ALFRED JARRY Y GUILLAUME APOLLINAIRE
Recuerdos de un marchante de pintura
Cuando recuerdo aquellos lejanos días de La Cave, pienso en dos jóvenes escritores que morirían
prematuramente: Alfred Jarry y Guillaume Apollinaire.
Durante la guerra, fui al hospital a ver al subteniente herido Apollinaire.
Para llegar a su habitación, tuve que atravesar la sala común. Un negro ciego
era conducido a través de hileras de camas desocupadas. Lo hacían detenerse
delante de cada cama. Su guía le daba un pequeño discurso, que escuchaba con
visible satisfacción. Muy intrigado, pregunté la razón de aquello y esto es lo
que supe.
Ese negro había recibido un disparo en la cabeza, había quedado ciego y su
ceguera le causaba una desesperación que nada podía calmar.
—Aquí —le comentaba su ayudante— hay un ciego que ha perdido una pierna... Aquel
no tiene brazos... De miembro amputado en miembro amputado, llegaban hasta la
última cama:
—A éste —le decía el enfermero— sólo le queda el tronco... Y el negro,
palpándole los brazos y las piernas decía: —Ajá.
Cerca de la cama Apollinaire yacían dos jóvenes tenientes de su regimiento.
Apareció un cabo-enfermero.
—Pídame una purga de ricino —le dijo uno de los oficiales.
—Necesito una orden escrita del mayor, mi teniente; si no, no podré escapar
de cuatro días de arresto. El ricino es para la tropa.
—Bien —dijo el oficial—, deme
entonces sales de frutas.
Al oír esta palabra, sales de frutas, el enfermero-cabo, juntando los
talones y haciendo el saludo militar, dijo:
—Las sales de frutas son para los señores generales. Para los señores tenientes,
capitanes, comandantes y coroneles, sólo hay limonada purgante
Y colocó sobre la mesa un pequeño libro que acababa de consultar.
Yo lo abrí mecánicamente y me topé con el artículo sobre la ropa de cama y
vi que, para los oficiales generales, había que cambiar las sábanas cada
treinta días. Una nota bene indicaba
que todos los meses, incluido febrero, debían contarse como de treinta días.
La última vez que vi a Apollinaire fue después de la guerra, durante la
epidemia de gripe española. Llevaba una botella de ron bajo el brazo.
—Con esto —dijo— no me importa la epidemia.
La gripe española aceptó el reto. Dos días después, acabó con la vida del
poeta.
¡Alfred Jarry! Su mente tan particular me impresionó tanto que, veinticinco
años después de su obra Ubu Roi, escribí
Les Réincarnations du Père Ubu.
No hubo hombre de letras más noble que Jarry. Muy pobre, nunca mostraba su
miseria, evitando incluso aquellos de quienes sospechaba que hubieran podido
ayudarlo. ¡Y qué escrupuloso!
Recuerdo haberlo encontrado un día, yendo a casa de un suscriptor de una
pequeña revista que dirigía, para devolver la suma de un franco y medio que
había recibido de más. Venía de Corbeil en bicicleta. Durante el verano, el
escritor vivía en Corbeil, en una cabaña que se había construido, donde vivía
principalmente de lo que pescaba. Iba a París en una bicicleta que, junto con
un revólver, era la única posesión que le quedaba de una modesta herencia que
se había disipado rápida y fastuosamente.
Cuando un peatón no lo había oído llegar, Jarry, al pasar cerca disparaba el
revólver.
—Pero, Jarry —le dijeron— ¿y si alguno se lo toma a mal?
—Oh... —explicaba el autor de Père
Ubu—, antes de que me puedan reconocer, ya estoy lejos y, además, al darle
a ese hombre la ilusión de haber sido atacado, ¡le doy algo que contar a sus
amigos y conocidos!...
Al final del verano, Jarry abandonaba la especie de ermita en la que vivía
y que siempre había esperado convertir en una torre construida con sus propias
manos.
Sus cuarteles de invierno estaban en París. La primera vez que fui a ver al
escritor, en una calle cercana a Saint-Germain-des-Prés, fue para pedirle su
opinión sobre una inscripción en latín para un libro que estaba preparando,
pues Jarry era un humanista de primer orden. Cuando llegué a la puerta de su apartamento,
una puerta baja en medio de la escalera, llamé al timbre, convencido de que
otra puerta que no había visto estaba a punto de abrirse. Fue la puerta pequeña
la que se abrió. La altura de la puerta me llegaba al pecho.
—Agáchese para que pueda ver quién es —dijo una voz desde dentro.
Al reconocerme, Jarry me invitó a entrar con esta recomendación: —¡Cuidado
con el techo!
Una vez en la habitación a la que había entrado doblándome por la mitad, me
di cuenta de que el pelo de Jarry, que en ese momento llevaba cortado a
cepillo, estaba todo blanco en las puntas. No tardé en darme cuenta de que ese
blanco se debía al techo, que era lo bastante alto como para no molestar a
Jarry, pero no lo bastante como para que su pelo no raspara el yeso. Jarry me
explicó que el propietario había dividido un apartemento horizontalmente en dos
para uso de los inquilinos de baja estatura.
El autor de Ubu Roi vivía allí
con dos gatos y un búho. Según recuerdo, la parte superior de la cabeza de la
lechuza también estaba blanca, porque la lechuza siempre estaba sentada en el
hombro de su amo cuando éste entraba y salía del piso, barriendo el techo con
su abubilla.
He hablado antes del escrúpulo de Jarry de no deberle nada a nadie. Del
mismo modo, si causaba un agravio a alguien, quería repararlo de inmediato.
Así, un día, mientras practicaba su tiro de pistola contra un seto, apareció
una mujer: —Pero señor, mi niño está ahí jugando, ¡usted me lo va a matar!
Entonces Jarry dijo:
—Madame, en ese caso le haremos otro de inmediato.
Un día, Paul Fort visitó a Alfred Jarry en su casita a orillas del Sena, en
Corbeil. Al día siguiente, Jarry le llevó a Valvins para ver a Mallarmé.
Como no podían permitirse el lujo de tomar el tren o el transbordador
fluvial —y sólo tenían una bicicleta para dos (de la que Jarry nunca se
separaba)—, fueron como pudieron pasando por Melun, casi siempre a pie, por el
camino de sirga lleno de baches.
Cuando llegaron a Valvins, les dijeron que Mallarmé había partido hacia
Marlotte, a pie, cruzando el bosque.
Nuestros dos poetas siguieron la misma ruta, con el estómago vacío, sin
detenerse ante el castillo donde los vulgares turistas se quedaban
boquiabiertos de admiración.
Por el camino se cruzaron con algunos ciervos y jabalíes, antes de llegar
al Logis de Haute-Claire, donde Armand Point y sus amigos los recibieron con
los brazos y la mesa abiertos. En cuanto a Mallarmé, se había quedado dormido en
un sillón y no se despertó hasta el anochecer, después de una larga siesta.
AMBROISE VOLLARD
Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán
GUILLAUME APOLLINAIRE ET
ALFRED JARRY
Souvenirs d’un marchand de tableaux
Quand je me reporte à ces temps lointains de La Cave, je pense
à deux jeunes écrivains qui devaient mourir prématurément : Alfred Jarry et
Guillaume Apollinaire.
Pendant la guerre, j'étais allé à l'hôpital voir le sous-lieutenant
Apollinaire blessé. Pour arriver jusqu'à sa chambre, j'avais à traverser la
salle commune. Un nègre aveugle était conduit à travers des rangées de lits
inoccupés. Devant chaque lit, on l'arrêtait. Son guide lui faisait un petit
discours qu'il écoutait avec une visible satisfaction. Très intrigué, je
m'informai et voici ce que j'appris.
Ce nègre avait reçu dans la tête une balle qui l'avait rendu aveugle et sa
cécité lui causait un désespoir que rien ne parvenait à calmer.
- Ici, lui expliquait son conducteur, il y a un aveugle qui a perdu une
jambe... Celui-là n'a plus de bras... De membre coupé en membre coupé, on
arrivait à un dernier lit:
- Celui-là, disait l'infirmier, il ne lui reste que le tronc... Et le
nègre, palpant ses bras et ses jambes: - y a bon, disait-il.
Apollinaire avait comme voisins de lit deux jeunes lieutenants de son
régiment. Un caporal-infirmier survint.
- Vous me demanderez une purge au ricin, dit l'un des officiers.
- Il me faut un ordre écrit du major, mon lieutenant; sans cela je n'y
couperais pas de mes quatre jours. Le ricin, c'est pour la troupe.
- Eh bien, fit l'officier, donnez-moi alors des sels de fruits. A ce mot de
sels de fruits, le caporal-infirmier, joignant les talons et faisant le salut
militaire:
- Les sels de fruits, c'est pour MM. les généraux. Pour MM. les
lieutenants, capitaines, commandants, colonels, c'est la limonade purgative. Et
il déposa sur la table un petit livre qu'il venait de consulter.
L'ayant ouvert machinalement, je tombai sur l'article Literie et
je vis que, pour messieurs les officiers généraux, les draps de lit doivent
être changés tous les trente jours. Un nota bene indiquait que
tous les mois, y compris celui de février, doivent être comptés comme ayant
trente jours.
La dernière fois que je revis Apollinaire, c'était après la guerre, pendant
l'épidémie de grippe espagnole. Il avait sous le bras une bouteille de rhum.
- Avec ça, me dit-il, je me moque de l'épidémie.
La grippe espagnole releva le défi. Deux jours après, elle emportait le
poète.
Alfred Jarry ! Sa tournure d'esprit devait faire sur moi une si forte
impression que, vingt-cinq ans après sa pièce d'Ubu Roi, j'étais amené à
écrire Les Réincarnations du Père Ubu.
Il n'y eut pas plus noble figure d'homme de lettres que Jarry. Très pauvre,
il ne faisait jamais étalage de sa misère, évitant même ceux qu'il soupçonnait
capables de s'intéresser à lui. Et combien scrupuleux !
Je me rappelle l'avoir rencontré, un jour, se rendant chez un abonné d'une
petite revue qu'il dirigeait, pour lui restituer la somme d'un franc cinquante
reçue en trop. Il était, pour cela, venu de Corbeil à bicyclette. Pendant la
belle saison, l'écrivain demeurait à Corbeil, dans une cabane qu'il s'était
construite et où il vivait principalement de sa pêche. Il venait à Paris sur
une bicyclette qui, avec un revolver, était le seul bien qui lui restât d'un
modeste héritage dissipé très vite et fastueusement.
Quand un piéton ne l'avait pas entendu venir, Jarry, arrivé à sa hauteur,
tirait au passage un coup de pistolet.
- Mais, Jarry, lui disait-on, si un de ceux-là l'avait mal pris ?
- Oh!... expliquait l'auteur du Père Ubu, avant qu'il eût le temps de me
reconnaître, j'étais déjà loin et puis, voyons, en donnant à cet homme
l'illusion d'avoir été attaqué, je lui fournis matière à belles histoires qu'il
pourra raconter à ses amis et connaissances !...
A la fin de l'été, Jarry quittait l'espèce d'ermitage qu'il habitait et
qu'il avait toujours l'espoir de changer en une tour bâtie de ses propres
mains.
C'est à Paris qu'il prenait ses quartiers d'hiver. La première fois que
j'allai chez l'écrivain, dans une rue avoisinant Saint-Germain-des-Prés, ce fut
pour lui demander, en vue d'un ouvrage que je préparais, son avis sur une
inscription latine, car Jarry était un humaniste de première force. Quand
j'arrivai devant la porte de son logis, une porte basse au milieu de
l'escalier, je sonnai, persuadé qu'une autre porte que je n'avais pas su voir
allait s'ouvrir. Ce fut la petite porte qui s'entrebâilla. La hauteur du
battant m'arrivait à la poitrine.
- Baissez-vous, que je voie qui vous êtes, dit une voix à l'intérieur.
Et me reconnaissant, Jarry m'invita à entrer avec cette recommandation:
«Gare au plafond !...»
Une fois dans la pièce où j'avais pénétré en me courbant en deux,
j'observai que les cheveux de Jarry, qu'il portait alors taillés en brosse,
avaient les extrémités toutes blanches. Je ne tardai pas à comprendre que ce
blanc provenait du plafond assez élevé pour ne pas gêner Jarry, mais d'une
hauteur insuffisante pour que ses cheveux n'en raclassent pas le plâtre. Jarry
m'expliqua que son propriétaire avait partagé horizontalement en deux un
appartement à l'usage des locataires de petite taille.
L'auteur d'Ubu Roi habitait là avec deux chats et un hibou. L'oiseau aussi,
si je m'en souviens bien, avait le sommet de la tête tout blanc, car, sans
cesse sur l'épaule de son maître, lorsque celui-ci allait et venait dans
l'appartement, le hibou balayait le plafond de sa huppe.
J'ai parlé plus haut du scrupule que Jarry avait de ne rien devoir à
personne. De même, s'il lui arrivait de causer un tort à quelqu'un il fallait
qu'il le réparât aussitôt. Ainsi, un jour qu'il s'exerçait au pistolet contre
une haie, une femme surgit: - Mais monsieur, mon enfant qui est là à jouer,
vous allez me le tuer ! Alors Jarry :
- Madame, nous vous en ferons un autre, incontinent.
Un jour Paul Fort rendit visite à Alfred Jarry dans son cabanon du bord de
Seine, à Corbeil. Le lendemain, Jarry l'emmena à Valvins voir Mallarmé.
Comme ils n'avaient pas de quoi se payer le train ou la navette fluviale, -
et ne disposaient que d'un vélo pour deux (celui dont Jarry ne se séparait
jamais), - ils roulèrent cahin-caha, marchant le plus souvent à pied,
empruntant jusqu'à Melun et au-delà, le chemin de halage plein de fondrières.
Arrivés à Valvins, on leur dit que Mallarmé était parti pour Marlotte, à
pied, par la forêt.
Nos deux poètes suivirent la même route, le ventre creux, sans s'attarder
devant le château où de vulgaires touristes béaient d'admiration.
Ils croisèrent quelques biches et quelques sangliers sur leur sentier, avant de parvenir au Logis de Haute-Claire où Armand Point et ses amis les accueillirent à bras et table ouverts. Quant à Mallarmé, il s'était assoupi dans un fauteuil et ne se réveilla qu'à la nuit tombée, après une longue sieste.