como racionalidad absoluta y con ello el alma se tranquiliza moralmente”. La suerte del héroe le subleva, mas en realidad se apacigua. Sólo mediante esta interpretación la tragedia es... inteligible. Pero el héroe, como vimos, murió gritando: “¡Como un perro!”. Agregó: “como si la vergüenza debiera sobrevivirle”. Y, en ese caso, no hay “satisfacción” posible, no hay racionalidad absoluta; la tragedia no es inteligible. Lo que se hundió en el corazón del héroe, el cuchillo, era no obstante la “idea” de que el mal es necesario en el desarrollo de cualquier cosa; ¿por qué entonces gritar que se muere “como un perro” y referirse a la vergüenza? Si el mal es un momento “necesario”, la lógica puede hundirnos su cuchillo en el corazón sin que tengamos el derecho de elevar objeciones, de protestar; no puede haber vergüenza que deba sobrevivir a un mal necesario. En caso contrario, habría que admitir que lo general “es demasiado pequeño” frente al individuo; que el individuo, y no lo general, dispone de la fuerza —aun moral— y que el derecho a vivir es una objeción irrefutable.
¿Acaso un pobre empleado de escritorio tiene el poder, simplemente porque se ha juzgado oportuno hundirle un cuchillo en el corazón, de echar por tierra la “racionalidad absoluta” y la lógica, y la historia; y todo eso nada más que en nombre de su “derecho a vivir”? Y si halla demasiado “inquebrantable” la lógica, ¿le será permitido apelar al Juez, a alguien con poder aun sobre la Lógica? Sería por cierto el fin de todo. Das leben kein argument! había exclamado Nietzsche poco antes de que le sucediera una aventura semejante. Mas escuchad aún otra defensa de la racionalidad absoluta: “En otro tiempo no podía comprender por qué no recibía respuesta a mis preguntas; hoy, no puedo comprender cómo pensar que podía preguntar. Pero, a decir verdad, no pensaba; preguntaba solamente”. ¿Quién es el qué pretende que preguntar no es pensar, que no es sino hablar? Es de nuevo —¿quién lo hubiera creído?— Kafka. ¿Os cabe ahora alguna duda de que el Espíritu, y la Lógica, y la Historia de Hegel son invencibles? El mismo que, apuñalado, había gritado: “¡Como un perro!”, en el instante siguiente (o anterior) descubre que “el mal es un momento necesario” es un pensamiento, en tanto que la contraproposición: “el mal no es necesario”, no es pensamiento, sino pura charla. ¿Estará embrujado su cerebro? ¿Es cuestión de magia? “¿No se parece acaso esta nube a un camello?”, interroga la Lógica. “—Sí, por los clavos de Cristo, se diría un camello vivo. —Se parece más bien a una comadreja. —Tiene por cierto el lomo de una comadreja. —O a una ballena. —¡Exactamente una ballena!” Pero ésta es una conversación de lacayos, de ilotas; después de semejante retroceso, de semejante ofensa, es cuando convendría exclamar: “¡Como un perro!” y darse cuenta de que la vergüenza debe sobrevivimos.
¿Cómo pude pensar que podía preguntar? se interrogan también a sí mismos Baudelaire y Nietzsche y Dostoievski; ¿cómo osé pretender que aún había objeciones a plantear? ¿y que era necesario apelar a la lógica, al Juez? ¿Pensaba, o preguntaba solamente? Eso sólo puede ser “obra de un perezoso nervioso”. Tal es el espantable estado de embrutecimiento moral en que la Lógica sumerge al individuo; no sólo le ha arrebatado todo valor, ha quebrado su resistencia, le ha despojado de sus derechos, sino que todavía lo trata como esclavo, como ilota, que puede hablar, mas no pensar. Hasta el pensamiento le es negado. “¡Como un perro!”, dice Kafka; “reventar como una rata envenenada en su cueva”, dice Swift; y Baudelaire descubre que su juguete no era sino una rata viva. Una rata —aunque viva— ¿puede, tiene derecho a preguntar? Y si pregunta, ¿es eso pensar? Lo general responde “no”; eres “demasiado pequeña” frente a mí. Pero el hecho es que Baudelaire, Kafka, preguntaron, continuaron preguntando. Poco importan su retroceso, su temor, el temor del antiguo ilota despertado en ellos. En el mundo entró un nuevo pensamiento, perdido desde la “declaración de la ciencia”: el cristianismo, quiero decir el cristianismo de Erasmo, no el de Pascal. Se había olvidado que el yo tenía derecho a hablar, a pensar, a plantear objeciones, a apelar al Juez; se había olvidado que el yo podía ser apuñalado —la historia puede hacerlo— pero que nadie podía impedirle gritar: “¡como un perro!” y negar al mal el predicado “necesario” y arrojar sobre la Historia, sobre la Lógica, la eterna vergüenza de su asesinato. Si el mal es la “racionalidad absoluta”, entonces, ¡oh! entonces la tragedia nada tiene de apaciguador, el alma no sale de ella “tranquilizada moralmente”, y la tragedia no es en absoluto inteligible. En ese caso, Shakespeare tiene razón contra Hegel: si el pensamiento es idéntico al ser, “la vida no es sino un relato contado por un idiota, pleno de ruido y furia”. ¿Sale Hegel de la contemplación de la tragedia con “el alma tranquilizada moralmente”? No me cuesta creerlo. Pero Shakespeare, con toda evidencia, asiste al aniquilamiento de los tipos más elevados de su humanidad, sin extraer de ello la menor satisfacción. ¿Acaso no trata de hacer “inteligible” el destino de Coriolano? ¿No trata de procurarnos “satisfacción del espíritu” hasta con la muerte de su Bruto, hasta con la de Porcia que traga carbones ardiendo? También él se dirige a la “racionalidad absoluta” y le pide “apaciguamiento”. Pero Shakespeare es duro de apaciguar. Acepta los sucesos, se somete a la Fuerza, mas no accede a “regocijarse” con la matanza de sus héroes. Hasta el fin habrá de preguntar —“pensando” o no; ¡poco importa!— sobre sus Hamlet, sus Macbeth, sus Lear, y exclamará al verlos degollados por el implacable cuchillo de la Historia: “¡Como perros!” No le resulta “inteligible” que Macbeth no pueda pronunciar “Amén”, aun cuando sea un asesino; un asesino puede tener necesidad de Dios; ¿qué digo?, tiene necesidad de Dios más que ningún otro. De todos sus personajes, sólo el obeso y vinoso Falstaff muere de muerte natural, exclamando: “Dios, Dios”; y eso tampoco es inteligible. Con qué destreza el joven Nietzsche trata de sustraerse a la visión de la historia, con qué habilidad trata de justificar la crueldad de lo racional colocando en el artista trágico una “necesidad de lo horrible”. Pero Shakespeare no tiene “necesidad” de lo horrible; es innecesario inventarlo, lo horrible está allí sin pedirlo; no quiere solamente el aniquilamiento de los tipos más elevados de su humanidad, quiere también que ese aniquilamiento sea considerado “racionalidad absoluta”, que el mal sea considerado “momento necesario”, a fin precisamente de que no quede recurso posible fuera de la razón, que no quede Juez; nada más que la Idea y el espectáculo apaciguador, inteligible, de la agonía. No es que el alma —aun la de Hegel— no se “subleve ante la suerte del héroe” y no se deje ir a la Litanei der Klagen, a la letanía de los elementos; no es que el espectáculo de millones de muertos, de países devastados, de la libertad fusilada, de la inocencia aplastada, de la ruina y del hambre, sea fuente de reflexiones agradables; pero ésas son, dice Hegel, “consideraciones sentimentales”. Sentimentales: ¿de verdad? ¿Es ése su pensamiento verdadero? ¡No; lo que le hace rechazar tales consideraciones es el hecho de ser peligrosas! Peligrosas, porque al dejarse llevar a ellas, ¿cómo impedir que surja este pensamiento: “Si el Ideal existe. .. qué haremos con nuestro yo?”, y se pregunte: ¿no hay nada ni nadie por encima de la Historia y por encima de lo racional, a quien se pueda apelar? ¿No hay nadie que, oponiéndose a Hegel, haya exclamado: No se ha hecho el hombre para la Ley, sino la ley para el hombre?
Para evitar que se comprenda que se trata de un pensamiento —y de un pensamiento que podría fundar su autoridad en un Dios— Hegel finge no ver allí sino una expansión sentimental sobre la ruina de las cosas y los seres, sobre la inestabilidad de las culturas y los imperios, sobre el espectáculo de las cosas que hacen mal y en cuyo devenir veríamos erróneamente el juego del absurdo. Finge ver en acción sólo el egoísmo, o mejor aún los intereses bajos, carnales, del hombre. Pero lo que afecta y lastima a Shakespeare, no es que Macbeth o el joven Hotspur mueran heridos; lo que lastima a Baudelaire en el espectáculo repugnante de la agonía de Delacroix no es que Delacroix muera; sino que mueran “como perros” por el triunfo de una Idea que no toma en cuenta sus personas y se “regocija” de su pérdida; no es que el mal exista, por accidente, provisoriamente y por razones del momento, sino que sea “necesario” y “racional” y “justo”. Si la vida es un relato contado por un idiota, no se debe a que ella rebose de males y horrores, sino a que esos horrores y esos males son la última palabra de la Razón, la cual ha decidido que “lo que se llama felicidad e infortunio no puede ser tomado como momento del orden racional” ; sólo nuestro “sacrificio” es racional, apacigua; sólo él ofrece una “satisfacción” al espíritu. El cuchillo clavado en el corazón es por cierto espantoso, pero no es absurdo en sí mismo; el absurdo sólo comienza con la interdicción de preguntar: “¿Por qué?” ¿Por qué, para qué el “orden racional”? El hecho de preguntar, de esperar que la lógica no resista a un hombre que quiere vivir, ¿por qué no habría de ser un pensamiento? ¿Por qué, en suma, Spiritus flat ubi vult (o también: No ha sido hecho el hombre para el Sábado, sino el Sábado para el hombre) habría de ser una máxima cruel y humillante, en tanto que, por el contrario, “el mal es un momento necesario” sería una máxima apaciguadora? Y si el mal no es sino la Fuerza, si se impone a nosotros sólo porque somos “demasiado pequeños frente a lo general”, ¿por qué prohibirnos la astucia, la violencia?
No me atrevo a esperar haber hecho comprender al lector la significación que atribuyo, a lo largo de estas páginas, a lo que Schopenhauer llamaba “nuestro triste yo”; no me atrevo tampoco a esperar haberle hecho comprender que lo religioso es un pensamiento y que debemos encararlo en tanto es pensamiento (y no en tanto es espíritu fabulador, que también lo es). Felicidad, libertad, infortunio, sentidos y necesidades del hombre no son momentos de lo racional, son momentos de alguna otra cosa. Pero no puede haber respuesta de lo Otro mientras lo racional nos prohíba hasta formular preguntas. Además, no es muy seguro que en el plano, dije, de lo religioso, es decir en aquél en el cual nuestro yo busca una salida y no solamente una explicación, la palabra “pregunta” tenga el mismo sentido que en el plano racional. Quizá lo que se exigía de nosotros no era preguntar, sino otra cosa. ¿Qué? Ante la carencia de toda respuesta “razonable”, comprendemos que cualquiera se haya cansado de esperar, haya renunciado, se haya dicho: “¿Para qué? Más vale renunciar a esto”. Mas el hecho subsiste; aun cuando nadie nos conteste,, no podemos dejar de preguntar. Mientras nuestro yo esté ahí, precisará vivir y lo racional se niega a dejarle vivir; no está hecho para la vida. El espíritu del “yo” formula sus preguntas desde el centro y no desde el exterior de la vida; está íntimamente ligado a la vida, y por medio de su experiencia personal considera los intereses de la vida de la persona. Se puede tratar este problema con ironía, con humor, con angustia, con violencia, con despecho, pero es imposible huirle. La vida postula una respuesta a sus preguntas y, desengañada, recomienza, busca otro camino, otros medios; mas le es imposible renunciar. El humor le es tan útil como la seriedad, la desesperación tan útil como la confianza. Si el viejo mito llamado pecado original tiene sentido, significa: la respuesta existe, pero ya no sabemos preguntar. ¿Lo dice el Libro, o mito sellado? Sin duda; pero también Kafka, como si hubiera debido inventar de nuevo el pensamiento de ese libro y ponerlo a nuestro nivel, en nuestro lenguaje propio de lectores de Hegel y de los diarios. Permítaseme citar su texto, aun cuando se trate de algo muy distinto a un texto; resulta casi molesto encontrar eso en un libro de “literatura”; ¿acaso ese libro lo es? No es posible decidirlo sin malestar; uno queda aturdido; y eso proyecta una viva luz sobre el problema del “abismo” y de la experiencia religiosa:
“—Te engañas sobre la Justicia —le dijo el abate— y sobre ese error se dice en los escritos que preceden a la Ley: “Un centinela está apostado ante la Ley; un hombre viene un día a buscarlo y le pide permiso para entrar. Pero el centinela le dice que no puede dejarle entrar en ese momento. El hombre reflexiona y pregunta entonces si podrá entrar más tarde. “Es posible —dice el centinela— pero no ahora”. El centinela se retira de la puerta abierta como siempre, y el hombre se inclina para mirar hacia el interior. Al verlo, el centinela ríe y dice: “Si tantas ganas tienes, trata de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso; y no soy sino el último de los centinelas. Encontrarás en el interior de cada sala centinelas cada vez más poderosos; a partir del tercero, ni aun yo puedo soportar su vista”. El hombre no había esperado tantas dificultades; había pensado que la Ley debía ser accesible a todo el mundo y en todo tiempo, pero ahora, al observar mejor al centinela, se decide a esperar por lo menos hasta que se le permita entrar. El centinela le da un escabel y le hace sentarse al lado de la puerta. Permanece allí largos años. Multiplica las tentativas para que se le permita entrar y fatiga al centinela con sus ruegos. El centinela le somete a veces a pequeños interrogatorios, le pregunta sobre su aldea y sobre otros muchos temas, pero sólo son preguntas indiferentes como las que formulan los grandes señores y, para terminar, le dice siempre que no quiere dejarle entrar. El hombre, que se ha provisto abundantemente para su viaje de toda clase de provisiones, lo emplea todo, por precioso que sea, para sobornar al centinela. Y el centinela lo toma todo, pero diciendo: “Acepto sólo para que no puedas pensar que has descuidado algo”. Durante sus largos años de espera, el hombre no cesa casi nunca de observar al centinela. Olvida a los otros guardianes, le parece que el primero es el único que le impide entrar en la Ley. Y maldice ruidosamente la crueldad del azar durante los primeros años; más tarde, al envejecer, no hace sino gruñir. Vuelve a la infancia y como en el curso de los largos años en que estudió al centinela ha terminado por conocer hasta las pulgas de su cuello de pieles, ruega a las mismas pulgas que le ayuden a doblegar al guardián. Finalmente su vista se debilita y no sabe si la noche se hace en verdad a su alrededor, o si sus ojos le engañan. Pero ahora discierne en la sombra el resplandor de una luz que brilla a través de la puerta de la Ley. Ya no le queda mucho tiempo de vida. Antes de morir, todos sus recuerdos vienen a apiñarse en su cerebro para imponerle una pregunta que no ha formulado aún. Y, como no puede erguir su cuerpo endurecido, hace señas al guardián para que se acerque. El guardián se ve obligado a inclinarse muchísimo sobre él; pues la diferencia entre las estaturas de ambos se ha modificado extremadamente: “—¿Qué quieres saber todavía? —pregunta—. Eres insaciable”. “—Si todo el mundo trata de conocer la Ley —dice el hombre— ¿cómo es posible que en tanto tiempo nadie más que yo te haya pedido permiso para entrar?”. El guardián ve que el hombre está próximo a su fin y, para llegar a su tímpano muerto, le ruge al oído: “—Nadie más que tú tenía derecho a entrar aquí, pues esta entrada estaba hecha sólo para ti. Ahora me marcho y cierro”.
—El guardián engañó, pues, al hombre dice en seguida K.
—No te apresures a juzgar —responde el abate... —Te he relatado la historia en el texto de la Escritura. Allí no se dice que el hombre haya sido engañado”.
En efecto. Y por otra parte Kafka tiene derecho a afirmar que relató su historia en el texto de la Escritura. Su historia expresa, con notable felicidad de intuición, el zumo, el pensamiento más profundo y más secreto del Viejo Libro. Ella reúne en un solo huso la trama, un poco dispersa de estos singulares pensamientos: “Llamad y se os abrirá” y “El reino de los cielos pertenece a los violentos”. Estamos más allá del bien y del mal; la ética está abolida; abolida la barrera entre lo sacro y lo profano; la puerta de lo sacro está abierta para cada uno de nosotros, y para cada uno de nosotros sólo; está defendida por un solo centinela, sin otro poder que el temor que por él sentimos, el cual no es otra cosa que el saber que disponemos de lo posible y de lo imposible. Bastaría, al parecer, una simple iniciativa, un poco de audacia, de menosprecio del peligro. Mas el hombre no pasará la puerta abierta para él solo únicamente, porque cree que la audacia es culpa. Sólo en un tímpano muerto recibe al fin la verdad, esa verdad sobre sí mismo que no supo escuchar con el tímpano vivo.
“En otro tiempo no podía comprender por qué no recibía respuesta a mis preguntas”, había escrito Franz Kafka.

Baudelaire et l’expérience du gouffre.
Traducción de Alfredo Juan J. Weiss.
Revista Sur, año XVI, noviembre de 1947.

NOTA:
Me atengo particularmente a El Proceso; la experiencia de El Castillo es de un orden muy diferente, extraño al pensamiento de Baudelaire.