INTRODUCCIÓN A SADE
LA DUDOSA JUSTINA O LOS
DESQUITES DEL PUDOR
El secreto
Ya se sabe, desde hace algunos años, a qué se debe
el más grande éxito de librería que el mundo haya visto jamás, el éxito del
Nuevo Testamento. Se debe a que este libro tiene su secreto. Se debe a que deja
entender en cada página, en cada línea, algo que no dice, pero que por eso
mismo nos intriga, nos retiene, nos ata. Y como no hemos de tratar aquí del
Evangelio, nada nos impide, después de todo, revelar el secreto.
El secreto está en que Jesucristo es alegre. El
Nuevo Testamento nos lo muestra grave y más bien reflexivo, y a veces irritado,
y otras veces hasta con lágrimas y siempre serio. Pero adivinamos otra cosa,
algo que el Nuevo Testamento no nos dice: que a veces Jesús está de broma. Que
está lleno de humorismo. Que a veces discurre a tuertas y derechas para ver qué
ocurre (cuando se dirige a las higueras, por ejemplo). En una palabra, que se
divierte.
No querría herir a nadie comparando el Evangelio del
Bien al Evangelio del Mal más ingenioso y a la vez más macizo que haya sido
compuesto, con toda razón y conciencia, por un hombre en rebeldía. Hay que
decirlo no obstante: si Justina ha merecido ser el libro de cabecera —por lo menos
en cierta época de sus vidas— de Lamartine, de Baudelaire y de Swinburne, de
Barbey d’Aurevilly y de Lautréamont, de Nietzsche, de Dostoievski y de Kafka (o
bien, en un plano diferente, de Ewerz, de Sacher Masoch y de Mirbeau) se debe a
que este libro, extraño en su simplicidad aparente, que los escritores del
siglo XIX sin casi nombrarlo han pasado gran parte de su tiempo en anotar,
aplicar, refutar; este libro que planteaba una cuestión tan grave que no bastó
la obra de un siglo entero para contestarle (y no por entero), este libro tiene
también su secreto. A él volveremos. Pero atendamos antes a la cuestión moral.
I. — De
ciertos libros peligrosos
Uno cree que ya todo ha sido dicho sobre el
beneficio de las penas y la ventaja de los castigos. Corren al respecto mil
opiniones, se han publicado cien mil libros. Y sin embargo pienso que han
descuidado lo esencial: quizá porque parecía demasiado evidente, porque no
hacía falta decirlo. Pues bien, mejor será si se dice.
El primer punto es obvio: los criminales son de
cuidado, ponen en peligro la sociedad y la especie humana misma. Desde este
punto de vista, por ejemplo, más valdría que no hubiera asesinos. Si la ley
dejara a cada uno de nosotros la libertad de matar a sus vecinos (ya menudo las
ganas no nos faltan) y a sus padres (como todos los deseamos sordamente, según
los psicoanalistas), no quedaría mucha gente sobre la tierra. Sólo quedarían
los amigos. Y ni aun los amigos, ya que en fin de cuentas —aunque sea un
detalle que nos olvidamos generalmente de considerar— hasta nuestros amigos son
hijos, padres o vecinos de alguien. Paso al segundo punto: no es menos
evidente, a poco que reflexionemos.
Los criminales son por lo común más interesantes que
las personas honradas: más inesperados, dan más que pensar. Y aunque sólo digan
trivialidades (como suele ocurrir) son más sorprendentes: precisamente a causa
de ese contraste entre el fondo peligroso y la apariencia inofensiva. Lo saben
muy bien los autores de folletines: en cuanto sospechamos que el buen notario o
el farmacéutico han envenenado en otro tiempo a toda una familia, sus
expresiones más chatas se nos antojan preciosas, y si afirman que el tiempo
vuela, sospechamos que meditan un nuevo crimen. Dicen los moralistas que basta
haber suprimido, aunque sea por descuido, una sola existencia humana, para
sentirse transformado de la noche a la mañana. Con lo cual los moralistas
cometen una imprudencia, pues todos tenemos ganas de sentirnos transformados.
Es éste un sentimiento viejo como el mundo; a la postre, es más o menos la
historia del árbol del bien y del mal. Y si en general la prudencia nos impide
transformarnos hasta ese punto, al menos deseamos vivamente frecuentar a los
que han pasado por una experiencia semejante, deseamos ser sus amigos, entrar
en sus remordimientos (y en el saber que es su resultado). Sólo puede
retenernos aquí esa actitud que he señalado antes: el asesino no es un
individuo al que haya que alentar; cuando lo admiramos, participamos en un
vasto complot contra el hombre y la sociedad. Y por poco que seamos
escrupulosos, nos sentimos mortificados, tironeados a diestra y siniestra,
privados a la vez de las ventajas de ambas conciencias: la sucia y la limpia.
Aquí interviene el castigo.
Ventajas del
castigo
Me atrevería a decir que todo lo concilia. Desde el
momento en que el ladrón se encuentra él mismo robado —si no siempre de su
dinero, por lo menos de algunos años de su vida, que valen dinero y aun más— y
el asesino se encuentra asesinado, podemos frecuentarlos sin el menor escrúpulo
y, mientras viven, llevarles, por ejemplo, naranjas a la prisión; podemos
tomarles cariño y aun beber sus palabras: ya pagan, ya han pagado. Lo han
sabido mejor que nosotros los reyes y reinas y santas que acompañaban y
conducían a los criminales hasta el cadalso y llegaban a recoger, como Santa
Catalina, algunas gotas de su sangre. (¿Y quiénes no se sentirían hoy
agradecidos a ciertos hombres que nos enseñan, en su suplicio, el peligro, el
sentido mismo, que habíamos perdido, de la traición?)
A esto quería llegar: es costumbre, desde hace
ciento cincuenta años, el frecuentar a Sade por autores interpuestos. No leemos
Los Crímenes del Amor sino, por
ejemplo, La posada del Ángel Guardián,
ni La Filosofía en el “boudoir” sino Más allá del Bien y del Mal, ni Los Infortunios de la Virtud sino El Castillo o El Proceso, ni Julieta
sino Las diabólicas, ni La Nueva Justina sino El jardín de los Suplicios, ni La Carpeta de un hombre de letras (por
otra parte, perdida) sino Las Memorias de
Ultratumba. Esta timidez sólo se explica como efecto de los ya mencionados
escrúpulos. Sí, es cierto que Sade era un hombre peligroso: sensual, violento,
un bribón a veces y (por lo menos en sueños) atrozmente cruel. Pues no sólo nos
invita a asesinar a padres y vecinos, sino también a nuestras mujeres. Más aún:
vería con gusto la desaparición completa de la especie humana para dejar lugar
a una nueva invención de la naturaleza. Además, poco sociable; y aún poco
social. Rabioso de libertades. Pero son éstos escrúpulos que podemos aplacar.
Porque Sade ha pagado con creces. Pasa treinta años
de su vida en las diversas bastillas, fortalezas o prisiones de la Monarquía,
luego de la República, del Terror, del Consulado y del Imperio. “El espíritu
más libre —decía Apollinaire— de que hasta hoy se tenga noticia”. En todo caso,
el cuerpo más confinado. A veces se ha dicho que hay una clave única para todas
sus novelas, que es la crueldad (visión, según creo, demasiado simple). Más
seguro es que haya para todas sus aventuras y todos sus libros un final único,
que es la prisión. Hasta hay un misterio en tantos arrestos y encierros.
Confrontemos el crimen y el castigo. Parece probado
que Sade dió una paliza a una prostituta de París: ¿merece esto un año de
prisión? Que dio pastillas de Richelieu(1) a unas mozas de Marsella: ¿merece
esto diez años de Bastilla? Seduce a su cuñada Luisa: ¿merece esto un mes en la
Conserjería? No deja de molestar a sus poderosos, a sus temibles suegros, el
Presidente y la Presidenta de Montreuil: ¿merece esto dos años de fortaleza?
Ayuda a evadirse (estamos en pleno Terror) a algunos moderados: ¿merece esto un
año en las Madelonnettes? Se admite que publicó libros obscenos, que atacó a
los amigos de Bonaparte; no es imposible que haya simulado estar loco. ¿Merece
esto catorce años en Charenton, tres años en Bicêtre, un año en Santa Pelagia?
¿Cómo no pensar que todos los pretextos parecían buenos a los diversos
gobiernos de Francia —¡cuántos no vio!— para encerrarlo; y a Sade —¡quién
sabe!— para dejarse encerrar? Pero pasemos. Un punto al menos está claro:
sabemos que Sade corrió sus peligros; que los aceptó, que los multiplicó.
También sabemos que al leerlo corremos posiblemente los nuestros. Por eso somos
más libres de pensar a nuestro antojo en lo que quizás hubo de bueno, y en todo
caso de delicioso, en ese sobrino nieto de la casta Laura de Noves: en su
extremada distinción; en sus ojos azules sobre los cuales, cuando niño, se
inclinaban las damas; en ese blando no sé qué de su talle, en sus dientes, los
más hermosos del mundo(2); en sus éxitos en la guerra; en su violenta afición
al placer; en sus respuestas impetuosas pero agudas (no eran posibles sin
jactancia, ni sin chorrera) ; en el joven señor provenzal cuyas manos besan los
vasallos y a quien acompaña el amor fiel en demasía, el amor a pesar de todo,
de la voluminosa Renée, un poco caballuna y ruidosa, mujer buena y tierna en el
fondo.
II. El divino
marqués
Dejaré de lado la eficacia particular que hacía
hablar a Duclos de los “libros que se leen con una sola mano”. No porque sea
ininteresante, ni porque hasta cierto punto deje de ser sensacional; más de un
escritor, por abstracto que fuere, sueña para sus obras con una influencia —con
una resonancia— análoga (en otro plano, desde luego). Y además da poco que
decir, pues por lo común es imprevisible. Todos admiten que el velo y la
alusión (si os parece mejor, el donaire y la chocarrería) tienen más
probabilidades de suscitarla que la obscenidad lisa y llana.
Ahora bien, en Sade hay pocos velos y alusiones. Ni
el menor doble sentido. En realidad, quizá sea esto lo que se le reprocha.
Nadie más lejos que Sade de esa especie de sonrisa suficiente, de sobrentendido
malicioso que aparece en las historias de color subido de Brantôme, en los
pasajes escabrosos de Voltaire o Diderot o en ese arte un poco contorneado que
Crébillon, en sus cuentos de alcobas y sofáes, ha llevado a una perfección
desesperante. Hay en la literatura una masonería del placer cuyos guiños,
invitación a medias palabras, puntos suspensivos, conocemos todos. Pero Sade
rompe con estas convenciones. Tan desligado de las leyes y reglas de la novela
erótica como puede estarlo Edgar Poe de la novela detectivesca, Victor Hugo del
folletín. Siempre es directo, explícito —trágico, además. Y si hubiera que
clasificarlo a todo trance, sería más bien entre esos autores que nos castran
(decía Montaigne). Asimismo, hay otra especie de atractivo que él no se
permite.
Ni pornógrafo,
ni literato
Sólo puede llamárselo el atractivo literario. El
mérito de más de una obra célebre —y en todo caso su éxito— depende de un
ingenioso sistema de alusiones. Voltaire en sus tragedias, Delille en sus
poemas evocan a cada verso, y se complacen en evocar, a Racine o a Corneille, a
Virgilio, Homero y compañía. Para sólo citar al rival inmediato de Sade (y que
en el Mal, en cierto modo, le hace competencia), bien se ve que Laclos está
podrido de literatura —de la cual saca, por otra parte, el partido más hábil:
el más inteligente—. Las Relaciones
peligrosas es la justa del amor cortés (todo el problema estriba en saber
si Valmont sabrá merecer a Mme de Merteuil), conducida por heroínas racinianas
(no faltan Fedra, ni Andrómaca), en la sociedad fácil de los Crébillon, Nerciat
y Vivant-Denon (pues, al final, todo termina bastante pronto en la alcoba; por
lo menos, todo se considera desde el punto de vista de la alcoba). Tal es la
clave del misterio: Las Relaciones
encierran, discretamente, un cursillo de historia literaria para personas
mayores. Porque los autores más misteriosos son en general los más literarios;
su extrañeza reside justamente en sus incongruencias: en este encuentro de
personajes venidos de los ambientes —de las obras— más alejados, llenos de
sorpresa al encontrarse. Por otra parte, Laclos nunca pudo repetir ese esfuerzo
sobrehumano.
Pero Sade, con sus glaciares y sus abismos y sus
castillos terroríficos, con el proceso sin fin que sigue contra Dios —contra el
hombre mismo—, con su insistencia y sus repeticiones y sus espantosos lugares
comunes, con su espíritu sistemático y sus raciocinios sin límite, con esa
persecución testaruda de una acción sensacional pero de análisis exhaustivo,
con esa presencia constante de todas las partes del cuerpo (ni una hay que no
sirva), de todas las ideas del espíritu (ha leído tantos libros como Marx), con
ese desdén extraño por los artificios literarios y a la vez, y en todo momento,
esa exigencia de la verdad, con ese aire de un hombre que no cesara de moverse
y al mismo tiempo de soñar uno de esos sueños indefinidos que a veces suscita el
instinto, con esa gran dilapidación de fuerzas y esos gastos de vida que evocan
temibles fiestas primitivas —o esas fiestas de otra especie que son, quién
sabe, las grandes guerras—, con esas vastas tomas de posesión del universo o,
mejor, con esa simple toma que es el primero en operar sobre el hombre (y que
debemos llamar, sin juego de palabras, una toma de sangre), Sade nada tiene que
ver con análisis y selecciones, con imágenes y efectos de teatro, con elegancia
y amplificaciones. No distingue ni separa. Se repite y machaca de continuo.
Hace pensar en los libros sagrados de las grandes religiones. Sigue creciendo,
apenas detenido por instantes en alguna máxima:
Hay momentos peligrosos en que lo físico se abrasa en los errores de
lo moral...
No hay medio mejor de familiarizarse con la muerte que asociarla a una
idea libertina.
Declamamos contra las pasiones, sin pensar que en su antorcha la
filosofía enciende la suya...
¡Y qué máximas! Ese murmullo gigantesco y
obsesionante que sube a veces de la literatura, y quizá la justifica: Amiel(3),
Montaigne, el Kalevala, el Ramayana. Si me objetáis que al menos se trata de un
libro sagrado que no ha tenido su religión ni sus fieles, diré ante todo que
tan feliz circunstancia sólo puede regocijarnos (pues nos deja en libertad para
juzgarlo por sí mismo, no por sus efectos). Pensándolo bien, agregaré después
que no estoy tan seguro de ello: que la religión de que se trata estaba
condenada, por su naturaleza misma, al secreto y desde ese secreto dispuesta a
lanzar de vez en cuando una queja hacia nosotros; tres versos de Baudelaire:
Et qui, cachant un fouet sous leurs longs vêtements,
Mêlent dans le bois sombre et les nuits solitaires
L’écume du plaisir aux larmes des tourments.(4)
Una salida de Joseph de Maistre:
Desdichada la nación que suprimiera la tortura...(5)
Una frase afortunada de Swinburne: El marqués mártir..., un grito de
Lautréamont: ¡Delicias de la crueldad!
Delicias que no pasan..., una reflexión de Puchkin: ...la alegría que nos da todo aquello que se acerca a la muerte. Más
aún: desconfío del placer un poco turbio que siente Chateaubriand —entre otros—
ante la agonía de las mujeres que lo amaron, los regímenes que defendió, la
religión que cree verdadera. Y no sin razón —aunque sea una razón difícil de
esclarecer— Sade ha sido llamado el divino marqués. Por otra parte, no tenemos
la certeza de que fuera marqués. Pero no cabe duda de que cierto número de
personas (y de apariencia respetable) lo han tenido por divino —o por
verdaderamente diabólico, lo cual es del mismo orden.
Y hasta siento una inquietud al respecto. Me
pregunto, cuando veo tantos escritores de hoy empeñados conscientemente en
rechazar el artificio y el juego literario en beneficio de un acontecimiento
inexpresable que se nos presenta a la vez como erótico y espantoso; preocupados
en toda circunstancia de llevar la contra a la Creación; afanosos por buscar lo
sublime en lo infame, lo grande en lo subversivo, y exigiendo además que una
obra comprometa y defina para siempre a su autor según una especie de eficacia
(que no deja de evocar la eficacia, puramente fisiológica y local, a la cual he
aludido), me pregunto si en ese terror extremo no deberíamos reconocer un
recuerdo más que una invención, un renacer más que un ideal; en resumen: si la
literatura moderna, en su parte que nos parece más viva —en todo caso, la más
agresiva— no se encuentra toda ella vuelta hacia el pasado y determinada
precisamente por Sade, como lo estaban por Racine las tragedias del siglo
XVIII.
Pero sólo quería hablar aquí de Justina.
III. — Las
sorpresas del amor
Pues bien, Justina tiene todas las virtudes y cada
virtud le vale un castigo. Compasiva, un mendigo la desvalija. Piadosa, un
monje la viola. Honrada, un usurero la arruina. Se resiste a ser cómplice de un
hurto, de un envenenamiento, de un ataque a mano armada (¡pues la mala suerte y
la pobreza la llevan a frecuentar cada ambiente!) para luego ser tenida ella,
la infeliz, por culpable del robo, el ataque o el asesinato. Lo demás por el
estilo. Sin embargo, Justina sólo sabe oponer un alma recta y un espíritu
sensible a las maldades de todo género. Más aún: trae suerte a los que abusan
de ella, y los monstruos que la atormentan llegan a ministros, cirujanos del
rey, millonarios. De ahí que Justina se asemeja a esas obras morales donde el
vicio tiene siempre su castigo; la virtud, su recompensa. Sólo que aquí ocurre
lo contrario; pero su defecto, desde el punto de vista puramente novelesco (o
sea el nuestro), es el mismo: siempre sabemos lo que ocurre al final. Este
final ni siquiera ofrece la trivialidad que hace a la larga de una conclusión
demasiado virtuosa una de las convenciones de la novela, apenas más aparente
que la división en capítulos o en episodios. Sade, sin duda, toma terriblemente
en serio sus tristes desenlaces, se muestra sorprendido cada vez. Cosa aún más
rara, nos sorprendemos con él.
Esta sorpresa plantea un problema singular. Singular
porque Sade no se permite los expedientes entonces en boga entre sus rivales,
los novelistas negros. Es demasiado fácil asombrar cuando se recurre, como
Radcliffe o Lewis, a fantasmas, quimeras góticas, espectros del infierno y
otras brujerías en que la sorpresa es parte esencial. En cambio Sade sólo
quiere habérselas con el hombre; agrega: con el hombre natural, tal como lo
pintan, por ejemplo, Richardson o Fielding(6) Por lo tanto, nada de ogros ni de
magos, nada de ángeles ni de demonios —sobre todo, ¡nada de dioses!— pero sí la
única facultad en el hombre que forja esos dioses, ángeles o demonios; pero sí
los vicios o virtudes que al provocar nuestra sorpresa ponen esa facultad en
movimiento. El enigma así presentado consta de dos o tres palabras; la primera
es del todo simple y común: el pudor.
Sade, pintor
del pudor
Es curioso que el siglo XVIII, al que debemos los
cuadros de costumbres más cínicos de nuestra literatura, nos haya dado también
dos grandes pintores del pudor: uno de los dos, como sabemos, es Marivaux. El
otro, no sé porqué nos obstinamos en ignorarlo, es Sade. Es curioso o, más
bien, no tiene nada de curioso. Tanto miedo ante el amor y tantos retos al
miedo, tantos orgullos y huidas, tanto replegarse sobre sí mismo, y ese
rehusarse a ver y a oír que traiciona y protege a la vez, todo aquello que más
tarde habría de llamarse marivaudage
—pues Marivaux comparte con Sade el dudoso privilegio de haber dado su nombre a
cierta conducta amorosa; y por otra parte, no estoy seguro de que la atribución
sea mucho más exacta ni mejor entendida en el caso de Sade que en el de
Marivaux; este azoramiento y este temor de una herida sólo se explican, sólo se
comprenden si hay posibilidad de herida, y si el amor, en fin, es peligroso.
Las heroínas de Marivaux son púdicas como si hubieran leído Justina. La misma Justina...
Cualquier cosa que le suceda, Justina se asombra
siempre. La experiencia nada le enseña. Su alma sigue ignorante, su cuerpo más
ignorante aún. Ni siquiera se atreve uno a suponerle aquí o allá un leve
movimiento de cabeza, unos ojos entrecerrados. Nunca dará el primer paso. Aun
enamorada, no se le pasa por la cabeza abrazar a Bressac. Dice: “Si alguna vez
mi imaginación se había perdido entre estos placeres, es que los creía castos
como el dios que los inspiraba, otorgados por la naturaleza para consuelo de
los humanos, nacidos del amor y de la delicadeza ; bien lejos estaba de creer
que el hombre, como las bestias...”(7) Sorprendida, cada vez que se libran
sobre ella a maniobras de las que sospecha apenas el sentido y en modo alguno
el interés. Forma la imagen de la virtud más desgarradora —¡ay!, más
desgarrada. “El pudor, decían entonces, es una virtud que se prende con
alfileres...” Pero sobre Justina los alfileres están prendidos en la carne, que
hacen sangrar cuando le arrancan el vestido. ¿Diremos que el lector necesita no
poca buena voluntad para dejarse sorprender y herir con ella? No. Ante todo,
allá el lector si entiende como desgarramientos morales y sensibles todo lo que
le proponen como desgarramientos físicos. Justina
se desenvuelve con el ritmo de los cuentos de hadas donde leemos que Cenicienta
lleva pantuflas de cristal —y entendemos en seguida (a menos de ser un poco
romos) que no son pantuflas de marta(8), sino que Cenicienta apoya su pie con
infinita delicadeza. Por lo demás, vivimos al borde de lo extraño. ¿Hay algo
más sorprendente que llevar en el extremo de los brazos estos raros órganos
prensiles, no poco rojizos y arrugados, las manos, y estas piedrecillas (además
transparentes) en los extremos divergentes de las manos? A veces nos
sorprendemos en el acto de comer, ocupados en triturar, entre otras piedras que
erizan nuestra boca, fragmentos de animales muertos. Quizá ni uno solo de
nuestros actos tolera una atención prolongada. Pero hay un territorio, al menos,
donde la extrañeza no es casual ni excepcional, donde es ley.
Amor y placer
son imprevisibles
Pues comer, en suma, nos desconcierta bastante poco:
tenemos (vagamente) la impresión de que nuestra comida de hoy prolonga mil
comidas anteriores, a las que se parece mucho y que le sirven de garantía. En
cambio, como sabemos, todo amor nuevo nos hace pensar —a tal punto cada rasgo
de la mujer amada se nos antoja único e inefable— que nunca habíamos amado
antes. En vano hablan aquí los poetas de fuentes de frescura, de nidos de
pájaros, de jacintos y de rosas: apenas evocan débilmente la más viva sorpresa
que nos procura la vida.
Es la misma sorpresa que evidencia en otro plano el
lenguaje común, con sus locuciones y proverbios sobre los órganos secretos: el
hermanito, el hombrecillo, el amiguito, el segundo o también “el animal que
vive bajo la ropa y se alimenta de simientes”. ¿Qué nos han hecho pues estos
órganos para que no podamos mencionarlos con simplicidad? Por lo menos, negarse
a la costumbre. ¿Sólo queda al prosista atestiguar la sorpresa y el
desconcierto que le causan?
Sin duda. O si no renovar cada vez los motivos de
esa sorpresa, de suerte que no pueda resultar trivial —domesticada— al lector,
e imponerle el desconcierto más bien que decírselo. Así procede Sade a su modo.
Pues ¿qué significan tantas manipulaciones diferentes, tantas maneras barrocas
de buscar el placer y hacer el amor sino que el amor y el placer no dejan de
parecemos asombrosos, imprevisibles?
Ya lo he dicho: Justina se lee, o debiera leerse,
como un cuento de hadas. Añádase que en ella se trata únicamente de ese rasgo
de amor, paradojal y en sí casi del todo increíble, que induce a los amantes,
decía Lucrecio, a torturar el cuerpo de sus amadas.
Sin embargo, el enigma tiene una última palabra.
IV. — Justina,
o el nuevo Edipo
Sade no esperó a estar preso para leer. Ha devorado
los libros favoritos de su siglo. Se sabe de memoria la Enciclopedia. Siente por Voltaire y Rousseau una mezcla de simpatía
y horror. Justamente, un horror lógico: los juzga poco coherentes. Poco
consecuentes, como se dice. Al menos acepta sus principios, su exigencias, sus
prejuicios. He aquí el principal.
El siglo XVIII acababa de descubrir, y estaba no
poco orgulloso por ello, que un misterio no es una explicación. No, y un mito
tampoco. Muy por el contrario, se ve que al mito recién forjado le hace falta
otro mito que venga a respaldarlo. Una tortuga —dicen los hindúes— sostiene la
tierra sobre su espalda. Sea, pero ¿quién sostiene la tortuga? Dios ha creado
el mundo. Sea, pero ¿quién ha creado a Dios? Por otra parte, el descubrimiento
(para halagarlo con este nombre) venía de más lejos. Pero no hay como los
Enciclopedistas para darle una forma popular y a la vez mundana. Ya sólo se
hablará por fórmula de un Dios al que Voltaire —y más tarde Sade— oponen
únicamente el hombre: el hombre (dicen también) que no es sino un hombre. El
hombre (agrega Voltaire) que no es noble. El hombre natural, sin la Fábula.
Era rehusar, desde un comienzo, todo el encanto
consabido —todas las facilidades— de la literatura; era también exponerse a una
nueva dificultad. Pues, en suma, este hombre solo ha tenido sin embargo que inventar
a Dios, y los genios, y los sátiros, y el Minotauro. Poco habremos adelantado
en su conocimiento hasta no explicar mediante los rasgos de la naturaleza
humana, no sólo nuestras sociedades reales y las pasiones que en ellas se
agitan, sino también esas vastas sociedades fantásticas que las acompañan como
su sombra. Tal es el peso con que gravitaba súbitamente sobre las letras la
muerte de Dios. Voltaire es humano, sea. Hasta un buen tipo del hombre
corriente. Sin embargo no podemos no pensar que han habido guerras y grandes
religiones y migraciones e Imperios y la Santa Inquisición y los sacrificios
humanos, y que muy a menudo los hombres no se han parecido a Voltaire.
“No importa —responde la Enciclopedia—. Somos
modestos. Tendremos la paciencia necesaria. Por lo menos, tenemos al hombre.
Está ahí ante nuestros ojos. Somos compañeros de exilio (si de un exilio se
trata). Sólo queda observarlo sin prejuicios, someterlo a nuestro cuestionario.
Tendrá que terminar por confesarlo todo. Si consigue disimular (pues es de
cuidado) tal o cual de sus inclinaciones, ya la descifrarán nuestros nietos. El
tiempo está con nosotros. Por el momento, llenemos nuestras fichas y
organicemos nuestras colecciones.”
Voltaire y
Juan Jacobo hacen trampas
Sade es bien de su época. También él comienza por el
análisis y las pacientes colecciones. Se creyó mucho tiempo que ese gigantesco
catálogo de perversiones, Las 120
Jornadas, era la coronación de su obra. En modo alguno. Es su base y el
primer peldaño. Un peldaño que no hubiera desaprobado la Enciclopedia. Sade
llega a imponerse un rigor que no conocían los Enciclopedistas; todos —piensa—
se ven muy pronto obligados a trampear: unos, como Rousseau (quien, además,
hace banda aparte), porque son de naturaleza tímida y llanto fácil: siempre
trabados por la presencia de los demás, prontos a huir de ese hombre a quien
ven y tocan y con quien conversan en pro de sabe Dios qué buen salvaje
(desmentido mil veces por la historia de los pueblos). Otros, como Voltaire,
porque son ellos mismos de carácter seco e insensible, y además incapaces de
creer en la verdad de las pasiones que no experimentan. O bien, como Diderot,
porque son ligeros y saltan de una idea a otra. El hombre de Voltaire acaso
explica que la humanidad haya inventado el azadón; el hombre de Rousseau, los
herbarios; el de Diderot, la conversación. Pero ¿y los ogros y las inquisiciones
y las guerras? “¡Ah!, —contesta Voltaire— los pobres no son juiciosos”. “Eso es
precisamente lo que llamo hacer trampas” —dice Sade—. Se trataba de conocer al
hombre. Y ya lo queréis cambiar”.
Preciso es confesarlo: este rigor —ganas tengo de
llamarlo heroísmo— hubiera podido descarriar a Sade (como descarrió por
entonces a ese impetuoso majadero, por lo demás buen escritor, Restif de la
Bretonne). Pero no hay tal cosa. Un Krafft-Ebing consagra, al repetirlas en
diez volúmenes atiborrados de ejemplos, las categorías y distinciones del
divino marqués. Un Freud retomará más tarde su método y sus principios mismos.
Único ejemplo en nuestras letras, creo, de algunas novelas —pues son novelas—
que fundan, cincuenta años después de publicadas, toda una ciencia del hombre.
También debe admitirse que Sade, en sus épocas de libertad, había dedicado aún
más tiempo a observar que a leer. O bien que cierto ardor de su naturaleza le
hacía probar —le hacía adivinar, asimismo— pasiones muy diversas. Me sorprende
que no le hayan guardado por ello más gratitud. Dicho esto, es evidente que el
rigor científico en tales asuntos comporta siempre peligros: lleva a dar un
lugar demasiado grande, y demasiado exclusivo, a las pasiones, a la física del
amor (como al interés individual en economía social). Cualquiera puede negar la
existencia del alma, y aun la del espíritu, pero no la del acto sexual.
Y Sade rechaza no menos severamente esta nueva
facilidad. Hemos visto lo que tienen la mayoría de los libros eróticos, y que a
los suyos falta: cierto tono de superioridad (que también podría llamarse de
inferioridad), cierto empaque de suficiencia (también diríamos muy
insuficiente). Con más precisión, cierto tono de extrañeza, un brusco echarse
atrás: pues la literatura, y casi el lenguaje, se detiene ante un
acontecimiento (a veces denominado animal, o bestial) que parece ajeno al
espíritu; uno se limita pues a dejar constancia, ya con divertida satisfacción,
como Boccaccio o Crébillon; ya con ciertas reservas, como Margarita de Navarra
o Godart d’Aucourt. Pero esta diferencia de tono, este apartarse repugna a
Sade. “El hombre es uno y lúcido —dice—. Nada hace sin razonar”. Por eso sus
héroes se aceptan constantemente a sí mismos aun en sus aberraciones, y se
siguen con el espíritu. “Nosotros, los pícaros —afirma uno de ellos (pero todos
lo repiten)—, nos jactamos de franqueza y exactitud en nuestros principios”(9)
Lo que les pone en movimiento son reflexiones y palabras.
Por eso son débiles. Pues también las reflexiones y
las palabras podrían apaciguarlos. No hay argumento, por sólido que sea, que no
acepte de antemano ceder al argumento contrario si lo reconoce más sensato. Así
la Lénore de Alina y Valcour escapa a
más de una violación por los pretextos excelentes que improvisa. La misma
Justina es invitada a cada momento a refutar a sus perseguidores. Nunca la
toman a traición: “Nada de arrebatos —dice uno de ellos—. Razones. Me rendiré
si son buenas”(10). Y Justina no es tonta. Le presentan un problema planteado
con tanta honradez —tan detallado, tan explícito— que a cada instante esperamos
que descubra la solución. Justina, o el nuevo Edipo.
V. — Tres
enigmas
La mayoría de estos enigmas han hecho fortuna
después de Sade. Lo peligroso es que hoy los consideramos separadamente,
mientras que Sade los plantea todos a la vez; también que nos sean, separados,
demasiado familiares, y la respuesta —o la dificultad de responder— demasiado
evidente. Pero miremos de cerca los textos.
“Ante todo, precisemos —dice Sade—. ¿Quién eres y
qué buscas en este mundo? Hay momentos demasiado frecuentes en que duermes,
inerte, o bien te dejas vivir, yendo y viniendo como una estatua organizada.
Esa estatua ¿eres tú? No, te quieres consciente, hasta donde es posible, y
razonable. Buscas la felicidad que multiplica conciencia y razón. ¿Qué clase de
felicidad? Generalmente se la coloca en el placer, el amor. Sea. Pero trata de
no confundir el uno con el otro. Hay una diferencia esencial entre amar y
gozar: la prueba es que se ama todos los días sin gozar y que aun más a menudo
se goza sin amar. Entonces, si el goce entraña un placer evidente, confesarás
que el amor se acompaña de mil conflictos y confusiones. “Pero ¿y los placeres
morales?...”, dices. Cierto. ¿Conoces uno solo que no provenga de la
imaginación? Concédeme que esta imaginación se nutre de libertad y que los
goces que dispensa son tanto más vivos cuanto más desligada está aquélla de
frenos y de leyes. ¿Qué norma anticipada podríamos fijarle? Y ¿puede hablarse
de tal cosa? ¿No sería imprudente? Dejémosla volar a su antojo.
Hablábamos del placer. También hay que distinguir el
deleite que sientes del que crees proporcionar. Ahora bien, la naturaleza nos instruye
perfectamente sobre nosotros mismos, bastante mal sobre los otros. ¿Tienes la
certeza de que la mujer que oprimes en tus brazos no finge el placer? En cuanto
a la mujer que ofendes, ¿estás seguro de que no recoge de la ofensa una
satisfacción turbia y dudosa? Concretémonos a la evidencia: la delicadeza, las
atenciones, la preocupación por otro perjudica en todos los casos nuestro
propio placer a cambio de un resultado incierto. ¿Acaso lo normal en un hombre
no es preferir lo que siente a lo que no siente? ¿Y hemos sentido nunca un solo
impulso de la naturaleza que nos llevase a preferir los demás a nosotros
mismos?
—Sin embargo —responde Justina—, la moral...
—¡Eso es, hablemos de moral! —prosigue Sade—. ¿No
sabes, pues, que el asesinato ha sido honrado en China, el estupro en Nueva
Zelandia, el robo en Esparta? ¿Qué ha hecho este hombre que ves en la plaza
descuartizado por cuatro caballos? Quiso practicar en París una virtud del
Japón. ¿Cuál es el crimen de ese otro, que dejamos pudrir sobre la paja húmeda?
Ha leído a Confucio. No, Justina, esas palabras de vicio y virtud a las que
tanta importancia concedemos sólo pueden darte ideas locales. A lo sumo y bien
miradas, te indicarán el país en que hubieras debido nacer. La moral es una
geografía mal entendida.
—Pero nosotros, que hemos nacido en Francia... —dice
Justina.
—A eso iba. Cierto que desde niños nos calientan las
orejas con ideas de beneficencia y bondad. Los cristianos, como todos sabemos,
fueron los primeros en inventar esas virtudes. ¿Por qué? Porque siendo ellos
esclavos y desprovistos de todo, sólo podían obtener el placer —y hasta la
subsistencia— de la caridad de sus amos. Mucho les iba en convencer a esos
amos. Para ello emplearon sus parábolas, sus leyendas, sus proverbios, todo su
arte de seducción. Los amos se dejaron subyugar. ¡Imbéciles! Peor para ellos.
Nosotros, los filósofos, más avisados, haremos, buscando el placer a nuestro
modo y sin ahorrar esfuerzo, lo mismo que hacían los esclavos que admiras,
Justina, no lo que predicaban.
—¿Y el remordimiento? —aventura Justina—. ¿Qué
hacéis con él?
—¿No lo has observado tú misma? El hombre sólo se
arrepiente de lo que no tiene por costumbre hacer. Si creamos el hábito, el
remordimiento se desvanece; si un crimen nos perturba, diez, veinte crímenes no
lograrán quitarnos el sueño.
—No hice la prueba.
—¿Y qué esperas? Nos lo demuestra diariamente el
ejemplo de los ladrones y bandoleros —como tan justamente se dice—empedernidos.
El embrutecimiento predispone a la fe; el crimen repetido nos vuelve
impasibles. ¿Qué mejor prueba de que la virtud sólo es en el hombre un
principio superficial?
—No obstante —insinúa Justina—, si hubiera habido en
otra época algún compromiso de hombre a hombre, algún entendimiento al cual
debiéramos permanecer fieles por honor o interés...
—¡Ah, ah! —dice Sade—, promueves toda la cuestión
del contrato social. Es posible. Pero me temo que la hayas entendido mal.
Razonemos. Supones que los hombres, en el comienzo de sus sociedades, han
concluido este pacto: “No te haré mal si tú no me lo haces”.
—Puede haber sido un pacto tácito —hace notar
Justina—. Y no veo qué sociedad podría fundarse, ni aun subsistir sin él.
—De acuerdo. Es un pacto que hay que empezar de
nuevo a cada momento, y como firmar de nuevo.
—¿Por qué no?
—Considera esto solamente: un pacto de tal
naturaleza supone la igualdad de los contratantes. He renunciado a hacerte mal:
o sea, estaba en libertad de hacértelo. Renuncio ahora: o sea, había conservado
esa libertad.
—¿Y bien?
—Imagina en cambio que me seas entregada como una
esclava a su dueño, como un prisionero a su verdugo. ¡Cómo se me ocurriría
concluir contigo un acuerdo que te reconozca derechos quiméricos y me prive de
mis derechos reales! Si no puedes dañarme, ¿por qué quieres que te tema y me
moleste por ti? Pero vayamos más lejos. Me concederás que cada uno goza con el
ejercicio de sus facultades y de sus dones particulares: el atleta, con la
lucha; el generoso, con sus bondades; así el violento, con su violencia. Si te
sometes a mí por entero, a tu opresión deberé mis mayores goces.
—¿Es posible? —pregunta Justina—. ¿Es humano?
—No pondría la mano en el fuego de que el hombre sea
humano. Sin embargo, observa esto: así como el fuerte goza al ejercitar su
fuerza, así el tierno o el débil se complace en su compasión. Se entrega al
placer por su lado. Allá él. ¿Por qué diablos tendría yo que recompensarlo
encima por los placeres que se proporciona?
—Vemos, pues —dice Justina—, que hay mil variedades
de fuerza y de debilidad.
—Sin duda. Cierto que la civilización ha cambiado el
aspecto de la naturaleza; al menos, ha respetado sus leyes. Los ricos de hoy no
se encarnizan menos en explotar a los pobres que los violentos de ayer en vejar
a los indefensos. Todos esos financieros y señores que ves, sangrarían a un
pueblo entero si esperaran encontrar en su sangre partículas de oro.
—Es horrible —reconoce Justina—, pero debo confesar
que he visto más de un ejemplo”.
VI. — Tres
nuevos enigmas
Ni un sólo ideólogo del siglo XVIII niega que la
religión, la moral establecida, la sociedad misma sean de esas invenciones
malignas que permiten a ciertos hombres —a los más fuertes, precisamente—
atormentar a los pueblos. El prudente y modesto Vauvenargues reclama en nombre
de la naturaleza. Voltaire le echa la culpa a la religión, Juan Jacobo, a la
sociedad, Diderot, a la moral. Y Sade a todas a la vez. Sí, las leyes son
duras, la represión implacable, la autoridad despótica. (Corremos, dice Sade —y
es el único en decirlo—, a la Revolución(11). Bien. ¿Qué debe hacer un hombre
que ha comprendido esta verdad y no puede sin embargo sacudir de golpe tantas
opresiones?
Puede cuando menos deshacerse de ellas ante sí mismo
y en secreto. Grimm, Diderot, Rousseau, Mademoiselle de Lespinasse o Madame
d’Épinay se atienen, en lo que a moral se refiere, a un solo artículo, a veces
confesado, disimulado otras veces: que en todo caso hace falta descubrir, y
luego seguir, el primer impulso del corazón, el más espontáneo; a fuerza de
paciencia y desasimiento restaurar en nosotros al hombre primitivo. Agregan: la
bondad natural.
La mentalidad
primitiva
La sociología moderna ha dado buena cuenta de los
diversos Salvajes de Tahití, Viajes de Bougainville, Historia de los Severambos, Suplementos a los Viajes y Suplementos a
los Suplementos con que se nutrían,
hacia 1760, las almas sensibles. Nada quedó de los cuentos azules. Era de
prever.
No ignoro que los
Salvajes de Tahití no conocen nuestras leyes, ni nuestros códigos morales.
Pero ¿y si conocieran otros, no menos severos? Más crueles aún, quizá. (Aquí se
ejercitó más tarde la sagacidad de los viajeros. Sabemos que fue colmada.)
Adelante. No ignoro que no tienen nuestras carrozas, ni nuestros cañones. ¿Y si
fuera adrede? ¿Si hubieran conocido nuestra civilización y hubieran renunciado
a ella (como vosotros estáis tentados de hacerlo)? Se dice que los chinos
habían inventado la pólvora y los romanos el ascensor. Los tahitianos que veis
son quizá los últimos vestigios de una sociedad próspera y gloriosa, con sus
palacios y sus fastos —y que después conoció la vanidad de los palacios y de
los fastos. Meillet señala que no hay una lengua de la que pueda decirse con
certeza que está más cerca que otra de sus orígenes. Del mismo modo no hay un
solo pueblo que con toda honradez pueda llamarse primitivo.
—¡Cómo —responde Juan Jacobo—, me basta con sentir
en mí ese hombre primitivo! Y sé que es bueno.
—No estoy tan seguro, replica Sade.
Placeres de la
crueldad
Todo el mundo lo ha dicho, y debo reconocerlo: hay
demasiadas torturas en Justina, cien
veces más en La Nueva Justina.
Demasiadas espadas y estrapadas, patíbulos y poleas, perchas y látigos. Pero no
seamos hipócritas. Existe otro libro muy apreciado en nuestra literatura
europea que contiene (incluyendo los grabados) aun más torturas que toda la
obra de Sade y más refinamiento en las torturas y más obstinación en el
refinamiento: no treinta o cuarenta sino cien mil mujeres envueltas en paja
seca para ser quemadas a fuego lento (amordazadas primero para oír menos sus
gritos) ; y otras descuartizadas sobre lechos de clavos, violadas delante de
sus maridos empalados; príncipes y princesas asados lentamente sobre carbones
ardientes; campesinas encadenadas (pobres ovejas, dice el autor) a las que se
deja morir de hambre bajo los golpes y el látigo. Al final, las víctimas no se
cuentan por decenas (como en La Nueva
Justina) sino por millones. Veinte millones exactamente, dice el autor. Es
un autor respetable y corroborado por historiadores fidedignos (como Gomara o
Fray Luis Beltrán), pues no ha escrito una novela sino un reportaje liso y
llano: la Muy breve Relación del
padre Bartolomé de las Casas, a quien nadie seguramente acusará de halagar
nuestros malos instintos. Y tampoco los soldados españoles que partían para el
Nuevo Mundo habían sido elegidos por su crueldad. Curiosos. Simples
aventureros, como vosotros y yo. Pero ¡qué queréis!, pueblos enteros estaban
sometidos a su arbitrio.
No sé bien qué cobardía nos hace generalmente
disimular un hecho obvio: que el hombre pueda sentir un vivo placer al
despedazar al hombre (y a la mujer), y antes —y sobre todo, quizá— al
imaginarse que lo despedaza. A la postre nada hay en este hecho que pueda
desmentir la fe cristiana —ni tampoco la musulmana o la taoísta—, la cual
sostiene que el hombre se separó un día de Dios. En cuanto al incrédulo, ¿con
qué derecho se niega a observar sin prejuicios a este hombre?
Vemos, sin embargo, que se niega a ello no bien
necesita construir, a poca costa, una filosofía natural (el siglo XIX dirá: una
moral laica), libre de leyes y de autoridad, libre de Dios. Desde este momento
ya no le importan las trampas. De ahí que Sade nos sea precioso para refutar la
mentira y las trampas. Se me dirá que pone un ardor un tanto excesivo en
refutarlas. Ah, Sade no es muy paciente. ¿Y creéis que los demás, con sus
éxtasis ante la naturaleza, sus llantos ante las cascadas, su estremecimiento
sobre la hierba tierna, no lo exasperan? Hacía falta un contraveneno a tanta
inepcia.
El mundo absurdo
“—Bonito contraveneno —dice Justina—. ¿Y qué vida
será la
mía?
—Una vida absurda —responde Sade—. Mira si no”.
El teatro de los hechos es generalmene un castillo
salvaje y casi del todo inaccesible. Algún monasterio perdido en el fondo del
bosque. Justina se encuentra prisionera en una torre, y con ella tres mozas: la
grave Onfalia, la aturdida Florette, la inconsolable Cornelia, esclavas de
monjes perversos. ¿Ellas solas? Por el contrario, todo indica que en ese
claustro hay otras torres, otras mujeres. A veces una de las esclavas
desaparece. ¿Qué ha sido de ella? Todo hace pensar que abandona la vida y el
monasterio a la vez. ¿Por qué la hicieron desaparecer? Imposible saberlo. No es
cuestión de edad. “He visto aquí —dice Onfalia a Justina— una mujer de setenta
años y, mientras que a ella la conservaban, he visto licenciar una docena que
apenas habían cumplido los dieciséis”. Ni la edad, ni la conducta. “He visto
algunas que se desvivían por complacerlos y que partían al cabo de seis
semanas; otras, malhumoradas y caprichosas, continuaban prisioneras por muchos
años”. Mozas, además, bien vestidas y alimentadas. Si supieran por lo menos a
qué atenerse, qué conducta... Pero no. “Aquí no es excusa decir: no me
castiguéis, ignoraba la ley. No hay advertencia previa, y por todo se recibe un
castigo... Ayer te condenaron al látigo sin razón. Mañana lo recibirás por tu
culpa. Sobre todo no imagines nunca que eres inocente”. (De este modo, a lo
largo de Justina, se entrelazan el
tema del Castillo y el tema del Proceso). Onfalia agrega: “Lo esencial
es no rehusarse nunca a nada..., adelantarse a todo, y aun así, por bueno que
sea este método, no siempre está uno muy seguro”(12).
¿Qué remedio a tantos males? Sólo uno. Los
desdichados se consuelan viendo de cerca a otros infelices, atormentados por
los mismos enigmas, víctimas del mismo absurdo.
Sería ingenuo suponer que en esta aventura Sade sólo
se preocupa por cuatro ovejas descarriadas.
VII. — El
desengaño de Sade
En 1791 Sade debió tener su hora, y sus meses, de
triunfo. Pues la Revolución, que lo reconoce por uno de sus Padres, lo libera y
lo cubre de honores. La Comedia Francesa pone en escena El Conde Oxtiern; el pueblo canturrea por las calles una cantata,
en honor del divino Marat, cuyo autor es el divino marqués. El brillo de su
conversación, la extensión de su saber, la fuerza de su odio, todo promete a
Sade una carrera luminosa y segura. A penas si difiere en dos o tres puntos de
sus nuevos amigos: por ejemplo, desea, como Marat, un Estado comunista(13);
pero también querría conservar un príncipe que velara por la aplicación de las
nuevas leyes. Y esto es lo grave: tales leyes serán suaves y moderadas. La pena
de muerte queda abolida. Si el ardor de las pasiones humanas justifica a veces
el crimen, nada lo disculparía en los códigos...
“...que por definición son de naturaleza fría y
razonable. Pero éstas son distinciones delicadas —agrega— que escapan a muchos,
quienes, por lo visto, no saben reflexionar ni contar. ¡Cómo! ¡Matáis a un
hombre porque ha matado a otro! Esto hace dos hombres de menos en vez de uno”(14).
Así habla, en la Sección de Picas y no sin
insolencia, el ciudadano secretario Brutus Sade. Me parece verlo y oírlo. De
las mazmorras del tirano ha salido un poco encorvado, un poco obeso. Pero
conserva siempre su prestancia. Cordial con cierta obsequiosidad. Y hasta
sonriente.
Sonríe, como todos los desengañados. Está
desengañado. En la vida no basta ser libre. De todos lados empiezan a caerle
piedras. Su notario, el repugnante Gaufridy, reclama dinero; sus hijos hacen
como si no existiese; quieren demoler sus castillos de Provenza, que son
saqueados mientras tanto. En la Sección misma, bien ve que los ciudadanos lo
tienen entre ojos. Esperaban otra cosa del feroz Sade; no esta asiduidad, estas
cantatas, esta cortesía. (Cuando el enemigo nos cerca por todos lados; cuando
la quinta columna nos arruina y nos mata de hambre.) Además, no es una
situación ser secretario —y un poco más tarde hasta presidente— de las Picas.
Sade reclama una biblioteca. No hay respuesta. Los teatros rechazan sus nuevas
comedias, carentes de civismo, según parece. “Ya te daré yo civismo” —gruñe
Sade, en su mesa de presidente. Entonces entra en el local un extraño vejete:
un ex-noble que querría ser admitido (dice el secretario). Siéntase en un
rincón. Parece muerto de miedo. Hace girar estúpidamente su bastón entre los
dedos; de buena gana se lo probaría uno en el hocico. Es el Presidente de
Montreuil. ¡El enemigo, el perseguidor, a quien Sade debe trece años de
Bastilla!
Y bien, Sade se le acerca sin más y le estrecha la
mano. Para darle un poco de ánimo. Lo admitirán allí. No tiene por qué
inquietarse. Además, ¡si cree que va a divertirse mucho en la Sección! ¡Pobre
Montreuil, como si pensara en divertirse! Tres días más tarde comparece ante
Sade un oficial del ejército del Somme, el capitán Ramand(15). “¿Favoreció
usted la evasión de emigrados? —pregunta Sade—. —En efecto. —Es la muerte,
usted lo sabe. —Lo sé, dice el buen capitán. —Tome, dice Sade. Trescientas
libras y sus papeles. Lárguese”. Pocos días más tarde, Ramand está en
provincias. Sade en las Madelonnettes. Escapa por un pelo a la muerte porque,
entre tanto, han matado a Robespierre. De todos modos, pronto volverá a la
prisión. Esta vez, por haber escrito un libelo contra Josefina. ¿Por qué un
libelo, por qué contra Josefina? Bah, quizá por la misma razón, sin duda, que
lo hacía acoger a Montreuil y soltar al capitán.
Sade vuelve a
la cárcel
Pensamos primero en la explicación más simple. Sade
se había hecho escritor en la cárcel. Claro que ya había tenido sus escarceos,
aquí y allá. Buena pluma, como se dice; un poco a lo trovador (justamente es
provenzal). Pero en la cárcel su afición a escribir se le aparece como una
especie de revelación.
Es imposible evocar, ni siquiera vagamente, la
amplitud de una obra perseguida de la cual apenas conocemos su cuarta parte: el
resto ha sido quemado, confiscado, perdido. Si queréis imaginar el furor —la
rabia— con que escribe Sade, pensad en Los
Infortunios de la Virtud; traza detalladamente su plan, la escribe una,
dos, tres veces tomando en cuenta cada detalle, corrigiendo la menor frase o,
mejor dicho, inventándola de nuevo; y el segundo relato es el doble del
primero; el tercero —quinientas páginas— el triple del segundo. Esta manía de
escribir es peor que un vicio o una droga. Participa a la vez de la pasión y
del deber. Pues bien: apenas en libertad, todo conspira contra ello: la
política, los hijos, los negocios. ¿Cómo vivir de las letras? Parásito, chulo, chantajista,
todos los medios son buenos para el que necesita escribir. Y al desdichado que
para ser independiente —dice— ejerce un “segundo” oficio (pero entonces ¿cuál
era el primero?) sólo le queda (periodista, funcionario, agente de seguros) un
recurso: declararse enfermo. Sade, en cambio, se declara culpable. ¿Encarcelan
ese año a los revoltosos? Entre ellos está Sade. ¿A los indulgentes? “Puedo, si
se me da la gana, poner en libertad a esos cretinos”. ¿A los conspiradores?
¿Por qué no? ¿A los impíos y libertinos? Ésa es cuestión mía. Si todo se
desmorona, siempre queda la locura. Es que se podía leer y aun escribir con
amplia libertad —ayudado por el furor de estar preso— en los asilos y bastillas
del siglo XVIII, bastante benignos, además, para un aristócrata cuyo delito no
estaba muy claro. “Y ése ¿de dónde sale? —se preguntaban los guardianes de
Sade—. Parece que ha conspirado contra Dios—. ¡Te das cuenta!”
Causas de un
desengaño
Sí, el motivo es plausible. Pero vayamos más lejos.
Un hombre puede perseguir la fama, el amor, la independencia, con impulso tal
que deje atrás su meta, con pasión tan viva y celosa que llegue a despreciar su
primer objetivo. ¿Cómo? La gloria, entonces, ¿era esto? ¿Habladurías de los
diarios, elecciones de Academia, entrevistas y alguna canción popular cuyo
autor ya nadie ni siquiera conoce? La libertad: ¿esos muy pocos aplausos de la
platea, esas aprobaciones reticentes, esos votos que mañana se volverán contra
uno? No, no es orgullo lo que haría falta para contentarse con ello sino la
vanidad más chata. La vanidad y no sé qué afición al engaño, qué deseo de ser
cornudo. Entonces las fuerzas del alma cambian misteriosamente de sentido y el
conquistador se siente vencido por su presa, el amante huye de la amada y el avaro
ve en la miseria el símbolo mismo de la fortuna. El vanidoso goza y se exaspera
a la vez del silencio que hacen a su alrededor sus pretensiones insensatas; el
amante de la libertad regresa a la cárcel. Justamente asqueado.
Sí, la explicación es plausible. Pero no puedo decir
que me seduzca. Volvamos a nuestras ovejas.
VIII. — Sade
en persona, o la clave del enigma
Muchos diarios y libros serios hablan hoy de
sadismo. Y hacen muy bien. Es un rasgo natural e inmediato del hombre, conocido
desde siempre; por otra parte, puede resumirse en pocas palabras: exigimos ser
felices; exigimos también que los demás no lo sean del todo. Dicho esto, que
tal rasgo pueda degenerar, bajo el peso de las circunstancias, en manías
horribles, es cuestión de los psiquiatras. No mía. Ignoro si Sade era sádico:
los procesos no aclaran demasiado el asunto; en el que conocemos mejor, el
proceso de Marsella, se muestra masoquista: o sea lo contrario. Allí veo que se
negó a ser sádico cuando todo lo incitaba a ello: sus rencores, las pasiones
del momento y la Sección de Picas. Todavía hay algo más que discutir: el sádico
verdadero es quizás el que rechaza las facilidades del sadismo y no admite que
nadie lo incite a cultivar su manía. Cada cual es orgulloso a su manera. He
aquí algo más singular.
Desde hace unos cincuenta años nos hemos habituado a
hablar de masoquismo (según acabo de hacerlo) como hablamos de sadismo. Con
igual naturalidad. Como si se tratara de otro rasgo no menos simple y
necesario. No menos susceptible, por lo demás, de volverse manía. Me parece
bien. Pero si es un rasgo natural, hay que confesar que es barroco, que es
punto menos que increíble y que hace falta mucha buena voluntad para llamarlo
natural.
Si nos atenemos al ojo, por ejemplo, notamos que
está expuesto a más de una anomalía. Puede ser présbita o miope. Puede tener
defectos más raros y (como el sadismo) más distinguidos: la amaurosis o la
diplopia. Hasta puede ocurrir que haga de su vicio virtud: que sea nictálope, y
encantado de serlo. (Así como el sádico saca partido de su sadismo: después de
todo, en una sociedad bien organizada también hacen falta verdugos; en todo
caso magistrados, enfermeras, cirujanos.) Vaya y pase. Pero nunca, lo que se
dice nunca, se ha descubierto hasta ahora un ojo aquejado por zumbidos,
hiperacusia, o audición coloreada. Ahora bien: esto es —salvando las
diferencias— lo que extrañamente se pretende descubrir en el masoquismo.
El masoquismo
es incomprensible
Que el dolor ajeno me dé placer, es sin duda un
sentimiento singular y, sin duda, condenable. Pero en todo caso es un
sentimiento claro y accesible que la Enciclopedia puede registrar en sus
fichas. Pero que mi propio dolor me dé placer, que mi humillación me
enorgullezca, ya no es condenable ni singular: es simplemente oscuro; en vano
respondo: si es dolor, no es placer; si es orgullo, no es humillación. Si es...
Et sic de caetera. Sin embargo, nadie
lo duda: existe algo que bien podemos llamar masoquismo. Con más precisión,
existen hombres y mujeres que debemos llamar masoquistas (si se quita a la
palabra lo que tiene de excesivamente erudito).
Pues vemos gente que nada busca tanto como las befas
y el ridículo y que se alimenta de vergüenza mejor que de pan y vino: Felipe de
Neri, que bailaba en las calles y se afeitaba la mitad de la barba, prefería
pasar por loco que por santo; el jeque Abu Yazid al Bisthami daba a los chicos
de los zocos dos nueces a cambio de una bofetada. No faltan hombres que deseen
a sus amigos —y al primero de sus amigos: a sí mismos— “sufrimiento, abandono,
enfermedad, malos tratos, deshonor, profundo desprecio de sí y el martirio de
la auto-desconfianza”(16). Y otros que dicen, con la portuguesa: “Hacedme
sufrir mayores males”. A quien replicara que se trata en todo caso de una
astuta tentativa para asegurarse el bien que sigue al mal y el honor al
deshonor y el triunfo de la confianza al martirio del desdén, según la ley
natural de las compensaciones, habría que responder (cortésmente) que no ha
comprendido muy bien de qué se trata. Adelante.
El masoquismo
es un sentimiento común
Otros hay que corren al encuentro de vejámenes y
torturas, extraordinariamente alertas y como sensibilizados por algún instinto
infalible, y sea donde fuere, a la presencia de un posible verdugo; fascinados
de antemano, atraídos por ese verdugo que adivinan y que para el vecino es un
buen hombre sin importancia (Justina, precisamente...), o bien que se
precipitan con extraña obstinación allí donde les espera la cárcel, los
procesos y la muerte. (Sade, justamente...)
No pretendo aclarar, ni mucho menos explicar, un
hecho difícil: hecho misterioso que se opone al análisis. No. Antes bien,
guiado por la experiencia, me inclinaría a adoptar el partido contrario:
reconocer que se trata de un sentimiento sin duda verídico, pero incomprensible:
mejor aún (usemos el término más vago) de un acontecimiento frecuente, quizá,
pero en todo caso oscuro y que permanece opaco a mi razón. (Después de todo, no
comprendo en absoluto a esa gente.) En resumen: doy al misterio lo suyo. Y es
esto lo más curioso: inmediatamente veo mi modestia recompensada. Ni siquiera
me refiero —y no lo hago porque la respuesta sería demasiado fácil— al
orgulloso que busca el silencio o al avaro que busca la miseria (debo confesar
que mi explicación de hace un momento era —además de trivial— un poco traída de
los pelos: el orgulloso, el avaro o el libertario ya conocían de antemano los
signos de la gloria, la riqueza, la libertad, y mal podían quejarse).
Donde se
aclaran los enigmas
Pues si ocurre también que el hombre deba admitir lo
que no es enteramente humano, gracias a lo cual no hay hábito ni costumbre que
valga —pero entonces el hombre natural no es sino el civilizado, ni yo soy otro
que los demás, ni la bondad otra cosa que la perfidia, ni el dolor otra cosa
que el placer—, el sadismo, en suma, no es sino el poner en práctica una verdad
torpe, quizá, seguramente detestable, y tan difícil y misteriosa que, una vez
admitida, nuestras dificultades de hace un momento —y aun los enigmas que Sade
propone a Justina— se disipan de golpe y se aclaran maravillosamente. Como si
para ver claro (en las cuestiones —y desde luego en el mundo— más intrincadas,
más absurdas) sólo hiciera falta haber hecho, una vez por todas, su parte a la
oscuridad.
Diréis con justicia que es una verdad harto difícil
y que escapa a nuestro lenguaje como a nuestra razón. Sin duda, y advertiréis
que intento sencillamente, una vez que le he asignado su lugar, más bien que
expresarla, acosarla, rodearla. Al hombre que ha pasado por ella, que la ha sufrido una y mil veces, sólo le queda,
a falta de decirla o de pensarla, el recurso de vivirla, de ser esa verdad. Y
comprendo al fin en qué sentido Sade ha pagado,
como Pascal, Nietzsche o Rimbaud; en qué sentido también pudo merecer el ser
llamado divino por ese lenguaje
popular que a veces expresa decisiones más justas que las decisiones de los
críticos y que encuentra imágenes más aterradoras que los versos de los poetas.
Queda, además, otro recurso.
La cómplice
Existe un curioso libro de Crébillon, las Cartas de la Marquesa de M., donde se
pintan con gran delicadeza la ternura y los celos, la necesidad de amor y la
añoranza, el deseo y la coquetería, sin que el lector, en ningún momento, esté
seguro de que la marquesa se haya entregado al conde. Pero Los Infortunios de la Virtud son todo lo contrario. Y las caídas
—muy diversas, muy involuntarias— de Justina nos son mostradas en sus menores
detalles sin que nunca, absolutamente nunca, sospechemos lo que puede sentir
—deseo, amor, horror, indiferencia— nuestra heroína. En verdad, era difícil
saberlo. Y Sade lo sabe demasiado. Lo sabe demasiado porque Justina es él.
¡Extraño secreto el de Justina! Y difícil, no porque
sea indecible. Al contrario: ha sido dicho, harto dicho, quizá; expresado
muchas veces con el nombre de ese buen novelista austríaco que vino al mundo
cien años después de Sade y cuyas crueles heroínas llevaban una fusta y en
ocasiones un abrigo de visón. Bien sé que todos los gustos se dan en la naturaleza,
y todas las manías. Ésta no es más arriesgada ni más desagradable que otras. Ni
menos, tampoco. Pero como misteriosa, ¡vaya si lo es! Justamente, es la única
manía que no podemos castigar sin satisfacer, ni condenar sin retribuir. Algo
perfectamente incomprensible: absurdo. Claro que gracias a ese absurdo el
crítico puede (como se dice) avenirse a razones.
Sade eligió una cómplice discreta, púdica, abrumada:
Justina.
Revista Sur, año XVI,
abril de 1948.
(Traductor no identificado.)
NOTAS
1. Simples bombones de cantárida.
2. No poseemos un solo retrato de Sade. Estos rasgos los tomo de
cartas, de datos policiales, también de la imagen que en Valcour diera de sí
mismo.
3. Ya se sabe que la obra publicada de Amiel
representa alrededor de la vigésima parte de su obra real.
4. Y que
ocultando un látigo bajo sus largos ropajes, / Mezclan, en el bosque sombrío y
las noches solitarias, / La espuma del placer con las lágrimas de los tormentos.
5. Cf. “La sumisión del pueblo sólo se debe a la
violencia y la extensión de los suplicios...” (La Nueva Justina, IV.)
6. Cf. Ideas
sobre las Novelas.
7. Los infortunios de la virtud.
8. Juego de palabras entre verre (vidrio) y vair
(marta). N. del T.
9. La
filosofía en el “boudoir”, II, pág. 37.
10. Justina,
II, pág. 31.
11. En Alina y
Valcour.
12. Los
infortunios de la virtud.
13. Parece que las teorías de Zamé, en Alina y Valcour, reflejan bastante bien
las opiniones políticas de Sade.
14. Cf. La
Filosofía en el Boudoir: “Franceses, un esfuerzo más...”
15. Cf. Ramand, citado por Jean desbordes (El verdadero rostro del Marqués de Sade).
“Querían hacerme cometer una falta de humanidad. Nunca me avine a ello”, dirá
Sade más tarde en una carta a Gaufridy.
16. Nietzsche: La
Voluntad de Poder.