domingo, 15 de septiembre de 2019

Johannes Nider y Mosén Oja Timorato: De los maleficios y los demonios. Velada cuarta

Presentación

Mosén Oja Timorato, seudónimo de José María Montoto y López Vigil (1818-1886), asturiano de origen y, definitivamente, sevillano de adopción, jurista, historiador y periodista, escribió una Historia de don Pedro I de Castilla, muy apreciada en su tiempo.

También nos ha dejado este tan curioso como interesante libro. Esta obra fue publicada por primera y única vez en la célebre Biblioteca de las tradiciones populares españolas dirigida por el antropólogo y folclorista Antonio Machado y Álvarez, el padre de Antonio y Manuel Machado.

Carlista, católico ultramontano, o integral (como se proclamaría Léon Bloy unas décadas más tarde, quien hubiera visto un hermano espiritual en nuestro autor), furiosamente antimoderno, Mosén Oja Timorato se vuelve en este libro hacia el fin de su admirada Edad Media, para mejor denostar la época en que le tocó vivir, época impregnada de positivismo y materialismo.

La originalidad del libro reside en la particular manera en que se nos presenta el arte de la traducción en su desarrollo mismo, ligado al arte más general de la conversación. El autor traduce y comenta para su círculo íntimo, a lo largo de trece veladas, en las dilatadas noches del invierno hispalense, el capítulo V del Hormiguero de Fray Johannes Nider, célebre inquisidor del siglo XV.

Repletas de comentarios eruditos y de anécdotas a menudo literariamente deliciosas, estas páginas, que hubieran encantado a un Baudelaire o a un Huysmans, se nos presentan como una traducción in progress, a la que puso fin la muerte de su autor y a la que salvó del olvido la amistad sin fallas, a pesar de todas las diferencias políticas y filosóficas, del padre de los  Machado.

VELADA CUARTA

E. — Suspendimos anoche la sesión cuando usted, Sr. M., nos estaba refiriendo lo que dice respecto a duendes el Sr. Covarrubias; y si algo más añade autor tan respetable, ruego a usted que no lo omita.
M. —Más dice, y en verdad que no es para omitido, y que bien merece la pena de esperar un tanto la lectura del capítulo III del Hormiguero.
«Alejandro de Alejandris, continúa el citado autor, menciona, como cosa conocida y vulgar, que en Roma había ciertas casas tan infames por esta causa, que nadie se atrevía a vivirlas. San Gregorio, en el libro III de los Diálogos, capítulo IV, dice, que Dacio, Obispo de Milán, habiendo llegado a Corinto, y no encontrando apenas casa que habitar, supo de una que hacía muchos años que estaba vacía, porque nadie se atrevía a vivir en ella a causa de varias ilusiones del demonio y varios espectros que en la misma aparecían. Entró Dacio en aquella casa, y en una noche tempestuosa, fue molestado por inmensas voces, grandes clamores, que imitaban rugidos de leones, balidos de ovejas, silbidos de serpientes y gruñidos de puercos; y habiendo él hablado al demonio con divinas palabras, por fin lo expulsó de la casa, la cual fue habitada en lo sucesivo, sin temor de tales ilusiones.
»Luciano, refiriéndose a Arignoto, aunque lo cuenta entre los más embusteros, dice que en Corinto tenía Ebatida cierta casa que nadie se atrevía a habitar, por las mismas causas antes referidas, hasta que el mismo Arignoto, platónico, echó al demonio con algunos versos mágicos y egipcios, y que al día siguiente se halló en aquel lugar el cadáver de un hombre, que fue sepultado en otro sitio, pudiendo desde entonces habitarse la casa libre de semejantes ilusiones
Aun cuando algunas veces, y acaso con frecuencia, sean falsas, no negaré, en manera alguna, que puedan acontecer, pues las he leído en muchos autores de probadísima fe. Los demonios nada pueden obrar, según la potencia de su naturaleza, que es la misma materia angélica, maligna por propio vicio, sino lo que Dios permite, cuyos juicios, muchos son ocultos, ninguno injusto. San Gregorio escribe que algunas veces los demonios son enviados por Dios para castigar a los hombres, como fue enviado un espíritu embustero para castigar a Acab, y que esto se hace, según la justicia divina, por los pecados, aunque el demonio entonces castigue, aterre e infeste a los hombres por odio y envidia. Pero a veces el mismo demonio, como enseña Santo Tomás, no enviado por Dios, sino por permisión divina, por razones que nos son ocultas, tienta a los hombres, instigándolos al pecado, o los aterra y los ilusiona con varias imágenes, espectros, terroríficas figuras, e  innumerables fantasías, y no solamente a los hombres malos, sino también a los santos. No hay cuestión entre los teólogos sobre si los demonios tienen esta potestad por permisión de Dios. El autor del Martillo de maléficas y otros que escribieron de lo mismo, y principalmente Francisco Victoria, que enseñó teología en Salamanca con público aplauso y gran utilidad de la república cristiana, lo afirman. Esto mismo sintieron contra Aristóteles los autores infieles, atendiendo a secretos arcanos de la filosofía, y a veces lo profesaron clara y manifiestamente, como prueba Agustino Eugubino en el libro VIII De perenni filosofía. Consta que Temesa, ciudad de los Loerenses, en Italia, de tal suerte fue vejada por cierto genio, que los Temesenses, para huir de tal peste, pensaron muchas veces dejar su patria, hasta que recibida respuesta de Apolo, se les mandó aplacar aquel demonio con la oblación en cada año de una virgen que ofrecían en el templo dedicado a aquel genio, el cual, vencido por el ánimo y fortaleza de cierto Eutimio, abandonó al fin aquella ciudad. La causa que de ello se da por los historiadores gentiles es, que un compañero de Ulises, a quien Estratón llama Palito, y Pausania, Lebante, habiendo por medio del vino violado a una virgen, fue en pena muerto a pedradas por los Temesenses, a quienes amenazó que sus manes dañarían siempre a los hombres de cualquiera edad en aquel campo, de donde nació el proverbio de que había que guardarse del Genio Temesense, de lo cual hacen mención Pausanias, Eliano, Estrabón y Leonido. Plinio, en el Libro VII, carta a Sura, habla mucho de esto, y principalmente escribe que en Atenas había cierta casa, espaciosa, pero pestilente e  infame, por cuanto en el silencio de la noche se oían en ella sonidos de hierro y de grillos, primero a lo lejos y después más próximos, hasta que aparecía un fantasma con la figura de un viejo flaco y asqueroso, con barba y cabello horrible, que llevaba grillos en los pies y cadenas en las manos, dando golpes, con que despertaban los habitantes, a quienes hacía el miedo pasar noches tristes y desdichadas. Cuenta después que aquella casa, condenada a la soledad y dejada toda a aquel monstruo, se anunció en arrendamiento, y Atenodoro, cierto de lo que en ella pasaba, la arrendó en el silencio de la noche, habiéndosele aparecido aquella terrible imagen, no se acobardó, antes bien, llamado por ella, la siguió hasta un sitio, en que desapareció, dejando solo al filósofo, que puso allí una señal. Al día siguiente, habiendo ido a la casa un magistrado, mandó cavar en el sitio señalado, y se hallaron, con cadenas y grillos, huesos de un cuerpo que el tiempo y la tierra habían consumido, los cuales fueron recogidos y públicamente sepultados, viéndose desde entonces la casa libre de aquellos espectros y terrores.
R. —El Padre Fray Benito Jerónimo Feijoo, se muestra completamente incrédulo en materia de duendes.
M. —Sin embargo, parece que se inclina a creer lo del duende de Barcelona, que tanto dio que  hacer a un militar.
G. —Pues con que se dé  por cierto un solo caso, no podrá decirse en absoluto que es falso cuanto de los duendes se cuenta.
C. —Dejemos ya este asunto, y sírvase usted abrir el Hormiguero, Sr. M., pues tengo deseos vivísimos de saber lo que dice el Padre Nyder en el capítulo III de su insigne libro.
M. — Dice lo siguiente:

CAPÍTULO III

Sobreviniendo un frío grande a los huevos de las hormigas, impide la prole, o retarda su nacimiento, o del todo la mata, porque la intensidad del frío y el excesivo que tiene la nieve, quita el ser a los vivientes y daña muchas veces a los que han de ser vivificados.
Mas en el frío pueden entenderse los corazones de los malos, que, ajenos al calor de la caridad y al sol de la justicia, están llenos del entumecimiento de la malicia o de la perfidia; al contrario de lo que se dice de la mujer fuerte en el capítulo último de los Proverbios con aquellas palabras: «No temerá para los de su casa, los fríos de las nieves». A lo que añade la glosa: «Los fríos de la nieve, son los corazones de los malos, que están muy fríos con el entumecimiento de la perfidia».
Por el frío, pues, en cuanto es nocivo a la procreación de las hormigas, pueden entenderse las supersticiones de los maléficos. Se dice maléfico el que hace mal, o el que guarda mal la fe, pues ambas cosas se hallan en los maléficos, que afligen al prójimo con sus supersticiones y con sus obras.
Perezoso. —Sé  por San Isidoro que hay muchas especies de supersticiones; pero ya que has hecho mención de los maléficos, dime de cuantos modos pueden dañar a los hombres.
Teólogo. —Siete se me ocurren con que pueden causar mal, aunque nunca sin permitirlo Dios. Uno, es cuando infunden un mal amor en un hombre hacia una mujer, o en una mujer hacia un hombre. Otro es cuando procuran que se conciba algún odio o envidia. El tercero está en el que es maleficiado para que no pueda engendrar. El cuarto, cuando hacen enfermar a uno de algún miembro. El quinto, cuando privan de la vida. El sexto, cuando privan a alguno del uso de la razón. El séptimo, cuando por cualquiera de los medios referidos dañan a alguno en sus cosas o en sus miembros.
Perezoso. — Quiero enterarme bien de todas esas cosas, porque hay quien las niega por completo, quien las concede crédito solo en parte, y quien las atribuye a causas naturales.
Teólogo. —El saberlas a fondo, perjudicaría; pues para ello sería preciso inspeccionar libros prohibidos y algunas cosas supersticiosas, cuya lectura sería un cargo de conciencia. No es necesario tampoco el que se sepan con mucha minuciosidad, principalmente tratándose de ti, que, por la condición de tu estado, no tienes tal obligación. Sin embargo, te daré  algunos ejemplos y doctrinas acomodadas a tu petición, y que yo he adquirido, en parte de los doctores de mi facultad, y en parte de la experiencia de cierto juez secular, probo y fidedigno, que aprendió mucho en cuestiones y experiencias públicas y privadas acerca de esta materia, con el cual he conferenciado amplia y profundamente. Es este juez Pedro, ciudadano de Berna, en la diócesis Lausanense, que enterró a muchos maléficos de uno y otro sexo, e  hizo a otros huir del territorio. También he conferenciado con el Sr. Benedicto, monje de la Orden de San Benito, que, aun cuando está ahora de religioso en el monasterio reformado de Vicenza, sin embargo cuando diez años antes vivía en el siglo, fue nigromante y juglar insigne y experto entre los nobles señores. Asimismo he oído algunas cosas de las que voy a referir al inquisidor Eduense que fue devoto reformador de nuestra Orden en el convento de León de Francia, y procesó a muchos reos de maleficios.
Hay, pues, o había hace poco, como el mismo inquisidor y el Sr. Pedro me refirieron, y es fama común, cerca del distrito perteneciente a Berna, ciertos maléficos de ambos sexos que, contra la inclinación de la naturaleza humana, y aun contra las condiciones de todo género de animales, a excepción solamente de los lobos, tragan a los pequeñuelos de su misma especie. En la ciudad de Bottigen, de la diócesis de Lausana, cierto hombre llamado Staededin, gran maléfico, preso por el citado Pedro, juez de aquella localidad, confesó que en una casa en que vivían un marido y su mujer, había matado en el vientre de ésta unos siete niños, de suerte, que en el espacio de muchos años sólo tuvo abortos. Lo mismo hizo en dicha casa con los fetos de los animales, de los cuales en aquellos años, ni uno solo nació vivo, según lo probaban los hechos. Preguntado cómo hacía estas cosas, contestó que debajo del umbral de la puerta de la casa había colocado una lagartija, y que si ésta se quitaba de allí, desde luego sería restituida la fecundidad a los habitantes. Como se buscase aquel animal y no se hallase, quizás porque se había reducido a polvo, se quito éste, y la tierra que en aquel sitio existía, y en aquel año mismo volvió la fecundidad a la mujer y a todos los animales de la casa, siendo el maléfico entregado al fuego por el dicho juez, después de habérsele aplicado el tormento, en el cual no confesó.
Oí además al citado inquisidor referirme este año que en el ducado Lausanense ciertos maléficos habían cocido y comido a sus propios hijos pequeñitos. Aprendían tal arte, según dijo, concurriendo a cierta reunión, donde por obra de los maléficos aparecía en figura de hombre el demonio, a quienes los discípulos hacían promesa de renegar del cristianismo, no adorar jamás la Eucaristía y pisar sobre la Cruz, cuando ocultamente pudieran hacerlo.
Fue también fama común, según me dijo el juez Pedro, que en el territorio de Berna habían sido devorados por los maléficos en el espacio de poco tiempo trece niños; por cuya causa obró la justicia rigurosamente contra los parricidas, y como Pedro preguntase a una maléfica de qué  modo comían los niños, le contestó: «El modo es éste: Ponemos asechanzas a los no bautizados, y aun a los bautizados, principalmente si no están defendidos con el signo de la cruz y con oraciones; los matamos con nuestras ceremonias cuando están en la cuna o durmiendo al lado de sus padres, creyéndose luego que murieron oprimidos o por cualquiera otro accidente, los robamos clandestinamente de las sepulturas, los cocemos en un caldero, hasta que, desprendidos los huesos, casi toda la carne se hace líquida y potable; de la parte más sólida de esta materia, hacemos un ungüento acomodado a nuestras voluntades, artes y transformaciones; de lo más líquido llenamos un odre, y cualquiera que de él bebiere, añadidas algunas ceremonias, al instante se hace sabio y maestro de nuestra secta. Lo mismo me manifestó más distintamente otro maléfico joven, que fue preso y quemado, aunque creo que al fin murió verdaderamente arrepentido. Detenido con su mujer, y puesto en distinta torre que ésta, dijo: «Si pudiese conseguir perdón de mis maldades, de buen grado declararía todas las cosas que sé  de maléficos; pero ya veo que convendrá el que yo muera». Mas, como oyese que si verdaderamente se arrepentía, podía obtener completo perdón, se ofreció alegremente a la muerte, y declaró en estos términos: «El orden, dijo, con que yo también fui seducido, es éste: Conviene en primer lugar que en un día que sea domingo, antes de que se consagre el agua bendita, entre en la iglesia el futuro discípulo con los maestros, y allí reniegue delante de ellos de Cristo, de su fe, del bautismo y de la iglesia universal. Después, que preste homenaje al Maestrito, esto es, al pequeño maestro, (que así y no de otra manera llaman al diablo). Por último, que beba del odre referido; hecho lo cual, al momento siente en su interior concebir y retener la imagen de nuestro arte y los principales ritos de esta secta. De este modo he sido seducido, y mi mujer igualmente, a quien creo tan pertinaz, que sufrirá la hoguera antes de confesar lo más mínimo. Pero ¡ay! los dos somos reos». Como el joven lo dijo, así se halló en todo la verdad, muriendo él con gran contrición, al paso que su mujer, convicta por declaraciones de testigos, ni en la misma tortura, ni en la muerte quiso confesar, y pereció maldiciendo al que ordenaba el incendio, o lictor.
De lo dicho aparece cuan nocivo sea el frío de la perfidia, que suele matar los niños e  impedir los partos.
Perezoso. —¿Es, por ventura, lícito quitar de su lugar el maleficio?
Teólogo. —Los antiguos lo niegan, los modernos lo conceden, y unos y otros tienen razón; pero es necesario distinguir; porque, o se puede quitar por otro maleficio, lo cual no es permitido, antes bien debe el hombre primero morir que consentir en ello; o se puede quitar sin nuevas obras de superstición, como por movimiento local, según se dijo del polvo de la lagartija, y esto es lícito.
Sobre el primer caso me refirió el inquisidor Eduense que el modo de quitar el maleficio o de vengarse del maléfico se practicaba en su tiempo de la manera siguiente: Iba uno dañado en sí o en sus cosas, a una maléfica, excitándola a que dijese quién era el malhechor; la maléfica entonces agitaba en el agua un plomo, hasta que por obra del demonio se veía en él una figura, y en el momento preguntaba la maléfica al explorante: «¿En qué  parte quiere que sea dañado el maléfico, y conocerle por la misma herida?» Y luego que el preguntado decía el lugar, la maléfica hacía una cisura con un cuchillo en la figura del plomo, e  indicaba el punto donde se hallaría al reo, sin nombrarle, y siempre acreditó la experiencia que se hallaba el maléfico herido como su imagen de plomo.
M. —Termina aquí el capítulo III, y supuesto que tan corto ha sido, y que todavía falta algún tiempo para que quede invertido el acostumbrado de nuestras veladas, lo completaré  explicando a ustedes los diferentes nombres de maleficios de que los autores hablan.
Llámase maleficio el daño causado con la cooperación del demonio y con pacto con él mismo; cuando tiene por objeto el amor, se dice filtro, y cuando hacer mal en uno, en su persona o en sus bienes, beneficio.
Hay adivinación cuando alguno invoca, expresa o tácitamente, la ayuda del demonio para conocer las cosas contingentes, que pueden o no suceder, y que son ocultas y naturalmente inconocibles.
Cuando la invocación se expresa y se hace por medio de ídolos, se llama oráculo; si se hace por la aparente resurrección de los muertos, nigromancia en especial; si por los sueños, necromancia; si por figuras fingidas, prestigio; si por las entrañas de los animales, aurispicina; si por figuras en la tierra, geomancia; si por figuras en el agua, hidromancia; si se hacen en el aire, aeromancia, y si en el fuego, piromancia.
Cuando la invocación de la ayuda del demonio es tácita, y se hace por el lugar y movimiento de los astros, se llama astrología; si por el vuelo de las aves, agüero; si por la suerte, como abriendo un libro o arrojando los dados, sortilegio; si por el rostro, disposición o habitud del cuerpo, fisionomía; si por las líneas o rayas de las manos, quiromancia; y si para curar a un enfermo, se usa de las palabras de los salmos, ensalmo; el cual no se considera ilícito, si no intervienen otras palabras; y se hace pidiendo a Dios por la salud del paciente.
«Crommiomancia, dice el Padre Feijoo, es una especie de adivinación por las cebollas que he leído; es ahora aún muy común en Alemania entre las doncellas deseosas de saber quiénes les han de tocar por maridos. La que por este medio supersticioso quiere averiguar su destino, escribe en distintas cebollas los nombres de todos aquellos que probablemente pueden lograr su mano. No quiero decir lo demás que se sigue en esta damnable práctica, porque considero en esta materia tan ardiente la curiosidad de algunas doncellas, que si llega a su noticia, querrán hacer la experiencia atropellando leyes divinas y humanas
¿Hay fascinación natural? Hace esta pregunta cierto autor, que la contesta con las siguientes palabras: «Dicen teólogos eminentes que hay ojos que inficionan el aire hasta determinado espacio, y aconsejan que los que sepan que poseen esta pestífera cualidad, deben abstenerse del demasiado contacto con los demás y bajar los ojos; pero es general la creencia de que no hay tal fascinación.»
R. —Gracias a Dios que en cuanto a esto podemos vivir tranquilos.
M. —Pues, para que ustedes se admiren hasta donde puedan admirarse, han de saber que en el siglo XVI se publicó un libro de filosofía y medicina, escrito, al parecer, por doña Oliva Sabuco de Nantes Barrera, natural de la ciudad de Alcaraz, la cual en una carta dirigida a Felipe II, tiene la modestia de decir: «Este libro faltaba en el mundo, así como otros muchos sobran. Todo este libro faltó a Galeno, a Platón y a Hipócrates en sus tratados de natura humana, y a Aristóteles, cuando trató de anima y de vita et morte. Faltó también a los naturales Plinio, Eliano y los demás, cuando trataron de homine. Esta era la filosofía necesaria, y la mejor y de más fruto para el hombre, y ésta toda se dejaron intacta los grandes filósofos antiguos. De este Coloquio del conocimiento de sí mismo y naturaleza del hombre, resultó el Diálogo de la vera medicina, que allí se vino nacida, no acordándome yo de medicina, porque nunca la estudié; pero resulta muy clara y evidentemente, como resulta la luz del sol, es tan errada la medicina antigua, que se lee y estudia en sus fundamentos principales, por no haber entendido ni alcanzado los filósofos antiguos y médicos su naturaleza propia, donde se funda y tiene su origen la medicina
Ahora juzguen ustedes del mérito del libro, por lo que dice respecto a la fascinación, que es lo siguiente:
«El aojar también es un veneno, que se pega por el aire y entra por los ojos, aliento o narices (mediante el tocamiento del aire) sin sentirlo, y llegando al cerebro hace el mismo daño, derribando y haciendo flujo o decremento de jugo de cerebro, porque es cosa tan delicada, que fácilmente se apega este daño de hacerse caduco y vicioso por tocamiento del aire, por ojos o respiración, como por el cuero y sangre; y no es de espantar, considerando aquello del betún nombrado Naphta al cual se pega el fuego y arde desde muy lejos por el aire, aunque sea de un cerro a otro, o de cualquier lugar que se vean. Esto hacen las personas llenas de mal humor, que están catarrizando siempre, y pégaseles a los niños y animales tiernos, a más y menos, y así mata en breve tiempo o da enfermedad, según fue la calidad de catarrizar que se le pegó a la cosa tierna. Cuenta Plinio de una familia de gente en África, que todos los de aquel linaje aojan, y todo lo que alaban, árboles, animales y niños, todo muere. Y otro linaje en Hiria, que mueren todos los que éstos miran ahincadamente, y más con ojos airados; el cual daño sienten más los mozos, y dicen que tienen dos niñetas en cada ojo, y de otro género de gente, nombrados Tibios, que tienen dos niñetas en el ojo y en el otro una figura de caballo, y hacen el mismo daño, y que todas las hembras que tuvieren dos niñetas harán lo mismo. Cuenta el mismo Plinio que el basilisco en la provincia Cirenaica es una serpiente de doce dedos no más, con una mancha redonda y blanca en la cabeza como diadema, el cual mata con la vista, y que de su silbo huyen las serpientes, que mata los árboles con su resuello, abraza las yerbas y quiebra las peñas. El animal Gatoblepas mata con la vista, y por esto tiene (providente natura) tan gran cabeza y pesada: que siempre mira a la tierra y con dificultad la alza; críase cerca de la fuente Nigris, cabeza del río Nilo.»
G. —¿Y un libro que tales cosas dice era el que faltaba en el mundo? Como no consistiese la falta en que había pocos que quemar, no  comprendo la verdad del jactancioso dicho de la tal señora doña Oliva.
M. —Me parece excusado el decir a ustedes los remedios que esa médica filósofa propina para la curación del aojamiento.
G —Si, sí, suprímalos usted, porque creemos que, Dios mediante, no hemos de necesitar de echar mano de ellos.
M. —También lo creo yo; pero no  suprimiré  un caso extraordinario de sortilegio, que acabo de leer en un periódico de la corte, y que considero digno de la atención de ustedes. Dice así el diario aludido: «Carlos I. Las suertes virgilianas olvidadas por espacio de algunos siglos, fueron consultadas por Carlos I, Rey de Inglaterra, en una circunstancia solemne, y la respuesta que obtuvo fue justificada por los sucesos ulteriores con una exactitud maravillosa. Jamás una adivinación accidental puede llegarse a comparar a las predicciones dadas en aquel caso a la ciencia o a la inspiración.
»En el año de 1643, al comenzar el mes de septiembre, Carlos I acababa de empezar la guerra con el Parlamento, y reunía todas sus tropas en Oxford. Para distraerse de sus graves preocupaciones, quiso visitar la magnífica biblioteca de la Universidad e  hízolo en compañía de Lucio Cari, vizconde de Falkland, primer gentilhombre de su cámara.
»En esta época los puritanos habían recurrido a la costumbre de adivinar, por medio de las suertes de que hemos hablado. Después de haber examinado aquellos manuscritos, el Rey fijó su atención sobre un original ejemplar de Virgilio, escrito y adornado con viñetas en el siglo VI, por un copista de la abadía de Northampton. Le chocó sobremanera, y dijo, volviéndose al favorito:
»—Gran parte de los hombres serios, que no dan crédito a los agüeros, han recurrido, sin embargo, a este libro, y yo creo que ya que la ocasión nos lo depara, debemos dar crédito a los ancianos que achacan a sus predicciones el resultado de las grandes batallas. Abridlo, pues, y veamos que  suerte nos vaticina.
»—Sire —replicó Falkland—, permitidme haceros observar que sería una superstición vana, y adoptaríamos el método usado por nuestros enemigos.
»—No importa —replicó Carlos Estuardo—; quiero ver si la casualidad me depara algún párrafo en el que encuentre alguna predicción útil.
»El vizconde abrió el volumen y leyó varios versículos, a partir del 52 del libro XI de la Eneida: ‘Evandro, Rey de Arcadia, estrechaba entre sus brazos el frío cuerpo de su hijo Pallas, a quien Turno había quitado la vida, y exclamaba: ¡Oh, Pallas! Me has hecho promesas que no has cumplido: te has expuesto imprudentemente al furor de Marte’.
»—No es este pasaje muy agradable —dijo el rey—; sin duda por eso se estremece vuestra mano, pero dejadme a mí; tal vez encuentre otro cuya lectura sea para nosotros de mejor augurio.
»Carlos entreabrió el libro a su gusto, y su vista cayó sobre el verso 614 del libro IV.
»‘Así lo quieren los destinos; ellos han señalado el término de tu carrera: un pueblo audaz te declarará la guerra, y vencido por las armas, errante de comarca en comarca, privado de los abrazos de Julio, verás a los tuyos perecer miserablemente: en vano te sujetarás a las leyes de un país inicuo, perderás tu reino y la vida, pues sucumbirás prematuramente.’
»Una singular concordancia reinó entre estos dos fragmentos y los sucesos ulteriores. Atacado como Pallas de una muerte imprevista el vizconde de Falkland, antes de terminar el mes de setiembre, pereció en el campo de batalla de Newbury. Los más acérrimos partidarios de Carlos Estuardo, el coronel Margand, los condes de Sunderland y de Carnavan fueron muertos en diversos combates. En fin, el pueblo en masa se sublevó contra el infortunado Monarca, que quiso en vano apaciguarlo.

»Se sabe que después de una encarnizada lucha, fue vencido, juzgado por el Parlamento y decapitado en 1649, a la edad de cincuenta y un años. (E. de la B. Traducción del francés por S. V.)»