LA MATANZA DE SAN BARTOLOMÉ
De todas las fechas históricas que dejaron
profundas cicatrices en la memoria de la humanidad, el 24 de agosto de 1572 es
la que más han explotado las pasiones de los partidos políticos y religiosos.
Comprendieron que el legítimo horror que se apodera del alma cristiana ante el
recuerdo de esos atroces derramamientos de sangre humana les dejaba vía libre a
sus declamaciones, y lo aprovecharon para aislar el hecho en sí de las causas y
excitaciones que lo produjeron, a fin de representarlo como la explosión
gratuita de un fanatismo insensato. No discutiremos el número de asesinatos de
aquella noche sangrienta. Es evidente que ha sido exagerado más allá de toda verosimilitud
por los narradores enemigos del catolicismo. Por lo que a nosotros respecta,
siempre hay demasiadas víctimas, y no creemos que las tablas aritméticas sean
apropiadas en asuntos de este tipo. No se trata de rehabilitar la San
Bartolomé, como se dice. No se puede justificar una matanza. Pero se debe
permitir que consideremos sospechosa la compasión de los historiadores que, mientras
derraman todas sus lágrimas por los protestantes asesinados por los católicos,
no tienen ninguna para las cien veces más numerosas víctimas de la furia de los
hugonotes; y aunque ésta sea una de esas temibles crisis a las que conducen los
errores de los pueblos que son expiados en la inmolación, no debe por eso el
escritor impedir que sólo hable la verdad.
En este punto se presenta la opinión que ha
intentado establecer, en trabajos recientes, que la corte permaneció ajena a
las ejecuciones de San Bartolomé, y sobre todo a cualquier idea de
premeditación y plan que se extendiera a toda Francia. Se ha demostrado que
muchas de las respuestas teatrales atribuidas a los gobernadores de ciertas
ciudades, que, según se dice, se negaron indignados a obedecer las órdenes de
matar que supuestamente habían recibido, son puras invenciones retóricas}, cuya
fuente sería inútil buscar en un documento positivo. En Reims, en 1579, cinco
años después de los sucesos de París, se publicó un panfleto rabioso titulado Le
tocsain contre les massacreurs [El
toque a rebato contra los asesinos]. Contiene las siguientes líneas, que
muestran claramente que no se acusaba a Carlos IX de haber enviado una especie
de circular de matanza a todos sus lugartenientes provinciales, aunque la
venganza llevada a cabo en la capital contra los enemigos de la religión
nacional haya inspirado, por aquí y por allá, terribles imitaciones en otras
partes de Francia: “Esto también aumenta el crimen, porque él (el rey) eligió
su capital para hacer correr allí la sangre inocente de esta manera, de la que
ya estaba demasiado sedienta, para que a su ejemplo las otras ciudades hicieran
lo mismo”. Está claro que si la
ejecución en masa de todos los hugonotes del reino hubiera sido ordenada para
el 24 de agosto por la corte, y hubiera provocado la heroica resistencia
mencionada en demasiadas obras modernas, semejante orden, en tales
circunstancias, no podría haber permanecido secreta. El secreto, después del
éxito, ni siquiera habría sido necesario. En todo caso, si el público hubiera
acusado al rey de ese refinamiento de la crueldad, el autor del Tocsain no habría dejado de señalarlo e
incluso de exagerar los colores para las necesidades de su tesis, que consistía
en incitar la coalición de los soberanos protestantes contra Francia. Estas
razones y muchas otras, por no hablar de la ausencia de pruebas que apoyen la
opinión contraria, nos parecen relegarla a la categoría de fábula. Por otra
parte, es seguro que el día de San Bartolomé en París estaba suficientemente en
consonancia con las opiniones de la corte, ya que decapitó la Reforma matando a
sus líderes más influyentes, y que la corte no tenía ningún interés en ordenar
una matanza general que fuera proporcional a los peligros de una empresa
semejante. En cuanto a la preparación del complot que ensangrentó París, no
parece haber duda de que Catalina y Carlos IX desempeñaron en él un papel
activo y principal, y que si, como sostiene el texto protestante antes citado,
la ciudad estaba ya demasiado sedienta de
sangre hugonote, fue el Louvre quien le dio permiso al odio público y
favoreció su estallido.
El primer testigo de esta verdad fue Carlos
IX. Él no renegó en absoluto del día de San Bartolomé. Al contrario, lo
presentó como un justo castigo por las conspiraciones urdidas contra su vida y
su corona. Cuando la embajadora francesa en la corte inglesa compareció ante
Isabel, las noticias de la tragedia del 24 de agosto habían llegado a Windsor.
Ese verdugo con faldas, deseosa aquel día de mostrarse tan hipócrita con los
sentimientos de humanidad como con todas las virtudes de su sexo, dirigió
indignadas palabras al enviado de Carlos. Éste, sin recriminar siquiera las
crueldades de la vestal de Occidente, se contentó con responder que el rey, su
señor, se había visto obligado a cometer el día de San Bartolomé para asegurar
su persona y su Estado. Ciertamente, cuando se cede a las ideas dominantes de
nuestro siglo; cuando no se sacude el yugo del prejuicio histórico, que hace
pasar a los protestantes por una secta puramente religiosa y que sólo aspira a
la tolerancia de su culto; cuando se ignora el carácter enteramente político y
social de la lucha entre la tradición y los innovadores, así como el ardor de
las pasiones que animaron el ataque y la defensa; cuando se quiere juzgar, en
una palabra, desde el punto de vista de una sociedad escéptica, los arrebatos
de una época que parece haber sido la efervescencia de la juventud de la
humanidad, nos parece que la admisión de Carlos IX sobrepasa los límites del
descaro. Ni siquiera se jacta de los excesos de su política, sino que los
relata, alegando que tenían la excusa de la necesidad y la justificación de la
legítima defensa. Es justo que la moral de la historia proteste contra estos
golpes de fuerza de los que está repleta, y que, retrotrayendo momentáneamente
a las sociedades cristianas a la plena barbarie, zanjan mediante el exterminio
debates demasiado largos de resolver. Pero también hay que liberarse de las
banalidades que los prejuicios y la mala fe repiten tan a menudo sobre las
crueldades cometidas en nombre de un Dios de paz y de perdón. No se trata de un
Dios de paz, sino de las atrocidades cometidas por un partido en armas. No se trata
de la libre conciencia ni del libre examen, sino de un pueblo exasperado por la
violación de todas las leyes divinas y humanas que se le había enseñado a amar
y respetar. El progreso de los innovadores en Francia, y allí donde penetraban,
se resume en las palabras de Carlos IX a Coligny: “No hace mucho os
contentabais con ser sufridos por los católicos; ahora pedís ser iguales;
pronto querréis estar solos y nos expulsaréis del reino”. ¿Hubo realmente una
conspiración dirigida por Coligny y sus seguidores contra la corte, y el rey se
limitó a impedir sus efectos oponiendo traición a la traición y adelantándose a
la violencia de sus adversarios? Esto es lo que es imposible establecer con
certeza, pero no es ésa la dificultad. La conspiración del protestantismo es
permanente, en todas las páginas de nuestra historia, desde el día en que el
primer hugonote pisó el suelo de nuestro país. No podía ser de otro modo, y no
debemos cansarnos de repetirlo. La idea de dos cultos que se toleran mutuamente
es una idea totalmente moderna, que los hombres del siglo XVI ni siquiera
podían imaginar. Para ellos, el cristianismo no era un culto, sino la religión,
la verdad, la palabra de Dios; no aceptaban dos religiones, dos verdades o dos
palabras de Dios. Siendo el cristianismo tradicional o católico el alma del
orden social, los innovadores cristianos, que lo acusaban de superstición e
idolatría, atacaban con ello a todo el orden social. Perseguían como impura e
insensata la creencia adoptada por la Iglesia durante dieciséis siglos, y la
misión que se impusieron fue derrocarla. Los hombres en masa no son feroces sin
motivo, y es una explicación fácil atribuir a la influencia de las tinieblas de
la Edad Media las legislaciones tiránicas adoptadas entonces por todos los
príncipes que deseaban implantar la herejía en sus Estados. El artículo 10 de
uno de los edictos de Isabel contra los católicos ordenaba que “cualquiera que intoduzca
en Inglaterra, reciba o retenga cualquier Agnus Dei, rosarios, granos bendecidos,
medallas, crucifijos o cualquier otra cosa bendecida por el Papa sufrirá la
pena de perder todas sus posesiones y será encarcelado de por vida”. Este es el
protestantismo del siglo XVI y las condiciones en las que existía. Como no sólo
no tenía raíces en el corazón del pueblo, sino que violaba todos sus hábitos de
piedad y su sentido del respeto a los antepasados, tuvo que borrar el pasado,
perseguir la tradición en sus manifestaciones más inocentes y, mediante una
inaudita inversión del derecho público y de la conciencia humana, inventar el
crimen del Agnus Dei. Sin duda, la adúltera hija bastarda de Enrique VIII y Ana
de Bolena aportó la dureza de su temperamento y las costumbres paternas a la
codificación de sus rigores. Pero sería un error atribuir la prodigalidad de
las penas en sus códigos contra la Iglesia al capricho de su despotismo. Todos
los monarcas reformados actuaron según los mismos principios, y en ninguna
parte se sintió segura la herejía, mientras un rosario bendecido en Roma
pudiera despertar, en los corazones de los hombres convertidos por la fuerza,
el recuerdo de las oraciones que habían rezado sobre las tumbas de sus padres y
las cunas de sus hijos.
Hay relatos curiosos y horripilantes de las
torturas infligidas por los protestantes a los católicos allí donde una hora de
victoria les permitía siquiera una dictadura pasajera. Por muy reacios que
seamos a remover esos osarios de nuestros antepasados inmolados por las
salvajes pasiones de la herejía, se los ha mantenido demasiado sistemáticamente
en la sombra para que no forme parte de nuestro plan exponerlos a la luz del
día. Esos dolorosos relatos de los martirios del siglo XVI, recogidos en una
obra impresa bajo el título de Theatrum crudelitatum nostri temporis,
son como un anticipo de los actos caníbales que presidieron el nacimiento de la
“libertad” moderna. La misma furia bestial contra los sacerdotes y las mujeres,
la misma imaginación monstruosamente sucia y feroz en la invención de torturas,
el mismo odio satánico contra todo lo que es débil, noble y sagrado. Sólo que
debe reprochárseles a los evangelistas que Lutero y Calvino desataron como una
jauría de tigres sobre Europa que es más espantoso ver propagarse el
cristianismo puro por tales medios y tales ministros que ver a Marat y sus
seguidores precipitándose a la ruina de una sociedad laica. La Reforma no
borrará esta nota de su frente, y servirá eternamente de prueba para
juzgar la verdad de sus doctrinas. Esta
prueba también acabará, esperamos, por confundir las mentiras históricas que han
oscurecido esos hechos, hasta el punto de convertir a los asaltantes armados,
violentos y desenfrenados de la sociedad de su tiempo en inofensivos cantores
de salmos, que sólo buscaban un lugar oscuro para exhalar ante Dios, a su
manera, los suspiros de sus inocentes corazones,
He aquí la traducción de algunos extractos del
Theatrum. Insertaremos los textos traducidos y algunos otros en los
documentos anexos, remitiéndonos para el resto al propio libro, impreso por
Adrien Hubert, Amberes, en 1587, es decir, mientras la guerra religiosa seguía
haciendo estragos en Francia y otros países.
“En la ciudad de Angulema, los herejes,
después de jurar mantener la paz, estrangularon al hermano Michel Grellet,
franciscano, guardián del monasterio de la misma orden, con una cuerda colgada
de un árbol, en presencia de Gaspard de Coligny y toda su cohorte gritando:
¡Viva el Evangelio! Después mataron inhumanamente al hermano Jean Viroleau,
lector del mismo monasterio, tras cortarle los genitales. Al hermano Jean
Avril, un anciano de unos ochenta años, le cortaron la cabeza con un hacha y
arrojaron su cuerpo a las letrinas. Tras ocho meses en un calabozo, el hermano
Pierre Bonneau, doctor en teología, fue ahorcado de un árbol cerca de las
murallas de la ciudad”.
“Los herejes encerraron a treinta católicos en
casa de un habitante de esta misma ciudad de Angulema, llamado Papin, y a
algunos de ellos los ataron de a dos. Luego, habiéndolos privado de todo
alimento, los dejaron languidecer, para que la furia del hambre los impulsara a
desgarrarse y devorarse unos a otros, y así murieron en medio de terribles
sufrimientos. Por último, ataron a algunos de esos desgraciados a tocones;
luego, encendiendo un pequeño fuego bajo ellos, los dejaron presa de un
tormento indecible consumirse lentamente por la acción de las llamas”.
“Los auxiliares hugonotes, que ocupaban
militarmente la ciudad de Montbrun, visitaban a menudo a una señora honesta y
virtuosa llamada Marendat, que vivía cerca. Como era de carácter gentil y afable, los recibía
con toda la urbanidad posible y los trataba con generosidad, con la esperanza
de ablandarlos con sus buenos oficios y para que no hicieran daño ni a sus
vasallos ni a ella misma. Pero estos bárbaros, habiendo rechazado todo sentido
de moderación y humanidad, un día, después de sentarse a su mesa, la agarraron
y la arrojaron sobre su cama. Allí, quemaron las plantas de los pies de su
excelente anfitriona con cuchillas de hierro al rojo vivo; luego, cortando la
piel de sus piernas con el afilado filo de esas cuchillas, se la arrancaron en
tiras. Finalmente, dejándola presa de esas abominables torturas, se marcharon
tras haber saqueado completamente la casa”.
“Maese Jean Arnould, teniente general del
Tribunal Presidencial de Angulema, fue uno de los mencionados anteriormente a
quien los herejes hicieron prisionero en cuanto invadieron la ciudad. Ese recto
juez fue mutilado por ellos de cien maneras, y finalmente estrangulado
miserablemente en su casa. También
apresaron a la viuda del teniente criminal de la misma ciudad, una venerable
mujer de unos sesenta años, y tuvieron la crueldad de arrastrarla por los
cabellos por las plazas de la ciudad”.
“En la parroquia de Chasseneuil, cerca de
Angulema, apresaron a Louis Fayard, un sacerdote de carácter ejemplar, según
los habitantes del lugar, y tantas veces y durante tanto tiempo le metieron las
manos en un caldero lleno de aceite hirviendo que la carne se le separó de los
huesos. Esta atrocidad no les satisfizo. Le echaron aceite hirviendo en la boca
y, como el mártir no moría lo bastante rápido para su gusto, lo remataron con
un palo. También se llevaron a otro sacerdote, llamado Colin Guillebaut,
vicario de Saint-Auzanne. Le cortaron los órganos reproductores y lo encerraron
en un cofre agujereado, sobre el que vertieron aceite hirviendo en abundancia,
para que entregara el alma en medio de esos espantosos tormentos. En la parroquia comúnmente conocida como
Rivière, se apoderaron de un pobre hombre, le arrancaron la lengua a través de
una incisión en la mandíbula inferior y luego lo masacraron. Estrangularon al
maestro Bachellon de Louville, después de haberle excoriado los pies con un hierro
al rojo vivo”.
“Maese Simon Sicot, vicario de Saint-Hilaire
de Moutiers, de sesenta años, lleno de todas las virtudes, entregado por un
hombre que creía devoto, fue llevado prisionero a Angulema. Se vio obligado a
pagar un cuantioso rescate para recuperar su vida. Consiguió pagar el rescate
con cierta dificultad, y cuando regresaba a casa, creyéndose libre, un emisario
de esos perversos le salió al encuentro al llegar a la Puerta de San Pedro y,
abalanzándose sobre él como un verdugo, le arrancó los ojos y la lengua”.
“Maese Guillaume de Bricailles y otro
sacerdote, capturados por estos feroces hombres, fueron suspendidos por un pie
de la bóveda de un ático, y para prolongar su tortura, les dieron un poco de
comida. Tras la muerte de uno de ellos, al otro le cortaron la cabeza”.
“Se apoderaron de otro sacerdote de la
parroquia de Beaulieu, Maese Pierre, y lo enterraron vivo hasta la cabeza”.
“Maese Arnold Durandeau, vicario de Fleix, de
unos ochenta años, fue estrangulado por ellos y arrojado al agua. Un
franciscano de la misma edad, después de haber sido maltratado e insultado, fue
arrojado vivo desde lo alto de las murallas de la ciudad”.
“Maese Octavien Ronier, vicario de
Saint-Cybard d'Angoulême, cayó en manos de estos feroces perseguidores. Lo sometieron
a diversos tipos de tortura y ultraje, le clavaron herraduras bajo los pies y luego, atándolo a
otro, lo acribillaron a tiros de fusil”.
“Maese François Raboteau, vicario de la
parroquia de Foucquebrune, fue apresado y atado a un yugo de bueyes que tiraban
de un carro. Fue atravesado tan severamente por aguijones y lacerado con
látigos que murió durante la tortura. Por orden del capitán Piles, Philippe
Dumont, cirujano, y Nicolas Guirée, comerciante de telas, fueron atados a un
árbol, y mientras con admirable constancia confesaban a Jesucristo, según la
santa doctrina que habían recibido de la Iglesia católica, fueron atravesados
con flechas. De modo que, en la diócesis de Angulema, en menos de dos años, más
de ciento veinte personas de ambos sexos, sacerdotes, nobles, mujeres ilustres,
de toda calidad y condición, sufrieron el martirio por la fe”.
“En la ciudad de Houdan, en la diócesis de
Chartres, los herejes arrastraron por la fuerza a un sacerdote a la iglesia y
le obligaron a celebrar el santo sacrificio en medio de sus burlas. Al mismo
tiempo, golpearon el rostro del celebrante con sus puños enguantados y lo
acuchillaron en otras partes del cuerpo. El mártir continuó ofreciendo la santa
víctima, a pesar de que su rostro y su cuerpo estaban cubiertos de sangre. Cuando
llegó al momento de la comunión, le arrancaron de las manos el preciosísimo
cuerpo de Nuestro Señor, lo arrojaron al suelo y lo pisotearon. Lo mismo
hicieron con el cáliz que contenía la sangre sagrada. Finalmente, pusieron al
sacerdote en una cruz y lo mataron con una escopeta”.
“En la ciudad de Fleurus, cerca de
Sainte-Menehould, las cohortes del señor de Béthune despedazaron a un sacerdote
con látigos, entre improperios e insultos de todo tipo; luego, un cirujano le
dio muerte cortándole los genitales. Este verdugo se jactaba de haber matado
antes que él a dieciséis sacerdotes de la misma manera”.
“En Cléry, devastaron la iglesia y la
despojaron de todas sus preciosas reliquias de los santos y objetos dedicados
al culto. Destrozaron la tumba de Luis XI, rey de Francia, y quemaron sus
huesos, como si quisieran destruir hasta su recuerdo. Además, en otros lugares,
ni siquiera perdonaron las tumbas de los predecesores del rey de Navarra, su
general, ni la tumba de Juan, conde de Angulema, cuya vida había sido tan santa
y tan libre de todo reproche”.
“En un pueblo llamado Pat, situado a unas seis
o siete millas de Orleáns, veinticinco católicos, perseguidos por estos hombres
furiosos, no encontrando otro refugio que la iglesia, huyeron al campanario,
con algunos niños que se les habían unido. Sus enemigos prendieron fuego a la
iglesia, y cuando los desafortunados, presionados por la proximidad de las
llamas y sofocados por el humo, se arrojaron al suelo, sus perseguidores,
agarrándolos con la crueldad de bestias feroces, los arrojaron de nuevo al
infierno, que los consumió a todos”.
“Secuestraron a varios sacerdotes y los ataron
a la cola de sus caballos”.
“En Saint-Macaire, en Gascuña, les abrieron el
vientre a varios sacerdotes y les arrancaron los intestinos, después de
haberlos enrollado poco a poco en palos”.
“En el mismo lugar, enterraron vivos a un gran
número de sacerdotes y descuartizaron a los hijos de los católicos.”
“Mientras Francisco era gobernador de Bazas,
en Gascuña, para el rey de Navarra, dos soldados violaron a una viuda, luego,
sujetándola por la espalda, le llenaron el vientre de pólvora. Le prendieron
fuego, el vientre estalló y las vísceras fueron arrojadas lejos. Fue con esa
espantosa tortura que ella le devolvió su alma inocente a Dios”.
“El descaro y la barbarie de un hugonote
fueron tan grandes que hizo un collar de orejas cortadas de sacerdotes; y como
si esto fuera una prueba de su valor, se jactó de ello a los ojos de los
principales jefes del ejército.”
“Cortaron las orejas y sacaron los ojos a
varios sacerdotes en el ejercicio del sagrado ministerio del altar”.
“Le abrieron el vientre a un sacerdote vivo y se
lo llenaron de avena para hacer un henil para sus caballos. Los herejes de la
ciudad de Nîmes, en Languedoc, mataron con puñales a un gran número de
católicos. A los que no pudieron matar de esta manera, los ahogaron en un pozo
profundo y ancho que llenaron dos veces con cadáveres”.
“Jacques Souris, corsario famoso por su
ferocidad, se jactaba de haber recibido de Juana de Albret, reina de Navarra,
el título y la autoridad de almirante de Navarra. Navegando cerca de Madeira y
las Canarias, avistó un navío portugués que navegaba hacia América. Salió en su
persecución, lo alcanzó, lo apresó y se llevó a bordo a cuarenta religiosos de
la Compañía de Jesús, que querían llegar a Brasil para predicar el Evangelio a
los pueblos paganos de allí. Furioso y sediento de sangre inocente, ordenó la
masacre de esa santa cohorte y los mató él mismo. Hizo arrojar a los padres al
mar, aún palpitantes y desgarrados por los puñales, después de cortarles los
brazos a unos y arrancarles los corazones del pecho a otros. El jefe de esa
afortunada banda, el padre Ignacio Azevedo, después de soportar con paciencia
los ultrajes y heridas que le infligieron esos tigres, fue arrojado a las olas,
teniendo aún en sus brazos una imagen pintada de la Santísima Virgen María, a
la que se abrazó con tal fuerza que nadie pudo arrancársela”.
“En 1567, unos herejes invadieron una cartuja
de Bourg-Fontaine, en la diócesis de Soissons, y se lanzaron al asalto. Asesinaron
al venerable padre Don Jean Motot, uno de los procuradores, que fue mortalmente
herido por un disparo de arcabuz y entregó su alma a Dios. Hirieron de la misma
muerte al venerable padre don Jean Meguen, y al venerable padre Dom Jean Avril,
cuando pasaba delante del altar mayor. Luego esos perros rabiosos mataron al
Hermano Benoist Lévesque, mientras rezaba las oraciones de penitencia, y al
Hermano Théobald, laico, mientras cruzaba el vestíbulo”.
Pero cerremos esta especie de relato
nominativo de la fosa común de inocentes que cayeron bajo los golpes de la
furia herética. Podríamos alargar indefinidamente esta tenebrosa lista, y sólo
podríamos contar la mínima parte de los crímenes cometidos en nombre del nuevo
Evangelio. Si el lector encuentra estos extractos demasiado largos, llenos de
la horrible monotonía de escenas de asesinato que sólo varían en el grado de
atrocidad, debe tomar en cuenta que hemos tenido que hacer frente a su excesiva
brevedad incluso más que su excesiva prolijidad. Nos hemos limitado a mostrar
que no se trataba de hechos aislados, sino de un sistema y un conjunto de
horrores que se habían aplicado y reproducido en toda Francia. El texto del Theatrum
demuestra que lo mismo ocurría en toda Europa. El salvajismo de las
torturas, la sanguinaria lujuria de las mutilaciones, la espantosa ironía de
los ultrajes con que esos carniceros borrachos aderezaban sus horrendas
operaciones de matadero, no deben sorprender, como decíamos al principio, a
aquellas generaciones para las que los estallidos populares de la Revolución
Francesa son una tradición viva. Los parisinos que llevaban el corazón de la
princesa de Lamballe en la punta de una pica, cantando: “No, no hay fiesta
cuando no hay corazón”, eran de la misma raza de monstruos que aquellos
soldados que llenaban de pólvora el cuerpo de la víctima de su brutalidad, para
hacer estallar sus miembros en una especie de juego sin nombre. La bestia humana
es siempre la misma, cuando doctrinas perversas la lanzan contra la autoridad.
Esta es una verdad que los turiferarios de la revolución han tenido interés en
suprimir, pero que hoy es más urgente que nunca poner ante los ojos de los
hombres. Cada peldaño de la escalera de nuestro supuesto progreso está
ensangrentado por ese tipo de saturnalias hechas con el martirio de los
débiles. Por mucho que los sectarios digan que éste no es el camino de la
gloria, ni la condición de la grandeza, ni el carácter de la bondad, ni el
esplendor de la verdad, lo han hecho todo para persuadir a las mentes
extraviadas por tres siglos de enseñanzas sin sentido y de trastornos
irreparables. Es justo que de vez en cuando se levante una voz sincera para protestar,
con la historia en la mano, contra las mentiras interesadas de la sofistería, y
para decir que si los protestantes pueden mostrar gente condenada según todas
las leyes divinas y humanas reconocidas en su tiempo, y aquí y allá algunas víctimas
de represalias deplorables, es sobre todo de su lado en donde debemos buscar a
los perseguidores.
Para cualquier mente imparcial, en medio de esa
violencia permanente, después de medio siglo de guerras y masacres, la matanza
de San Bartolomé ya no es el inaudito horror que se pretende endilgarle al
catolicismo como prueba irrefutable de su bárbara intolerancia. Es el homólogo
del 24 de agosto de 1569 en Navarreins [toma de Orthez], y el día de las represalias por tantos
otros días celebrados del mismo modo por los hugonotes. No deja por eso de ser
el cumplimiento de los designios de una política perversa, pero de una política
que encontró su apoyo en la exasperación de todo un pueblo, al que no tuvo más
remedio que soltarle su presa, tan ansioso como estaba por vengar su religión,
tanto tiempo insultada, y sus hermanos masacrados.
ESPRIT-ADOLPHE SEGRÉTAIN
Sixte-Quint et Henri IV.
Introduction du protestantisme en France, 1861
Traducción, para Literatura & Traducciones,
de Miguel Ángel Frontán
LA SAINT-BARTHÉLEMY
De toutes les dates
historiques qui ont laissé des traces profondes dans la mémoire des hommes, le
24 août 1572 est celle que la passion des partis politiques et religieux a le
plus exploitée. Ils ont compris que l’horreur légitime, qui saisit l’âme
chrétienne au souvenir de ces atroces prodigalités de sang humain, ouvrait un
libre champ à leurs déclamations, et ils en ont profité pour isoler le fait
lui-même des causes et des excitations qui l’ont produit, de manière à le
représenter comme l’explosion gratuite d’un fanatisme insensé. Nous ne
discuterons pas le chiffre des meurtres de cette nuit sanglante. Il est évident
qu’il a été exagéré au delà de toute vraisemblance par les narrateurs ennemis
du catholicisme. Pour nous, les victimes sont toujours en trop grand nombre, et
nous ne trouvons pas que, dans des questions semblables, les tableaux
arithmétiques soient de saison. Il ne s’agit pas de réhabiliter, comme on dit,
la Saint-Barthélemy. Un massacre ne se justifie pas. Mais il doit être permis
de tenir pour suspect l’attendrissement des historiens, qui, versant toutes
leurs larmes sur les protestants mis à mort par les catholiques, n’en ont plus
à donner aux victimes cent fois plus nombreuses de la rage des huguenots, et
quoiqu’il s’agisse d’une de ces redoutables crises où les erreurs des peuples
aboutissent et s’expient dans l’immolation, l’écrivain n’en a pas moins le
devoir de ne laisser la parole qu’à la vérité.
Ici se présente l’opinion
qui a tâché d’établir, dans des travaux récents, que la cour était demeurée
étrangère aux exécutions de la Saint-Barthélemy, et surtout à toute idée de
préméditation et de plan s’étendant à la France entière. Il est prouvé que
beaucoup de réponses théâtrales prêtées aux gouverneurs de certaines villes,
qui refusèrent, dit-on, avec indignation d’obéir aux ordres de meurtre qu’ils
étaient censés recevoir, sont de pures imaginations de rhétorique, dont il
serait oiseux de chercher la source dans un document positif. On publia à
Reims, en 1579, cinq ans après les événements de Paris, un pamphlet enragé
intitulé Le tocsain contre les massacreurs. On y lit les lignes suivantes,
qui montrent bien qu’on n’accusa pas Charles IX d’avoir adressé à tous ses
lieutenants de province une sorte de circulaire de massacre, quoique les
vengeances assouvies dans la capitale contre les ennemis de la religion nationale
eussent inspiré çà et là, sur d’autres points de la France, de terribles
imitations : « Cela aussi augmente le crime, qu’il (le roi) a choisi sa ville capitale pour
y faire descouler ainsy le sang innocent,
duquel elle n'estoit desja que trop altérée, afin qu’à son exemple les autres villes fissent le pareil. » Il est
clair que si l’exécution en masse de tous les huguenots du royaume eût été
ordonnée, pour le 24 août, par la cour, et eût provoqué les résistances
héroïques dont il est fait mention dans trop d’ouvrages modernes, un pareil
ordre, dans de semblables circonstances, n’eût pu rester secret. Le secret,
après le succès, n’eût même pas été nécessaire. Dans tous les cas, si le bruit
public eût inculpé le roi de ce raffinement de cruauté, l’auteur du Tocsain n’eût pas manqué de le relever
et même d’en forcer les couleurs pour les besoins de sa thèse, qui est d’armer
contre la France la coalition des souverains protestants. Ces motifs et bien
d’autres, sans parler de l’absence de toutes preuves pour étayer l’opinion
contraire, nous semblent donc la reléguer parmi les fables. Il est certain
d’ailleurs que la Saint- Barthélemy parisienne répondait suffisamment aux vues
de la cour, puisqu’elle décapitait la Réforme par le meurtre de ses chefs les plus
influents, et qu’elle n’avait à ordonner un massacre général aucun intérêt
proportionné aux périls d’une telle entreprise. Quant à la préparation du
complot qui ensanglanta Paris, il paraît indubitable que Catherine et Charles
IX y prirent une part active et dirigeante, et que si, comme le démontre le
texte protestant cité tout à l’heure, la ville n’était desja que trop altérée de sang huguenot, ce fut le Louvre
qui donna le mot d’ordre à la haine publique et qui favorisa son
assouvissement.
Le premier témoin de cette
vérité, c’est Charles IX. Il ne désavoua nullement la Saint-Barthélemy. Bien
plus, il la présenta comme un juste châtiment des conjurations tramées contre
sa vie et sa couronne. Quand l’ambassadeur de France près la cour d’Angleterre
se présenta devant Élisabeth, la nouvelle de la tragédie du 24 août parvenait à
Windsor. Ce bourreau femelle, voulant ce jour-là se montrer hypocrite
d’humanité comme elle l’était de toutes les vertus de son sexe, adressa des
paroles indignées à l’envoyé de Charles. Celui-ci, sans même récriminer contre
les cruautés de la vestale d’Occident, se contenta de lui répondre que le roi son maître avait été forcé à la Saint-Barthélemy pour l’assurance de sa
personne et de son Etat. » Certes, quand on se laisse aller aux idées
dominantes de notre siècle; lorsqu’on ne secoue pas le joug du préjugé
historique, qui fait des protestants une secte purement religieuse et
n’ambitionnant que la tolérance de son culte; lorsqu’on méconnaît le caractère
tout politique et social de la lutte engagée entre la tradition et les
novateurs, ainsi que l’ardeur des passions qui animaient l’attaque et la
défense; lorsqu’on veut juger, en un mot, au point de vue d’une société
sceptique, les emportements d’une époque qui semble le bouillonnement de la
jeunesse de l’humanité, on trouve que l’aveu de Charles IX dépasse les limites
de l’impudence. Il ne se glorifie même pas des excès de sa politique, il les
raconte en prétendant qu’ils avaient l’excuse de la nécessité et la
justification de la légitime défense. Il est juste que la moralité de
l’histoire proteste contre ces coups de force dont elle est pleine, et qui,
ramenant momentanément les sociétés chrétiennes en pleine barbarie, tranchent
par l’extermination les débats trop longs à résoudre. Mais aussi qu’on nous
délivre de ces banalités que le préjugé et la mauvaise foi répètent à frais
communs sur les cruautés commises au nom d’un Dieu de paix et de pardon. Il ne
s’agit nullement d’un Dieu de paix, mais des atrocités commises par un parti en
armes. Il ne s’agit ni de libre conscience ni de libre examen, mais d’un peuple
exaspéré par la violation de toutes les lois divines et humaines qu’on lui
avait enseigné à aimer et à respecter. La marche des novateurs en France, et
partout où ils ont pénétré, est résumée dans ce mot de Charles IX à Coligny : « Il
n’y a pas longtemps que vous vous
contentiez d’être soufferts par les catholiques ; maintenant, vous demandez à
être égaux; bientôt, vous voudrez être
seuls et nous chasser du royaume. » Une conspiration
était-elle véritablement dirigée par Coligny et ses adhérents contre la cour,
et le roi ne fit-il qu’en prévenir les effets en opposant trahison à trahison
et en devançant la violence de ses adversaires? c’est ce qu’il est impossible
d’établir d’une manière authentique, mais là n’est pas la difficulté. La
conspiration du protestantisme est permanente, à toutes les pages de notre
histoire, du jour où le premier huguenot a foulé le sol de notre pays. Il n’en
pouvait être autrement, on ne doit pas se lasser de le redire. L’idée de deux
cultes se tolérant l’un l’autre est une idée toute moderne, que les hommes du
seizième siècle n’imaginaient même pas. Pour eux le christianisme n’était pas
un culte, mais la religion, la vérité, la parole de Dieu ; ils n’admettaient ni
deux religions, ni deux vérités, ni deux paroles de Dieu. Le christianisme
traditionnel ou catholique étant l’âme de l’ordre social, les chrétiens
novateurs, qui l’accusaient de superstition et d’idolâtrie, s’attaquaient par
cela seul à l’ordre social tout entier. Ils poursuivaient comme impure et
insensée la croyance adoptée par l’Église depuis seize siècles, et la mission
qu’ils se donnaient était de la renverser. Les hommes pris en masse ne sont pas
féroces sans motif, et c’est une explication commode que celle qui attribue à l’influence des ténèbres du moyen âge les législations
tyranniques adoptées alors par tous les princes qui voulurent implanter
l’hérésie dans leurs États. L’article 10 d’un des édits d’Élisabeth contre les
catholiques ordonne que « quiconque
aura apporté en Angleterre, reçeu ou
retenu aucuns Agnus Dei, rosaires,
grains bénits, médailles, crucifix ou autre chose béniste par le pape, il souffrira la
peine de la perte de tous ses biens, et
de la prison perpétuelle. » Voilà le protestantisme du seizième siècle et ses
conditions d’existence. Comme non-seulement il n’avait aucune racine dans le
cœur des peuples, mais qu’il les violentait dans toutes leurs habitudes de
piété et dans le sentiment du respect des ancêtres, il fallait qu’il fît table
rase du passé, qu’il poursuivît la tradition dans ses manifestations les plus
innocentes, et que, par un renversement inouï du droit public et de la
conscience humaine, il inventât le crime de l’Agnus Dei. Sans doute, la bâtarde
adultérine d’Henri VIII et d’Anne de Boleyn apporta dans la codification de ses
rigueurs l’âpreté de son tempérament et des mœurs paternelles. Mais on se
tromperait en attribuant au caprice de son despotisme le luxe de pénalités de
ses codes contre l’Église. Tous les souverains réformés se sont conduits
d’après les mêmes principes, et nulle part l’hérésie ne s’est crue en sûreté,
tant qu’un chapelet béni à Rome pouvait venir réveiller, dans le cœur des
hommes convertis de force, la mémoire des prières qu’ils avaient répandues sur
les tombes de leurs pères et les berceaux de leurs enfants.
Il existe de curieux et
horribles récits des supplices infligés par les protestants aux catholiques,
partout où une heure de victoire leur laissait une dictature même passagère.
Quelque répugnance que nous éprouvions à remuer ces ossuaires de nos ancêtres
immolés aux passions sauvages de l’hérésie, on les a trop systématiquement
tenus dans l’ombre pour qu’il n’entre pas dans notre plan de les exposer au
jour. Ces douloureux procès-verbaux des martyres du seizième siècle, recueillis
dans un ouvrage imprimé sous le titre de Theatrum
crudelitatum nostri temporis, sont comme le tableau anticipé des actes de
cannibales qui ont présidé à l’enfantement de la liberté » moderne. Ce sont les mêmes fureurs
bestiales contre les prêtres et les femmes, les mêmes imaginations
monstrueusement sales et féroces dans l’invention des tortures, la même haine
satanique contre tout ce qui est faible, noble et sacré. Seulement, à la charge
des évangélistes que Luther et Calvin lâchèrent comme une meute de tigres sur
l’Europe, il est plus épouvantable de voir le pur christianisme se propager par
de tels moyens et de tels ministres, que de voir Marat et les siens se ruer à
la ruine d’une société laïque. La Réforme n’effacera pas cette note de son
front, et elle servira éternellement d’épreuve à la vérité de ses doctrines.
Elle finira aussi, nous l’espérons, par confondre les mensonges historiques qui
ont voilé ces faits, jusqu’à changer les assaillants armés, violents, effrénés
de la société de leur temps en inoffensifs chanteurs de psaumes, ne sollicitant
qu’une place obscure pour exhaler devant Dieu, à leur manière, les soupirs de
leurs cœurs innocents,
Voici la traduction de
quelques extraits du Theatrum. Nous
insérerons les textes traduits et quelques autres aux pièces justificatives,
renvoyant pour le surplus au livre lui-même, imprimé chez Adrien Hubert, Anvers,
en 1587, c’est-à-dire pendant que la guerre religieuse sévissait encore en
France et dans d’autres pays.
« Dans la ville d’Angoulême,
les hérétiques, après avoir juré de
garder la paix, étranglèrent, avec une corde suspendue à un arbre, frère Michel
Grellet, franciscain, gardien du monastère du même ordre, en présence de
Gaspard de Coligny, et de toute sa cohorte criant : Vive l’Évangile ! Ensuite, ils
tuèrent inhumainement frère Jean Viroleau, lecteur du même monastère, après lui
avoir coupé les parties génitales. Frère Jean Avril, vieillard octogénaire, eut
la tête fendue par eux d’un coup de hache, et son corps fut jeté dans les
latrines. Après huit mois de détention dans un cachot, frère Pierre Bonneau,
docteur en théologie, fut pendu à un arbre, près des murs de la ville . »
« Les hérétiques enfermèrent
trente catholiques dans la maison d’un
habitant de cette même ville d’Angoulême, nommé Papin, et ils en lièrent un certain
nombre deux à deux. Puis les ayant privés de toute nourriture, ils les laissèrent
languir, afin que la rage de la faim les poussât à se déchirer et à se dévorer
mutuellement, et ils périrent ainsi au milieu d’affreuses souffrances. Enfin,
ils attachèrent à des souches quelques-uns de ces malheureux ; puis, allumant sous
eux un petit feu, ils les laissèrent en proie à un indicible tourment et se
consumer lentement sous l’action de la flamme. »
« Les huguenots auxiliaires,
qui occupaient militairement la ville de Montbrun, visitaient souvent une
honnête et vertueuse dame du nom de Marendat, qui demeurait dans les environs.
Comme elle était de mœurs douces et
affables, elle les recevait avec autant de civilité que possible et les traitait
généreusement, dans l’espoir de les adoucir par ses bons offices, et pour
qu’ils ne fissent de mal ni à ses vassaux ni à elle-même. Mais ces barbares,
ayant rejeté tout sentiment de modération et d’humanité, un jour, après s’être
assis à sa table, se saisirent d’elle et la jetèrent sur son lit. Là, ils brûlèrent
la plante des pieds de leur excellente hôtesse avec des lames de fer rouge ;
puis découpant la peau de ses jambes, avec le tranchant de ces lames, ils
l’arrachèrent par bandelettes. Enfin, la laissant en proie à ces abominables
tortures, ils s’éloignèrent après avoir
complètement pillé la maison. »
« Maître Jean Arnould,
lieutenant général du présidial d’Angoulême, fut au nombre de ceux, dont nous
avons parlé plus haut, que les hérétiques firent prisonniers dès qu’ils eurent envahi la
ville. Ce juge intègre fut par eux mutilé de cent manières, et enfin misérablement
étranglé dans sa maison. Ils
s'emparèrent également de la veuve du lieutenant criminel de la même ville,
vénérable sexagénaire, et ils eurent la cruauté de la traîner par les cheveux à travers les places de la ville. »
« Dans la paroisse de
Chasseneuil, voisine d’Angoulême, ils saisirent Louis Fayard, prêtre, au témoignage
des habitants du lieu, d'une vie exemplaire, et ils lui plongèrent si souvent
et si longtemps les mains dans une chaudière pleine d’huile bouillante, que la
chair se détacha de ses os. Cette atrocité ne les rassasia pas. Ils lui
versèrent de l’huile bouillante dans la bouche,
et comme le martyr ne mourait pas assez vite à leur gré, ils l’achevèrent à
coups d’escopette. Ils prirent aussi un autre prêtre, nommé Colin Guillebaut, vicaire de Saint-Auzanne. Ils lui
coupèrent les organes de la génération, et l’enfermèrent dans un coffre percé de
trous, sur lequel ils versèrent en abondance de l’huile bouillante, afin qu’il
rendît l’âme dans d’épouvantables tourments. Dans la paroisse vulgairement appelée Rivière,
ils s’emparèrent d’un malheureux auquel ils arrachèrent la langue, par une
incision pratiquée dans la mâchoire inférieure, et qu’ils massacrèrent ensuite.
Ils étranglèrent maître Bachellon de Louville, après lui avoir excorié les
pieds avec du fer rouge. »
« Maître Simon Sicot, vicaire
de Saint-Hilaire de Moutiers, sexagénaire, rempli de toutes les vertus, livré
par un homme qu’il croyait dévoué, fut
conduit prisonnier à Angoulême. On le força à racheter sa vie moyennant une forte
rançon. Il parvint non sans peine à l’acquitter, et, comme il retournait chez
lui, se croyant rendu à la liberté, un émissaire de ces pervers vint à sa
rencontre, comme il atteignait la porte Saint-Pierre, et, se précipitant sur
lui comme un bourreau, lui arracha les yeux et la langue. »
« Maître Guillaume de Bricailles
et un autre prêtre, pris par ces hommes féroces, furent suspendus par un pied à
la voûte d’un grenier, et pour que leur supplice se prolongeât avec leur vie,
on leur donnait un peu de nourriture. Après la mort de l’un d’eux, l'autre eut
la tête tranchée. »
« Ils prirent un autre prêtre
de la paroisse de Beaulieu, maître Pierre, qu’ils enterrèrent vivant jusqu’à la
tête. »
« Maître Arnold Durandeau,
vicaire de Fleix, octogénaire, fut étranglé par eux et jeté à l’eau. Un franciscain
du même âge, après avoir été abreuvé d’injures et d’affronts, fut précipité
vivant du haut des murs de la ville . »
« Maître Octavien Ronier,
vicaire de Saint-Cybard d’Angoulême, tomba entre les mains de ces persécuteurs
farouches. Ils lui firent subir divers genres de supplices et d’outrages, lui
clouèrent sous les pieds des fers à
cheval, puis, le liant à un autre, ils le criblèrent de coups de fusil. »
« Maître François Raboteau,
vicaire de la paroisse de Foucquebrune, fut pris et lié au joug auprès de bœufs
traînant un chariot. Il fut tellement et si grièvement percé de coups d’aiguillon et
lacéré de coups de fouet, qu’il mourut pendant ce supplice, Ils firent périr un grand nombre de personnes
en les passant par les armes. Sur les ordres du capitaine Piles, Philippe Dumont, chirurgien, et Nicolas
Guirée, marchand de draps, furent attachés à un arbre, et pendant qu’avec une
constance admirable ils confessaient Jésus-Christ, suivant la sainte doctrine
qu’ils avaient reçue de l’Église catholique, ils périrent percés de flèches. En sorte que, dans
le diocèse d’Angoulême, en moins de deux ans, plus de cent vingt personnes des
deux sexes, prêtres, nobles, femmes illustres, de toute qualité et de tout état, souffrirent le martyre pour la foi. »
« Dans la ville de Houdan,
du diocèse de Chartres, les hérétiques traînèrent de force un prêtre dans
l’église, et le contraignirent à célébrer le saint sacrifice, au milieu de
leurs dérisions. Cependant, ils frappaient la figure du célébrant de leurs poings armés de gantelets, et lui
perçaient les autres parties du corps à coups de poignard. Le martyr
continuait, bien qu’il eût le visage et le corps couverts de sang, à offrir la
sainte victime. Lorsqu’il fut arrivé à la communion, ils lui arrachèreut des
mains le corps très-précieux de Notre- Seigneur, le jetèrent à terre et le foulèrent
aux pieds. Ils en firent autant du
calice renfermant le sang sacro-saint. Enfin, ils mirent le prêtre en croix et
l’assassinèrent à coups d’escopette. »
« Dans le bourg nommé
Fleurus, près Sainte- Menehould, les cohortes du seigneur de Béthune déchirèrent un prêtre à coups de fouet, au
milieu des sévices et des injures de
toute sorte; puis un chirurgien le fit
mourir en lui coupant les parties génitales.
Ce bourreau se vantait d’en avoir tué seize avant celui-là, de la même manière. «
« A Cléry, ils dévastèrent
l’église, et la dépouillèrent de tout ce qu’elle avait de précieux en reliques
des saints et en objets dédiés au culte. Ils brisèrent le tombeau de Louis XI,
roi de France, et brûlèrent ses
ossements, comme s’ils avaient voulu anéantir
jusqu’à son souvenir. Au reste, dans d’au- très lieux, ils n’épargnèrent même pas les
sépultures des prédécesseurs du roi de
Navarre, leur général, ni le sépulcre de
Jean, comte d’Angoulême, dont la vie
avait été si sainte et si à l’abri de tout reproche. »
« Dans un village du nom de
Pat, situé à six ou sept milles environ
d’Orléans, vingt-cinq cathodiques, poursuivis par ces furieux, ne trouvant d’autre asile que l’église, se sauvèrent dans
le clocher, avec quelques enfants qui s’étaient joints à eux. Leurs ennemis mirent le feu à l’église,
et comme les malheureux, pressés par le
voisinage de la flamme et suffoqués par la fumée, se précipitaient à terre,
leurs persécuteurs, se saisissant d’eux
avec la cruauté des bêtes féroces, les
rejetaient dans le brasier, qui les consuma tous. »
« Ils enlevèrent plusieurs
prêtres en les attachant à la queue de
leurs chevaux. »
« A Saint-Macaire, en
Gascogne, ils ouvrirent le ventre à
plusieurs prêtres, et leur arrachèrent les
intestins, après les avoir enroulés peu à peu sur des bâtons. »
« Dans le même lieu, ils
enterrèrent tout vifs un grand nombre de
prêtres, et coupèrent en morceaux les enfants des catholiques. »
« Pendant que François était gouverneur de Bazas, en
Gascogne, pour le roi de Navarre, deux soldats
violèrent une veuve, puis, la tenant étendue sur le dos, ils lui emplirent la
matrice de poudre à canon. Ils en
approchèrent le feu, le ventre éclata et les entrailles furent jetées au loin.
C’est dans cet effroyable supplice
qu’elle rendit à Dieu son âme innocente. »
« L’impudence et la barbarie
d’un huguenot furent si grandes, qu’il
fit un collier d’oreilles coupées à des
prêtres; et comme si c’était là une preuve de son courage, il s’en glorifiait aux yeux
des principaux chefs de l’armée. »
« Ils coupèrent les oreilles
et arrachèrent les yeux à plusieurs
prêtres dans l’exercice du saint ministère de l’autel. »
« Ils ouvrirent le ventre
d’un prêtre vivant, et l’ayant empli
d’avoine, ils en firent un râtelier pour
y offrir la provende à leurs chevaux. Les hérétiques de la ville de Nîmes, en
Languedoc, tuèrent un grand nombre de
catholiques à coups de poignard. Ceux
qu’ils n’avaient pu achever de cette manière,
ils les noyèrent dans un puits large et
profond, et, par deux fois, ils le comblèrent de cadavres.
« Jacques Souris, corsaire
célèbre entre tous par son insigne
férocité, se vantait d’avoir reçu de Jeanne
d’Albret, reine de Navarre, le titre et l’autorité d’amiral de ce royaume. Naviguant près de
Madère et des îles Canaries, il aperçut
un vaisseau portugais qui faisait voile pour l’Amérique. Il se mit à sa poursuite, l’atteignit, s’en empara, et se
saisit à bord de quarante religieux de la compagnie de Jésus, qui voulaient gagner le Brésil pour y
annoncer l’Évangile aux peuplades païennes de cette contrée. Furieux et altéré
de sang innocent, il ordonna de massacrer et massacra lui-même cette sainte cohorte. Il fit jeter dans la mer les
pères encore palpitants et déchirés par
les poignards, après qu’on eut coupé les
bras des uns, arraché le cœur de la
poitrine aux autres. Le chef de cette troupe
heureuse, le père Ignace Azevedo, après avoir
supporté avec patience les outrages et les blessures que ces tigres lui firent endurer,
fut précipité dans les flots, tenant encore dans ses bras une image peinte de la sainte Vierge Marie
qu’il embrassait avec tant de force,
qu’aucun effort n’avait pu la lui arracher. »
« En 1567, les hérétiques
envahirent un monastère de Chartreux, à Bourg-Fontaine, dans le diocèse de Soissons, et s’y livrèrent à un
pillage sans frein. Ils massacrèrent le vénérable père don Jean Motot, un des
procureurs, qui, blessé mortellement d’un coup d’arquebuse, rendit son âme à
Dieu. Ils frappèrent du même genre de mort vénérable père don Jean Meguen, et
vénérable père don Jean Avril, pendant qu’il passait devant le maître- autel.
Ensuite ces chiens enragés tuèrent frère Benoist Lévesque, pendant qu’il Usait
les prières de la « pénitence, et frère Théobald, laïque, pendant qu’il
traversait le vestibule. »
Mais fermons cette sorte
d’état nominatif du charnier des innocents tombés sous les coups de la fureur
hérétique. On pourrait prolonger indéfiniment cette lugubre nomenclature, et
l’on n’arriverait à dire que la plus petite partie des forfaits commis au nom
du nouvel Évangile. Si le lecteur trouvait trop longs ces extraits, empreints
de l’horrible monotonie de scènes de meurtre, qui ne varient que par le degré
d’atrocité, il devra remarquer que nous devions éviter leur brièveté excessive
encore plus qu’une trop grande prolixité. Nous nous sommes borné à montrer
qu’il ne s’agissait point de faits isolés, mais d’un système et d’un ensemble
d’horreurs qui s’était appliqué et reproduit sur tous les points de la France.
Le texte du Theatrum prouvera qu’il
en a été de même dans l'Europe entière. La sauvagerie des supplices, la
lubricité sanguinaire des mutilations, l’affreuse ironie des outrages dont ces
bouchers ivres assaisonnaient leurs hideuses opérations d’abattoir, n’ont rien
d’ailleurs qui doive surprendre, comme nous le disions en commençant, les
générations pour qui les déchaînements populaires de la révolution française
sont une tradition vivante. Les Parisiens, qui portaient au bout d’une pique le
cœur de la princesse de Lamballe en chantant : « Non, il n’est point de fête,
quand le cœur n’en est pas, » étaient de la même race de monstres que ces
soldats emplissant de poudre le corps de la victime de leur brutalité, afin de
faire éclater ses membres dans une sorte de jeu sans nom. La brute humaine est
toujours la même, quand des doctrines perverses la lancent contre l’autorité.
C’est une vérité que les thuriféraires de la révolution ont eu intérêt à
étouffer, mais qu’il est plus urgent que jamais de remettre sous les yeux des
hommes de nos jours. Tous les degrés de l’échelle de nos prétendus progrès sont
ensanglantés par des saturnales, dont le martyre des faibles fait tous les
frais. Les sectaires auront beau dire : ce n’est là ni le chemin de la gloire,
ni la condition de la grandeur, ni le caractère du bien, ni la splendeur du
vrai. Ils n’ont que trop persuadé les intelligences dévoyées par trois siècles
d’enseignements insensés et d’irréparables bouleversements. Il est juste qu’il
s’élève de temps en temps une voix sincère pour protester, l’histoire en main,
contre les mensonges intéressés du sophisme, et pour dire que si les
protestants peuvent montrer des suppliciés juridiques, condamnés suivant toutes
les lois divines et humaines reconnues de leur temps, et çà et là les victimes
de déplorables représailles, c’est surtout de leur côté qu’il faut chercher les
persécuteurs.
Pour tout esprit impartial,
au milieu de ces violences permanentes, après un demi-siècle de guerres et de
massacres, la Saint-Barthélemy n’est plus ce prodige d’horreur qu’on veut faire
peser sur le catholicisme comme le témoignage irréfutable de son intolérance
barbare. C’est la contrepartie du 24 août 1569 à Navarreins, et le jour des
représailles de tant d’autres jours fêtés de la même manière par les huguenots.
Elle reste l’accomplissement des desseins d’une politique perverse, mais d’une
politique qui trouva son point d’appui dans l’exaspération de tout un peuple,
qu’on n’eut guère qu’à lâcher sur sa proie, tant il avait soif de venger sa
religion depuis si longtemps insultée et ses frères massacrés.