MÉNAGE À TROIS
Por
mucho que lo intenté no pude ver el rostro del chófer, algo así como un cosaco
que conducía nuestro auto. Junto a mí viajaba una mujer enlutada de una
distinción de diosa, de una palidez de alba. No la conocía. Pero sentía
despertarse mi piel empapada de lujuria. Atravesábamos un paisaje sin cielo,
sin cielo hasta perderse de vista. La tierra se hallaba cubierta de flores
negras que exhalaban un penetrante aroma a alcoba de mujer.
Mi
desconocida mandó detener al chófer junto a un gran lago repleto, un lagrimal
repleto de angustia. “Este es –me dijo- el lagrimal repleto lago de angustia”.
No le hice caso, ocupado como me hallaba ahora en besarle el pecho entre los
senos que ella ocultaba con las manos, llorando sin consuelo, sin fuerzas casi
para defenderse de mi lascivia.
Hasta
nosotros llegó el chófer con la gorra en la mano no sé a qué. Creí reconocer su
rostro y ya no me cupo duda sobre su personalidad cuando con una sonrisa
exclamó: “Lago, amigo mío”. Loco de contento repuse: “Eres tú, mío lago amigo
viejo lagrimal”. Con que alborozo nos acogimos, abrazándonos con una alegría de
resurrección de los muertos.
Junto
a nosotros acababa de detenerse un entierro. Amortajada en el ataúd yacía la
dama desconocida de momentos antes. ¡Pálida flor de carne sin saber cantar! Aún
resbalaba por su mejilla la última lágrima detenida milagrosamente en el pómulo
como un pájaro en la rama.
Mi
amigo se precipitó a ella y la besó frenéticamente en los labios, en los labios
que de lívidos fueron insensiblemente transformándose en verdes, luego en
rojos, luego en fuego, luego en infierno.
Comencé
a sentir un odio mortal por el chófer que ya no era mi amigo. Comencé a sentir
una repugnancia sin límites por aquel gusto de limón en llamas que debían dejar
en sus labios los labios insepultos de la desconocida.
PALACIO
DE HIELO
Los
charcos formaban un dominó decapitado de edificios de los que uno es el torreón
que me contaron en la infancia de una sola ventana tan alta como los ojos de
madre cuando se inclinan sobre la cuna.
Cerca
de la puerta pende un ahorcado que se balancea sobre el abismo cercado de
eternidad, aullando de espacio. Soy Yo. Es mi esqueleto del que ya no quedan
sino los ojos. Tan pronto me sonríen, tan pronto me bizquean, tan pronto SE ME
VAN A COMER UNA MIGA DE PAN EN EL INTERIOR DEL CEREBRO. La ventana se abre y
aparece una dama que se da polisoir en las uñas. Cuando las considera
suficientemente afiladas me saca los ojos y los arroja a la calle.
Quedan
mis órbitas solas sin mirada, sin deseos, sin mar, sin polluelos, sin nada;
Una
enfermera viene a sentarse a mi lado en la mesa del café. Despliega un
periódico de 1856 y lee con voz emocionada:
“Cuando
los soldados de Napoleón entraron en Zaragoza en la VIL ZARAGOZA, no
encontraron más que viento por las desiertas calles. Sólo en un charco croaban
los ojos de Luis Buñuel. Los soldados de Napoleón los remataron a bayonetazos.”
Poesía surrealista en español. Ángel Pariente.
Paris, Éditions La Sirène, 2002.