lunes, 2 de agosto de 2021

Drieu La Rochelle y Julio Cortázar: Relato secreto

 

RELATO SECRETO

 

"Aquel que diga: insensato, a su hermano, será sometido a la gehena del fuego".

Mateo 5:22

"La fuerza del discurso de Platón sobre la inmortalidad del alma, impulsó a algunos de sus discípulos a la muerte, para gozar con mayor prontitud de las esperanzas que les daba".

Montaigne, Apologie de Raymond Sebond.

 

"...esta muerte material, temporal, normal y no irregular, por así decirlo esencial y no accidental, regular y no anormal, fisiológica y no mecánica, esta muerte usual del ser, esta muerte habitual, se la alcanza cuando el ser material está colmado de su costumbre, colmado de su memoria, colmado del endurecimiento de su costumbre y de su memoria, cuando todo el ser material está ocupado por la costumbre, la memoria, el endurecimiento, cuando toda la materia del ser está ocupada en la costumbre, en la memoria, en el endurecimiento, cuando no queda ni un átomo de materia para lo nuevo, que es la vida".

Péguy, Note sur M. Descartes.

 

Durante la adolescencia, me prometí guardar fidelidad a la juventud; un día traté de cumplir mi palabra.

Odiaba y temía la vejez; de mis primeros años me había quedado este sentimiento. Los niños conocen a los viejos mejor que los adolescentes y los adultos. Son los que viven más próximos a ellos en la promiscuidad familiar; observan, sienten los efectos más enojosos de la edad. Cuanto mayor cariño tienen a sus abuelos, más sufren de verlos poco a poco disminuidos y minados. Yo quise al abuelo y a la abuela con quienes vivía, mucho más que a mi padre y a mi madre, y asistir al avance de su decrepitud fue una de mis primeras calamidades. Mi resolución se fundó en eso.

Más tarde, cuando fui capaz de aproximar unas a otras mis observaciones y prolongarlas en dilatadas inducciones, concebí que el hombre deseoso de escapar de los inconvenientes de la edad debía decidirse lo bastante pronto para no dejarse atrapar por las primeras insinuaciones de aquélla, que son imperceptibles. Tal es el rasgo terrible del envejecimiento: pronto nos da la alegría de corazón que permite aceptar, como cosa natural, las mermas de los sentidos y del corazón que anteriormente considerábamos monstruosos deterioros. Y cuando este estado espiritual se declara, el desgaste del ser es ya tal que no habría tiempo ni sustancia para interrumpir esta derrota, si sintiera el deseo de hacerlo. Concluía yo entonces que era necesario morir lo bastante pronto para no entrar del todo en la condición de fatiga en que la indulgencia y el abandono pueden germinar temprano; me había puesto en la cabeza que no había de morir después de los cincuenta años.

La fijación de esta época se determinó por un pretexto bastante fortuito. No soy muy supersticioso; sin embarco, lo soy un tanto; pensemos lo que pensemos, todos tenemos una cierta dosis de cálculo místico para desleír en nuestras conjeturas. Es un elemento de la economía íntima, que en nadie falta enteramente: siempre, bajo otros nombres, vuelve a encontrarse este sistema de especulación. Cuando llegué a los dieciocho años, cierta persona, tan ignorante en quiromancia como podía serlo yo, pretendía haber leído en mi mano que me casaría dos veces, no tendría hijos, y moriría a los cincuenta años, rico, teniéndolo todo para ser feliz, pero arrebatado por una espantosa enfermedad. Esta persona era un americano, mucho mayor que yo, quien se había interesado por mi juventud colmándome de beneficios. Por lo que pudiera ser, no olvidé aquella profecía.

Cuando me puse a reflexionar sobre el mejor tiempo para morir, la recordé otra vez, y en ella encontró mi razonamiento un punto de apoyo imaginativo. Máxime cuando uno de los artículos de la predicción se realizó: me casé dos veces. De ahí que me decidiera a complacerme en la credulidad, concediendo valor a una frase lanzada al aire. Me convenía que esa frase cayera parada sobre sus cuatro patas.

Las circunstancias de mi vida parecieron, por otra parte, prestarse cada vez más a mi deseo. Pasados los cuarenta años, germinaban en mí dos o tres graves enfermedades entre las cuales cabría al hado elegir prontamente; cada una de ellas podía fácilmente adquirir el carácter espantoso indicado por la profecía. Junto con eso, y a pesar de no haberme preocupado jamás por el dinero en la forma activa en que lo hacen otros, terminé por tenerlo a pesar mío; aunque fuera poco, llegaba hasta el límite de mis gustos bastante modestos, de modo que podía llamarme rico aun a riesgo de hacer sonreír a tanta gente. En fin, desde hacía mucho me había embarcado en una acción o una especulación política que amenazaba arrastrarme, al menor giro de los acontecimientos, a todos los extremos.

Esta última coyuntura me pareció plenamente probatoria y capaz de eliminar mi última duda, en caso de haberla sentido: evidentemente estaba destinado a morir en la época fatídica, sea de una espantosa enfermedad, sea de una muerte violenta que equivaldría a aquélla. Con el lenguaje de un tiempo pacífico, mi amigo americano no había señalado otra forma para mi muerte.

La aceptación, con todo, no me pareció suficiente, y la espera resultaba incierta. Otras diversas consideraciones se abrieron camino en mí, impulsándome a tomar la delantera y recurrir al suicidio.

Para llegar a la comprensión de una cosa semejante, preciso es seguir otro camino que el que acabo de haceros recorrer.

 

Vuelvo una vez más a la infancia, no por el hecho de que allí se encuentran todas las causas, sino porque el ser está entero en su germen, y porque en todas las edades de la vida se encuentran correspondencias. Nací melancólico, salvaje. Aún antes de ser golpeado y herido por los hombres, o de alimentar el remordimiento de haberlos herido, me ocultaba ya de ellos. Me cerraba sobre mí mismo en los rincones de la casa o del jardín, para gustar allí de algo furtivo y secreto. Adivinaba ya, o sabía, mucho mejor que después, cuando lo mundano me sometió y arrastró, que en mí habitaba algo que no era yo y que era mucho más precioso que yo. Presentía también que aquello podía saborearse más exquisitamente en la muerte que en la vida, y me sucedía jugar, no sólo a “estar perdido”, huido por siempre de los míos, sino también a “estar muerto”. Triste y deliciosa embriaguez de tenderse debajo de una cama, en una silenciosa habitación de la casa, a la hora en que no estaban mis padres y yo podía imaginarme en una tumba. A pesar de mi educación religiosa, y de todo lo que se me repetía sobre el cielo y el infierno, estar muerto no era estar aquí o allá —lugares habitados donde lo veían a uno— sino estar en un sitio tan oscuro, tan desconocido que no era ninguna parte, y donde se podía escuchar la caída, gota a gota, de algo indecible que no era mío ni de otro, sino algo desgajado de todo lo que vivía y que uno veía, v también de todo lo que uno no veía pero que también estaba vivo, viviendo de otra manera infinitamente

Un día supe de un movimiento que a veces tenía lugar entre los hombres y que se llamaba suicidio. Recuerdo muy bien que, después de escuchar una conversación, comprendí que un hombre puede "darse la muerte". No sé, no creo haber establecido una relación precisa entre el juego que he citado, y que me era tan familiar, y la revelación de este acto. El hecho es que su posibilidad inmediata y su extremada facilidad —yo imaginaba el prodigioso resultado, la potencia de irrevocabilidad de ese gesto—, me fascinaron. Tal fascinación me traía la misma calidad de emoción dulce y fina, un poco lancinante y maravillosamente rara que muchas veces había experimentado debajo de la cama. Lo que en ese gesto me placía más allá de todo placer, era que también él fuese solitario, robado a todas las miradas, perpetrado en la sombra y el silencio, y que me dejara perdido fuera de mí mismo para siempre y al infinito, adorablemente entregado a esa potencia que, gota a gota, había oído caer en mí.

Recuerdo el lugar y la hora. Era una mañana de invierno, veo todavía el cielo gris: hacía frío en el comedor. Miraba por la ventana el gris y desconchado muro del fondo de la casa situada al otro lado del pasaje que llevaba a la cité Malesherbes. Abrí suavemente un cajón del aparador; sin hacer ruido, lentamente, tomé un cuchillo. Miraba el cuchillo. Todavía no había mirado nunca un cuchillo. Repentinamente me daba cuenta de todo lo que había en ese acero. Esto era lo que yo utilizaba diariamente, sin saber: esto era lo que mis manos habían empuñado. El soñoliento misterio de los objetos circundantes se revelaba suavemente. La hoja relucía sobre el fondo de fieltro rojo que forraba el cajón. Y no era solamente una, había veinte, treinta, grandes y pequeñas. Alcé un enorme cuchillo de trinchar, pero volví a dejarlo sin que me atrajera. Prefería algo más fino, sutil, delicado. Ese cuchillito de postre tan agudo, que tan prontamente entraba en la carne de una pera o un durazno. Con el dedo probé la punta; la probé y la sentí. Apreté suavemente, apreté más fuerte. Aquello empezaba a doler, y me detenía. Insistí, con un nuevo impulso de curiosidad, de deseo, apreté más fuerte. El dolor cambió súbitamente de carácter, se hizo más concentrado y agudo; brotó una gota de sangre. Boquiabierto, yo miraba: entonces, era posible. Por primera vez miraba mi sangre sin llorar, sin retroceder. No sin miedo, pero aceptaba mi miedo, me adaptaba a él, quería aprisionarlo, identificarlo en mí con otra cosa.

Jugué un momento con mi sangre, haciéndola brotar gota a gota. Entonces se ovó un ruido en el corredor; devolví rápidamente el cuchillo a su alvéolo rojo, el cuchillo que había seguido siendo el mismo, indiferente, enigmático, inefable, y huí a mi habitación. Huir, cómo me gustaba huir. Era como un animalito de los bosques, pulcro y ágil, obstinado, lleno de reserva, ardilla o comadreja, que desaparecía al menor ruido, y que jamás hombre o mujer alguno apresaría.

Debía tener seis o siete años, porque a esta edad dejamos el departamento donde claramente veo que esto sucedía. Por la ventana veo el muro de al lado, con grandes grietas.

Volví a hacerlo. Pero entre tanto me parece que lo había olvidado todo, y que mis sensaciones y reflexiones de aquella mañana se habían perdido instantáneamente en otras sensaciones. Si volví al cajón forrado de fieltro rojo, lo hice por un comienzo de costumbre, porque en el hombre el hábito nace instantáneo igual que en el animal. Esta vez fui más lejos; después de sacar el cuchillito y examinarlo a mi antojo, probando filo y punta, me abrí la chaqueta y la camisa, y apoyé la punta del lado del corazón. No tuve una emoción más punzante el día en que desabotoné mis pantalones para considerar una parte mía como mi sexo. Apreté un poco, no mucho. Apreté, menos que sobre mi dedo, porque me daba cuenta de que aquello era más serio. Tuve, en efecto, un súbito miedo. Miraba con terror el cuchillo que permanecía sujeto por la ropa, y cuya punta sentía. Mi voluntad, posible, se transmitía a él y en él se me escapaba. Se tornaba probable; la fatalidad empezaba a acumularse en ese mango, en esa madera, en ese hierro. Lo retiré, lo traje ante mis ojos mirándolo con una mirada enteramente nueva, con esa mezcla de terror y veneración que el hombre pone en los objetos consagrados por su experiencia, por su fatalidad, objetos misteriosos y familiares, numina. Ídolos, ideas. Volví a apoyar contra mí el objeto, ese objeto que decididamente tenía una forma particular, singular, perversa. Esta vez apreté hasta que me hizo daño, como en el dedo. Pero mi pecho no era mi dedo; se trataba de algo enteramente distinto, y era necesario que fuese en un todo la misma cosa. Me dice daño, mucho más daño: me hacía daño. Él me hacía daño. Ya no fue miedo; me invadió una reacción de descontento, de cólera. El cuchillo y yo éramos dos. Era el cuchillo que me hacía daño, que quería hacerme daño; en él una voluntad, escapada de la mía, se oponía a la mía. El cuchillo era malo, peligroso, aborrecible. Lo tiré violentamente a su cajón, sin ubicarlo en su sitio, y cerré el aparador. Poco rato después ya no pensaba en él. La costumbre se desvaneció. Sin eso, ¿quién sabe?

 

Aquélla había sido la idea del suicidio gratuito, en sí. Desde entonces la idea reapareció frecuentemente, pero sólo para prestarse a las circunstancias. Yo me había embarcado más hondo en la vida; surgían las dificultades, las penas, los vejámenes. Pensé entonces en el suicidio. Pero ya no era en absoluto la misma cosa, ya no eran la fuerza, la exuberancia, la curiosidad las que me excitaban, sino la debilidad y la fatiga.

Y la idea de lo que encontraría más allá del suicidio no era tampoco la misma. La primera vez, el más allá era lo ignoto, tenía algo de perfectamente indeterminado, innominado, indecible. Ahora era la nada. En ésta como en muchas otras cosas, el adolescente y el adulto habían retrocedido con relación al niño. Porque la nada... Iba a decir: la “nada” es una noción “absurda”. Pero ¿pueden chocarse dos palabras misteriosas? ¿Y qué es lo que yo llamaba la nada? ¿No era un lugar muy dulce, es decir todavía la vida, una vida dulce, retardada, algo así como el nacimiento del sueño, algo así como los grises Campos Elíseos de que habla Virgilio?

Me pregunto no obstante si mi idea del suicidio, cuando reaparecía aún en la peor circunstancia de tormento y de opresión, era verdaderamente impura. Y no digo esto por mí en particular. Casi siempre, quizá siempre, hay en el suicida un elemento de pureza. Aun en aquel para quien el suicidio es un acto puramente social, un gesto en un todo encadenado a sus gestos precedentes que pertenecían a la vida y se dirigían hacia la vida, ¿no es necesario que exista una abertura hacia el más allá, por estrecha que sea, para que pueda perpetrar su acto? Es necesario que haya tenido una familiaridad cualquiera, por inconsciente que haya sido —y siendo inconsciente, ha podido ser profunda y constante— con un universo pleno de subyacencias y de secretos y de sorpresa. Ese hombre piensa que cree en la nada, piensa darse a la nada, pero bajo esa palabra negativa, bajo esa palabra aproximativa, bajo esa palabra-límite, algo se le oculta.

Por lo que a mí se refiere, de todos modos, es muy posible que jamás me haya desligado completamente de aquel fantaseo nostálgico, y que tan sólo esperara pretextos para volver a él. Pretextos que podían ser considerables, pero que con todo eran pretextos. ¿No guardaba siempre despiertos el gusto y la necesidad de la soledad? En mi vida no ha habido un solo día —por pleno y feliz que fuera con la presencia de los seres, o de un ser, y con mi rica y exuberante adhesión al mundo inmediato— en que no haya pensado en la soledad, que no me haya arreglado para regalarle algunos minutos —aunque eso sucediera en los excusados, en una cabina telefónica, un baño, un corredor donde me detenía un instante, más de lo que conviene al animal social. Y bien, la soledad es el camino del suicidio; por lo menos es el camino de la muerte. Es verdad que en la soledad se goza más del mundo y de la vida que de toda otra manera; ¿cómo gustar mejor de una flor, un árbol, una nube, los animales, hasta los hombres que pasan a lo lejos, y las mujeres? Pero ya es asimismo la pendiente por la cual uno se pierde del mundo.

En todo momento, además, estaba mi curiosidad. No hablo sólo de la curiosidad del conocimiento; me refiero a una curiosidad audaz, imprudente, que se quiere activa, experimental. Es una curiosidad maga, mágica, que sueña con empresas e infracciones. El suicidio es uno de los medios prohibidos; no es el único, es el último, pero quizá no sea el supremo de entre los medios inventados y ensayados por el hombre para horadar en vida, y de otro modo que con las ideas, de otro modo que con la imaginación, el muro de su cárcel. Por eso Baudelaire, el meditativo, ha incluido en las Letanías a Satán el suicidio en la lista de las audacias más o menos criminales —según la mirada social— que se ofrecen al hombre para moverse, agitarse, protestar y esquivar, junto con las drogas, la lujuria, el alcohol, el robo y el asesinato, la alquimia, el lucro, la ciencia, la rebelión.

Esta curiosidad ha sido magníficamente representada por Dostoievsky en el personaje de Krilov aunque dentro del estrecho ángulo del dilema: cristiano o suicida, creyente o anti-teo (mejor que ateo). Prisionero del horizonte cristiano, Dostoievsky no podía imaginar, fuera del cristiano, más que a un hombre que lo sigue siendo cuando odia paradójicamente al dios que cree no existente, cuando lo provoca, cuando lo persigue hasta su guarida: la muerte.

Contaré brevemente las circunstancias principales en que pensé seriamente en suicidarme, antes de llegar al hecho.

 

No recuerdo haber tenido deseo alguno de suicidio entre los siete y veinte años. Probablemente no se había presentado ninguna ocasión lo bastante seria; la vida ya me había sorprendido, decepcionado, atormentado, pero sin alcanzar a herirme profundamente. Y sin embargo la vida de familia sólo me ofreció experiencias repugnantes. Viví entre un padre y una madre a quienes el adulterio, los celos y los ajetreos de dinero desgarraban. Fuera de ellos tenía camaradas, ante quienes el contragolpe de todos esos pesares me volvía tímido y desconfiado. A los veinte años, después de fracasar en un examen, pensé durante algunos días en desaparecer. ¿No lo había hecho ya anteriormente, cuando contraje una enfermedad venérea menor? Nada que lo ponga a uno más melancólico; pero no me acuerdo con suficiente claridad. Mi fracaso tenía una significación tan grave como la que yo le daba. Había aprobado anteriormente muchos exámenes pero con un buen éxito decreciente. Ahora, este fracaso quería decir que acababa de entrar en una crisis grave. A medida que mi espíritu se desarrollaba, iba tomando el giro de una fantasía más y más apartada, más y más desviada de los usos, el giro de una pereza soñadora, inestable, cambiando con frecuencia de pretexto, el giro de una curiosidad devorante y devorada. Había entrado en un mundo de presentimientos, de tendencias que se destruían como consecuencia de bruscos sobresaltos, de altibajos de la gracia. De ello extraía el angustiado sentimiento de ser presa de una fatalidad oscura. De golpe me di cuenta de las dificultades que mi carácter me creaba para siempre con la sociedad; mi antigua soledad, por lo regular dulce y melancólica, se había vuelto originalidad involuntaria y hasta agresiva, excentricidad que buscaba restringir pero que chocaba. Los hombres empezaban a mirarme mal.

Preciso es decir que en este examen fui aplazado por razones deliberadas de las autoridades, y no a causa de mi insuficiencia. Era a la salida de la Escuela de Ciencias Políticas, y se quiso castigar lo que parecía el desorden peligroso de mi espíritu, cerrándome así la carrera diplomática, lo que en realidad era sensato, pues mi familia estaba arruinada y mi timidez no podría permitirme por mucho tiempo el menor dominio sobre mi sentimiento de inferioridad social. Este fracaso venía además a complicar un drama sentimental, que había pesado asimismo sobre mi estado de ánimo durante los días de examen y que, al privarme de buena parte de mi lucidez, me libró a mis jueces en plena confesión de mi íntima, todavía semi-inconsciente rebelión contra sus rutinas de pensamiento.

En suma, pensé con bastante seriedad en tirarme al Sena. En todo caso, viví largamente un estado espiritual desesperado donde empezaba a experimentar, a gustar esta embriaguez de alejamiento que precede y facilita el suicidio.

Tras eso, tuve idea de plantarlo todo al comienzo de la guerra de 1914, es decir al año siguiente. En esa ocasión reparé en un presentimiento cuya penetración provoca hoy mi sorpresa.

Al partir a la guerra era presa de sentimientos confusos y alternados. Sucesivamente me abandonaba por completo al entusiasmo que se había apoderado de la multitud y quizá hasta del ejército, y volvía a vislumbrar resplandores de escepticismo y desconfianza: me costaba creer que una guerra universal pudiera funcionar, dudaba de las virtudes de mis jefes, de mis camaradas, de mí mismo. Al cabo de algunos días de marchas y contramarchas, bajo la lluvia o el sol canicular, en las cercanías de la Ardenas, entreví claramente una noche que la guerra no era lo que podía creer un estudiante ingenuo y repleto de ficciones literarias; era muy fastidiosa, no pasaba nada o, cuando por encima de mí se componía alguna cosa, todo era como si no pasara nada en ninguna parte; los camaradas y los jefes resultaban sórdidos y opacos como en la paz. Aquella noche, en ese villorrio de las Ardenas, tuve el sentido preciso de cuatro monótonos años de fajinas, velas, enfermedades, heridas, cortados por brevísimos instantes de gran terror y de gran orgullo.

Por otra parte, en el curso de las interminables colas que por millones hacíamos a lo largo de las rutas que llevaban a los campos de batalla demasiado vastos, había recibido por primera vez en mi vida la impresión aplastante, definitiva, de que un hombre está ahogado en la humanidad. Se disipaban todas las apariencias de personalidad, originalidad, reserva, excepción, que pueden multiplicarse en el mundo ilusorio de la paz —que podían multiplicarse en aquellos tiempos tranquilos y serenos anteriores a 1914—, y yo era finalmente una hormiga enteramente sumida en el hormiguero. Carente de miradas que me distinguieran, me volví indistinto para mí mismo. Esto me trajo de un solo golpe a una mística de la soledad, y de la pérdida para mí mismo del solitario en su soledad, y de la extravasación al interior del yo de algo que no es el yo. Ya que estaba perdido, ¿por qué no perderme más? Sólo había un medio de curarme de la pérdida que yo hacía de mí mismo en todo, y de mí y de todo en la nada: era el de perderme absolutamente. La embriaguez subía, y con ella el deseo de beber más, ese deseo que en un momento dado muerde al borracho de alcanzar en el fondo del vaso la gota verdaderamente destructora. Todo se alejaba de mí, cada vez más rápidamente, los que estaban lejos y los que estaban cerca, los intereses de mi vida y los de esas entidades —Francia, Alemania, etc.—. La enorme y obscena presencia de este ejército del que no era sino una parcela más y más inconsciente y abandonada, me volvía ciego a todo: la tierra, el cielo, los árboles. La naturaleza desaparecía ante esta gigantesca intrusión que colmaba el entero campo visual como un monstruo creciendo en una pesadilla. La desaparición de la naturaleza, en la cual tan deliciosamente me había apoyado antaño —antaño— para delicia de mi soledad ornada y provisoria, fue lo que se llevó todo.

Estaba en una granja; no era ya de noche sino la mañana siguiente, y me había quedado solo; los camaradas andaban afuera, ocupados en el jardín. Sabía cómo se mata uno con un fusil; hay que quitarse el zapato y la media; con el caño en la boca, se aprieta el gatillo con el dedo del pie. Había escrito una breve carta a mi padre, locamente tierna; incluso fue en esa ocasión que descubrí que quería a mi padre, tanto más joven que yo, tan gentil, tan indefenso. Después miré el agujerito negro, anillado de acero.

Y tuve miedo. Cómo tuve miedo, no lo sé. El hecho es que al otro día, en el primer combate, no tuve miedo alguno. Sin duda no estaba maduro para la soledad, yo que sin embargo la había practicado tanto. Esta suprema soledad del suicida era todavía demasiado para mí; prefería morir con todo el mundo, abismarme en la muerte con una entera carretada de compañeros, a quienes tanto había desdeñado, despreciado, un momento antes.

Conservo consideración por el personaje que fui en ese momento. Amo a ese tonto delicado que prefiere su charquito personal al gran engolfamiento colectivo, y que entre los cien millones de balas que en adelante silbarán y maullarán en torno suyo, pretende elegir una como una alhaja en su estuche. Así era como agonizaba el individualismo tres años antes de la revolución de octubre.

 

Muchas otras veces, desde entonces, he sentido el deseo del suicidio. No puedo recordarlas todas. Pero sólo en estos últimos años llegó a convertirse en una manía, un reclamo con cualquier pretexto. Este reclamo llegó a ser tan frecuente que poco a poco se fue transformando en un refrán que canturreaba entre dientes, con el que acunaba a mi alma cada vez más fatigada, más gastada —cada vez más viva en su carozo, pero tan abrumada por las repeticiones de lo cotidiano.

Mi deseo más violento surgió en el curso de una historia de amor. La he contado en una de mis novelas, y no siento gran deseo de volver sobre ella. Máxime cuando las historias de amor no interesan ya para nada, tanto las mías como las de los demás. Hela aquí en dos palabras; una mujer me había abandonado. Era la primera vez que me pasaba. En lo hondo de mi corazón, empero, había algo que no estaba bastante atado a ella; justamente ese algo que en mí no era yo, que roía mi yo.

El solo detalle que recuerdo de esta aventura banal, pero que cumplió un papel capital en mi destino, es la exquisita presciencia que me pareció entonces tener de la nada. Ocurría en Lyon, la más inhospitalaria ciudad de Francia, en un cuarto de hotel. De acuerdo con el bien conocido método humano, me curaba de la tierra fabricándome un cielo: lo llamaba la nada. A partir del momento en que me creí seguro de mi resolución, el sufrimiento empezó a disminuir minuto a minuto. Había entrado la idea del suicidio, yo la había introducido para cuidarme, para curarme de aquello mismo que la engendraba. Entonces, cuando el sufrimiento hubo cedido, la idea del suicidio se vino abajo. Ahí tenéis: no fue más difícil que eso.

Tal cosa no me impidió recomenzar a sufrir un poco más adelante, y por la misma mujer. Pero no era ya la primera sorpresa: ahora entraba ahí la resignación.

 

He dicho cómo esta idea de la nada me parece engañosa. En todo caso lo era para mí. Me acuerdo perfectamente que, en Lyon, la nada con que acariciaba mi dolor era algo concreto, sabroso —era dulzura, delicia. Era el sí en el yo.

He querido también interrupirme dos o tres veces a causa de humillaciones harto infantiles. Al repetirse, la idea del suicidio se había poco a poco embotado, y llegó a ser algo banal. No es bueno que nuestros sentimientos se familiaricen, porque se mezclan con lo nuestro más corriente, que es sórdido; llegan a ser de una total trivialidad.

Cuando, después de eso, llegué a conocer mi pasión más violenta, nuevamente volví a pensar en la muerte. No me habían abandonado, salvo que me abandonaban todas las noches. Esas mínimas ausencias de la mujer adúltera que vuelve junto a su marido, me exasperaban, me consumían. Y luego, en el fondo, siempre esa necesidad de huir, de huir de aquello que más se desea, de quedarse solo. Cuando fui abandonado enhorabuena por la primera mujer, en medio de mi insoportable dolor había sentido una punzada de alegría: estaba liberado, estaba libre. En medio de mi segunda gran pasión, aspiraba todavía más a la liberación: tenía cuarenta y cinco años, y no ya veinticinco. Y me había adentrado en ella contra mi voluntad; aunque después pudiera entregarme a ella de todo corazón.

 

PIERRE DRIEU LA ROCHELLE

Traducción de JULIO CORTÁZAR

Revista Sur nº 192-194, octubre-diciembre de 1950.

Nota de la Redacción: Estas páginas inéditas nos fueron entregadas por Jean Paulhan, en París, en el otoño de 1946.