Presentación
Mosén Oja Timorato, seudónimo de José María Montoto y López Vigil (1818-1886), asturiano de origen y, definitivamente, sevillano de adopción, jurista, historiador y periodista, escribió una Historia de don Pedro I de Castilla, muy apreciada en su tiempo.
También nos ha dejado este tan curioso como interesante libro. Esta obra fue publicada por primera y única vez en la célebre Biblioteca de las tradiciones populares españolas dirigida por el antropólogo y folclorista Antonio Machado y Álvarez, el padre de Antonio y Manuel Machado.
Carlista, católico ultramontano, o integral (como se proclamaría Léon Bloy unas décadas más tarde, quien hubiera visto un hermano espiritual en nuestro autor), furiosamente antimoderno, Mosén Oja Timorato se vuelve en este libro hacia el fin de su admirada Edad Media, para mejor denostar la época en que le tocó vivir, época impregnada de positivismo y materialismo.
La originalidad del libro reside en la particular manera en que se nos presenta el arte de la traducción en su desarrollo mismo, ligado al arte más general de la conversación. El autor traduce y comenta para su círculo íntimo, a lo largo de trece veladas, en las dilatadas noches del invierno hispalense, el capítulo V del Hormiguero de Fray Johannes Nider, célebre inquisidor del siglo XV.
Repletas de comentarios eruditos y de anécdotas a menudo literariamente deliciosas, estas páginas, que hubieran encantado a un Baudelaire o a un Huysmans, se nos presentan como una traducción in progress, a la que puso fin la muerte de su autor y a la que salvó del olvido la amistad sin fallas, a pesar de todas las diferencias políticas y filosóficas, del padre de los Machado.
VELADA CUARTA
E. — Suspendimos anoche la sesión cuando usted, Sr.
M., nos estaba refiriendo lo que dice respecto a duendes el Sr. Covarrubias; y
si algo más añade autor tan respetable, ruego a usted que no lo omita.
M. —Más dice, y en verdad que no es para omitido, y
que bien merece la pena de esperar un tanto la lectura del capítulo III del Hormiguero.
«Alejandro de
Alejandris, continúa el citado autor,
menciona, como cosa conocida y vulgar, que en Roma había ciertas casas tan
infames por esta causa, que nadie se atrevía a vivirlas. San Gregorio, en el
libro III de los Diálogos, capítulo
IV, dice, que Dacio, Obispo de Milán, habiendo llegado a Corinto, y no
encontrando apenas casa que habitar, supo de una que hacía muchos años que
estaba vacía, porque nadie se atrevía a vivir en ella a causa de varias
ilusiones del demonio y varios espectros que en la misma aparecían. Entró Dacio
en aquella casa, y en una noche tempestuosa, fue molestado por inmensas voces,
grandes clamores, que imitaban rugidos de leones, balidos de ovejas, silbidos
de serpientes y gruñidos de puercos; y habiendo él hablado al demonio con divinas
palabras, por fin lo expulsó de la casa, la cual fue habitada en lo sucesivo,
sin temor de tales ilusiones.
»Luciano,
refiriéndose a Arignoto, aunque lo cuenta entre los más embusteros, dice que en
Corinto tenía Ebatida cierta casa que nadie se atrevía a habitar, por las
mismas causas antes referidas, hasta que el mismo Arignoto, platónico, echó al
demonio con algunos versos mágicos y egipcios, y que al día siguiente se halló
en aquel lugar el cadáver de un hombre, que fue sepultado en otro sitio,
pudiendo desde entonces habitarse la casa libre de semejantes ilusiones.»
Aun cuando algunas veces, y acaso con frecuencia,
sean falsas, no negaré, en manera alguna, que puedan acontecer, pues las he
leído en muchos autores de probadísima fe. Los demonios nada pueden obrar,
según la potencia de su naturaleza, que es la misma materia angélica, maligna
por propio vicio, sino lo que Dios permite, cuyos juicios, muchos son ocultos,
ninguno injusto. San Gregorio escribe que algunas veces los demonios son
enviados por Dios para castigar a los hombres, como fue enviado un espíritu
embustero para castigar a Acab, y que esto se hace, según la justicia divina,
por los pecados, aunque el demonio entonces castigue, aterre e infeste a los
hombres por odio y envidia. Pero a veces el mismo demonio, como enseña Santo
Tomás, no enviado por Dios, sino por permisión divina, por razones que nos son
ocultas, tienta a los hombres, instigándolos al pecado, o los aterra y los
ilusiona con varias imágenes, espectros, terroríficas figuras, e innumerables fantasías, y no solamente a los
hombres malos, sino también a los santos. No hay cuestión entre los teólogos
sobre si los demonios tienen esta potestad por permisión de Dios. El autor del Martillo de maléficas y otros que escribieron de lo mismo, y principalmente
Francisco Victoria, que enseñó teología en Salamanca con público aplauso y gran
utilidad de la república cristiana, lo afirman. Esto mismo sintieron contra
Aristóteles los autores infieles, atendiendo a secretos arcanos de la
filosofía, y a veces lo profesaron clara y manifiestamente, como prueba
Agustino Eugubino en el libro VIII De
perenni filosofía. Consta que Temesa, ciudad de los Loerenses, en Italia,
de tal suerte fue vejada por cierto genio, que los Temesenses, para huir de tal
peste, pensaron muchas veces dejar su patria, hasta que recibida respuesta de
Apolo, se les mandó aplacar aquel demonio con la oblación en cada año de una
virgen que ofrecían en el templo dedicado a aquel genio, el cual, vencido por
el ánimo y fortaleza de cierto Eutimio, abandonó al fin aquella ciudad. La
causa que de ello se da por los historiadores gentiles es, que un compañero de
Ulises, a quien Estratón llama Palito, y Pausania, Lebante, habiendo por medio
del vino violado a una virgen, fue en pena muerto a pedradas por los
Temesenses, a quienes amenazó que sus manes dañarían siempre a los hombres de
cualquiera edad en aquel campo, de donde nació el proverbio de que había que
guardarse del Genio Temesense, de lo cual hacen mención Pausanias, Eliano,
Estrabón y Leonido. Plinio, en el Libro VII, carta a Sura, habla mucho de esto,
y principalmente escribe que en Atenas había cierta casa, espaciosa, pero
pestilente e infame, por cuanto en el
silencio de la noche se oían en ella sonidos de hierro y de grillos, primero a
lo lejos y después más próximos, hasta que aparecía un fantasma con la figura
de un viejo flaco y asqueroso, con barba y cabello horrible, que llevaba
grillos en los pies y cadenas en las manos, dando golpes, con que despertaban
los habitantes, a quienes hacía el miedo pasar noches tristes y desdichadas.
Cuenta después que aquella casa, condenada a la soledad y dejada toda a aquel
monstruo, se anunció en arrendamiento, y Atenodoro, cierto de lo que en ella pasaba,
la arrendó en el silencio de la noche, habiéndosele aparecido aquella terrible
imagen, no se acobardó, antes bien, llamado por ella, la siguió hasta un sitio,
en que desapareció, dejando solo al filósofo, que puso allí una señal. Al día
siguiente, habiendo ido a la casa un magistrado, mandó cavar en el sitio
señalado, y se hallaron, con cadenas y grillos, huesos de un cuerpo que el
tiempo y la tierra habían consumido, los cuales fueron recogidos y públicamente
sepultados, viéndose desde entonces la casa libre de aquellos espectros y
terrores.
R. —El Padre Fray Benito Jerónimo Feijoo, se muestra
completamente incrédulo en materia de duendes.
M. —Sin embargo, parece que se inclina a creer lo
del duende de Barcelona, que tanto dio que
hacer a un militar.
G. —Pues con que se dé por cierto un solo caso, no podrá decirse en
absoluto que es falso cuanto de los duendes se cuenta.
C. —Dejemos ya este asunto, y sírvase usted abrir el
Hormiguero, Sr. M., pues tengo deseos
vivísimos de saber lo que dice el Padre Nyder en el capítulo III de su insigne
libro.
M. — Dice lo siguiente:
CAPÍTULO III
Sobreviniendo un frío grande a los huevos de las
hormigas, impide la prole, o retarda su nacimiento, o del todo la mata, porque
la intensidad del frío y el excesivo que tiene la nieve, quita el ser a los
vivientes y daña muchas veces a los que han de ser vivificados.
Mas en el frío pueden entenderse los corazones de
los malos, que, ajenos al calor de la caridad y al sol de la justicia, están
llenos del entumecimiento de la malicia o de la perfidia; al contrario de lo
que se dice de la mujer fuerte en el capítulo último de los Proverbios con aquellas palabras: «No temerá para los de su casa, los fríos de
las nieves». A lo que añade la glosa: «Los
fríos de la nieve, son los corazones de los malos, que están muy fríos con el
entumecimiento de la perfidia».
Por el frío, pues, en cuanto es nocivo a la
procreación de las hormigas, pueden entenderse las supersticiones de los
maléficos. Se dice maléfico el que hace mal, o el que guarda mal la fe, pues
ambas cosas se hallan en los maléficos, que afligen al prójimo con sus
supersticiones y con sus obras.
Perezoso. —Sé
por San Isidoro que hay muchas especies de supersticiones; pero ya que
has hecho mención de los maléficos, dime de cuantos modos pueden dañar a los
hombres.
Teólogo. —Siete se me ocurren con que pueden causar
mal, aunque nunca sin permitirlo Dios. Uno, es cuando infunden un mal amor en
un hombre hacia una mujer, o en una mujer hacia un hombre. Otro es cuando
procuran que se conciba algún odio o envidia. El tercero está en el que es
maleficiado para que no pueda engendrar. El cuarto, cuando hacen enfermar a uno
de algún miembro. El quinto, cuando privan de la vida. El sexto, cuando privan
a alguno del uso de la razón. El séptimo, cuando por cualquiera de los medios
referidos dañan a alguno en sus cosas o en sus miembros.
Perezoso. — Quiero enterarme bien de todas esas
cosas, porque hay quien las niega por completo, quien las concede crédito solo
en parte, y quien las atribuye a causas naturales.
Teólogo. —El saberlas a fondo, perjudicaría; pues
para ello sería preciso inspeccionar libros prohibidos y algunas cosas
supersticiosas, cuya lectura sería un cargo de conciencia. No es necesario
tampoco el que se sepan con mucha minuciosidad, principalmente tratándose de
ti, que, por la condición de tu estado, no tienes tal obligación. Sin embargo,
te daré algunos ejemplos y doctrinas
acomodadas a tu petición, y que yo he adquirido, en parte de los doctores de mi
facultad, y en parte de la experiencia de cierto juez secular, probo y
fidedigno, que aprendió mucho en cuestiones y experiencias públicas y privadas
acerca de esta materia, con el cual he conferenciado amplia y profundamente. Es
este juez Pedro, ciudadano de Berna, en la diócesis Lausanense, que enterró a
muchos maléficos de uno y otro sexo, e
hizo a otros huir del territorio. También he conferenciado con el Sr.
Benedicto, monje de la Orden de San Benito, que, aun cuando está ahora de
religioso en el monasterio reformado de Vicenza, sin embargo cuando diez años
antes vivía en el siglo, fue nigromante y juglar insigne y experto entre los
nobles señores. Asimismo he oído algunas cosas de las que voy a referir al
inquisidor Eduense que fue devoto reformador de nuestra Orden en el convento de
León de Francia, y procesó a muchos reos de maleficios.
Hay, pues, o había hace poco, como el mismo
inquisidor y el Sr. Pedro me refirieron, y es fama común, cerca del distrito
perteneciente a Berna, ciertos maléficos de ambos sexos que, contra la
inclinación de la naturaleza humana, y aun contra las condiciones de todo
género de animales, a excepción solamente de los lobos, tragan a los
pequeñuelos de su misma especie. En la ciudad de Bottigen, de la diócesis de
Lausana, cierto hombre llamado Staededin, gran maléfico, preso por el citado
Pedro, juez de aquella localidad, confesó que en una casa en que vivían un
marido y su mujer, había matado en el vientre de ésta unos siete niños, de
suerte, que en el espacio de muchos años sólo tuvo abortos. Lo mismo hizo en
dicha casa con los fetos de los animales, de los cuales en aquellos años, ni
uno solo nació vivo, según lo probaban los hechos. Preguntado cómo hacía estas
cosas, contestó que debajo del umbral de la puerta de la casa había colocado una
lagartija, y que si ésta se quitaba de allí, desde luego sería restituida la
fecundidad a los habitantes. Como se buscase aquel animal y no se hallase,
quizás porque se había reducido a polvo, se quito éste, y la tierra que en
aquel sitio existía, y en aquel año mismo volvió la fecundidad a la mujer y a
todos los animales de la casa, siendo el maléfico entregado al fuego por el
dicho juez, después de habérsele aplicado el tormento, en el cual no confesó.
Oí además al citado inquisidor referirme este año que
en el ducado Lausanense ciertos maléficos habían cocido y comido a sus propios
hijos pequeñitos. Aprendían tal arte, según dijo, concurriendo a cierta
reunión, donde por obra de los maléficos aparecía en figura de hombre el
demonio, a quienes los discípulos hacían promesa de renegar del cristianismo,
no adorar jamás la Eucaristía y pisar sobre la Cruz, cuando ocultamente
pudieran hacerlo.
Fue también fama común, según me dijo el juez Pedro,
que en el territorio de Berna habían sido devorados por los maléficos en el
espacio de poco tiempo trece niños; por cuya causa obró la justicia
rigurosamente contra los parricidas, y como Pedro preguntase a una maléfica de
qué modo comían los niños, le contestó:
«El modo es éste: Ponemos asechanzas a los no bautizados, y aun a los
bautizados, principalmente si no están defendidos con el signo de la cruz y con
oraciones; los matamos con nuestras ceremonias cuando están en la cuna o
durmiendo al lado de sus padres, creyéndose luego que murieron oprimidos o por
cualquiera otro accidente, los robamos clandestinamente de las sepulturas, los
cocemos en un caldero, hasta que, desprendidos los huesos, casi toda la carne
se hace líquida y potable; de la parte más sólida de esta materia, hacemos un
ungüento acomodado a nuestras voluntades, artes y transformaciones; de lo más
líquido llenamos un odre, y cualquiera que de él bebiere, añadidas algunas
ceremonias, al instante se hace sabio y maestro de nuestra secta. Lo mismo me
manifestó más distintamente otro maléfico joven, que fue preso y quemado,
aunque creo que al fin murió verdaderamente arrepentido. Detenido con su mujer,
y puesto en distinta torre que ésta, dijo: «Si pudiese conseguir perdón de mis
maldades, de buen grado declararía todas las cosas que sé de maléficos; pero ya veo que convendrá el
que yo muera». Mas, como oyese que si verdaderamente se arrepentía, podía obtener
completo perdón, se ofreció alegremente a la muerte, y declaró en estos
términos: «El orden, dijo, con que yo también fui seducido, es éste: Conviene
en primer lugar que en un día que sea domingo, antes de que se consagre el agua
bendita, entre en la iglesia el futuro discípulo con los maestros, y allí
reniegue delante de ellos de Cristo, de su fe, del bautismo y de la iglesia
universal. Después, que preste homenaje al Maestrito, esto es, al pequeño
maestro, (que así y no de otra manera llaman al diablo). Por último, que beba
del odre referido; hecho lo cual, al momento siente en su interior concebir y
retener la imagen de nuestro arte y los principales ritos de esta secta. De
este modo he sido seducido, y mi mujer igualmente, a quien creo tan pertinaz,
que sufrirá la hoguera antes de confesar lo más mínimo. Pero ¡ay! los dos somos
reos». Como el joven lo dijo, así se halló en todo la verdad, muriendo él con
gran contrición, al paso que su mujer, convicta por declaraciones de testigos,
ni en la misma tortura, ni en la muerte quiso confesar, y pereció maldiciendo
al que ordenaba el incendio, o lictor.
De lo dicho aparece cuan nocivo sea el frío de la
perfidia, que suele matar los niños e
impedir los partos.
Perezoso. —¿Es, por ventura, lícito quitar de su
lugar el maleficio?
Teólogo. —Los antiguos lo niegan, los modernos lo
conceden, y unos y otros tienen razón; pero es necesario distinguir; porque, o
se puede quitar por otro maleficio, lo cual no es permitido, antes bien debe el
hombre primero morir que consentir en ello; o se puede quitar sin nuevas obras
de superstición, como por movimiento local, según se dijo del polvo de la
lagartija, y esto es lícito.
Sobre el primer caso me refirió el inquisidor
Eduense que el modo de quitar el maleficio o de vengarse del maléfico se
practicaba en su tiempo de la manera siguiente: Iba uno dañado en sí o en sus
cosas, a una maléfica, excitándola a que dijese quién era el malhechor; la
maléfica entonces agitaba en el agua un plomo, hasta que por obra del demonio
se veía en él una figura, y en el momento preguntaba la maléfica al explorante:
«¿En qué parte quiere que sea dañado el
maléfico, y conocerle por la misma herida?» Y luego que el preguntado decía el
lugar, la maléfica hacía una cisura con un cuchillo en la figura del plomo, e indicaba el punto donde se hallaría al reo,
sin nombrarle, y siempre acreditó la experiencia que se hallaba el maléfico
herido como su imagen de plomo.
M. —Termina aquí el capítulo III, y supuesto que tan
corto ha sido, y que todavía falta algún tiempo para que quede invertido el
acostumbrado de nuestras veladas, lo completaré
explicando a ustedes los diferentes nombres de maleficios de que los
autores hablan.
Llámase maleficio el daño causado con la cooperación
del demonio y con pacto con él mismo; cuando tiene por objeto el amor, se dice
filtro, y cuando hacer mal en uno, en su persona o en sus bienes, beneficio.
Hay adivinación cuando alguno invoca, expresa o
tácitamente, la ayuda del demonio para conocer las cosas contingentes, que
pueden o no suceder, y que son ocultas y naturalmente inconocibles.
Cuando la invocación se expresa y se hace por medio
de ídolos, se llama oráculo; si se hace por la aparente resurrección de los
muertos, nigromancia en especial; si por los sueños, necromancia; si por
figuras fingidas, prestigio; si por las entrañas de los animales, aurispicina;
si por figuras en la tierra, geomancia; si por figuras en el agua, hidromancia;
si se hacen en el aire, aeromancia, y si en el fuego, piromancia.
Cuando la invocación de la ayuda del demonio es
tácita, y se hace por el lugar y movimiento de los astros, se llama astrología;
si por el vuelo de las aves, agüero; si por la suerte, como abriendo un libro o
arrojando los dados, sortilegio; si por el rostro, disposición o habitud del
cuerpo, fisionomía; si por las líneas o rayas de las manos, quiromancia; y si
para curar a un enfermo, se usa de las palabras de los salmos, ensalmo; el cual
no se considera ilícito, si no intervienen otras palabras; y se hace pidiendo a
Dios por la salud del paciente.
«Crommiomancia,
dice el Padre Feijoo, es una especie
de adivinación por las cebollas que he leído; es ahora aún muy común en
Alemania entre las doncellas deseosas de saber quiénes les han de tocar por
maridos. La que por este medio supersticioso quiere averiguar su destino,
escribe en distintas cebollas los nombres de todos aquellos que probablemente
pueden lograr su mano. No quiero decir lo demás que se sigue en esta damnable
práctica, porque considero en esta materia tan ardiente la curiosidad de
algunas doncellas, que si llega a su noticia, querrán hacer la experiencia
atropellando leyes divinas y humanas.»
¿Hay fascinación natural? Hace esta pregunta cierto
autor, que la contesta con las siguientes palabras: «Dicen teólogos eminentes que hay ojos que inficionan el aire hasta
determinado espacio, y aconsejan que los que sepan que poseen esta pestífera
cualidad, deben abstenerse del demasiado contacto con los demás y bajar los
ojos; pero es general la creencia de que no hay tal fascinación.»
R. —Gracias a Dios que en cuanto a esto podemos
vivir tranquilos.
M. —Pues, para que ustedes se admiren hasta donde
puedan admirarse, han de saber que en el siglo XVI se publicó un libro de
filosofía y medicina, escrito, al parecer, por doña Oliva Sabuco de Nantes
Barrera, natural de la ciudad de Alcaraz, la cual en una carta dirigida a
Felipe II, tiene la modestia de decir: «Este
libro faltaba en el mundo, así como otros muchos sobran. Todo este libro faltó
a Galeno, a Platón y a Hipócrates en sus tratados de natura humana, y a Aristóteles,
cuando trató de anima y de vita
et morte. Faltó también a los naturales
Plinio, Eliano y los demás, cuando trataron de homine. Esta era la filosofía necesaria, y la mejor y de más fruto para el
hombre, y ésta toda se dejaron intacta los grandes filósofos antiguos. De este Coloquio
del conocimiento de sí mismo y naturaleza del hombre, resultó el Diálogo de la vera medicina, que allí se vino nacida, no acordándome yo de medicina, porque nunca
la estudié; pero resulta muy clara y evidentemente, como resulta la luz del
sol, es tan errada la medicina antigua, que se lee y estudia en sus fundamentos
principales, por no haber entendido ni alcanzado los filósofos antiguos y
médicos su naturaleza propia, donde se funda y tiene su origen la medicina.»
Ahora juzguen ustedes del mérito del libro, por lo
que dice respecto a la fascinación, que es lo siguiente:
«El aojar
también es un veneno, que se pega por el aire y entra por los ojos, aliento o
narices (mediante el tocamiento del aire) sin sentirlo, y llegando al cerebro
hace el mismo daño, derribando y haciendo flujo o decremento de jugo de
cerebro, porque es cosa tan delicada, que fácilmente se apega este daño de
hacerse caduco y vicioso por tocamiento del aire, por ojos o respiración, como
por el cuero y sangre; y no es de espantar, considerando aquello del betún
nombrado Naphta al cual se pega el
fuego y arde desde muy lejos por el aire, aunque sea de un cerro a otro, o de
cualquier lugar que se vean. Esto hacen las personas llenas de mal humor, que
están catarrizando siempre, y pégaseles a los niños y animales tiernos, a más y
menos, y así mata en breve tiempo o da enfermedad, según fue la calidad de
catarrizar que se le pegó a la cosa tierna. Cuenta Plinio de una familia de gente en África, que todos los de aquel
linaje aojan, y todo lo que alaban, árboles, animales y niños, todo muere. Y
otro linaje en Hiria, que mueren todos los que éstos miran ahincadamente, y más
con ojos airados; el cual daño sienten más los mozos, y dicen que tienen dos
niñetas en cada ojo, y de otro género de gente, nombrados Tibios, que tienen
dos niñetas en el ojo y en el otro una figura de caballo, y hacen el mismo
daño, y que todas las hembras que tuvieren dos niñetas harán lo mismo. Cuenta
el mismo Plinio que el basilisco en la provincia Cirenaica es una serpiente de
doce dedos no más, con una mancha redonda y blanca en la cabeza como diadema,
el cual mata con la vista, y que de su silbo huyen las serpientes, que mata los
árboles con su resuello, abraza las yerbas y quiebra las peñas. El animal
Gatoblepas mata con la vista, y por esto tiene (providente natura) tan gran
cabeza y pesada: que siempre mira a la tierra y con dificultad la alza; críase
cerca de la fuente Nigris, cabeza del río Nilo.»
G. —¿Y un libro que tales cosas dice era el que
faltaba en el mundo? Como no consistiese la falta en que había pocos que
quemar, no comprendo la verdad del
jactancioso dicho de la tal señora doña Oliva.
M. —Me parece excusado el decir a ustedes los
remedios que esa médica filósofa propina para la curación del aojamiento.
G —Si, sí, suprímalos usted, porque creemos que,
Dios mediante, no hemos de necesitar de echar mano de ellos.
M. —También lo creo yo; pero no suprimiré
un caso extraordinario de sortilegio, que acabo de leer en un periódico
de la corte, y que considero digno de la atención de ustedes. Dice así el
diario aludido: «Carlos I. Las suertes
virgilianas olvidadas por espacio de algunos siglos, fueron consultadas por
Carlos I, Rey de Inglaterra, en una circunstancia solemne, y la respuesta que
obtuvo fue justificada por los sucesos ulteriores con una exactitud
maravillosa. Jamás una adivinación accidental puede llegarse a comparar a las
predicciones dadas en aquel caso a la ciencia o a la inspiración.
»En el año de
1643, al comenzar el mes de septiembre, Carlos I acababa de empezar la guerra
con el Parlamento, y reunía todas sus tropas en Oxford. Para distraerse de sus
graves preocupaciones, quiso visitar la magnífica biblioteca de la Universidad
e hízolo en compañía de Lucio Cari,
vizconde de Falkland, primer gentilhombre de su cámara.
»En esta época
los puritanos habían recurrido a la costumbre de adivinar, por medio de las
suertes de que hemos hablado. Después de haber examinado aquellos manuscritos,
el Rey fijó su atención sobre un original ejemplar de Virgilio, escrito y
adornado con viñetas en el siglo VI, por un copista de la abadía de
Northampton. Le chocó sobremanera, y dijo, volviéndose al favorito:
»—Gran parte
de los hombres serios, que no dan crédito a los agüeros, han recurrido, sin
embargo, a este libro, y yo creo que ya que la ocasión nos lo depara, debemos
dar crédito a los ancianos que achacan a sus predicciones el resultado de las
grandes batallas. Abridlo, pues, y veamos que
suerte nos vaticina.
»—Sire —replicó
Falkland—, permitidme haceros observar que sería una superstición vana, y
adoptaríamos el método usado por nuestros enemigos.
»—No importa —replicó
Carlos Estuardo—; quiero ver si la casualidad me depara algún párrafo en el que
encuentre alguna predicción útil.
»El vizconde
abrió el volumen y leyó varios versículos, a partir del 52 del libro XI de la
Eneida: ‘Evandro, Rey de Arcadia, estrechaba entre sus brazos el frío cuerpo de
su hijo Pallas, a quien Turno había quitado la vida, y exclamaba: ¡Oh, Pallas!
Me has hecho promesas que no has cumplido: te has expuesto imprudentemente al
furor de Marte’.
»—No es este
pasaje muy agradable —dijo el rey—; sin duda por eso se estremece vuestra mano,
pero dejadme a mí; tal vez encuentre otro cuya lectura sea para nosotros de
mejor augurio.
»Carlos
entreabrió el libro a su gusto, y su vista cayó sobre el verso 614 del libro
IV.
»‘Así lo
quieren los destinos; ellos han señalado el término de tu carrera: un pueblo
audaz te declarará la guerra, y vencido por las armas, errante de comarca en
comarca, privado de los abrazos de Julio, verás a los tuyos perecer
miserablemente: en vano te sujetarás a las leyes de un país inicuo, perderás tu
reino y la vida, pues sucumbirás prematuramente.’
»Una singular
concordancia reinó entre estos dos fragmentos y los sucesos ulteriores. Atacado
como Pallas de una muerte imprevista el vizconde de Falkland, antes de terminar
el mes de setiembre, pereció en el campo de batalla de Newbury. Los más
acérrimos partidarios de Carlos Estuardo, el coronel Margand, los condes de
Sunderland y de Carnavan fueron muertos en diversos combates. En fin, el pueblo
en masa se sublevó contra el infortunado Monarca, que quiso en vano
apaciguarlo.
»Se sabe que
después de una encarnizada lucha, fue vencido, juzgado por el Parlamento y
decapitado en 1649, a la edad de cincuenta y un años. (E. de la B. Traducción
del francés por S. V.)»