CERVANTES
Don Quijote
Ahí viene el santo de la justicia, Don Quijote, el más
noble de los hombres y el más sencillo.
Cree como un niño; pero nacido de padres tan puros
que no puede creer en nada impuro; y todas sus creencias constituyen un sistema
de pureza. La fealdad del mundo no le alcanza; él se siente con fuerzas para
corregirla. ¡Es tan valeroso! No perdiendo jamás el ánimo, no pierde nunca la
confianza: es un prodigio de buena voluntad y la enseña de toda esperanza.
Tiene idea del paraíso y de que podría florecer en esta tierra. ¡Sería tan fácil,
sólo con que todos los hombres fuesen como él! Pero ni siquiera pide tanto:
basta con que los príncipes y los grandes del siglo le confíen la policía del género
humano. Un Don Quijote aquí, otro allá, un caballero de la misma orden en cada
provincia, y no tendrá ya que avergonzarse Dios de su reino: paz a todos,
gracias a los hombres de buena voluntad.
Sencillo como un niño, no se sabe, sin embargo, lo
sabio que es, y cuan nutrido de exquisita erudición. Sería un doctor, si no
fuese demasiado honrado para tener trazas de pedante. No enseña más que con el
ejemplo. Y si, a veces, alecciona, es con una modestia de doncella, porque la
solicitan que hable y le ruegan levante un poco su velo. No obstante, ¡qué
suave orgullo esconde así! El júbilo de servir hasta la muerte, y quizás mejor
que nadie, todo lo que vale la pena de ser servido.
Ha leído mucho y aprendido mucho. Pero ha hecho de
todo un zumo de humanidad. De él lleva una redoma inagotable en el arzón de su
silla: es su elixir de buena vida, remedio a toda herida: el bálsamo de Fierabrás
para los papanatas; pero, en secreto, el filtro de Conciencia altiva(1). Porque
este gran guerrero va casi desarmado. No lleva armas de fuego, ni pistola, ni
arcabuz: desprecia toda esa artillería engañosa. No va provisto de ponzoñas ni
de máquinas diabólicas, para demostrar la bondad de su doctrina. Solo tiene su
elixir de humanidad, que escancia al primero que llega. Él, ayuna, con una
santa sonrisa. Jamás hubo sonrisa más encantadora que la del héroe descarnado,
de piel amarillenta que agujerean los huesos, de mejillas cetrinas como un
zapato viejo, y de fuertes ojos negros, hundidos bajo la frente, esos ojos que
han visto tanto la miseria del mundo para olvidarla, para curarla, para
vengarla o purificarla. Los ojos de Don Quijote son los clavos de la Cruz en un
rostro de polichinela. ¿Y quién sabe si no es Don Quijote la cruz a caballo,
divina y escarnecida? El éxito le tiene sin cuidado; el sólo piensa en la
victoria eterna.
Y Don Quijote, jinete en su sublime rocín, que es la
quimera entre las gentes a pie, ¿de dónde saca tanta hermosura y excelencia? ¿De
dónde, ese aire tan verdadero, tan santo y, aun en la carcajada, una expresión
tan noble? ¿De qué provienen tanta certidumbre y buena majestad, que ni
siquiera alteran las risotadas de la canalla y la amenaza de los políticos? ¿De
dónde, si no es que Don Quijote es el Gran Cervantes mismo en armadura de
caballero andante?
Venid, pues, sublime manco de la guerra justa.
Venid, soldado de Lepanto, que perdisteis un brazo en la batalla por Jesús
contra los Bárbaros y los Turcos. Venid, vos a quien pagaron vuestro genio y
vuestros servicios con la ingratitud de los reyes, la miseria en la casa, todas
las pequeñeces de la vida en familia y todas las bajezas de la envidia, del
odio y del silencio, armas habituales de los autores. Los hombres de letras os
han condenado al Santo Oficio.
Heos aquí. Ya no os distingo, Don Quijote y
Cervantes. Tan hermosos sois el uno como el otro. Vuestra grandeza es
inimitable: debería hacer llorar y hace reír. Nada bajo puede mantenerse ante
vosotros: Cervantes se burla o se indigna; y Don Quijote arremete, con su gran
alma, que lanza ante sí como una guadaña.
Don Quijote es el delirio de la justicia, porque
todo es delirio en un sentimiento absoluto. El amor más bello del mundo es un
delirio por el instinto que asegura la especie y no pretende más.
Don Quijote ama tanto la justicia, que es la medida
de todo derecho. Un sentimiento divino anima este luengo saco de pergamino y
huesos. Es el legajo vivo de los pobres, de los oprimidos y de los dolientes.
Pero no aboga: arremete, con la espada en alto, contra el mal triunfante, como
un arcángel: su padre se llama Miguel. La fuerza maligna es el dragón.
Él es el justiciero. Sabe el derecho: lo dice. Y lo
hace: obra.
Es el adalid de toda causa que la fuerza oprime. Sólo
ama la paz, que es el reino de la justicia: la ofrece a todos, y no la alcanza
nunca.
Y, solo, armado de una tranca, cubierto con una bacía
de barbero, montado en un rocín, sabe que es más fuerte que todos los poderes
de la tierra, que todos los hechiceros de la violencia y todos los demonios del
infierno. ¡Oh fuerza de las fuerzas, tu nombre es corazón!
Decir el derecho, habitualmente, no es decir la
equidad, sino la regla establecida por la sociedad de los hombres. Esta regla
es una compensación de intereses, y el interés común es su patrón. Pero más allá
de este mundo reglamentado, está el reino de Dios. Jesús condena los
tribunales, pues la caridad divina no tiene pacto con todas las flaquezas y
miserias de la justicia entre los hombres: miserias lúgubres y, a veces, de una
fealdad tan insolente, que dan a la justicia una faz de muerta.
En una palabra, la historia del derecho no es la
historia de lo justo, sino el progreso doloroso de la justicia hacia la
equidad, del hombre egoísta al hombre que lo es menos, es decir: del animal al
hombre.
Don Quijote es el caballero andante de la santa
equidad, que es la caridad perfecta: pero la caridad fundada en la razón.
Ved como se afana y pena, y siempre con tanto agrado
y dulzura. El Caballero de la Triste Figura es la sombra grotesca de Dios en el
hombre. Es el hombre de dolor que hace reír. La risa, a menudo, desarma a los
malvados.
Le burlan, le tunden, lo escarnecen. Y se le quiere.
Se le venera. Es sapientísimo, y le creen simple. Le tratan de loco, y se
asombra uno de su cordura. Poco falta para que se le rece y adore. Sólo un
galeote o un doctor en teología pueden enmendarle la plana.
Cervantès, Émile-Paul Frères, 1916.
Traducción de RICARDO BAEZA.
Traducción de RICARDO BAEZA.
Revista Sur, año XVI, diciembre de 1947.
NOTA:
1. Juego de palabras intraducible sobre Fier-à-bras y Fière-conscience.
Voici
venir le saint de la justice, Don Quichotte, le plus noble des hommes et le plus
simple.
Il
croit comme un enfant; mais né de parents si purs, qu'il ne peut croire à rien que
de pur ; et toutes ses croyances font un système de pureté. La laideur du monde
ne l'atteint pas : il se sent la force de la corriger. Il a tant de courage ! Ne
perdant jamais coeur, il ne perd jamais l'espérance : il est un prodige de bonne
volonté et l'enseigne de tout espoir. Il a idée du paradis, et qu'il pourrait fleurir
sur cette terre : il s'en manque de peu, et que tous les hommes soient seulement
comme lui. Il n'en demande même pas tant : il suffit que les princes et les grands
du siècle lui confient la police du genre humain. Un Don Quichotte par ci par là,
un chevalier du même ordre dans chaque province, et Dieu n'aura plus à rougir de
son royaume : la paix à tous, grâce aux hommes de bonne volonté.
Simple
comme un enfant, on ne sait pourtant pas combien il est sage, et tout nourri
d'exquise érudition. Il serait un docteur, s'il n'était trop honnête homme pour
avoir trace de pédant. Il n'enseigne rien que par l'exemple. Et s'il fait leçon,
c'est avec une modestie de jeune fille, parce qu'on la sollicite de parler, et qu'on
la prie de lever un peu son voile. Néanmoins, que de suave orgueil il cache ainsi
: le contentement de servir jusqu'à la mort, et peut-être mieux qu'un autre,
tout ce qui vaut d'être servi.
Il
a beaucoup lu et beaucoup appris. Mais il a fait de tout un lait d'humanité. Il
en porte un flacon inépuisable à l'arçon de la selle : c'est son élixir de bonne
vie, remède à toute blessure : l'onguent de Fier-à-bras pour les badauds ; mais
en secret le philtre de Fière-conscience. Car ce grand guerrier est presque
désarmé. Il n'a point d'armes à feu, ni pistolet ni arquebuse : il méprise cette
artillerie trompeuse. Il n'est point fourni de poisons et d'engins diaboliques,
pour prouver la bonté de sa doctrine. Il n'a que son lait d'humanité, là, qu'il
verse en nourriture à tout venant. Et lui-même, il jeûne avec un saint sourire.
Jamais sourire ne fut plus charmant, que celui du héros décharné, à la peau
jaune percée des os, aux joues brunes comme un vieux soulier, et aux forts yeux
noirs, enfoncés sous le front, ces yeux qui ont tant vu la misère du monde pour
l'oublier, pour la guérir, pour la venger ou la purifier. Les yeux de Don Quichotte
sont les clous de la Croix dans un visage de marotte. Et qui sait si Don Quichotte
n'est pas la croix à cheval, divine et bafouée? Le succès ne lui est rien du tout
: il ne pense qu'à l'éternelle victoire.
Et
Don Quichotte sur sa sublime rosse, qui est la chimère parmi les gens de pied, d'où
tire-t-il tant de beauté et d'excellence ? où prend-il cet air si vrai, si saint,
et jusque dans l'éclat de rire une mine si noble ? d'où lui vient tant de certitude
et de bonne majesté, que n'altère même pas la risée de la canaille et la menace
des politiques ? d'où, sinon que Don Quichotte est le Grand Cervantès lui-même en
armure de chevalier.
Venez
donc, sublime manchot de la guerre juste. Venez, soldat de Lépante, qui avez perdu
un bras dans la bataille pour Jésus contre les Barbares et les Turcs. Venez, vous
qui avez été payé de votre génie et de vos services par l'ingratitude des rois,
la misère à la maison, toutes les niaiseries de la vie en famille et toutes les
bassesses de l'envie, de la haine et du silence, armes ordinaires des auteurs. Les
gens de lettres vous ont dénoncé au Saint- Office.
Vous
voici. Je ne vous distingue plus, Don Quichotte et Cervantès. Vous êtes aussi beaux
l'un que l'autre. Votre grandeur est inimitable : elle devrait faire pleurer, et
elle fait rire. Rien de bas ne peut tenir devant vous : Cervantès se moque ou s'indigne;
et Don Quichotte court sus, avec sa grande âme qu'il lance devant soi comme une
faulx.
Don
Quichotte est le délire de la justice, parce que tout est délire dans un sentiment
absolu. Le plus bel amour du monde est un délire pour l'instinct qui assure l'espèce
et ne prétend pas plus.
Don
Quichotte aime tant la justice qu'il est la mesure de tout droit. Un sentiment divin
anime ce long sac d'os et de parchemin. Il est le dossier vivant des pauvres,
des offensés et des souffrants. Or il ne plaide pas : il fond, l'épée haute, sur
le mal triomphant, comme un archange : son père a nom Michel. La force méchante
est le dragon.
Il
est le justicier. Il sait le droit : il le dit. Et il le fait : il agit.
Il
est le chevalier de toute cause que la force opprime. Il n'aime que la paix, qui
est le royaume de la justice : il l'offre à tous, et ne l'a jamais.
Et
lui, tout seul, armé d'une latte, coiffe d'un pot à barbe, monté sur une rosse,
il sait qu'il est plus fort que toutes les puissances de la terre, que tous les
sorciers de la violence, et tous les démons de l'enfer. force des forces, ton nom
est le grand coeur.
Dire
le droit, ordinairement, n'est pas dire l'équité, mais la règle établie par la société
des hommes. Cette règle est une compensation des intérêts ; et l'intérêt commun
en est l'étalon. Mais au delà de ce monde réglé, il va le royaume de Dieu.
Jésus condamne les tribunaux, parce que la charité divine n'a point de pacte avec
toutes les infirmités de la justice entre les hommes : infirmités lugubres et parfois
si insolemment vilaines qu'elles font à la justice la figure d'une morte.
Au
total, l'histoire du droit n'est pas l'histoire du juste, mais le progrès douloureux
de la justice à l'équité, de l'homme égoïste à l'homme qui l'est moins, enfin de
la bête à l'homme.
Don
Quichotte est le chevalier de la sainte équité, qui est la charité parfaite : mais
la charité fondée sur la raison.
Voyez
comme il peine, et toujours avec tant de bonne grâce et de douceur. Le Chevalier
de la Triste Figure est l'ombre bouffonne de Dieu dans l'homme. Il est l'homme de
douleur qui fait rire. Par le rire, souvent, les méchants sont désarmés.
On
le joue, on le berne, on le bafoue. On l'assomme. Et on l'aime. On le vénère. Il
est très sage, et on le croit candide. On le traite de fou, et l'on s'étonne de
sa raison. Peu s'en faut qu'on ne le prie et qu'on ne l'adore. Il n'y a qu'un forçat
ou un docteur en théologie pour lui faire la leçon.