sábado, 25 de julio de 2015

Rubén Darío y Leconte de Lisle: Los elfos


Les Elfes

Couronnés de thym et de marjolaine,
Les Elfes joyeux dansent sur la plaine.

Du sentier des bois aux daims familier,
Sur un noir cheval, sort un chevalier.
Son éperon d'or brille en la nuit brune ;
Et, quand il traverse un rayon de lune,
On voit resplendir, d'un reflet changeant,
Sur sa chevelure un casque d'argent.

Couronnés de thym et de marjolaine,
Les Elfes joyeux dansent sur la plaine.

Ils l'entourent tous d'un essaim léger
Qui dans l'air muet semble voltiger.
- Hardi chevalier, par la nuit sereine,
Où vas-tu si tard ? dit la jeune Reine.
De mauvais esprits hantent les forêts
Viens danser plutôt sur les gazons frais.

Couronnés de thym et de marjolaine,
Les Elfes joyeux dansent sur la plaine.

- Non ! ma fiancée aux yeux clairs et doux
M'attend, et demain nous serons époux.
Laissez-moi passer, Elfes des prairies,
Qui foulez en rond les mousses fleuries ;
Ne m'attardez pas loin de mon amour,
Car voici déjà les lueurs du jour.

Couronnés de thym et de marjolaine,
Les Elfes joyeux dansent sur la plaine.

- Reste, chevalier. Je te donnerai
L'opale magique et l'anneau doré,
Et, ce qui vaut mieux que gloire et fortune,
Ma robe filée au clair de la lune.
- Non ! dit-il. - Va donc ! - Et de son doigt blanc
Elle touche au coeur le guerrier tremblant.

Couronnés de thym et de marjolaine,
Les Elfes joyeux dansent sur la plaine.

Et sous l'éperon le noir cheval part.
Il court, il bondit et va sans retard ;
Mais le chevalier frissonne et se penche ;
Il voit sur la route une forme blanche
Qui marche sans bruit et lui tend les bras :
- Elfe, esprit, démon, ne m'arrête pas !

Couronnés de thym et de marjolaine,
Les Elfes joyeux dansent sur la plaine.

Ne m'arrête pas, fantôme odieux !
Je vais épouser ma belle aux doux yeux.
- Ô mon cher époux, la tombe éternelle
Sera notre lit de noce, dit-elle.
Je suis morte ! - Et lui, la voyant ainsi,
D'angoisse et d'amour tombe mort aussi.

Couronnés de thym et de marjolaine,
Les Elfes joyeux dansent sur la plaine.






Los Elfos

De tomillo y rústicas hierbas coronados,
los Elfos alegres bailan en los prados.

Del bosque por arduo y angosto sendero
en corcel oscuro marcha un caballero.
Sus espuelas brillan en la noche bruna,
y, cuando en su rayo le envuelve la luna,
fulgurando luce con vivos destellos
un casco de plata sobre sus cabellos.

De tomillo y rústicas hierbas coronados,
los Elfos alegres bailan en los prados.

Cual ligero enjambre, todos le rodean,
y en el aire mudo raudo voltejean.
“gentil caballero, ¿dó vas tan de prisa?”,
la reina pregunta con suave sonrisa.
Fantasmas y endriagos hallarás doquiera;
ven, y danzaremos en la azul pradera.

De tomillo y rústicas hierbas coronados,
los Elfos alegres bailan en los prados.

“¡No! Mi prometida, la de los ojos hermosos,
me espera, y mañana seremos esposos.
Dejadme prosiga, Elfos encantados,
que holláis vaporosos el musgo en los prados.
Lejos, estoy lejos de la amada mía,
y ya los fulgores se anuncian del día.”

De tomillo y rústicas hierbas coronados,
los Elfos alegres bailan en los prados.

“Queda, caballero, te daré a que elijas
el ópalo mágico, las áureas sortijas
y lo que más vale que gloria y fortuna:
mi saya, tejida con rayos de luna.”
“¡No!”, dice él. “¡Pues anda!” Y su blanco dedo
su corazón toca e infúndele miedo.

De tomillo y rústicas hierbas coronados,
los Elfos alegres bailan en los prados.

Y el corcel oscuro, sintiendo la espuela,
parte, corre, salta, sin retardo vuela;
mas el caballero, temblando, se inclina:
ve sobre la senda forma blanquecina
que los brazos tiende, marchando sin ruido.
“¡Dejadme, oh demonio, Elfo maldecido!”

De tomillo y rústicas hierbas coronados,
los Elfos alegres bailan en los prados.

“¡Dejadme, fantasma siempre aborrecida!
Voy a desposarme con mi prometida.”
“¡Oh, mi amado esposo; la tumba perenne
será nuestro lecho de bodas solemne!”
“¡He muerto!” dice ella, y él, desesperado,
de amor y de angustia cae muerto a su lado.

De tomillo y rústicas hierbas coronados,
los Elfos alegres bailan en los prados.



 Les Elfes   Couronnés de thym et de marjolaine,  Les Elfes joyeux dansent sur la plaine.   Du sentier des bois aux daims familier,  Sur un noir cheval, sort un chevalier.  Son éperon d'or brille en la nuit brune ;  Et, quand il traverse un ravon de lune,  On voit resplendir, d'un reflet changeant,  Sur sa chevelure un casque d'argent.   Couronnés de thym et de marjolaine,  Les Elfes joyeux dansent sur la plaine.   Ils l'entourent tous d'un essaim léger  Qui dans l'air muet semble voltiger.  - Hardi chevalier, par la nuit sereine,  Où vas-tu si tard ? dit la jeune Reine.  De mauvais esprits hantent les forêts  Viens danser plutôt sur les gazons frais.   Couronnés de thym et de marjolaine,  Les Elfes joyeux dansent sur la plaine.   - Non ! ma fiancée aux yeux clairs et doux  M'attend, et demain nous serons époux.  Laissez-moi passer, Elfes des prairies,  Qui foulez en rond les mousses fleuries ;  Ne m'attardez pas loin de mon amour,  Car voici déjà les lueurs du jour.   Couronnés de thym et de marjolaine,  Les Elfes joyeux dansent sur la plaine.   - Reste, chevalier. Je te donnerai  L'opale magique et l'anneau doré,  Et, ce qui vaut mieux que gloire et fortune,  Ma robe filée au clair de la lune.  - Non ! dit-il. - Va donc ! - Et de son doigt blanc  Elle touche au coeur le guerrier tremblant.   Couronnés de thym et de marjolaine,  Les Elfes joyeux dansent sur la plaine.   Et sous l'éperon le noir cheval part.  Il court, il bondit et va sans retard ;  Mais le chevalier frissonne et se penche ;  Il voit sur la route une forme blanche  Qui marche sans bruit et lui tend les bras :  - Elfe, esprit, démon, ne m'arrête pas !   Couronnés de thym et de marjolaine,  Les Elfes joyeux dansent sur la plaine.   Ne m'arrête pas, fantôme odieux !  Je vais épouser ma belle aux doux yeux.  - Ô mon cher époux, la tombe éternelle  Sera notre lit de noce, dit-elle.  Je suis morte ! - Et lui, la voyant ainsi,  D'angoisse et d'amour tombe mort aussi.   Couronnés de thym et de marjolaine,  Les Elfes joyeux dansent sur la plaine.   CHARLES-MARIE LECONTE DE LISLE    Los Elfos   De tomillo y rústicas hierbas coronados,  los Elfos alegres bailan en los prados.   Del bosque por arduo y angosto sendero  en corcel oscuro marcha un caballero.  Sus espuelas brillan en la noche bruna,  y, cuando en su rayo le envuelve la luna,  fulgurando luce con vivos destellos  un casco de plata sobre sus cabellos.   De tomillo y rústicas hierbas coronados,  los Elfos alegres bailan en los prados.   Cual ligero enjambre, todos le rodean,  y en el aire mudo raudo voltejean.  “gentil caballero, ¿dó vas tan de prisa?”,  la reina pregunta con suave sonrisa.  Fantasmas y endriagos hallarás doquiera;  ven, y danzaremos en la azul pradera.   De tomillo y rústicas hierbas coronados,  los Elfos alegres bailan en los prados.   “¡No! Mi prometida, la de los ojos hermosos,  me espera, y mañana seremos esposos.  Dejadme prosiga, Elfos encantados,  que holláis vaporosos el musgo en los prados.  Lejos, estoy lejos de la amada mía,  y ya los fulgores se anuncian del día.”   De tomillo y rústicas hierbas coronados,  los Elfos alegres bailan en los prados.   “Queda, caballero, te daré a que elijas  el ópalo mágico, las áureas sortijas  y lo que más vale que gloria y fortuna:  mi saya, tejida con rayos de luna.”  “¡No!”, dice él. “¡Pues anda!” Y su blanco dedo  su corazón toca e infúndele miedo.   De tomillo y rústicas hierbas coronados,  los Elfos alegres bailan en los prados.   Y el corcel oscuro, sintiendo la espuela,  parte, corre, salta, sin retardo vuela;  mas el caballero, temblando, se inclina:  ve sobre la senda forma blanquecina  que los brazos tiende, marchando sin ruido.  “¡Dejadme, oh demonio, Elfo maldecido!”   De tomillo y rústicas hierbas coronados,  los Elfos alegres bailan en los prados.   “¡Dejadme, fantasma siempre aborrecida!  Voy a desposarme con mi prometida.”  “¡Oh, mi amado esposo; la tumba perenne  será nuestro lecho de bodas solemne!”  “¡He muerto!” dice ella, y él, desesperado,  de amor y de angustia cae muerto a su lado.   De tomillo y rústicas hierbas coronados,  los Elfos alegres bailan en los prados.    RUBÉN DARÍO



domingo, 19 de julio de 2015

Macedonio Fernández: Autobiografía de encargo. Pose nº 2.




Autobiografía de encargo

Pose n° 2


Soy argentino, desde hace mucho tiempo: padres, abuelos, bisabuelos; antes España por todos lados. Creo que desciendo de uno de los mayores o más grandes —qué feo y obligatorio modo de calificación— pintores españoles, del cual heredé y he acrecentado una incapacidad completa para el dibujo, vista poderosa, pupilas de un inútil color azul, pues veo el mundo bajo los mismos colores que lo ven los de ojos negros y el agua es incolora para mí como para ellos, de modo que el que se tomó el trabajo de pintarme las pupilas —debe haber sido Dios— no previó, por esta vez, que yo sería torpe para utilizar adornos; o quizá estoy mirando por debajo de las pupilas como quien se levanta los anteojos a la frente; si esto me sucede sin saberlo no es extraño, pues recién a los cuarenta años he sabido que duermo del lado derecho. ¿De qué lado duerme usted, lector? Usted me contestará:

—Antes dormía de espaldas, pero ahora...

—¿Cómo "ahora"? ¿Ya se duerme usted en mi primer página? Déjeme hablar...

—¡Cómo "déjeme hablar"; ya quiere usted ser autor!

Y bien, sinceramente, somos dos descontentos de lo que estamos: yo escribiendo, usted leyendo, y de buena gana nos intercambiaríamos.

Soy un convencido de que jamás lograré escribir. Ahí está ese gran pensador que se me hizo odioso desde que quiso encerrarme en el duodécimo paréntesis de su primera página; salté el palito final cuando ya lo estaba parando él y me juré no leer. Pero no leer es algo así como un mutismo pasivo, escribir es el verdadero modo de no leer y de vengarse de haber leído tanto.

Tengo profesión liberal; soy bastante pobre. Si dijera "estoy pobre", el lector creería que le iba a pedir algo; es la verdadera frase pues mi mala situación no es accidental. Esto lo explicaré después, recuérdenmelo.

Soy flaco y más bien feo. En cuanto a mi salud, ni un boticario hijo de médico y casado con partera la tiene peor. Tengo un lote de enfermedades, pero creo que con una me bastará al fin. No las combato porque no sé cuál es la que necesitaré mi último día, día que espero será muy concurrido y en el cual todo el mundo descubrirá, con un talento que siempre disimularon, que yo era buena persona (como lo proclamaba en vano.)

Por el momento no tengo más que cincuenta años, lo que no es mucho, si se tiene en cuenta mi primera fecha. Contando los que viviré todavía algunos me dan sesenta; descontando lo dormido con los ojos abiertos (he leído tanto, se hace tanta política en mi país, hay tantos vegetalistas, moralistas, salvacionistas, tantas estatuas de hombres abnegados, tantas hondas y agudas sentencias jurídicas con "acopio de doctrina" acerca de si los pasadores de las ventanas debe reponerlos el propietario o el locatario, tantos mártires de la obra pedagógica, tantos centenarios de hombres ilustres a causa de que cada uno de ellos tuvo su respectivo nacimiento, fecha que se soporta cada año por impulsión aniversaria, tantos conferencistas y concertistas, tantos discursos de "piedra fundamental" de inauguración), me atengo, por contradecirlos, a cuarenta.

Mi altura no es mala; depende del uso. Por debajo empieza al mismo tiempo con la de Firpo; por arriba deja suficiente espacio hasta el cielo, pero es muy mala para erguirme bajo un postigo de ventana aunque un momento antes me ha servido bien para atarme los botines. Parece increíble que todavía se usen los botines donde no alcanzan los brazos.

Supongan ustedes que yo nací, desde chiquito, en una casa de modistas y supongan también que en aquel tiempo, como hoy, había cosas, no todas, que se hacían aprueba, se daban aprobar; y que en tal casa había una salita ahondada de espejos para probar las clientas los nuevos vestidos. (Creo que un índice científico del grado de felicidad de una época y comunidad es el mayor número de cosas que se acostumbra "dar a probar" y no sé si hoy, me parece que sí, son más que las que disfrutábase en mi juventud.)

En aquel tiempo, puesto el vestido, la persona se veía un poco menos que antes; ahora ese menos verse la persona ha aumentado, menos menos; casi el vestido no tiene nada que ver con esto de cubrirse, con la ventaja ¡increíble! de que se ve la persona y el vestido. (Alguna vez estudiaré cómo el desnudo se reduce a ser modestamente un escote totalitario simultáneo o la suma de todos los escotes sucesivos inocentes posibles a una sola persona.)

Hasta la edad de seis años, yo entraba y salía (hoy no hubiera salido) de la salita de pruebas y ninguna de las clientas me veía, veía que yo andaba viendo. Todo fue descubrirse en casa que yo había cumplido los seis años (yo no creía que se le conociera a nadie en la cara; ¿cómo se sabe?) para prohibírseme la entrada bajo pretexto de que yo antes veía y ahora miraba. Pero saqué de ello el provecho de una gran inclinación por las matemáticas en punto a curvas y ángulos.

A los siete años ya aprendí a venirme abajo de un balcón y llorar en seguida; el golpe no me desconcertaba; no me acongojaba antes de llegar al suelo cuando todavía no tenía utilidad el llorar ya.

Fue demasiado grave para un principiante: caí diez metros seguidos, orientado en perfecta vertical y sin entretenerme nada en el trayecto como siempre se me ha recomendado en los "mandados": todo lo hice sin ayuda. 10 metros para piernas de 7 años es mucho siendo uno solo el que se cae y además los matemáticos no lo aprueban ni quieren creerlo por la desproporción de metro por año. Tan grave fue que no es seguro que yo exista después de ella y de tiempo en tiempo los diarios anuncian mi defunción porque algún cronista ha oído en conversación que hace cuarenta años me tomé de la baranda de la vertical durante diez metros continuos.

(El suelo, que está dondequiera que un porrazo se completa y que, buen compañero, no falta a nadie en la caída, es la altura nunca menospreciada de un aviador de piso, como yo. Esos navegantes del aire que se lanzan afanosos a lo alto como si se propusieran volver a fumar el humo del cigarrillo exhalado momentos antes, harían algo análogo a lo que recientemente me aconteció a mí cuando caminando con un amigo tropecé, mientras le hablaba, tan violentamente hacia adelante, que alcancé las palabras que acababa de pronunciar: me oía mí mismo y tuve oportunidad de corregir un cierto gran disparate comenzado en ellas.) Ejecuté tan bien el venirse abajo que se me atribuyó vocación especial y en el barrio cuando algún chico por descuido pudo caerse, viéndole todos al borde de un balcón vacilando, corrían a mi casa a buscarme para que yo tomara por él el encargo de la caída. Mis chichones sobresalían no sólo en el cuerpo sino en el barrio; aun entre tumefacciones, ya de por sí relevantes, las mías sobresalían y en chichonería comparada era yo persona de fama.

Mi norma, en fin, era: empezar con caídas la maestría de equitación, pero, de caballos chicos. Como escribo bajo la depresiva inseguridad de existir, basta por hoy de una literatura quizá póstuma; soy más prudente que Mark Twain, el otro solo caso [Un mérito excelso en Twain es que fuera tan jovial a pesar del terrible infortunio en que vivió todos sus años después de la edad de ocho, cuando, bañándose con su hermano mellizo y en extremo parecido, ahogose uno de los dos sin que nunca haya podido saberse cuál].

http://delamirandola.com/

lunes, 13 de julio de 2015

Guillaume Apollinaire: El difunto Alfred Jarry



En mayo de 2013, Ediciones De La Mirándola publicó "El amor en visitas" de Alfred Jarry, en una cuidada edición con prólogo de Lucio Arrillaga. Este retrato de Alfred Jarry por Guillaume Apollinaire, publicado en tres entregas, proviene de los Contemporains pittoresques.



EL DIFUNTO ALFRED JARRY
(Tercera y última parte)


Alfred Jarry fue hombre de letras como raramente se lo es. Sus menores actos, sus niñerías, todo eso era literatura. Era porque su único capital eran las letras y sólo ellas. ¡Pero de qué modo admirable! Alguien dijo un día en mi presencia que Jarry había sido el último autor burlesco. ¡Es un error! Si así fuera, la mayoría de los autores del siglo XV, y una gran parte de los del siglo XVI, no serían otra cosa que escritores burlescos. Esta palabra no puede designar los productos más inusuales de la cultura humanista. No disponemos de término alguno que pueda aplicarse a ese júbilo particular en el que el lirismo se vuelve satírico, en el que la sátira, actuando sobre la realidad, sobrepasa de tal modo su objeto que lo destruye, y sube tan alto que la poesía no lo alcanza sin esfuerzo, mientras que la trivialidad es muestra aquí del gusto mismo, y, por un fenómeno inconcebible, se vuelve necesaria. Sólo el Renacimiento permitió entregarse a esas orgías de la inteligencia en las que los sentimientos no tienen parte, y Jarry, por un milagro, fue el último de esos orgiásticos sublimes.



Tenía admiradores y, entre sus lectores, figuraban filólogos y, sobre todo, matemáticos. Era popular, incluso, en la Escuela Politécnica. Pero, entre el público y los hombres de letras, eran muchos los que no sabían apreciarlo. Este desdén lo hacía sufrir enormemente. Una vez me habló largo y tendido de una carta en la que Francis Jammes lo sermoneaba con motivo del Supermacho, que acababa de aparecer. El poeta de Orthez decía que los libros de Jarry delataban al habitante de la ciudad al que la vida fuera de París le devolvería la salud moral, etc. Era eso o algo parecido. “¿Qué diría —observaba Jarry— si supiera que paso la mayor parte del año en el campo, a orillas de un río en el que pesco a diario?”.



Después de mucho tiempo sin encontrarme con él, volví a ver a Jarry en el momento en el que su existencia parecía volverse menos precaria. Publicaba libros, anunciaba La Dragona, hablaba de una pequeña herencia que incluía una torre en Laval. Esa torre, que tenía que hacer restaurar para vivir en ella, tenía la virtud singular de girar incesantemente sobre su base. El movimiento era, sin embargo, muy lento, ya que la torre tardaba cien años en dar la vuelta completa. Creo que esta historia fabulosa provenía de una logomaquia en la que se mezclaban los dos sentidos de la palabra tour y sus dos géneros [la tour: la torre; le tour: la vuelta]. Sea como sea, Jarry se enfermó, y de miseria. Lo salvaron unos amigos. Volvió a París con dinero y facturas de farmacia. ¡Eran cuentas de comerciantes de vinos!

Luego de esto ya no estuve al tanto de su existencia. Pero sé que en pocos días gastó mucho dinero en beber y apenas comió. No supe que lo habían llevado al Hôpital de la Charité. Parece que se mantuvo lúcido y travieso hasta el final. Georges Polti, que fue a visitarlo, se acercó a la cama y, como estaba muy conmovido y es muy corto de vista, no veía a Jarry, quien, moribundo y todo, gritó con voz fuerte, por el gusto de sorprender a su amigo y hacer que se estremeciese: “Y bien, Polti, ¿cómo anda todo?”.



Jarry murió el 1 de noviembre de 1906, y el 3 fuimos unos cincuenta los que seguimos el cortejo. Los rostros no estaban muy tristes, y solamente Fagus, Thadée Natanson y Octave Mirbeau tenían un aspecto un poquito fúnebre. Sin embargo, todo sentían profundamente la desaparición del gran escritor y el encantador muchacho que fue Jarry. Pero hay muertos a los que deploramos, no con lágrimas, sino de otro modo. No imaginamos plañideras en el entierro de Folengo, ni en el de Rabelais, ni en el de Swift. Tampoco hacían falta en el de Jarry. Muertos como estos nunca tuvieron nada en común con el dolor. Con sus sufrimientos nunca se mezcló la tristeza. En semejantes funerales, todos tenemos que mostrar un feliz orgullo de haber conocido a un hombre que nunca tuvo la necesidad de preocuparse por las miserias que lo agobiaban, a él y a los demás.

No, nadie lloraba detrás de la carroza fúnebre del Père Ubu. Y como era domingo, después del Día de los Muertos, la multitud de los que habían estado en el cementerio de Bagneux se repartió, al caer la tarde, por las tabernas de los alrededores. Éstas desbordaban de gente. Todos cantaban, bebían, comían embutidos: cuadro truculento como una descripción imaginada por aquél al que acabábamos de inhumar.

(Fin)



Traducción para Literatura y Traducciones de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán.