LA AMBIGÜEDAD DE
CERVANTES
No
podríamos dudar los españoles de que la figura de Don Quijote de la Mancha sea
nuestro más claro mito, algo muy cercano a una imagen sagrada. Lo tiene todo:
fortuna poética, forma plástica —de tan estilizada parece un signo totémico—,
ha nacido en la Mancha, esa tierra que entre todas las que forman la “piel de
toro” presenta más el estigma de lo sagrado. Es nuestra cifra y, sin embargo,
no la leemos en el lenguaje directo de la Épica, ni la vemos escrita con los
caracteres de la Tragedia. Ha llegado a nosotros hecha carne en un personaje de
novela y envuelta por tanto en esa luz difusa propia del género novelesco.
La
luz de la novela, y en especial de la cervantina, es difusa, de foco lejano e
invisible; el protagonista no aparece envuelto en ningún halo; ninguna atmósfera
especial lo rodea, contrariamente a la forma de iluminación que encontramos en
los misterios: en la Tragedia, en la Liturgia. Y así, por ser tan clara y homogénea
esta luz, viene a ser ambigua, pues se extiende por igual al protagonista y a
la más modesta de las criaturas, al más insignificante suceso de los que forman
la trama del libro. Es la constante ironía, más decisiva e hiriente que la
burla. ¿Y cómo, nos preguntamos, ha venido a revelarse nuestra imagen ejemplar,
nuestra cifra sagrada, en esta forma ambigua entre todas? ¿Cómo ha descendido
al mundo para llevar vida novelesca, para encarnarse como ejemplo de novelería?
Ortega
y Gasset en las Meditaciones del Quijote
descubre la ambigüedad del libro cervantino, al mismo tiempo que
temblorosamente señala la extremada rareza de lo español “puro”, algo tan difícil
de encontrar como las pocas gotas de sangre helénica que quedan en el mundo,
dice: “Tenemos una piedra, el Escorial, y un libro, el Quijote, como signos de
nuestra historia verídica, de nuestro ser verdadero.” Y situado a la sombra del
Monasterio, se dispone a sorprender el secreto del libro ambiguo entre todos,
indirectamente, dando siete vueltas como los judíos a Jericó.
Unamuno,
sin reparar en la ambigüedad o desdeñándola, procede de modo más directo:
irrumpe en el libro para rescatar a Don Quijote del cautiverio de la novela
cervantina, repitiendo el “Para mi nació Don Quijote y yo para él”. Y el equívoco
bien pronto desaparece en este nuevo evangelio quijotil, pues Unamuno lo
convierte en personaje de Tragedia; arremete denodadamente contra el encanto en
que el personaje genial está prisionero. Mas ¿nos estará permitido realizar
esta liberación? Si Don Quijote nos ha sido revelado por el primero que lo vio
en forma novelesca, ¿podemos desdeñar la forma, es decir, el lugar de la revelación,
para quedarnos solamente con su figura y la de su sombra? ¿No residirá acaso en
la forma novelesca algo muy sutil del secreto, si no el secreto mismo?
Tal
divergencia en la interpretación del Quijote —la de Ortega y la de Unamuno—,
dirigiéndose la una al libro, y tras de ella al autor, la otra al personaje,
confirma la ambigüedad de la imagen y plantea el conflicto que entraña el ser español.
Los dos libros: Las Meditaciones del
Quijote y La Vida de Don Quijote y
Sancho vienen a ser una especie de Guía para salir de ese conflicto. Ortega
nos propone el conocimiento amoroso, “razones de amor”, lo cual quizá se avenga
mas con el espíritu de Cervantes que la fe voluntariosa de Unamuno, pues el
Quijote es ante todo un libro de conocimiento, una mirada reflexiva —refleja— y
un tanto irónica, como conviene al ser que intenta conocerse: el hombre.
El
comentario de Unamuno es una contradicción al espíritu cervantino, un intento
de rescatar de su ironía la fe pura y simple, un desdén de la historia en un
arrebato de esperanza; en realidad, continúa a Don Quijote, el personaje.
Ortega continúa al autor, a Cervantes. ¿Queremos los españoles perseguir lo uno
o lo otro? ¿Queremos seguir representando en el mundo nuestro personaje, seguir
obedeciendo ciegamente a nuestro ensueño ancestral, o queremos mirarnos,
conocernos, es decir, disolver nuestro ensueño en la luz del conocimiento, bien
que amoroso? Pues no otra cosa significa el conocimiento de sí: disolver en la
luz de la conciencia todos los ensueños y figuraciones. ¿Cabría acaso un tercer
camino que comportara a la vez ensueño y conocimiento, que no fuera disolución
del ensueño ancestral sino su afirmación sin ambigüedad y sin tragedia? ¿Y no tendría
para ello que cambiar el mundo, el horizonte del conocimiento y la realidad
social en que nos movemos? ¿No tendría que ser otra la Historia?
A
tales postrimerías de la vida y del conocimiento nos conduce la primera consideración
de la ambigüedad de nuestro libro: tales problemas comporta el conflicto de ser
español. Unamuno lo supo al desdeñar precipitadamente la Historia en nombre de
la fe. Ortega no ha hecho sino saberlo, al dedicar el esfuerzo de su
pensamiento filosófico al esclarecimiento último de la Historia, de la vida
humana como historia, al querer descubrirnos a los españoles un horizonte de
conocimiento donde nuestro ser íntegramente sea visible e inteligible. No es un
azar que el apasionado comentario de Unamuno y la amorosa meditación de Ortega estén
en la raíz misma de la Filosofía del momento actual, pues si hay un género
literario donde la condición humana se exprese es la Novela. Y en la más
perfecta que conocernos, se ofrece no ya el conflicto de ser español sino el
conflicto de ser hombre.
La
ambigüedad de la novela es el espejo de la ambigüedad de la humana condición
llevada al extremo en la cultura occidental, en esta época moderna que nos toca
apurar hasta el límite. De ahí que la obra de Cervantes sea tremendamente actual,
como documento de nuestros días, resumen de nuestra experiencia histórica. No
es ambiguo el Quijote por español, sino por ser la novela ejemplar entre todas,
la máxima realización del género. ¿Por qué esta esencial ambigüedad? ¿De que planos
está formada? ¿Qué último conflicto lleva encerrado, celado en su clara
superficie?
La ambigüedad de la novela
¿Por
qué resulta tan ambigua una novela? Rara vez vemos claramente qué ha querido
decirnos un novelista, un verdadero novelista de los que ahogan sus relatos en
el patrón “moral” previamente elegido. Mientras dura la lectura de una gran
novela, nos sentimos dentro de su mundo al igual que en la realidad que nos
rodea. Mas, al acabarla, no sabemos con certeza dónde situar su relato y hasta
su tiempo. Justamente porque no nos hace traspasar el tiempo de la vida diaria
y porque su medida es la medida humana[1]. Cuando la poesía trágica nos arrebata,
nos lleva “a otro mundo”; mientras, la novela nos mantiene en éste, tanto que
puede confundirse en nuestra memoria con escenas que hemos realmente vivido. ¿Algunos
personajes reales, no se han escapado de una novela? ¿Algunos sucesos y
paisajes los hemos visto en verdad, o surgen de nuestra memoria, donde fueron
depositados por alguna lejana lectura olvidada? ¿Nuestra propia vida, no nos
parece en ocasiones sernos contada más que vivida? Y los mismos conflictos
novelescos aparecen muy a menudo suavizados, disimulados como nuestro propio conflicto,
que rara vez se nos hace por completo visible. Las figuras del Mito y de la
Tragedia se nos aparecen en un espacio diferente y en un tiempo que ni apenas
roza con el que nos toca vivir; es imposible confundirse con ellos y a pocos
enajenados se les ocurren trastrocar su identidad personal con la de ellos. Sólo
algunos raros poetas han podido acudir a Orfeo como a una figura aclaradora
—inspiradora— de su vida. Pues hace ya tiempo que la vida de los hombres, de
cada hombre, se ha emancipado de la servidumbre a los dioses y semidioses. Solo
lo humano nos mide.
La
ambigüedad de la novela procede, al parecer, de que está hecha al nivel del
hombre, de que la conciencia creadora de su autor en nada sobrepasa a la
conciencia que define a nuestra época, a nuestro mundo, emancipado de lo
divino. Y en consecuencia, sus conflictos, sus personajes son humanos,
perfectamente humanos.
Nos
ha parecido tan obvio y natural. Y sin embargo, de ahí procede la condenación
de ciertas criaturas, quizá de nosotros mismos. El horizonte se ha estrechado
al humanizarse, y acciones antes heroicas han venido a ser ambiguas. ¿Pues qué
es lo ambiguo sino el resultado de una falta de anchura en el horizonte para contener
ciertas acciones, ciertas criaturas; la incapacidad de la conciencia para
albergar enteras a ciertas realidades que en otro espacio más amplio serían
puras, inequívocas, perfectamente inocentes?
¿Sucederá
tal vez que lo humano no es la mejor medida para lo humano? ¿No estamos frente
a un conflicto, el más hondo de nuestra época humanista? Conciencia y piedad
han venido disputándose el mundo. Nuestra historia de occidentales no es en
substancia otra cosa que el largo y angustioso padecer de este conflicto, con
sus raros instantes de armonía y concordia. La novela, género moderno por
excelencia (occidental a pesar de su lejanísimo origen en el cuento oriental),
muestra mejor que ningún otro producto de nuestra cultura ese conflicto en el
que va nuestra condición humana, nuestra definición. ¿Podemos definirnos, como
es nuestro más obstinado intento, solamente en relación con lo “humano”? Pero ¿acaso
pudimos permanecer en la dependencia de los dioses? ¿No han sido algunos de
ellos quienes nos animaron a lanzarnos a la conquista de nuestra independencia?
¿Cuál fue el primer conflicto, antes de que hubiera novela? ¿Qué fueron en otro
tiempo los personajes novelescos?
El conflicto de ser hombre: Tragedia y Filosofía
En
el principio era el Mito, el cuento prodigioso donde todo era posible. Es lo
primero que el hombre cree y no solo cree, sino que necesita; es su primer
alimento. Las culturas primitivas están formadas exclusivamente por esos
grandes cuentos que son los Mitos en que los dioses andan mezclados con el
hombre.
Es
que el hombre no existe todavía; no ha nacido. Y tiene en cambio de su no
existencia, la anchura del mundo sin límite alguno. Como todavía no es, puede
serlo todo; no se ha definido a sí mismo; carece de experiencia para saber adónde
llegan sus límites. Inocente de toda inocencia, atribuye a un pájaro sagrado, a
la semilla de un árbol, a una sombra eso que después será su máximo orgullo: el
poder de engendrar hijos, y cree en cambio poder alcanzar las nubes o detener
el sol. Es el reino de la pura democracia, en que un árbol es la sede de un
dios y un pájaro el vehículo de la acción vivificante. Lo divino reside en
todas las cosas o ha elegido, por no se sabe qué motivos, los lugares más
dispares. El hombre no tiene lugar fijo, vive en la adoración y no se le ocurre
preguntar sobre sí mismo.
Mucho
tardará esta pregunta en aparecer; primero nacerá la atrevida pregunta por las
cosas, lo cual quiere decir que ya se siente separado de ellas y que siente que
las hay. Cuando el primer filósofo confesó en voz alta su audaz pretensión ya
el mundo se había quedado vacío. Debió de existir un instante de máxima perplejidad
y soledad, que revivimos en nuestra vida diaria involuntariamente; se presentan
sin saber por qué en una tarde llena de sol en que todo de repente se queda vacío
y lo que nos rodea aparece como desposeído de su fuerza vital, de su conexión
con nosotros. Se quiebra, sin que sepamos por qué causa, esa especie de magia
que nos mantiene encadenados a nuestro contorno, y nos sentimos solos “frente”
a un mundo solidificado, lleno de cosas. Porque las cosas son la decadencia de
lo sagrado, de las fuerzas mágicas que nos hablan y miran, nos amenazan o
protegen.
Pero
este instante de soledad que da nacimiento a la Filosofía dio también
nacimiento a la Tragedia. Es la soledad del hombre que se siente confundido
frente a su destino. Los dioses le hablan claramente, pero le piden cosas
ininteligibles. La piedad, es decir la relación con los dioses, se hace contraria
a las leyes del estado, como en Antígona,
o manifiesta una absurda sentencia que contraría lo más sagrado de la ley
natural, como en Edipo. Los dioses de
quienes emanan las leyes enredan en su trama al individuo elegido, le inspiran
delirios como a Áyax, mandatos como a Orestes, y dejan luego suelta la justicia
de las Erinnias o la cólera de la misma divinidad. ¿Cómo entenderlo?
Es
la ley del sufrimiento humano, su condena que es al mismo tiempo su esperanza.
Obedecer a los dioses aun en el absurdo, es el único camino de rescatarse un día,
y entonces el héroe de la tragedia alcanza como suyo eso que al principio en el
Mito era solo su reflejo: la santidad, o al menos la inmortalidad de la fama.
Si
por el camino de la Filosofía, es decir, de la soledad llena de trabajo, el
hombre llega a apropiarse un poco del conocimiento que solo al Dios pertenece,
por el padecer sin medida se apropia algo de su santidad, de su inmortalidad.
Es el doble camino en que la criatura extraña arriba a tener un ser.
Es
el nacimiento del hombre, su aislamiento de la mezcla primaria en que andaba
con dioses, animales y plantas de la tierra, su entrada en el reino singular
que más tarde y tan obviamente —con tan poca memoria— se llamará de “lo
humano”.
La
Filosofía trazará de lo humano un esquema, promesa de seguridad, como si nos
dijera: si te atienes a esto, si reduces tu vida a este ser, claro, seguro, idéntico
a sí mismo, estás salvado; fuerza alguna ni siquiera de los dioses te podrá
arrebatar tu condición.
Pero
el hombre prosigue su vida, su historia. Porque, además de la llamada
“naturaleza racional”, conserva algo de la primitiva mezcla sagrada, de la participación
misteriosa y primaria con la realidad toda, algo del mundo del Mito y de la fábula;
tiene un ensueño.
Quiere
ser, y excepto los llamados filósofos, confía su ser no a la realidad racional,
sino a un obscuro e indefinible anhelo: anhelo obscuro más fuerte que nada y
que lo hace lanzarse sin ver, porque teme no tener tiempo, o porque teme
despertar si mira. Mientras los filósofos desde siempre le llaman a la vigilia,
él se obstina en su vida sonambúlica, tan parecida a la que llevó en la caverna
maternal. Se siente en el mundo, en medio de las cosas que son, como una larva
que ha de crecer y formarse y no puede detenerse a mirar.
Mas
la conciencia por su parte avanza. Cada vez es más amplio el territorio en que
domina su luz, cernida; cada vez es más amplia su revelación y se agudizará el
conflicto entre los dos forzosamente: entre la historia —la fábula— y la
claridad de la conciencia.
Si
la tragedia es hija del conflicto entre los dioses y las leyes naturales, la
novela será hija del conflicto entre la conciencia y el cuento ya puramente
humano.
Porque
no ha abandonado el hombre sus pretensiones. Y aquello que era vida inocente en
el mundo primario del mito, su vecindad y aun mezcla con los dioses queda como pretensión
y ensueño. Ante el mundo de la conciencia y sus leyes se produce la primera
gigantesca “inhibición”. La inhibición que prohíbe al hombre manifestar sus
pretensiones de ser un Dios o de ser como un Dios.
Pues
de ahí viene la Historia. Es muy curioso que Freud, sabio judío que tuvo la
innegable genialidad de ver el fenómeno de la inhibición y sus consecuencias en
la psique humana, lo haya atribuido a algo como la “líbido”, que aun situada en
la zona más profunda de la vida, no llega a aclarar su última profundidad, su
ilimitado deseo, su enormidad. Su discípulo Adler tuvo que recurrir a la
voluntad de poderío, cuando para el maestro Freud hubiera sido tan sencillo
acordarse del primer conflicto, aquel que arroja al hombre del Paraíso y le
hace habitar la tierra como hombre; la condena que sigue a la primera aspiración
que le susurra la serpiente: “Seréis como Dioses”. ¿No procede de ahí la primera
y permanente inhibición?; la experiencia definitiva que arroja al hombre a la
tierra como su rey, si quiere, pero encerrándolo en unos límites inexorables.
Bajo diversas formas, “lo inhibido” aparecerá una y otra vez. Y así lo humano
no podrá quedar encerrado nunca en los límites razonables trazados por la Filosofía,
hija avisada del desengaño, sino que se manifestará en ensueños esperanzados o
en tremendas pesadillas: se llamará amor, anhelo de vida eterna, resurrección, afán
de justicia, y hasta en la Filosofía llegará a albergarse con el nombre de
“Saber absoluto”. Y siempre será la misma infatigable reclamación de la
criatura que no se resigna a haber perdido su parte en lo divino.
La novela, expresión de lo humano
Es
el género humano entre todos, el que nace en la plenitud del mundo de la
conciencia, en su afán de claridad. Cervantes nos presenta la máxima novela
ejemplar, la perfección del género, justamente en el momento en que la
conciencia se va a revelar con mayor claridad que nunca. Si el novelista español
no conoció a Descartes —quizá nunca le hubiera conocido—, le precede con su
historia. La historia de Don Quijote sólo se hace inteligible desde el cartesiano
mundo de la conciencia: “¿Qué soy yo? Una cosa que piensa.” Y ante esto la criatura
llamada hombre no puede resignarse. En todo caso parte de su pensar para su acción
y entonces se piensa a si mismo, se inventa, es decir, se sueña y al soñarse se
da un ser.
Y
aquella categoría heroica, que tenía el hombre en la edad del Mito pasa ahora a
ser pretensión loca. La novela es el genero de la ambigüedad porque recoge
simplemente la ambigüedad del hombre, la ambigüedad de lo humano.
Pues
nada hay más ambiguo que el ser hombre. Alumbrado por la conciencia que le da
el saber de sus límites, la medida inexorable de su poder —de su no poder— y
que le señala el círculo de su acción, prosigue con su ancestral ensueño. Si
los filósofos hubieran conseguido imponer a los hombres todos la ley de la
llamada “naturaleza humana”, el hombre se habría convertido ciertamente en un
ser sin historia: ya no le pasaría nada, ni creería que le pasaba: no tendría
su “acento”.
Pero
al proseguir su cuento, en el mundo de la conciencia, ya no podría aparecer con
la inocente fe de los héroes por mandato o condenación divina. Si en el mundo
moderno de la conciencia se siguen de vez en cuando fabricando tragedias,
siempre se situarán en un espacio aparte, en una especie de farsa sin convicción.
¿Serán simplemente, como en muchas tragedias shakespearianas, el juego de las
pasiones; es decir, el cuento de un personaje, límite de lo humano que muestra
aleccionadoramente adónde puede llevar el desenfreno de la humana naturaleza no
corregida por la Filosofía?
Y así
la máxima ambigüedad humana estará recogida por la novela y no vista por la Filosofía;
esta acción de inventarse a sí mismo. Lo que antes era mandato o fatalidad de
los dioses, en el mundo de la conciencia es propia invención del individuo que
ha pasado de su pretensión a las vías de hecho, que se ha tomado, humanamente,
la justicia por su mano.
Y
al llegar a confundirse con su ensueño, anulando la conciencia de su realidad
con su pretensión, querrá también ser como un Dios; no recibir la comunión sino
darla, hacer su ser tan universal y omnipresente que los hombres todos
comulguen en él. Pues no otra cosa pretende el que se hace a sí mismo
protagonista de su novela; darse, entregarse para ser transfundido en los
hombres todos: darse a conocer.
Parece
imposible el superar la perfección cervantina en la ambigüedad. ¿Acaso Don
Quijote esta convencido de la realidad de su ser inventado? ¿No entrevee, en
medio de su delirio no inspirado por los dioses, como los brillantes ejércitos
no son sino modestos carneros y que los molinos están allí, detrás de los
gigantes, como un artificio fotográfico podría hoy realizar? ¿Cree en la
realidad corpórea de Dulcinea? ¿No elude acaso el ver cara a cara su presencia?
¿No le pone como condición, en un extremado platonismo, el que se mantenga
ausente?
Es
lo que debe a su condición de personaje de novela. Su condenación por haber
nacido después del mundo del Mito. Pero ¿acaso no nació en el mundo del Mito y
se llamo Hércules, Aquiles y quizá Prometeo? Es su penitencia; al aparecer en
el mundo humano, los héroes míticos tienen que recorrer el mundo decaídos,
haciendo la máxima penitencia que puede serle impuesta a un héroe: servir de
burla.
Y
aún más: a la conciencia corresponde un tiempo humano que es el tiempo del
“pasado, presente y porvenir”. La cinematográfica cinta que se desliza y que no
podemos sobrepasar. Mientras en el mundo fabuloso el hombre interviene en un
tiempo, actúa en un tiempo que esta mas allá. Lo más sutil de la condena del
hombre al bajar a la tierra y habitarla conscientemente es que ya no puede
actuar sino en el tiempo regular de un solo plano. Ya tiene que renunciar a
adivinar y a mezclar pasado y futuro, a moverse en ese tiempo que podríamos
llamar de la “evolución creadora”, donde sin embargo habitan íntimamente. Es el
descubrimiento, que el existencialismo actual olvida ingratamente, de la intuición
bergsoniana. El tiempo de la creación, íntimo, por el cual participamos de la
vida misma en su último misterio. En ese tiempo tienen lugar los ensueños, de él
nacen las mentiras que forman los Mitos, esos delirios en que el hombre se
inventa a sí mismo. En los sueños somos el que no fuimos, y el que será aparece
como el último aliento ancestral. Así en los mitos, quizá lo que llegue el
hombre a ser le ha sido ofrecido como su ancestro primero, su ensueño
originario.
El
héroe de novela se encuentra encerrado en el tiempo de la conciencia,
prisionero de ella. Nuestro Don Quijote siente la camaradería, la coetaneidad
con los héroes todos, con los protagonistas del esfuerzo de todas las edades, y
sabe, sin embargo, que no es ya así. Y por eso deja brotar de lo más hondo de
su inspiración el nostálgico discurso, interpretado por los críticos como una lección
de retórica cervantina: el discurso de las letras y de las armas, la evocación
de la perdida Edad de Oro.
La
Edad de Oro no es invención de Don Quijote, no es sino su filiación, la repetición
ejemplar y diríamos canónica del héroe en cuanto tiene conciencia de sí. En
cuanto al héroe adquiere conciencia, en cualquier momento de los tiempos históricos
en que viva, es advertido de su inactualidad y echa de menos la Edad de Oro,
pues él no es de “este mundo”.
Y
por este mundo es íntegramente juzgado Don Quijote, y su condena es
convertirse, ver convertida su integridad de héroe mítico en ambiguo personaje
de novela, con todas sus consecuencias.
El
novelista realiza la ambigua acción de recoger las novelerías de su personaje,
es decir, de expresarla, de hacerla existir y al mismo tiempo de desvalorizar
la acción del personaje de inventarse a sí mismo. Inventarse a sí mismo que es
identificarse con su ensueño.
Y así
Don Quijote se ve enajenado, loco, por querer ser sí mismo, ambigüedad extrema
de lo humano. ¿Para ser sí mismo habrá que ser como todos, realizar
ejemplarmente la naturaleza humana moldeada en la forma aceptada de una
mentalidad, de una clase social? No querer traspasar los tiempos en el doble
sentido de la época histórica y del tiempo plano del “pasado, presente y
porvenir”, el tiempo de la conciencia. Es decir, desobedecer la inspiración, la
voz de los Dioses, el mandato de la pesadilla ancestral.
¿No
podrá existir Don Quijote sino como personaje de novela? Cervantes con su ambigüedad
muestra a los españoles la tragedia reflejada en el espejo de nuestra locura;
ha querido curarnos mostrándonos en el turbio cristal de la novela a nuestra
figura sagrada haciendo penitencia de su osadía.
La
conciencia castiga tan implacablemente como los Dioses rencorosos, como el Zeus
de Prometeo, pero lleva consigo un refinamiento y una mezquindad que le viene
de “lo humano”: convertir en seres ambiguos a los héroes. El mito, y su
heredera la Tragedia, conserva la integridad del héroe en su inocencia; ellos
obedecen a su delirio, viven íntegramente su pesadilla y, al final, una mediación
interviene. Los conflictos directos entre los Dioses y los hombres parecen
resolverse con el sufrimiento. Los Dioses se aplacan una vez que se ha cumplido
su inocente venganza. Inocente venganza, nos parece, porque no deforman al héroe,
no lo “encantan”. Lo aniquilan en, su vida, pero no falsifican su destino.
A
Don Quijote ya sabemos lo que le pasó, lo más grave que le pasó y en lo cual, él
sí, enteramente creía: que el mundo estaba encantado. Poco importaba que fueran
rebaños o ejércitos, gigantes o molinos de viento sus obstáculos. Es igual,
nosotros, españoles —¿y por qué solamente nosotros?— sabemos que el maleficio actúa
igual aunque la visión sea objetivamente justa. No es una visión inadecuada la
que produce la locura del “Caballero de la Mancha”. Más bien constituye una
defensa que él se inventa para sostener su acción. El conflicto está en el
encanto del mundo, en esa magia impenetrable en que el mundo todo se envuelve y
enmascara ante un ensueño heroico, ante la esperanza del que obedece un sueño
ancestral. Los Dioses, es cierto, eran aficionados a la metamorfosis, pero
siempre respetaron la integridad del héroe, cuya vocación salía triunfante aun
en las ninfas perseguidas por los amores de Apolo. ¿No se convirtió Dafne en el
laurel símbolo del amor casto e inmortal?
Mas
la conciencia humana estrecha los limites de la existencia igualmente humana. Y
en ella el héroe es un novelero, alguien que se atreve enajenado a querer ser más
de lo que le estaba concedido. Su caridad se confunde con la vanidad. Porque
cuando el hombre se inventa a sí mismo se distiende, y así el mismo Don Quijote
arrastra consigo una carga de vacío, una cierta levedad y falta de peso; vilano
privado de parte de su substancia, de esa substancia que en el mundo moderno sólo
conserva íntegra, el que se inhibe sabiamente sin dejar aparecer su ensueño.
Tal
parece ser la lección profetizada por Cervantes: ver convertida en vida
novelesca, en liviana novelería, la Tragedia que proviene de la integridad de
obedecer a un ensueño ancestral, a un Dios desconocido que nos manda, para
dejarnos luego en el abandono. Pero eso nada sería. El Hijo de Dios por su
obediencia al mandato del Padre probó el desamparo, el silencio paternal mil
veces peor que su cólera. Pero aun cubierto de la ambigua púrpura real no fue
convertido en personaje de novela; su realeza, su realidad, pudo atravesar la
burla. No así nuestro Don Quijote, llamado por no sabemos qué pesadilla
ancestral a implantar la justicia, es decir, la caridad en el mundo. ¿Es
posible resignarse?
Podríamos
esperar a nuestro Esquilo, a nuestro Sófocles más bien, que rescatara al
personaje de la Novela y lo devuelva a su Tragedia; quizá lo hemos ya hecho
escribiendo la Tragedia —un acto más— con sangre y no con palabras. Pero el
mundo actual es el mundo de lo humano, donde ningún ensueño mítico puede vivir
sin tornarse equívoco y sin servir de burla.
La
conciencia actual obstinadamente embebida en los límites de lo humano, no puede
acoger a un ensueño tan “enorme”. Vivimos el acto de la Historia en que la
conciencia es más impermeable a la Piedad, a la inspiración. La Filosofía:
personalismo, razón vital, existencialismo, intenta ensanchar el horizonte de
la conciencia y del pensamiento para dar cabida a la integridad del hombre, que
se piensa e inventa a sí mismo. Si se logra, la Novela no comportará una condenación,
será el punto en que coincidan Filosofía y Poesía. El tiempo creador donde nace
el ensueño personal se abrirá paso en la claridad de la conciencia. Y si a tal situación
de la mente corresponde una situación de la sociedad, una “sociedad abierta”,
entonces dejaría nuestro señor Don Quijote de hacer penitencia sirviendo de
burla y nosotros, los espanoles, comenzaríamos a entendernos a nosotros mismos.
París,
27 de septiembre de 1947.
Revista
Sur, año XVI, diciembre de 1947.
NOTA:
[1]
Sin duda alguna que el tiempo de las novelas de Proust y de Virginia Woolf nos
llevan a “otro tiempo”, liberación final de la Historia.