EN ALGÉRIE
Una vez (casi sin querer) di una fiesta. No tengo la costumbre de dar fiestas, pero ésa fue la mayor y más rara que nunca he dado, tanto por el número de invitados como por las atracciones.
Sucedió así:
Estaba pasándolo en una
pequeña aldea árabe, en el borde del Sahara. Había un excelente hotel, manejado
por la Compañía Transatlántica Francesa; el hotel, casi desierto durante esa
época del año, había sido agradablemente construido con áspero revoque, pintado
al agua en un color durazno pálido, y persianas de un brillante azul. Se
levantaba en medio de un bosquecillo de palmeras. En los senderos, de suave
arena blanca, los jardineros se movían sin ruido. La aldea entera estaba
construida sobre esa misma arena blanca, que brillaba al sol y amordazaba
cualquier ruido, salvo los gritos de los conductores de burros o los gruñidos
de los camellos que se arrodillaban de mala gana para recibir la carga.
El hotel no desentonaba
con la aldea en lo más mínimo. Parecía formar parte de ella, una parte algo
mayor que las pobres casas árabes. La arquitectura era la misma, en mayor
escala, porque los franceses tienen un gusto admirable para estas cosas; jamás
se les ocurre levantar un edificio que parezca fuera de lugar. Todo era pálido
y silencioso.
El clima, desde un
punto de vista británico, era ideal; los días de febrero eran tan cálidos como
un caluroso verano inglés. Resultaba agradable quedarse desde medio día hasta
las cuatro en un cuarto fresco, cerrado. No se recordaba que hubiera llovido en
los últimos cuatro años.
En una de esas tardes
di mi fiesta. Me sugirió la idea un árabe de un encanto singular — un encanto
tal, que debí haber sospechado que se trataba de un farsante, si no hubiera
sido porque estaba convencida de que no lo era: al menos, no más allá de la
medida razonable. Todo encanto, especialmente el encanto oriental, trae
aparejada una cierta cantidad de farsa; quizá la palabra más cortés sería
adaptabilidad; se le da el debido crédito, y se acepta el resto por el valor
que indudablemente merece. Ese árabe se había hecho gran amigo mío; traía su
niño de visita, y me hacía diariamente regalitos en forma de cueros de víboras
o de té en una tetera de lata azul decorada con pimpollos de rosa, producto
evidente de Birmingham. En un mal momento, le pregunté si no había algún
derviche en la aldea. Se animó. Sí, en verdad, había una secta peculiar.
Empezaban adiestrando sus discípulos desde los ocho o diez años. ¿No desearía
verlos ejecutar sus ritos? En tal caso, les pediría que vinieran al hotel una
noche después de la cena, y los ejecutarían ahí y no en su acostumbrado sitio
de la aldea. No querían dinero; tal vez una propina de cincuenta francos; nada
más.
Acepté, por supuesto, y
se arregló la velada. Yo había esperado una representación privada, pero vi con
horror a la aldea entera acompañar a los derviches en una procesión de
antorchas. Todos esos árabes, con sus trajes blancos, subieron salmodiando la
larga avenida de palmeras y se agruparon en círculos, agazapados en la terraza
con vistas al palmar. Los derviches, los elegidos, se sentaron entre ellos,
hamacándose apenas hacia atrás y hacia adelante para ponerse en trance.
Mientras tanto los acólitos corrían con sus teas y encendían las pequeñas
fogatas que se habían preparado.
Las llamas se elevaron,
iluminando el círculo de trajes blancos y rostros obscuros, hermosos.
Eran varios centenares
de árabes, agazapados en grupos alrededor de las pequeñas fogatas. Estaba
completamente obscuro, a no ser por las enormes estrellas en el cielo azulado
de la noche. Durante largo tiempo no sucedió nada, pero yo observé el
resplandor de los hierros calentados al rojo en las fogatas, y los cuchillos
que se afilaban en las suelas de los zapatos de cuero anaranjado. Empezaba a
sentir un poco de miedo, y sin embargo pensé si todo aquello no resultaría un
perfecto fraude. Uno es por naturaleza desconfiado, pero no se podía negar que
todo el arreglo tenía un aire de gran sinceridad y lo que más me convencía era
que ninguno de mis cientos de invitados me prestaba la menor atención (a mí, de
quien en suma esperaban los cincuenta francos), y hacían lo que tenían que
hacer como si fuera parte de su tarea cotidiana.
Poco a poco se fue
acentuando el balanceo, y empezó el canto. Era un murmullo más que un canto: un
niño salió del círculo, y corrió una o dos veces alrededor del fuego; corría
como si fuera sonámbulo. El canto se fue elevando, acompañado ahora por una
especie de rítmico palmoteo. Un hombre salió del círculo, una figura salvaje
con una camisa y un taparrabo, y, después de oscilar ante el fuego, agarró un
clavo ardiendo (como una aguja de tejer) y se lo encajó de un golpe en la
mejilla. Hubo como un suspirar en la concurrencia y el canto se hizo más hondo.
Las manos golpearon con más insistencia con el mismo ritmo velado. El hombre
tenía ahora media docena de agujas colgando de las mejillas, de las orejas, de
las narices. Al bailar, se entrechocaban. Estoy convencida de que no había
engaño alguno; se podía ver al hombre encajar la aguja y poco después aparecer
la punta de la aguja en el otro lado de su carne traspasada.
Varios hombres se
levantaron e hicieron lo mismo, hasta que hubo seis o siete bailando alrededor
del fuego, con los rostros que tintineaban como erizos por las agujas encajadas
en ellos.
Yo empezaba a sentir
que mi fiesta era una fiesta muy rara.
El hombre que ahora se
levantó lo hizo con intención muy distinta. Era un hombre barbado, que había
abierto su camisa, mostrando su desnudo pecho velloso. Sobre los hombros se
había echado un manto blanco que se inflaba a su alrededor como una vela,
mientras bailaba, girando con creciente velocidad. Cuando alcanzó la cima de su
velocidad giratoria, un muchacho le puso una tea en la mano, que el apretó
(mientras seguía girando) contra su pecho lamido por las llamas. Ni su carne,
ni su barba, ni su manto de lana mostraron después señal alguna de la tea
ardiendo que había apretado contra sí.
Otro hombre se levantó,
y esta vez un estremecimiento sacudió la asamblea. Era un hombre grande, un
hombre gordo, y mientras se volvía hacia nosotros descubrió el espacio
enteramente desnudo de su enorme vientre. Sus ojos eran vidriosos y extraños;
en la mano blandía un largo cuchillo corvo con el que hacía anchos gestos en el
aire. Me sentí un poco descompuesta y, a mi lado, mi amigo árabe dio vuelta la
cabeza, diciendo que ésta era una cosa que nunca había podido mirar, aunque lo
decía para mi beneficio, para impresionarnos más a nosotros, los europeos; pero
ahora creo sinceramente que su horror era genuino.
Había, realmente, algo
terrible en ese enorme vientre y en ese cuchillo asesino a punto de hundirse en
él. Me esforcé en mirar, aunque hubiera dado cualquier cosa por mirar hacia
otro lado. Con todo —me dije— esto es algo que probablemente nunca volveré a
ver. Por eso miré. Vi el cuchillo hundirse lentamente, pulgada a pulgada, en
esa horripilante panza, exactamente en el medio, sobre el ombligo; lo vi
clavado ahí; vi al hombre bailar con el cuchillo clavado, y el mango oscilar de
un modo atroz; lo vi salir de su carne, pulgada a pulgada, como lo había visto
entrar; tuve en mis manos ese cuchillo apenas arrancado; examiné ese vientre,
indecentemente expuesto a mis ojos a la luz de una antorcha; y no descubrí ni
una sola gota de sangre en el cuchillo, ni herida ni abertura alguna en la
carne de la barriga, como no había podido encontrar ningún síntoma de herida o
quemadura en el pelo o en el manto del hombre que se había convertido en una
antorcha viviente.
No pretendo explicar
estos sucesos. Sólo sé que ocurrieron y que yo no estaba hipnotizada, y que
(según puedo conjeturar tanto como asegurar) no había trampa posible.
Sé también que a la
mañana siguiente, en el mercado de la aldea, vi a alguno de los actores de la
víspera comprando agujas y cuchillos semejantes a los que habían usado. Era
imposible, pues, que esas agujas y esos cuchillos fueran para suertes de
prestidigitadores, de los que desaparecen dentro del mango en cuanto los
aprietan. Las hojas usadas eran los comunes implementos que se venden en el
mercado en un día de feria. Había tablas erizadas de clavos, que había visto
martillados en los vientres de los hombres, la noche antes. Habitualmente se
compraban con el inocente propósito de cardar lana. Vi a los mismos hombres
comprándolos. No había sombra de prestidigitación en todo eso.
Explíquenlo como
quieran: fue la fiesta más rara que he dado y que probablemente daré.