jueves, 26 de marzo de 2015

Nguyên Du: Historia del encuentro maravilloso junto al muro del oeste



No se trata aquí del poeta del siglo XIX, célebre bardo nacional del Vietnam, sino de su homónimo, mucho menos conocido, que vivió en el antiguo Annam, en la primera mitad del siglo XVI. De nuestro autor sabemos muy poco. Fue letrado y funcionario en un período de guerras civiles y de innúmeras turbulencias políticas. Nguyên Du abandonó pronto la vida activa y se retiró a escribir en lengua china su “Vasta colección de historias maravillosas” que ha hecho de él uno de los primeros clásicos de la literatura vietnamita.

Historia del encuentro maravilloso junto al muro del oeste

Durante el perído de Thieu-binh (1434-1439), un estudiante llamado Ha-nhan-gia residía en la capital Truong-an (la actual Hanoi)  para poder seguir los cursos del gran maestro Uc-trai.
Cada mañana, para asistir al curso, el estudiante atravesaba el barrio de Khuc-giang. Allí subsistía aún la vieja residencia del primer dignatario Tran. A menudo, al estudiante le acaecía ver a dos jóvenes que, apoyadas sobre lo que quedaba del muro del oeste, por entonces ya en ruinas, hablaban entre ellas y se reían a carcajadas. A veces le arrojaban frutas y, a veces, flores. Un día, sin poder resistirlo, nuestro joven estudiante entabló conversación con ellas. Una de las jóvenes le respondió sonriendo:
—Mi apellido es Lieu (sauce) y mi nombre Nhu-nuong (flexible). El apellido de mi compañera es Dao (duraznero) y su nombre es Hong-nuong (rosa). Éramos las concubinas del primer ministro y, después de su muerte, hemos conservado nuestras huellas perfumadas. Pero puesto que la primavera se aproxima queremos ser como girasoles para gozar del esplendor de la bella estación.
Nuestro estudiante las invitó a ir a su casa y allí se entregaron libremente a los juegos amorosos. En el momento en que él se disponía a cortar las flores, las muchachas, con el pudor de la flor que consiente, le dijeron:
—Todavía no conocemos suficientemente todo lo que concierne a la primavera. Nuestros corazones perfumados están atemorizados. Con nuestra inexperiencia tememos que las flores sean violentadas y que el terciopelo del sauce se trastorne. Nuestra añoranza del verde y nuestro pudor por el rosa, ¿no arruinarán en parte, acaso, tu distinguido placer?
—Probemos y veremos, les respondió nuestro estudiante. No quiero ser como la diosa del monte Hu que agobia a los mortales con nubes y con lluvias.
Entonces apagaron las lámparas y se acostaron los tres juntos; y así fue como el oro se apoyó en el jade. Apenas las almohadas habían sido inclinadas que el muchacho había ya hecho levantarse las olas de las flores del duraznero.
Todavía en el lecho, en un momento de reposo, les suplicó a las jóvenes que compusiesen un poema.  Lieu fue la primera en recitar el suyo:

El tibio sudor perfumado moja la camisa de seda,
Las cejas pintadas de verde, arqueadas como la letra
Pa, ligeramente se fruncen. Al viento del este
Le rogaron que actuase suavemente con nosotras,
Ya que la talla esbelta no resiste a los golpes violentos.

Dao, continuó de inmediato:

En la secreta cámara, lentamente el rumor
De las gotas de la clepsidra se desgrana,
La lámpara de plata ilumina el rojo mosquitero,
El hombre de talento es libre de cortar cualquiera
De las ramas que apetece. Las tiernas ramas
Del duraznero se han teñido de rosa.

Nuestro estudiante las aplaudió, encantado y riéndose a carcajadas.
—Ambas describieron muy bien cual es la situación en la habitación de la primavera y yo sería incapaz de decirlo con palabras igualmente hermosas. Y de inmediato hizo este poema:

Fatigado al cerrar la sala de estudios, dolientes sueños se apoderan de mí,
Al monte  Vu me lleva el albur del amor, el blanco vuelo de las mariposas,
Los tallos unidos de las flores abiertas color de rosa; rodeados de pájaros
Nos adormecemos juntos, del este al oeste por cursos diferentes
Fluye el agua. Ambas son artistas pero ambas tienen una particular distinción.


A partir de ese día las muchachas se iban a la mañana y volvían al caer la tarde. Y, cada día, así ocurrían las cosas.
Nuestro estudiante se decía que estaba viviendo la más extraordinaria aventura de su vida, algo que nadie había vivido. Se sentía el igual de Bui-hang que se casó con una diosa y superior a Tang-nhu que fue el amante de una reina.
Cierta tarde de viento en que la lluvia caía con violencia, las dos mujeres llegaron, desafiando el frío repentino. En voz baja le dijeron:
—Venimos para no faltar a la cita y cumplir con nuestra promesa, pero somos como las golondrinas que no pueden soportar el frío.
Entonces nuestro estudiante arropó a Lieu con su manto y alegremente le dijo:
-Lieu, tu belleza no tiene igual y nadie podría rivalizar contigo. Dao, tu hermosura es como la de una flor.
Dao al escuchar estas palabras inclinó gravemente el rostro como si se sintiese avergonzada. Durante muchos días ya no volvió y nuestro estudiante le preguntó a Lieu:
—¿Dao no se encuentra bien? La otra respondió:
—Sí, pero ya no se atreve a venir desde el día en que tu no elogiaste su belleza. Entonces Lieu le entregó un poema que Dao había escrito para él:

Es el cuerpo cual las nubes púrpuras y puro es el espíritu como la nieve;
Cada hoja húmeda de rocío, cada rama brumosa, depara una sorpresa.
¡Qué lastima que sean demasiado parciales las ideas del rey del este!
Una rama marchita y, a su lado, una rama de primavera.

Después de haber oído el poema nuestro joven se sintió embargado largo tiempo por la melancolía. Luego, como respuesta, hizo un poema en el mismo estilo del que acababa de recibir:

Cada pequeño recuerdo trae consigo un pequeño dolor.
¿De donde viene esta nueva enemistad? ¡Cómo me gustaría
que  las diosas del viento te lleven mis palabras!
¿Para quién ha de ser la pena y para quién la primavera?

Una vez que hubo recibido el poema, Dao quiso volver a verlo como antes. Por entonces tenía lugar la fiesta de la décimo quinta noche del primer mes lunar. Todos los jóvenes de la capital salían de paseo. Las muchachas le dijeron a nuestro estudiante:
—Tú vives muy cerca de nuestra casa de hierbas, sin embargo nunca nos has honrado con tu presencia. Siempre nos dolemos de ello. Aprovechemos la fiesta para ir allá un momento. Esperemos que no te avergüenzes de nuestra condición de esclavas, y que no encuentres el camino a nuestra casa demasiado largo.
Nuestro joven aceptó con alegría la propuesta y, todos juntos, se pusieron en camino. Entraron por la muralla del oeste, atravesaron una empalizada doble, y caminaron a lo largo de un muro más de veinte o treinta metros, hasta llegar a un estanque de hibiscos.  Más allá, había un jardín de bambúes en el que unos árboles rojos como el brocado extendían sus ramas, y en el que el penetrante olor de las flores embriagaba el aire. Pero como era ya de noche, el paisaje estaba como velado, y el joven no pudo distinguir de qué tipo eran las flores y los árboles. De tanto en tanto, le llegaba el efluvio embriagador de un perfume intenso. Las dos mujeres, intercambiando una mirada, le dijeron:
—Nuestra casa es fría e incómoda; extendamos, pues, una esterilla y permanezcamos en el jardín.
Entonces, extendieron una esterilla de bambú y encendieron unas cuantas lámparas de resina de pino. Un alcohol de damasco acompañó los diferentes platos que fueron todos de gran refinamiento. Luego de lo cual, unas hermosas mujeres con nombres de flores, Rosa, Ciruela, Damasco, se acercaron para participar en el festín. Había quien venía de la familia Granada; otra de la familia Oro.
Cuando comenzó a amanecer, se despidieron unos de otros. Las dos jóvenes acompañaron a Ha hasta el muro, y cuando éste llegó a su habitación de estudiante, el sol, en dirección del este, teñía el cielo de rojo.
Unos meses más tarde, nuestro joven recibió una carta de sus padres anunciándole que lo querían casar y exortándole a volver a su terruño lo más pronto posible. El muchacho se sintió profundamente contrariado y sin saber qué hacer. Las dos mujeres que adivinaban lo que le pasaba, le dijeron:
—“Nosotras, como los sauces y las rosas, somos frágiles y no podemos hacernos cargo de una casa. Además tu futura mujer tiene que pertenecer a una familia de origen noble. Nosotras somos de origen humilde y no osaríamos aspirar a tanto. Lo único que deseamos es que si, cuando estés de regreso en tu tierra, todavía nos amas, vuelvas a buscarnos dejando de lado cualquier otro afecto. Si así ocurre, las delgadas ramas del sauce de Han-hann se agitarán para darte la bienvenida y las flores de Thoi-ho sonreirán como antaño al soplo de la primavera. ¡Que las alegrías de matrimonio no te hagan olvidar nuestro amor! No nos abandones para siempre como esas pobres flores silvestres de Giangnam.
Luego de lo cual, todos juntos levantaron sus copas para un último brindis.
Cada una de las jóvenes cantó una canción. Lieu fue la primera:

Al este de la ciudadela real crecen las hierbas;
En un rincón se ven casas en ruinas.
Pabellón de bruma, dolor de estar sola.
A los diecisiete años, añoranza de mi juventud.

Dao cantó:

El cielo de otoño se tiñe de esmeralda
Y las hojas se inmovilizan en un rayo brillante.
Una oca vuela solitaria y una cigüeña atraviesa el cielo.
Como la tristeza es triste la bruma de la tarde.
Se va mi amante y padece mi corazón.
Ay, si  pudiese ser pájaro para llamar al viajero.

El estudiante lloró amargamente antes de irse. Al llegar a sus tierras, la fecha de las bodas ya estaba decidida. El muchacho le dijo a sus padres:
—He oído decir que cuando se tiene un hijo es normal desear que se case. Así es el amor de los padres. Pero yo soy noble y me he dedicado a la literatura y al etudio de los ritos. Todavía no logré fama, y mi ambición es llegar a ser mandarín por lo que temo que la dicha de tener mujer e hijos sea un obstáculo para mi carrera literaria. Lo mejor sería dejar la boda para más adelante así tendría más tiempo para alcanzar mis objetivos. Una vez que la vocación de mi vida esté realizada todavía estaré a tiempo para casarme.
Los padres, para no disgustarlo, pospusieron la boda pero como seguía estando triste pensando en sus amores, le dieron permiso para volver a la capital. En cuanto llegó al muro del oeste, las mujeres salieron a su encuentro y le dijeron:
—“Acabas de casarte, ¿por qué no te quedas en tu tierra disfrutando de tu hogar? ¿Por qué has vuelto tan rápido a la capital?”
El estudiante les contó lo que había hecho y ellas lo felicitaron diciéndole:
—“Eres un hombre fiel y no has traicionado el juramento amoroso que hicimos.”
Y otra vez le dieron todo lo que necesitaba para asistir de nuevo a la escuela. Nuestro joven apenas se ocupaba de sus estudios y se entregaba por entero a sus amores. Abandonaba los cursos y sólo pensaba en el placer. El tiempo transcurría y pronto el invierno estaría de vuelta. Un día, al volver de su paseo, encontró a las muchachas bañadas en llanto. Muy sorprendido les preguntó la causa de ello. Conteniendo las lágrimas le dijeron:
—“Ya estamos enfermas de la enfermedad del rocío y del viento. Sentimos miedo de la nieve que nos quiebra los huesos. La enfermedad del viento es difícil de curar y la belleza de las flores se marchita fácilmente. Ignoramos adónde irán después nuestras almas perfumadas.
El muchacho, asustado, les preguntó:
—“¿Por qué hablar de separación y de adiós, si nos conocimos sin intermediario y nos amamos con profundo amor? Siento miedo y me siento enloquecer como el pájaro delante de la flecha.”
Lieu le respondió:
—“Ávidos de placer y sedientos de amor, todos aspiramos al ser, pero no podemos escapar del destino fijado por el cielo y al tiempo que nos aguijonea. Todo indica que tendremos que partir muy pronto. Y después nuestras alfileres de oro y nuestros maquillajes rosados se confundirán con el lodo. Nadie podrá saber adónde fueron a parar las delicias de las tres primaveras pasadas.”
Nuestro joven profundamente conmovido no sabía cómo escapar a su dolor. Fue entonces que Dao le dijo:
—“La vida humana es como la flor del árbol que florece y se marchita en momentos ya establecidos, y no se puede frenar ese movimiento ni siquiera un instante. Te ruego que cuides tu salud y prosigas tus estudios así, aunque nuestros pobres cuerpos terminen en los arroyos, no nos lamentaremos de nada.
—“Ustedes dicen que van a morir, les dijo Ha, pero, ¿cuánto tiempo nos queda todavía?
—“Solamente esta noche, le respondieron. Cuando se levante un viento violento y barra el suelo, entonces nuestro fin habrá llegado. Si un día te acuerdas de nuestros amores de antaño, ven a vernos al muro del oeste y entonces en la tierra nosotras podremos sonreír satisfechas.
El joven les dijo llorando:
—“No sé qué hacer y cómo ayudarlas siendo como soy extranjero y pobre.”
—“Nuestra vida es tan frágil como un hilo, le dijeron las jóvenes, parecida a la hoja que cae. Después de nuestra muerte las nubes  nos servirán de parasol, los torbellinos de coche, la hierba de lecho, el rocío de perlas, los pájaros de músicos y las mariposas de escolta. El musgo verde será nuestra mortaja y la agua del río nuestra plañidera. Aunque se disperse la bruma y aunque cambie el viento no tendrás que ocuparte de nuestro entierro.”
Cada una le dejó como recuerdo un par de sandalias bordadas con perlas, diciéndole:
—“El hombre se va pero las cosas permanecen. ¿Cómo soportar la idea de la separación? Conserva estos regalos que te ofrecen las que estarán para siempre separadas de ti. Más tarde si te pones estas sandalias será como si estuviésemos echadas a tus pies.”
De hecho, cuando cayó la noche no vinieron a buscarlo. Una violenta borrasca se desencadenó y llovió a cántaros. El joven, totalmente aturdido, se asomó al balcón. Entonces salió en busca de un viejo que yo conocí y le contó toda la historia. Éste le dijo:
—“Te has equivocado, ese terreno está abandonado desde la muerte del ministro, hace ya más de veinte años. Hay un templo a mitad derruido pero del que ya nadie se ocupa. ¿Cómo es posible que hubiese allí tantas mujeres como acabas de decirme? Serían mujeres de mala vida o malos fantasmas que se revisten de un cuerpo para hechizar a la gente.
A la mañana siguiente el viejo y el joven fueron al muro del oeste y no vieron más que las ruinas del templo. Los árboles se hallaban devastados con las ramas quebradas. Por todas partes el suelo estaba cubierto por las flores caídas de los árboles. Entonces el viejo dijo:
—“¿No es cierto que es aquí adonde viniste a divertirte? Aquella que se hacía llamar señorita Oro no era más que esa planta de hojas doradas y la señorita Granada ¿no venía acaso de aquel granado? Y lo mismo vale para Rosa, Ciruela, Damasco... ¡es algo increíble que esas plantas hayan podido metamorfosearse de esa manera!
Nuestro joven sintió que se despertaba al fin y se dijo que la parte más intensa de su vida había transcurrido entre sueños en medio de aquellas flores. Al volver a su casa quiso ver las sandalias. En cuanto las tuvo en sus manos se transformaron en frescos pétalos que se evaporaron en el aire. A la mañana siguiente nuestro joven empeñó una de sus túnicas para tener con qué preparar un plato de ofrenda a las dos desaparecidas y compuso para ellas la siguiente oración fúnebre:

Ay, jóvenes mías cuyos huesos eran de hielo,
Cuya belleza perfumada era de rocío,
Ninguna de las dos tenía rival sobra esta tierra.
Flores entre flores, ambas despreciaron honores y riquezas,
Amigas solamente de la pureza y de la luz.
Ramas gemelas de jazmín en un único vaso,
Patos salvajes que entrelazan sus cuellos,
Yo quisiera  que siempre estuvieran conmigo,
¿Por que regresan al país de las hadas?
Ya sólo en el viento puedo apoyarme.
Lo real es la nada y la nada es real
En mitad de la noche desolada, y sólo me queda
Mirar las golondrinas con el viento de otoño.
Si sus almas aún no perecieron,
Beban un poco del vino de mi copa.

Esa noche, en sueños, vio a los dos jóvenes que volvían a darle las gracias:
—Esta mañana compusiste para nosotras una oración que nos honra y nuestro agradecimiento es tan grande que hemos querido venir personalmente para decírtelo.
El joven quiso retenerlas pero, al querer asirlas, ellas se fundieron en el aire y desaparecieron.

NGUYÊN DU







domingo, 22 de marzo de 2015

Jacopo da Varazze: Historia secreta de Judas

No fue su Chronica Civitatis Ianuensis, tan apreciada por los historiadores italianos, la que hizo que Jacopo da Varazze, arzobispo de Génova, fuese uno de los escritores europeos más leídos durante más de tres siglos, sino la Legenda Sanctorum (“lo que hay que leer sobre la vida de los santos”) que muy pronto fue conocida, simplemente como la Leyenda dorada. Desde Juan Luis Vives todo ha sido dicho en contra de un libro sin el cual, demasiado a menudo, no sabríamos de qué tratan tantos cuadros de Hans Memling o de Carpaccio, sin contar con innumerables escenas de los pórticos de nuestras catedrales góticas. Redescubierta hacia fines del siglo XIX, esta obra escrita en un honesto latín de cocina, con sus etimologías disparatadas y su ingenuidad de colores fuertes e inolvidables, tan dignos de los pintores primitivos italianos, posee, en sus poco frecuentadas páginas, un perdurable encanto.

HISTORIA SECRETA DE JUDAS
                                                               
En Jerusalén había un hombre llamado Rubén, conocido también como Simón, de la tribu de Dan o, de acuerdo con San Jerónimo, de la tribu de Isacar, que estaba casado con una mujer llamada Ciborea. Ahora bien, una noche, después de que ambos esposos hubiesen cumplido con su deber conyugal, Ciborea se durmió y tuvo un sueño del que despertó aterrorizada, suspirando y gimiendo; y le dijo a su marido: “Vi en sueños que daba a luz un hijo monstruoso llamado a causar la pérdida de toda nuestra raza”. Y Rubén: “¡Qué escandalosas tonterías dices, mujer! Sin lugar a dudas, es el diablo el que te hace delirar”. Pero ella dijo: “Si el acto que hicimos esta noche tiene como resultado que yo conciba un hijo, eso probará que no soy en absoluto víctima de una ilusión diabólica y que mi sueño es realmente la revelación de la verdad”. Y como nueve meses después de aquella noche Ciborea dio a luz un hijo, ella y su marido se sintieron espantados y no supieron qué hacer, ya que sentían horror de matar a su hijo y, por otra parte, no podían aceptar educar al futuro destructor de su raza. Por fin, decidieron colocar al niño en un cesto y abandonarlo a la corriente del río. Las olas llevaron el cesto hasta una isla llamada Iscariote, de la que provendría el nombre de Judas Iscariote que recibió el apóstol maldito. Y la reina de esta isla, que no tenía hijos, al divisar el cesto que flotaba todavía en el río hizo que lo  sacaran del agua  y  exclamó al ver al niño: “¡Qué dichosa sería yo si tuviese un hijo como éste para que el trono, a mi muerte, no quedase vacante!” E hizo alimentar al niño a escondidas mientras fingía estar encinta, luego de lo cual presentó al niño como si fuera suyo y todo el reino festejó el nacimiento. El rey, encantado de ser padre, hizo que el niño fuese criado con toda la magnificencia debida a su rango. Ahora bien, la reina quedó realmente encinta gracias a su marido y dio a luz un hijo. Los dos niños crecieron juntos, pero Judas, cuando jugaban, injuriaba al niño de estirpe real y a menudo lo golpeaba y lo hacía llorar; por lo que la reina, que sabía que no era hijo suyo, hacía que lo castigasen, a su vez, a menudo. Pero nada lograba corregir al malvado niño. Un día, por fin, la verdad fue descubierta y se supo que no era hijo del rey. Entonces Judas, embargado por la vergüenza y los celos, mató en secreto al verdadero hijo, su supuesto hermano. Luego de lo cual, temiendo el castigo, huyó junto con sus amigos rumbo a Jerusalén, en donde el prefecto Pilatos (tan cierto es que Dios los cría y ellos se juntan) reconoció en él un carácter similar al suyo y le tomó un inmenso afecto.

He aquí, pues, a Judas dueño y señor en la corte de Pilatos. Cierto día, Pilatos, mirando un manzanar cercano a su palacio, sintió un deseo intenso de probar las manzanas. Ese campo pertenecía a Rubén, el padre de Judas, pero ni Judas conocía a su padre ni éste sabía que él era su hijo. Judas, pues, al tanto del deseo de Pilatos, penetró en el manzanar y se apoderó de unas cuantas manzanas. Y como Rubén lo sorprendió in fraganti, ambos comenzaron a insultarse antes de irse a las manos;  y Judas terminó matando a Rubén de una pedrada en la nuca. Tras lo cual le llevó las manzanas a Pilatos y le contó lo que había pasado. Y cuando se conoció la muerte de Rubén, Pilatos le concedió a su favorito Judas todos los bienes del difunto y lo hizo casar con la viuda, que no era otra que Ciborea, madre de Judas.

Cierta noche, Ciborea suspiraba con tanta tristeza que su nuevo marido le preguntó qué le pasaba. Ella le respondió: “Yo soy, ¡ay!, la más desgraciada entre todas las mujeres. Tuve que ahogar a mi único hijo, mi marido fue asesinado y, para colmo de males, Pilatos me obligó a casarme a pesar de mi luto”. Ciborea le contó entonces la historia del niño, y Judas le contó todos los acontecimientos de su vida; y así fue como ambos descubrieron que Judas había matado a su padre y se había casado con su madre. Entonces, siguiendo el consejo de Ciborea, el pobre hombre quiso hacer penitencia, y yendo al encuentro de nuestro Señor Jesucristo imploró de él el perdón de sus pecados. Nuestro Señor hizo de Judas su discípulo y lo eligió para formar parte de sus doce apóstoles.

Todos conocen la continuación de esta historia.


viernes, 13 de marzo de 2015

Colette: La mano

Se había adormecido reclinado sobre su joven esposa y ella soportaba con orgullo el peso de esa cabeza de hombre, rubia y arrebolada, de ojos cerrados. Él había deslizado su brazo enorme bajo el torso ligero, bajo la cintura adolescente, y su fuerte mano descansaba abierta sobre las sábanas junto al codo derecho de la joven. Ella sonrió al ver aquella mano de hombre que aparecía allí, solitaria y alejada de su dueño. Luego dejó errar la mirada por la habitación en penumbras. Una lámpara velada dejaba caer sobre el lecho su luz carmesí.
"Demasiado feliz como para dormir", pensó.
Demasiado conmovida, también, y sorprendida de a ratos por la situación nueva en que se hallaba. Sólo hacía quince días que llevaba la vida escandalosa de las recién casadas, que saborean la dicha de vivir con un desconocido del cual se enamoraron. Conocer a un hermoso muchacho rubio, viudo reciente, experto aficionado al tenis y al remo, casarse con él un mes después: su aventura conyugal no tenía casi nada que envidiarle a un rapto sentimental. Todavía, mientras permanecía despierta al lado de su marido, como esta noche, solía cerrar los ojos largamente y luego abrirlos para disfrutar, sorprendida, con el color azul de los cortinajes novísimos en lugar de aquel rosa suave que, en su habitación de soltera, dejaba pasar la luz del nuevo día.
Un estremecimiento recorrió el cuerpo dormido que descansaba junto a ella, y ella, con la encantadora autoridad de los seres débiles, cerró aún más el brazo izquierdo alrededor del cuello de su marido. Él no se despertó
"¡Qué largas tiene las pestañas!”, pensó.
Y, también para sus adentros,  elogió la boca, graciosa y fuerte, la tez de ladrillo rosa, y hasta la frente, ni ancha ni noble, pero todavía libre de arrugas.
La mano derecha de su marido, junto a ella, se estremeció a su vez, y ella sintió, bajo el arco de su cintura, el viviente brazo derecho sobre el que descansaba.
"Soy pesada… Querría levantarme y apagar la luz. Pero duerme tan bien…"
El brazo se torció una vez más, débilmente, y ella ahuecó la espalda para hacerse más ligera.
"Es como si estuviese acostada sobre un animal", pensó.
Dio vuelta la cabeza sobre la almohada y miró la mano que descansaba a su lado.
"¡Qué grande es! Es cierto que yo apenas le llego al hombro."
La luz, deslizándose en los bordes de una corola de cristal azulino, chocaba contra esa mano y hacía visibles los más pequeños relieves de la piel, exageraba los poderosos nudos de las falanges y las venas hinchadas por la compresión del brazo. En la base de los dedos, un vello rojizo se curvaba como espigas bajo el viento; y las uñas chatas, cuyas estrías no habían sido borradas por la lima, brillaban bajo una capa de barniz rosado.
"Le diré que no se ponga barniz en las uñas", pensó la joven. "El barniz, el carmín, no le van a una mano… a una mano… tan…"
Un eléctrico sacudón atravesó la mano y dispensó a la joven de encontrar un adjetivo. El pulgar, horriblemente largo, en forma de espátula, se puso rígido y se alineó estrechamente junto al índice. De tal manera que la mano tomó, de pronto, una expresión simiesca y crapulosa.
—¡Oh! —dijo en voz baja la joven esposa, como si se encontrase delante de algo vergonzoso.
La bocina de un automóvil que pasaba hirió el silencio con un clamor tan agudo que pareció ser algo luminoso. El durmiente no se despertó, pero la mano ofendida se incorporó, se crispó en forma de cangrejo y se puso a esperar, lista para el combate. El sonido desgarrador se fue apagando y la mano, distendiéndose poco a poco, dejó caer sus pinzas, se transformó en un blando animal, doblado de través, agitado por débiles espasmos semejantes a los de una agonía. La uña chata y cruel del pulgar demasiado largo brillaba. Una desviación del meñique, que la joven nunca había notado, se hizo visible, y la mano tendida mostró, como un vientre rojizo, su palma carnosa.
—¡Y yo besé esa mano!… ¡Qué horror! Entonces, ¿nunca la había mirado?
La mano, turbada por un mal sueño, pareció responder a aquel sobresalto, a aquel asco. Juntó todas sus fuerzas, se abrió por entero, extendió sus tendones, sus nudos y su vello rojizo como un bárbaro ornamento de guerra. Luego, replegándose lentamente, agarró la sábana, hundió en ella sus dedos curvos y apretó, apretó con el metódico placer de un estrangulador…
—¡Ah! —gritó la joven.
La mano desapareció; el brazo enorme, liberado de su carga, se transformó al instante en cinturón protector, muralla tibia contra todos los terrores nocturnos. Pero a la mañana siguiente, a la hora de la bandeja sobre la cama, del chocolate espumoso y del pan tostado, ella volvió a ver aquella mano, pelirroja y colorada, y el abominable pulgar curvado sobre el mango del cuchillo.
—¿Quieres esta tostada, querida? La estoy preparando para ti.
La joven se estremeció y sintió que se le erizaba la piel en la parte alta de los brazos y a lo largo de la espalda.
—¡Oh!, no… no…

De inmediato ocultó su miedo, se doblegó a sí misma con valentía; y, dando comienzo a su vida de duplicidad, de resignación, de diplomacia vil y delicada, se inclinó y, humildemente, besó la mano monstruosa.



lunes, 9 de marzo de 2015

Alexandra David-Néel: El puñal encantado



Según los tibetanos, no sólo los animales son susceptibles de estar “poseídos”; los objetos insensibles también pueden estarlo.



Más adelante veremos los procedimientos gracias a los cuales los magos creen que pueden hacer que su voluntad entre en los objetos. Por otra parte, se dice que ciertos objetos que fueron usados en los ritos de magia no deben ser conservados en casa de laicos o de monjes no iniciados, por temor a que los seres peligrosos que fueron subyugados con ellos se venguen en el actual propietario si éste ignora la manera de defenderse.




Le debo a esa creencia popular la posesión de algunas piezas interesantes. Muchas veces, quienes habían heredado ese tipo de objetos me rogaron que los librase de ellos.




Un día la suerte me tocó de manera lo bastante singular para merecer que lo cuente. Durante un viaje me encontré con una pequeña caravana de lamas y, charlando con ellos, como es común en esos caminos donde escasean los viajeros, me enteré de que llevaban con ellos un purba, es decir, un puñal mágico, que había sido causa de varias calamidades.




Ese utensilio ritual había pertenecido a un lama que había sido el jefe de todos ellos y que había muerto hacía poco. El puñal comenzó sus fechorías cuando todavía estaba en el monasterio: de tres religiosos que lo tocaron, dos murieron y el tercero se quebró una pierna al montar a caballo. El asta de una de las grandes banderas de bendición plantadas en el patio del monasterio se rompió por entonces, lo que constituía un muy mal presagio. Aterrados, pero sin animarse a destruir el purba por miedo a mayores desgracias, los monjes lo encerraron en un armario, en el cual se empezaron entonces a oír ruidos. Al final, se decidieron a colocar el objeto nefasto en una pequeña gruta aislada, consagrada a una divinidad, pero los pastores de esa región, que viven en tiendas de campaña, amenazaron con una oposición activa. Traían a cuento la historia de un purba que —nadie sabía dónde ni cuándo— se había puesto solo en movimiento en el aire, hiriendo y matando a cantidad de personas y animales.


Los desdichados poseedores del puñal mágico, cuidadosamente encerrado en una caja y envuelto en papeles escritos con conjuros, parecían extraordinariamente afligidos. Sus rostros angustiados me eran obstáculo para cualquier mofa. Además, yo me sentía llena de curiosidad por ver el arma embrujada.
—Permítanme ver el purba —les dije—. Quizás encuentre alguna manera de ayudarlos.
Los monjes no se atrevían a sacarlo de la caja, pero al fin, luego de una larga conversación, me permitieron que lo sacase yo misma. Era una pieza muy antigua e interesante; sólo los monasterios más importantes tienen purbas de ese tipo. El deseo de poseerlo comenzaba a despertar en mí; quería tenerlo, pese a que los lamas por nada del mundo lo hubieran vendido. Tenía que reflexionar y encontrar una idea.
—Acampen ustedes con nosotros esta noche —les dije a los viajeros—, y déjenme el purba, a ver si se me ocurre algo.
Mis palabras no constituían ninguna promesa pero la perspectiva de una buena cena y de un momento de charla con mis sirvientes, para distraerse de sus preocupaciones, terminaron por decidirlos.
Cuando cayó la noche me alejé de las tiendas, llevando ostensiblemente conmigo el puñal, cuya presencia fuera de la caja y sin que yo estuviese presente hubiera aterrorizado a los crédulos tibetanos.
Cuando pensé que estaba lo suficientemente lejos, clavé en la tierra el instrumento que era causa de tanto desasosiego y me senté encima de una manta, pensando qué podría decirles a los lamas para persuadirlos de que me lo cediesen.
Allí estaba desde hacía algunas horas, cuando me pareció ver dibujarse la forma de un lama cerca del lugar donde había clavado el puñal mágico. Lo vi avanzar e inclinarse cuidadosamente; una mano salió lentamente de debajo del manto en el que el personaje, que me parecía borroso en las tinieblas, estaba envuelto, y se alargó para apoderarse del purba. De un salto, me puse de pie y, más rápida que un ladrón, lo agarré la primera.
Bueno, no era yo la única tentada por el puñal. Entre los que querían deshacerse de él había alguien menos ingenuo que sus compañeros, que conocía su valor y quería venderlo a escondidas. Debía pensar que yo me había dormido. Seguramente, habrá pensado, no me daría cuenta de nada. Al día siguiente, la desaparición del puñal hubiese sido atribuida a algún tipo de intervención oculta, y una anécdota nueva habría nacido. Realmente era una lástima que un plan tan bien concebido no tuviese éxito. Pero yo aferraba el arma mágica con tanta fuerza en mi mano crispada que los nervios, excitados por el suceso y estimulados por la presión de la carne sobre las asperezas del mango de cobre repujado, me daban la impresión de que se movía un poco por sí misma... ¿Y el ladrón? ... A mi alrededor, la llanura tenebrosa estaba desierta. El bribón, pensé, habrá huido mientras yo me agachaba para arrancar el puñal del suelo.



Fui corriendo hasta las tiendas. Era muy simple, el que no estuviese allí o llegase detrás mío, ese tenía que ser el pillo. Me encontré con que todos estaban despiertos, recitando textos religiosos para protegerse contra los poderes malévolos. Le dije a Yongden, mi compañero, que viniese a mi tienda.


—¿Cuál de ellos salió del campo? —le pregunté.
—Ninguno —me respondió—. Están todos casi muertos de miedo. Hasta me tuve que enfadar porque, para hacer ciertas necesidades, no se atreven a alejarse lo suficiente...
Yo había sido, entonces, víctima de un espejismo, pero eso mismo podía llegar a serme útil...
—Oigan —les dije a todos— lo que acaba de ocurrirme...
Con toda franqueza les hice el relato del espejismo que había tenido y de las dudas sobre su probidad que eso había hecho brotar en mí.
—Es nuestro gran lama, sin lugar a dudas, es él —dijeron todos—. Quería retomar su puñal y quizás la habría matado si hubiese podido apoderarse de él. Ah, señora, usted es una verdadera iniciada, aunque para algunos sólo sea una extranjera. Nuestro padre y jefe espiritual era un mago poderoso y sin embargo no pudo recuperar su purba. Quédese con él, puede conservarlo ahora, ya no le hará daño a nadie.
Hablaban todos juntos, con excitación, al mismo tiempo aterrados porque el lama mago, mucho más temible desde que pertenecía al otro mundo, había pasado tan cerca de ellos, y dichosos porque se habían librado del puñal encantado.
Yo estaba feliz como ellos, pero por otra razón: el purba era mío por fin. Sin embargo, por honestidad no quise aprovecharme de su turbación para arrebatárselo.
—Piénsenlo —les dije—, quizás fue una sombra la causa de mi engaño... Quizás me adormecí sentada y todo fue un sueño.
Ni siquiera quisieron escuchar esa explicación. El lama había venido, yo lo había visto, él no había podido recuperar el purba, por lo cual yo era, gracias a mi poder superior, la propietaria legítima del puñal... Confieso que me dejé convencer fácilmente.