domingo, 3 de marzo de 2019

André Suarès y Ricardo Baeza: Cervantes

CERVANTES
Don Quijote

Ahí viene el santo de la justicia, Don Quijote, el más noble de los hombres y el más sencillo.
Cree como un niño; pero nacido de padres tan puros que no puede creer en nada impuro; y todas sus creencias constituyen un sistema de pureza. La fealdad del mundo no le alcanza; él se siente con fuerzas para corregirla. ¡Es tan valeroso! No perdiendo jamás el ánimo, no pierde nunca la confianza: es un prodigio de buena voluntad y la enseña de toda esperanza. Tiene idea del paraíso y de que podría florecer en esta tierra. ¡Sería tan fácil, sólo con que todos los hombres fuesen como él! Pero ni siquiera pide tanto: basta con que los príncipes y los grandes del siglo le confíen la policía del género humano. Un Don Quijote aquí, otro allá, un caballero de la misma orden en cada provincia, y no tendrá ya que avergonzarse Dios de su reino: paz a todos, gracias a los hombres de buena voluntad.
Sencillo como un niño, no se sabe, sin embargo, lo sabio que es, y cuan nutrido de exquisita erudición. Sería un doctor, si no fuese demasiado honrado para tener trazas de pedante. No enseña más que con el ejemplo. Y si, a veces, alecciona, es con una modestia de doncella, porque la solicitan que hable y le ruegan levante un poco su velo. No obstante, ¡qué suave orgullo esconde así! El júbilo de servir hasta la muerte, y quizás mejor que nadie, todo lo que vale la pena de ser servido.
Ha leído mucho y aprendido mucho. Pero ha hecho de todo un zumo de humanidad. De él lleva una redoma inagotable en el arzón de su silla: es su elixir de buena vida, remedio a toda herida: el bálsamo de Fierabrás para los papanatas; pero, en secreto, el filtro de Conciencia altiva(1). Porque este gran guerrero va casi desarmado. No lleva armas de fuego, ni pistola, ni arcabuz: desprecia toda esa artillería engañosa. No va provisto de ponzoñas ni de máquinas diabólicas, para demostrar la bondad de su doctrina. Solo tiene su elixir de humanidad, que escancia al primero que llega. Él, ayuna, con una santa sonrisa. Jamás hubo sonrisa más encantadora que la del héroe descarnado, de piel amarillenta que agujerean los huesos, de mejillas cetrinas como un zapato viejo, y de fuertes ojos negros, hundidos bajo la frente, esos ojos que han visto tanto la miseria del mundo para olvidarla, para curarla, para vengarla o purificarla. Los ojos de Don Quijote son los clavos de la Cruz en un rostro de polichinela. ¿Y quién sabe si no es Don Quijote la cruz a caballo, divina y escarnecida? El éxito le tiene sin cuidado; el sólo piensa en la victoria eterna.
Y Don Quijote, jinete en su sublime rocín, que es la quimera entre las gentes a pie, ¿de dónde saca tanta hermosura y excelencia? ¿De dónde, ese aire tan verdadero, tan santo y, aun en la carcajada, una expresión tan noble? ¿De qué provienen tanta certidumbre y buena majestad, que ni siquiera alteran las risotadas de la canalla y la amenaza de los políticos? ¿De dónde, si no es que Don Quijote es el Gran Cervantes mismo en armadura de caballero andante?
Venid, pues, sublime manco de la guerra justa. Venid, soldado de Lepanto, que perdisteis un brazo en la batalla por Jesús contra los Bárbaros y los Turcos. Venid, vos a quien pagaron vuestro genio y vuestros servicios con la ingratitud de los reyes, la miseria en la casa, todas las pequeñeces de la vida en familia y todas las bajezas de la envidia, del odio y del silencio, armas habituales de los autores. Los hombres de letras os han condenado al Santo Oficio.
Heos aquí. Ya no os distingo, Don Quijote y Cervantes. Tan hermosos sois el uno como el otro. Vuestra grandeza es inimitable: debería hacer llorar y hace reír. Nada bajo puede mantenerse ante vosotros: Cervantes se burla o se indigna; y Don Quijote arremete, con su gran alma, que lanza ante sí como una guadaña.

Don Quijote es el delirio de la justicia, porque todo es delirio en un sentimiento absoluto. El amor más bello del mundo es un delirio por el instinto que asegura la especie y no pretende más.
Don Quijote ama tanto la justicia, que es la medida de todo derecho. Un sentimiento divino anima este luengo saco de pergamino y huesos. Es el legajo vivo de los pobres, de los oprimidos y de los dolientes. Pero no aboga: arremete, con la espada en alto, contra el mal triunfante, como un arcángel: su padre se llama Miguel. La fuerza maligna es el dragón.
Él es el justiciero. Sabe el derecho: lo dice. Y lo hace: obra.
Es el adalid de toda causa que la fuerza oprime. Sólo ama la paz, que es el reino de la justicia: la ofrece a todos, y no la alcanza nunca.
Y, solo, armado de una tranca, cubierto con una bacía de barbero, montado en un rocín, sabe que es más fuerte que todos los poderes de la tierra, que todos los hechiceros de la violencia y todos los demonios del infierno. ¡Oh fuerza de las fuerzas, tu nombre es corazón!
Decir el derecho, habitualmente, no es decir la equidad, sino la regla establecida por la sociedad de los hombres. Esta regla es una compensación de intereses, y el interés común es su patrón. Pero más allá de este mundo reglamentado, está el reino de Dios. Jesús condena los tribunales, pues la caridad divina no tiene pacto con todas las flaquezas y miserias de la justicia entre los hombres: miserias lúgubres y, a veces, de una fealdad tan insolente, que dan a la justicia una faz de muerta.
En una palabra, la historia del derecho no es la historia de lo justo, sino el progreso doloroso de la justicia hacia la equidad, del hombre egoísta al hombre que lo es menos, es decir: del animal al hombre.
Don Quijote es el caballero andante de la santa equidad, que es la caridad perfecta: pero la caridad fundada en la razón.
Ved como se afana y pena, y siempre con tanto agrado y dulzura. El Caballero de la Triste Figura es la sombra grotesca de Dios en el hombre. Es el hombre de dolor que hace reír. La risa, a menudo, desarma a los malvados.
Le burlan, le tunden, lo escarnecen. Y se le quiere. Se le venera. Es sapientísimo, y le creen simple. Le tratan de loco, y se asombra uno de su cordura. Poco falta para que se le rece y adore. Sólo un galeote o un doctor en teología pueden enmendarle la plana.
Cervantès, Émile-Paul Frères, 1916.
Traducción de RICARDO BAEZA.
Revista Sur, año XVI, diciembre de 1947.

NOTA:
1. Juego de palabras intraducible sobre Fier-à-bras y Fière-conscience.




Voici venir le saint de la justice, Don Quichotte, le plus noble des hommes et le plus simple.
Il croit comme un enfant; mais né de parents si purs, qu'il ne peut croire à rien que de pur ; et toutes ses croyances font un système de pureté. La laideur du monde ne l'atteint pas : il se sent la force de la corriger. Il a tant de courage ! Ne perdant jamais coeur, il ne perd jamais l'espérance : il est un prodige de bonne volonté et l'enseigne de tout espoir. Il a idée du paradis, et qu'il pourrait fleurir sur cette terre : il s'en manque de peu, et que tous les hommes soient seulement comme lui. Il n'en demande même pas tant : il suffit que les princes et les grands du siècle lui confient la police du genre humain. Un Don Quichotte par ci par là, un chevalier du même ordre dans chaque province, et Dieu n'aura plus à rougir de son royaume : la paix à tous, grâce aux hommes de bonne volonté.
Simple comme un enfant, on ne sait pourtant pas combien il est sage, et tout nourri d'exquise érudition. Il serait un docteur, s'il n'était trop honnête homme pour avoir trace de pédant. Il n'enseigne rien que par l'exemple. Et s'il fait leçon, c'est avec une modestie de jeune fille, parce qu'on la sollicite de parler, et qu'on la prie de lever un peu son voile. Néanmoins, que de suave orgueil il cache ainsi : le contentement de servir jusqu'à la mort, et peut-être mieux qu'un autre, tout ce qui vaut d'être servi.
Il a beaucoup lu et beaucoup appris. Mais il a fait de tout un lait d'humanité. Il en porte un flacon inépuisable à l'arçon de la selle : c'est son élixir de bonne vie, remède à toute blessure : l'onguent de Fier-à-bras pour les badauds ; mais en secret le philtre de Fière-conscience. Car ce grand guerrier est presque désarmé. Il n'a point d'armes à feu, ni pistolet ni arquebuse : il méprise cette artillerie trompeuse. Il n'est point fourni de poisons et d'engins diaboliques, pour prouver la bonté de sa doctrine. Il n'a que son lait d'humanité, là, qu'il verse en nourriture à tout venant. Et lui-même, il jeûne avec un saint sourire. Jamais sourire ne fut plus charmant, que celui du héros décharné, à la peau jaune percée des os, aux joues brunes comme un vieux soulier, et aux forts yeux noirs, enfoncés sous le front, ces yeux qui ont tant vu la misère du monde pour l'oublier, pour la guérir, pour la venger ou la purifier. Les yeux de Don Quichotte sont les clous de la Croix dans un visage de marotte. Et qui sait si Don Quichotte n'est pas la croix à cheval, divine et bafouée? Le succès ne lui est rien du tout : il ne pense qu'à l'éternelle victoire.
Et Don Quichotte sur sa sublime rosse, qui est la chimère parmi les gens de pied, d'où tire-t-il tant de beauté et d'excellence ? où prend-il cet air si vrai, si saint, et jusque dans l'éclat de rire une mine si noble ? d'où lui vient tant de certitude et de bonne majesté, que n'altère même pas la risée de la canaille et la menace des politiques ? d'où, sinon que Don Quichotte est le Grand Cervantès lui-même en armure de chevalier.
Venez donc, sublime manchot de la guerre juste. Venez, soldat de Lépante, qui avez perdu un bras dans la bataille pour Jésus contre les Barbares et les Turcs. Venez, vous qui avez été payé de votre génie et de vos services par l'ingratitude des rois, la misère à la maison, toutes les niaiseries de la vie en famille et toutes les bassesses de l'envie, de la haine et du silence, armes ordinaires des auteurs. Les gens de lettres vous ont dénoncé au Saint- Office.
Vous voici. Je ne vous distingue plus, Don Quichotte et Cervantès. Vous êtes aussi beaux l'un que l'autre. Votre grandeur est inimitable : elle devrait faire pleurer, et elle fait rire. Rien de bas ne peut tenir devant vous : Cervantès se moque ou s'indigne; et Don Quichotte court sus, avec sa grande âme qu'il lance devant soi comme une faulx.

Don Quichotte est le délire de la justice, parce que tout est délire dans un sentiment absolu. Le plus bel amour du monde est un délire pour l'instinct qui assure l'espèce et ne prétend pas plus.
Don Quichotte aime tant la justice qu'il est la mesure de tout droit. Un sentiment divin anime ce long sac d'os et de parchemin. Il est le dossier vivant des pauvres, des offensés et des souffrants. Or il ne plaide pas : il fond, l'épée haute, sur le mal triomphant, comme un archange : son père a nom Michel. La force méchante est le dragon.
Il est le justicier. Il sait le droit : il le dit. Et il le fait : il agit.
Il est le chevalier de toute cause que la force opprime. Il n'aime que la paix, qui est le royaume de la justice : il l'offre à tous, et ne l'a jamais.
Et lui, tout seul, armé d'une latte, coiffe d'un pot à barbe, monté sur une rosse, il sait qu'il est plus fort que toutes les puissances de la terre, que tous les sorciers de la violence, et tous les démons de l'enfer. force des forces, ton nom est le grand coeur.
Dire le droit, ordinairement, n'est pas dire l'équité, mais la règle établie par la société des hommes. Cette règle est une compensation des intérêts ; et l'intérêt commun en est l'étalon. Mais au delà de ce monde réglé, il va le royaume de Dieu. Jésus condamne les tribunaux, parce que la charité divine n'a point de pacte avec toutes les infirmités de la justice entre les hommes : infirmités lugubres et parfois si insolemment vilaines qu'elles font à la justice la figure d'une morte.
Au total, l'histoire du droit n'est pas l'histoire du juste, mais le progrès douloureux de la justice à l'équité, de l'homme égoïste à l'homme qui l'est moins, enfin de la bête à l'homme.
Don Quichotte est le chevalier de la sainte équité, qui est la charité parfaite : mais la charité fondée sur la raison.
Voyez comme il peine, et toujours avec tant de bonne grâce et de douceur. Le Chevalier de la Triste Figure est l'ombre bouffonne de Dieu dans l'homme. Il est l'homme de douleur qui fait rire. Par le rire, souvent, les méchants sont désarmés.
On le joue, on le berne, on le bafoue. On l'assomme. Et on l'aime. On le vénère. Il est très sage, et on le croit candide. On le traite de fou, et l'on s'étonne de sa raison. Peu s'en faut qu'on ne le prie et qu'on ne l'adore. Il n'y a qu'un forçat ou un docteur en théologie pour lui faire la leçon.