En el mes de diciembre los días de París son noches y las noches son días. Son noches los días, porque la bruma espesa que cae de un cielo opaco, semejante a inmensa nube de humo despedida por la combustión de la hulla, envuelve calles, plazas, edificios, en el luto de sus sombras. Son días las noches porque los faroles, encendidos pródigamente por el ayuntamiento de París, que tiene un presupuesto tan crecido como Portugal y una deuda tan gravosa como España, y los reverberos con que el mercader ilumina sus tiendas, y las guirnaldas de gas con que se engalanan las tabernas y los cafés, de tal manera ahuyentan las sombras, que para gozar de claridad en el verdadero París, en el París repleto de parisienses, en el París de invierno, precisa esperar la venida de las tinieblas. No me extraña que sean las grandes ciudades tan orgullosas, pues creen vencer y dominar la naturaleza, contrariarla, volverla del revés, como un manto ya usado en sus hercúleos hombros. Y así como el día es noche, Navidad, nuestra sencilla fiesta de Navidad, es Carnaval. Los católicos rancios de la vieja España, en uno y otro mundo, solo se exponen por Navidad a coger una sordera por el ruido de sus zambombas y rabeles, o una indigestión por la untosa grasa de sus suculentas comidas, o un constipado en la Misa del gallo. Pero ¡cuánta poesía encierra nuestra Nochebuena! Hay poesía en aquella chimenea que chisporrotea como un incendio; poesía en aquel nacimiento, diminuta peña de cartón donde el lentisco recamado de brillante vidrio en polvo, oculta los pastorcitos de barro, y la estrella de oropel teñida en su centro de bermellón, indica la cuna del Niño Dios; poesía en las canciones populares que al son de las panderetas y de los rabeles y de las zambombas entonan los niños; poesía en la religiosa puntualidad con que toda la familia se sienta a la mesa llena de aquellas frutas que huelen como flores; poesía en la impaciencia con que aguardan todos la media noche, y en el estremecimiento de placer con que todos oyen el alegre repique de las campanas; poesía en la iglesia iluminada, en el vibrante órgano que entona los aires más sencillos y más gratos a los oídos del pueblo, en los zorcicos, cánticos de pastores que reemplazan a la grave salmodia de los sacerdotes, en la confusión de los niños con los viejos, unidos por la universal alegría, en la mezcla del arte y de la naturaleza, de la religión y de las costumbres para expresar un mismo pensamiento. París celebra ebriamente este mes de diciembre, que es entre nosotros el mes del hogar, el mes de la familia, lo celebra anticipando el Carnaval, donde se confunden el vicio y el placer, la embriaguez y el baile, el disfraz del traje y el disfraz del alma en ese teatro de la ópera, que ha conservado siempre para tales fiestas el mismo carácter, desde los célebres y corrompidos tiempos de la Regencia, aquella podredumbre del último siglo.
La Nochebuena se viene,
La Nochebuena se va,
Y nosotros nos iremos
Y no volveremos más.
Esto cantaba mi abuela al amor de la lumbre en esas últimas noches de diciembre, cuando la lluvia azotaba los vidrios de nuestras ventanas y el viento las ramas desnudas de los árboles formando como un gemido con que la orquesta de la naturaleza acompañaba la triste canción del alma. Y es verdad, es verdad, nos vamos nosotros, pobres insectos de un día, pegados a esa trémula hoja del árbol del universo llamada tiempo, hoja siempre estremecida por el viento frío de la muerte, que se levanta de no sé qué abismos insondables, hoja que deja caer uno de nosotros, uno de los insectos que creen devorarla a cada estremecimiento. Pero no solo nos vamos nosotros, se van también los pueblos, esos hombres inmortales. Confieso que en París me gusta más el cementerio del Père Lachaise, la ciudad de los muertos, la ciudad de Béranger, de Fourier, de Manuel, de Casimire Delavigne, de Hoche, de Musset, que los boulevares, la ciudad de los vivos, la ciudad de Hausmann, de Sardou, de Villemessant, de Veuillot, y de la estatua que remata todo el edificio, de Timothée Trimm. Y así como me gusta más la ciudad de los muertos, sobre todo en el otoño, cuando las hojas amarillean y caen, cuando la lluvia deposita sus lágrimas en el musgo de las tumbas, profanado aquí por coronas de trapo, de vidrio, de talco, que hacen del templo de todos los misterios una tienda de quincalla; así como me gusta más la ciudad de los muertos que la ciudad de los vivos, me gustan más en París los Museos de antigüedades que los restantes edificios, todos, al cabo, con más o menos propiedad, todos, desde el Cuerpo legislativo hasta la Sorbona, al cabo, cuarteles. En esos Museos saludo las esfinges de Tebas, que han oído murmurar los primeros misterios del espíritu, cinceladas sobre la piedra todavía humeante de las primeras tempestades de la creación; contemplo los sepulcros de Ramsés y de Sesostris llenos de signos que creerían dogmas inmortales aquellos que los grabaron en el granito, y cuyo sentido ya no comprenden los hijos del siglo XIX, los herederos de cien religiones muertas; y sobre tantas piedras esmaltadas por los siglos, sobre tantas ruinas que ni siquiera duermen donde han nacido, a orillas del Ganges o del Nilo, en la falda del Hibla y del Himeto, que acaso las respetaran más, las quisieran más que nosotros, privados de acariciarlas por unas letras escritas sobre ciertos cartoncitos que ruegan no tocar las seculares piedras, como si nuestros guantes fueran más destructores que la férrea mano del tiempo; y, sobre todos esos templos, estatuas, sepulcros, columnas, esfinges, ídolos aunque más alineados que un batallón de zuavos, sobre todo ese caos de lo pasado me acuerdo de una perogrullada que solemos olvidar a cada paso; me acuerdo ¡ay! de que también mueren los pueblos. Esta verdad no se puede decir en todo tiempo ni en todo lugar. Un día estaba en el inmenso Versalles cierto predicador hablando desde el púlpito a Luis XIV y su corte. “Todos, señor, decía, todos somos mortales.” El Rey hizo un gesto de disgusto al oír que le recordaban aquella implacable igualdad en la muerte. Y el predicador entonces se corrigió diciendo: “Casi todos, señor, somos mortales.” Pues bien, si yo tuviera una voz bastante fuerte para dejarme oír de París entero, subiría a la cúpula de los Inválidos, al Arco de la Estrella, a la rotonda del Panteón, a la Tour Saint-Jacques, a Notre-Dame, a la columna de Julio, sobre todo a esa columna que se levanta en el sitio de la antigua Bastilla, de la cual han perecido hasta las ruinas, y le diría a la gran ciudad lo que tanto disgustaba a Luis XIV: "Todos somos mortales. ¿Quién te ha dicho que vivirás mañana? Y en el último día en que la tierra acaba la vuelta fatigosa que emprende nuevamente en torno del sol, ¿quién te ha dicho que no has perdido un año? Pues qué, ¿tantos tenemos para arrojarlos con menosprecio a la eternidad, como arrojan los muchachos de las montañas por los despeñaderos las piedras del camino al abismo procurándose tan solo el placer de un grande estruendo? ¡París, París! ¡Qué golpe de cincel has dado en esta maravillosa estatua que se llama la humanidad! Si el espíritu de la historia, que tiene tan terribles castigos, te llama a su tribunal para preguntarte qué has hecho en el año 1866, ¿con qué obra acudirás a su presencia? La isla donde se ha escrito últimamente el Apocalipsis del trabajo(1) es la Santa Elena de tu genio poético. ¡Qué tristeza!
NOTA 1: Referencia a Víctor Hugo que, exiliado en la isla anglo-normanda de Guernesey, en 1866 acaba de publicar su novela Los trabajadores del mar.