LA PESQUISA
En 1897, Paul Groussac publicaba, sin firmarlo, en la revista La Biblioteca, de la Biblioteca Nacional dirigida por él mismo, este relato que constituye el primer cuento policial de la literatura argentina, precedido de la siguiente nota:
El autor de este cuento o relato ha querido guardar el anónimo — y tan
sinceramente, que nosotros mismos ignoramos su nombre. La persona respetable
que nos comunicó el manuscrito nos lo dio como el estreno literario de un joven
argentino. Deseaba conocer nuestra opinión: la expresamos con publicar su
ensayo, a pesar de revelar cierta inexperiencia y no corresponder del todo al
principio la conclusión. No dudamos que *** reincida en la tentativa y que, con
ocasión de otro trabajo, nos permita publicar su noticia biográfica.
Después de la comida y, si la tarde era bella, de
cuatro vueltas dadas sobre cubierta de popa a proa, deteniéndonos a ratos para
encender un cigarro a la mecha del palo mayor o para buscar en vano el
fantástico rayo verde del sol poniente, solíamos sentarnos en un solo grupo
argentino para escuchar cuentos e historias más o menos auténticas. Una noche,
como alguien refiriese no sé qué hazaña de la policía francesa, el conocido porteño,
Enrique M..., que había sido años anteriores comisario de sección en Buenos
Aires y demostraba extraordinaria afición a sentar paradojas en equilibrio
inestable, como pirámides sobre la punta, formuló esta tesis: que en la mayor
parte de las pesquisas judiciales la casualidad es la que pone en la pista,
basta un buen olfato para seguirla hasta dar con la presa. Y a raíz de sostener
acaloradamente su aventurada opinión, que algunos combatían, nos devanó el
siguiente cuento al caso, a modo de argumento irrefutable.
I
Entre mis amados oyentes no habrá quien no recuerde
el suceso trágico de la Recoleta, que durante un mes tuvo aterrado al barrio
del norte de Buenos Aires. En una casa-quinta aislada, donde vivía una señora
anciana con una joven de veinte años, entre hija adoptiva y dama de compañía,
un crimen horrible fue perpetrado durante una de las largas noches del invierno
de 188...
Aunque dicho barrio, entonces menos poblado que hoy,
no dependiera de mi sección, tuve que intervenir en el asunto por ausencia del
comisario a quien correspondía. Avisado a las cinco de la mañana por un
vigilante, acudí al lugar del suceso. Desde la puerta de calle, que daba sobre
el jardincito que rodea la habitación, gotas de sangre salpicaban el suelo; un cadáver
de hombre mal trazado —de la sumaria resultó italiano— estaba tendido en las
gradas del vestíbulo; otro cadáver, el de la dueña de casa —destrozados los
vestidos y desgreñada la blanca cabellera, con una espantosa herida en el
cuello, un tajo brutal de cuchillo que cortara la traquear tena—, yacía en un
dormitorio, apoyado el tronco contra el pie de la cama, en un charco de sangre.
Un revólver de calibre mediano estaba tirado en la alfombra.
La joven, que declaró llamarse Elena C. y permanecía
anonadada en un sillón del cuarto vecino, fue invitada a suministrar los
primeros datos a la policía; después de manifestar su consentimiento con un
ligero ademán, se dio principio al interrogatorio.
Era una encantadora muchacha de aspecto extranjero,
con ojos claros y la suelta cabellera rubia como un trigal; alta y robusta,
vestía de negro con una sencillez elegante que hacía contraste con el desorden
de la catástrofe. Se expresaba con pausa y precisión, sin buscar sus frases ni
rectificar sus palabras, aunque por momentos la brusca emoción de un incidente
recordado interrumpía con un sollozo la empezada narración. Por ella supimos lo
siguiente, que fue completamente confirmado por la instrucción de la causa.
La señora de C., viuda de un comerciante español,
después de liquidar la sucesión había colocado en diferentes bancos el importe
de su modesta fortuna, para retirarse a aquella casita-quinta de su propiedad.
Elena, huérfana recogida por este matrimonio sin hijos, se había criado allí
mismo y no conocía más familia.
La víctima tenía unos sesenta años. Durante la vida
del marido había demostrado una inteligencia y una energía poco comunes,
ayudándole en sus operaciones comerciales. Pero, desde los primeros meses de su
viudez, su espíritu decayó notablemente, hasta caer en una especie de manía
singular: una desconfianza general respecto de la estabilidad de las casas
bancarias más acreditadas, y un terror creciente por la miseria que, según
ella, la esperaba.
Se comprobó que los diferentes depósitos hechos a su
nombre en tres grandes bancos de Buenos Aires, alcanzaban a la suma de cuarenta
y cinco mil pesos oro. Pero, poco a poco había ido retirando todas las
cantidades depositadas, ignorándose el destino que le diera... Elena suponía
que la señora de C. guardaba sus valores en una gran cartera con cerradura que
había visto una o dos veces en sus manos, y que creía encerrara en un macizo y
enorme baúl que se veía tras de la cama, abierto ahora, y, sin duda, fracturado
por los asesinos. Estaba vacío.
Las dos mujeres vivían con estricta economía, sin
más servicio que una cocinera que se retiraba después de servir la comida. La
señora de C. no tenía ya renta alguna: para los gastos de la casa, salía ella
misma a cambiar mensualmente un billete de cien pesos fuertes, cuyo valor se
distribuía en los treinta días del mes con un rigor matemático.
Tiempo hacía, declaró Elena, que este método de vida
claustral, en un barrio aislado y distante, se había vuelto insoportable para
ella, al par que la soledad inspirábale serios temores. El rumor de las grandes
sumas que poseía en cartera su bienhechora, había cundido por el vecindario; y
ya una noche la señora de C. —que guardaba siempre un revólver armado en su
velador y lo manejaba con una destreza varonil— había hecho fuego sobre un presunto
ladrón a quien sorprendió escalando la reja del jardín. —Después de este
suceso, que ocurrió seis meses antes y alarmó a Elena, ésta insistió con tanta
energía para mudar de casa que la señora parecía dispuesta a ceder y prometía
siempre trasladarse en breve a otro barrio más central.
Tal fue, en compendio, la relación de la interesante
Elena, que fue confirmada por la cocinera. En cuanto al drama presente, la
muchacha lo explicaba del siguiente modo, y las indagaciones ulteriores
parecieron corroborarlo en todas sus partes. Con todo, debo decir que uno o dos
puntos obscuros no dejaron de despertar en mí una vaga desconfianza, teniendo
alerta mi instinto olfateador de sabueso policial. Pero aquello fue muy
pasajero, y luego todas mis sospechas se desvanecieron —o adormecieron.
La víspera, a las diez de la noche, después de los
rezos en común, según la invariable costumbre, Elena dejó a la señora de C. en
su dormitorio, y ganó el suyo que no era contiguo sino separado por el comedor,
y con ventana a los fondos de la casa.
Elena no estaba acostada aún, habiéndose quedado
entretenida hasta muy tarde con la
lectura de una novela. Había comenzado a desnudarse, cuando un grito de mujer,
prolongado y desgarrador —un clamor que no tenía nada de humano y parecía el aullido
de una fiera en agonía—, rasgó el lúgubre
silencio de la noche... «Di un salto, herida por un choque eléctrico, mas quedé
al pronto inmóvil, como petrificada por el terror. Me era imposible dar un paso
adelante, aunque hacía para ello el más intenso esfuerzo de voluntad... Aquello
duró unos segundos... Retumbó entonces una detonación; —percibí otro grito
ahogado... un tropel de gente que lucha; el sordo desplome de un cuerpo en el
suelo, y, en seguida, un lamento lastimero que fue apagándose por grados,
concluyéndose en arrastrado estertor. Al fin, pude sacudir la capa de hielo que
me paralizaba... Corrí al dormitorio, cuya puerta estaba abierta, así como la
ventana que daba a la galería exterior... Mi madre, tendida al pie de la cama,
en las últimas convulsiones de la agonía, no pudo sino reconocerme en una larga
mirada, desesperada, extraviada, que la muerte empañó rápidamente».
Algunos vecinos acudieron, encontrando en el
vestíbulo el cadáver del presunto asesino; un médico, llamado a escape, no pudo
sino hacer constar la doble muerte, producida por bala de revólver la del
hombre, por arma cortante la de la mujer. Entretanto, con el relato de Elena y
el minucioso examen del escenario, yo procuraba reconstruir la tragedia reciente.
Los asesinos —pues eran dos, según lo demostraban las pisadas en el jardín,
todavía discernibles a pesar de las idas y venidas de los vecinos— habían
quedado acechando la hora propicia en un ángulo obscuro de la casa. Entre las
dos y las tres de la mañana, uno de ellos había penetrado en las habitaciones
con ganzúa, mientras el otro permanecía en observación. La víctima, que dormía
siempre con una lamparilla encendida y su revólver bajo la almohada, se había
despertado sobresaltada al sentir la garra feroz que le tapaba la boca, y, en
el instante mismo en que el acero le abría la garganta, ella hacía fuego sobre
su matador, a quema ropa... En este punto de mi escena mental, mi mirada cayó
en el revólver de la alfombra; lo tomé y examiné: era un arma suiza común, de
calibre 9. Tuve un sacudimiento de sorpresa: ¡el revólver estaba cargado con
sus seis cartuchos intactos! ¡Patatrás! Era el ruido de mi laboriosa hipótesis
que se venía al suelo...
La señora de C. no había disparado el tiro cuya bala
mató al desconocido (ya no me atrevía
a calificar el cadáver que yacía a pocos pasos): ello aparecía claro como la
luz; pero ahora el obscuro problema se planteaba más extraño y enigmático que
antes. La realidad estaba allí: el cadáver de una mujer asesinada en su cuarto,
otro cadáver de un extraño, cuyo aspecto sórdido revelaba claramente sus
intenciones al penetrar en lugar habitado —y, como único lazo entre los dos
actos violentos, el espectáculo de los muebles abiertos y las puertas forzadas.
No era dudoso que el asesino, después del crimen, había robado o pretendido
robar a mansalva; habíase luego escapado por la ventana; pero, ¿quién le había
detenido en su fuga, quién había muerto al matador? Era inverosímil y casi
inadmisible la hipótesis de una riña instantánea entre los dos cómplices,
rematando en un balazo mortal. Así no proceden los criminales de oficio...
Perdido en conjeturas que mi experiencia desechaba apenas formadas, recorría los
cuartos y galerías, bajaba al jardín y volvía a subir, sin poder dar con la
solución probable del problema ni abandonar su enervante prosecución. —Mientras
vagaba así alrededor de la casa, un detalle extraño despertó nuevamente mi
sorpresa: el rastro de un hombre llegaba hasta la ventana del cuarto de Elena,
y hasta parecía que hubiera saltado de su borde al jardín. La huérfana confesó
que en cierto momento había oído un ruido ligero, pero, como estaban cerrados
los postigos, no pudo ver nada y no se atrevió a abrir.
La explicación me pareció satisfactoria. Por otra
parte, ¿quién podía abrigar sospecha y pensar un instante en establecer
correlación alguna entre el abominable crimen y esta fresca muchacha que
sollozaba al recordar a su madre adoptiva, revelaba todos los detalles de su
pasado y desarrollaba ante nosotros con imperturbable tranquilidad la trama
gris de su monótona existencia?
El asesino había saqueado el cuarto. El ropero, la
cómoda, el baúl habían sido fracturados: vestidos, ropa blanca y cien objetos
menudos yacían en desorden por la alfombra. Sin embargo, en un pequeño cajón de
doble fondo de la cómoda, se encontró un testamento ológrafo que instituía a Elena
heredera universal. Una sola cláusula descubría el espíritu algo extraviado de
la víctima: «Y recomiendo a mi amada Elena que no se separe nunca del medallón
en forma de candado de oro que llevo
en el cuello: allí está mi verdadera fortuna, si ella la sabe encontrar».
Ese medallón no fue hallado, por más que Elena
demostrara vivísimo interés por él. Sin duda lo había arrancado el asesino con
violencia, pues se notaba en el cuello de la muerta una línea lívida con una
ligera escoriación. Tampoco se encontraron valores: el robo, evidentemente, era
el único móvil del crimen.
La instrucción no dio más resultados. El matador y
probable cómplice del asesino pudo escapar a todas las pesquisas. Pocas semanas
después tuve que ausentarme por un par de meses, y a mi vuelta nadie hablaba ya
de la sangrienta tragedia, que para todos quedó como un crimen vulgar,
perfectamente explicable, si bien para mí era un problema tenebroso cuya
solución no había sido descifrada todavía ni al parecer lo sería jamás. Supe
vagamente que Elena había anunciado la venta de la casita, pero que mientras
tanto vivía en ella con una sirvienta extranjera.
Los múltiples asuntos de mi cargo se sobrepusieron
poco a poco a la honda impresión recibida aquella noche, y esta se hallaba casi
del todo borrada en mí, cuando resurgió una mañana al leer en un diario el
siguiente aviso:
Se ha perdido un candadito de oro labrado, para medallón; representa
escaso valor y sólo lo tiene para su dueño por ser un recuerdo de familia. Se
pagará mil pesos fuertes a la persona que pueda devolverlo. Dirigirse a Concepción
Lisagaray. Poste restante.
Lo insólito del aviso, a pesar de su forma trivial,
llamó mi atención. No conocía, por supuesto, el nombre indicado. Pero la suma
ofrecida por esa prenda era tan superior a su valor probable, que tuve el
instinto de hallarme en la pista de algún misterio. Estuve perplejo y caviloso
durante todo ese día, cuando, de repente, un rayo de luz cruzó por mi cerebro:
¡El candado de oro! ¡El crimen de la Recoleta!
II
No puedo decir que formé mi plan, pues muy evidente
está que necesitaba dirigirme a tientas, o, mejor dicho, dejarme llevar por los
acontecimientos; pero desde ese momento tuve la vaga intuición de estar en la
pista de una solución extraordinaria, inesperada, del suceso antes referido.
Confieso que al interés profesional se agregaba ahora un vehemente deseo, hecho
de curiosidad desinteresada, por descubrir la verdad a toda costa, para mí
solo, y sin poner en juego los resortes oficiales. Felizmente, mi amistad
personal con un alto empleado del Correo me permitía practicar ciertas
averiguaciones sin que interviniera directamente el departamento central de
policía, cuyo auxilio reservaba para un caso supremo.
No tenía sino dos jalones, pero bastaban para fijar
la dirección que había de llevar: debía desde luego establecer que el aviso del
diario había sido publicado por Elena C., bajo el nombre de alguna persona muy
allegada; en seguida, descubrir al poseedor de la prenda perdida, si llegaba a presentarse.
Era cosa evidente que Elena no creía en un hallazgo fortuito: para ella, como
para mí, el actual poseedor del relicario era el ladrón, o más probablemente un
encubridor y cómplice. De todos modos, ahí estaba el nudo de la cuestión. El
detalle que más enardecía mi curiosidad era la suma enorme ofrecida por esa
prenda. Y entonces la extraña cláusula del testamento de la anciana señora me
volvió a la memoria: allí está mi
verdadera fortuna, si la sabe encontrar.
Entre mis agentes, había un belga, antiguo empleado
de la Prefectura de Bruselas, discretísimo y atrevido, —un sabueso capaz de
rastrear en el agua. Le di el encargo de averiguar sigilosamente el método de
vida de Elena, procurando descubrir si entre sus amigas había alguna llamada
Concepción Lisagaray. El resultado fue mucho más rápido de lo que era dado
esperar.
Al día siguiente —recuerdo que era el 24 de
diciembre, víspera de Navidad— se presentó temprano a mi despacho mi fiel
agente Hymans, y allí, con su flema habitual y admirable economía de palabras,
me dijo sencillamente, después de saludarme:
— Elena C. tiene una sirvienta vasca, llamada
Concepción Lisagaray; viven solas, sin visitas. Hace dos meses que Elena está
en posesión de su herencia, y desde entonces ha dejado de visitarla su
apoderado, el único hombre que pisaba la casa. ¿Qué manda ahora el señor
Comisario?
Conocía a mi hombre: no malgasté el tiempo en
felicitaciones. Le ofrecí una taza de café, que rehusó, y un cigarro habano,
que aceptó.
—Ahora, díjele, se trata de no perderle pisada a la
tal Concepción o a la misma Elena si saliera. Y cuando una de las dos se dirija
al correo o algún buzón, probablemente al de Cinco Esquinas, me avisa Ud. a escape.
Gastos discrecionales.
Se retiró y fui al correo: tenía, como dije,
relación con el jefe de la sección Poste
Restante y no hubo necesidad de recabar autorización superior.
—¿Recuerda Ud. haber entregado en estos días alguna
carta dirigida a Concepción Lisagaray?
El empleado no vaciló: la víspera, una mujer, joven
aún, vestida como sirvienta y de aspecto extranjero, había retirado una carta,
exhibiendo un pasaporte español a su mismo nombre. Tuve un brusco ademán de
contrariedad, pero me contuve y agregué:
—Comprenda Ud. de qué se trata... La policía sigue
una pista: necesito que si el caso se renueva dé Ud. algún pretexto para
retener la carta demorando a la interesada y dándome aviso inmediatamente. Le
encargo la discreción.
Me retiré a mi casa, lentamente, absorto en mis
reflexiones. Indudablemente había perdido la oportunidad de dar un paso
definitivo. Elena había recibido contestación. ¿Quién me respondía de que esa
contestación no pusiera punto final a las negociaciones? A estar yo presente, hubiera seguido a la
sirvienta, y, de grado o por fuerza, habría sabido el nombre del
corresponsal... Pero no abandonaba la partida; al cabo el famoso candado no iba
en la carta, y si se indicaba alguna cita para la devolución, lo sabría por mi
agente Hymans.
Me senté a comer, esforzándome para conservar mi
calma entera y no excitar mis nervios con inútiles cavilaciones. Pero el Candado de oro, como una fórmula de
hechizamiento, zumbaba en mis oídos, relumbraba en la pared, me perseguía, me
acosaba sin cesar, a manera de esas obsesiones enfermizas de la alucinación.
Eran las ocho y ya me levantaba para salir, cuando
Hymans se presentó, deteniéndose en la puerta para esperar mis preguntas. Primero
interrogué su fisionomía: estaba fría, impenetrable como siempre.
—¿Nada? grité con ansiedad... Dio un paso hacia
adelante:
—¡Hay algo!
No pude contener un grito que, lo confieso, daba una
pobre idea de mis aptitudes profesionales, en cuanto a dominio propio e
impasibilidad.
—Señor, hace una hora que la tal Concepción fue a dejar
una carta en el buzón de Cinco Esquinas. Luego...
—Pero, ¿cómo no ha procurado Ud. averiguar el
nombre, la dirección? ¡Ah!, ¡ira de Dios!...
Ya me lanzaba a las recriminaciones, furioso y ciego
como el jabalí por entre el monte. Hymans me detuvo con un ademán y pronunció
estas palabras con su calma acostumbrada:
—La carta llevaba esta dirección: Señor don Cipriano
Vera, calle de la Victoria, número 158...
¡Ah!, ¡sangre meridional!, me abalancé sobre Hymans,
lo abracé, lo arrojé sobre un sofá y tutéandolo por primera vez, le grité con
una carcajada: ¡Bien, hijo mío: cuéntamelo todo!
El relato era corto, sobre todo en boca de aquel
diablo de flamenco que hubiera despachado en tres minutos la historia del sitio
de Troya.
En substancia supe lo siguiente: hacía dos días que
el muy bellaco enamoraba a la sirvienta, prodigándole finos requiebros, acompañamientos
al mercado, regalos de confites y otros galanteos de alto estilo. Omito muchos
detalles sabrosos y pruebas de su maquiavelismo un tanto primitivo. Lo cierto
es que no había tenido mucha dificultad para conseguir su propósito —me refiero
al dato buscado. Aquella misma tarde, al saber que Concepción llevaba una
carta, se empeñó en ahorrarle el trabajo de echarla al buzón, haciéndolo él
mismo con exquisita galantería; así pudo leer rápidamente la dirección y
grabarla en su memoria infalible.
Concluido el interrogatorio y apuntadas las señas
que me dictó, cargué cuidadosamente mi revólver de bolsillo, y saliendo con
Hymans hasta la puerta de la calle, le despedí con estas palabras:
—Yo voy allá, al Once de Septiembre: siga Ud. en
acecho y deme aviso en la Comisaría si algo ocurre; esperaré hasta las dos...
Pero, amigo ¡cuidado con el fuego!, no vaya a salir cierto el cuento...
—¡No hay peligro, señor!
III
Me dirigía resueltamente al Once de Septiembre, o sea
al número 158... de la calle Victoria, que era el de la casa indicada. Así lo
había combinado y deliberado de antemano. Llegado que hube a la plaza Lorea,
tomé un coche con esa intención. Repentinamente, en el momento de dar las señas
al cochero, grité: ¡calle Larga de la
Recoleta!
Yo creo firmemente que hay en nuestro ser mental una
especie de segundo yo instintivo y vergonzante, que habitualmente cede el lugar
al primero, — al yo inteligente y responsable que procede por lógica y razón
demostrativa. Pero en ciertos instantes, raros para nosotros, gente vulgar, y
frecuentes para el hombre de genio, el antiguo instinto desheredado, esa como conscientia spuria, que diría
Schopenhauer, se lanza a la cabeza del batallón de las facultades y manda
imperiosamente la maniobra.
Así pensaba yo, mientras el coche me arrastraba
hacia el norte de la ciudad. Eran las nueve de la noche, y hasta en los barrios
más apartados notábase cierto bullicio e inusitada algazara: recordé que era
Noche Buena. Repito que no hubiera podido analizar el móvil exacto de mi cambio
de resolución; pero iba ahora instintivamente a casa de Elena, persuadido,
convencido de que allí se iba a decidir la cuestión aquella misma noche.
Despedí el coche en Cinco Esquinas, y continué mi
camino a pie. Era una pesada noche de verano; soplaba una virazón de tormenta
que amontonaba ya los nubarrones por el sudeste. Estaba llegando yo a la
casa-quinta de Elena, cuando un bulto negro se desprendió de la pared y vino
hacia mí. Era Hymans. Nada había ocurrido, pero sabía que Concepción tenía
licencia para asistir a la «misa del gallo». Comprendí al punto que Elena
necesitaba estar sola esa noche. Di mis instrucciones a Hymans, para que en
caso de acompañar a la sirvienta se hiciera substituir allí por otro agente de
confianza, y llamé a la puerta.
El jardín estaba en tinieblas, y una sola luz se
vislumbraba por la bajadas celosías de una habitación. Pasaron algunos
segundos, percibí un movimiento seco en la ventana, como si alguien inclinara
la celosía para mirar. Volví a llamar con más fuerza, oí un ruido de pasos
sordos en la arena, con un frú-frú de vestido, y una voz de mujer, a dos pasos
de la reja, preguntó con acento vasco: ¿Quién ha llamado? — Cipriano Vera,
contesté en voz baja.
La puerta se abrió, y entré sin agregar una palabra.
IV
Noté que la sirvienta se quedaba fuera, después
devolver a cerrar la puerta, como si empezara su licencia con haber introducido
a un visitante esperado en la casa. Al igual del jardín, el pequeño vestíbulo,
precedido de unas gradas, estaba en completa obscuridad.
En la ventana de la salita de recibo vagamente
alumbrada, se divisaba la silueta negra de una mujer, espiando sin duda mi
entrada. Di resueltamente unos veinte pasos por la calle enarenada, y subí la
gradería del vestíbulo; entonces, en el marco de luz de la puerta entreabierta,
Elena apareció murmurando con una voz que me pareció trémula de emoción:
—¿Ya estás aquí, Cipriano? no te esperaba aún...
Y se adelantó vivamente hacia mí con los brazos
abiertos... De repente arrojó un grito de sorpresa y pavor, y dio un paso
atrás, en tanto que yo mismo, no menos sorprendido por lo inesperado de la
situación, balbuceaba algunas palabras de saludo y confusa disculpa.
Reconociome al punto, y, con un suspiro de tristeza,
entró en la salita donde la seguí. Me senté en una silla muy cerca de ella, de
manera que, al ocupar el sofá, Elena recibiese de frente la luz de una lámpara
puesta en la mesa central. Pareciome enflaquecida y algo marchita; vestía de
luto con severa sencillez, y la larga trenza de oro que yo conocía oscilaba en
su espalda con cada movimiento suyo. Quedó un rato silenciosa y con los ojos
bajos; yo podía contemplar sin sonrojarla la gracia esbelta de su persona que
despedía como un perfume de distinción.
Al fin hablé, buscando los términos menos hirientes
para sus oídos de mujer joven y huérfana. Su exclamación reciente acababa de
levantar para mí una punta del velo misterioso; pero era tan extraño lo que
creía entrever, tal contraste formaba con el aspecto noble de esta desgracia,
que mi voz casi temblaba al interrogarla.
—Usted esperaba a Cipriano Vera ¿no es verdad?
Me contestó con la cabeza y sin alzar la mirada.
—Elena, quisiera persuadirla de que mis palabras
nacen de un interés sincero por su situación. —Ese hombre posee una prenda de
gran valor para usted. ¿Cómo la tiene? He comprendido que es muy amigo suyo...
¿Por qué necesita usted valerse de la publicidad para recuperarla?
Me contestó, sin que variara su actitud:
—Cipriano tomó la prenda aquí, en la noche del
crimen...
Tuve un ligero estremecimiento, y casi sin atreverme
a formular mi pensamiento:
—Entonces... ¿ha sido cómplice?
Levantose bruscamente, juntó las manos y alzando los
ojos por vez primera, me miró de frente y exclamó con acento vibrante :
—¡Cipriano! ¿Ha creído usted que él era un asesino?...
Se detuvo; y como sin contestarle seguía mirándola
fijamente, comprendió, sin duda, la pregunta delicada que yo callaba; entonces
bajó nuevamente los ojos, al tiempo que un tinte rosado subía a sus mejillas
pálidas, y murmuró con acento resignado:
—Y bien, sí; la realidad es menos atroz que su
sospecha. Cipriano estaba en mi cuarto, esa noche, en esa hora terrible... Voy
a confesarle toda la verdad. Tal vez con sonrojarme ante usted, logre evitar la
pública vergüenza...
V
Era la vieja historia, el fresco idilio que remata
en drama lastimero, como en el gran poema humano de nuestro siglo. Un día él la
vio salir de una iglesia y la siguió. Se cruzaron las miradas, luego se rozaron
las manos trémulas después de los primeros saludos, de las primeras palabras
triviales y fingidamente alegres, balbuceadas con todo el corazón estremecido y
los labios secos... En fin, como siempre sucede, se amaron antes de conocerse,
y cuando se conocieron parecioles que habían nacido para amarse eternamente.
Cipriano vivía con una madre pobre a quien sostenía
con su trabajo: era empleado y tenía veintiséis años. Ella, huérfana, y criada
sin esos besos maternos que siembran rosas en las mejillas infantiles, crecida
como yedra en pared que mira al sud y no conoce al sol, dejose arrastrar por la
pendiente fascinadora. Quiso confiar a sus padres adoptivos la gran aventura
que caía en su vida: pero éstos, que eran egoístas y la querían para sí,
helaron en sus labios el primer asomo de confesión. Y entonces, fatalmente,
sucedió al poema virginal bajo la luz del cielo, el enredo cada día más
encubierto de las citas clandestinas, en la plaza desierta, en la reja del
jardín, y últimamente, después de la muerte, del padre, en el cuarto de la joven...
Cuando todas las luces de la casa se apagaban, Cipriano entraba como un ladrón
por el jardín obscuro, pues la anciana señora no confiaba ni a su pupila la
llave de la puerta; y una noche el amante furtivo había oído silbar a pocas
pulgadas de su cabeza la bala de un revólver. Él era el presunto ladrón a quien
la viuda hiciera fuego.
La noche del drama, Cipriano entró como siempre
escalando la reja de la calle, y luego dirigiose al cuarto de Elena, rodeando
la casa y penetrando al interior por la ventana abierta.
Por centésima vez, se repetían en voz baja las
protestas y juramentos de un amor sincero. Cipriano ya tenía el consentimiento
de su madre, y no esperaba sino un anunciado y merecido ascenso en su carrera
administrativa para realizar al fin su compromiso leal. Elena hablaría clara y
honradamente a su madre adoptiva: y si ésta negaba su consentimiento... y bien
: al cabo, ¡Elena tenía veinte años!...
Acababan de dar las dos en el reloj del comedor; de
repente Elena tuvo un sobresalto; poniendo su mano en la boca de Cipriano,
prestó el oído hacia el cuarto vecino: parecíale que un ruido insólito se había
dejado sentir por el vestíbulo. Así quedó un instante, con la boca abierta y
los ojos dilatados, sin percibir otro rumor que el viento en los follajes. El
joven, risueño y confiado, la serenaba enlazándola en sus brazos, y volvía a seguir
el tierno diálogo, cuando el estridente clamor de la víctima herida retumbó
espantosamente en el silencio nocturno. Elena se precipitó hacia dentro, sin
reparar en el peligro, mientras Cipriano, saltando por la ventana con revólver
en mano, rodeaba la casa para entrar por el frente, como llamado de la calle al
grito de auxilio. Al trepar la galería tropezó con un hombre que huía, y junto
con el choque sintió un dolor agudo en el hombro izquierdo; hizo fuego a quema
ropa y el hombre cayó. Un objeto metálico rodó a los pies de Cipriano que
instintivamente lo recogió.
Al colocarlo en su bolsillo, pareciole que su mano
estaba mojada como por agua tibia. Entonces comprendió que la tragedia había
concluido, y que el mayor peligro para Elena resultaba de su presencia en el
sitio; huyó, cubierto de sangre, procurando comprimir la que salía por la
herida. Felizmente el frío de la noche contribuyó a contenerla, y pudo tomar un
coche que volvía vacío y lo dejó en su casa, casi desmayado...
Todos estos detalles no se supieron sino después. En
cuanto a Elena, sola con su madre expirante, tuvo la atroz energía de componer
el lugar de la catástrofe, volver a cerrar su ventana, y discurrir de antemano
la explicación que pudiese salvar siquiera su honra y la de su cómplice
inocente...
VI
Escuché con emoción profunda el relato de Elena. No
podía ya dudar de la verdad: su explicación era limpia como sus lágrimas,
convincente y clara como la luz del sol. Después de concluir había quedado
pensativa. Hubo un gran silencio, y sólo entonces reparamos en el viento que
arreciaba y los truenos violentos que anunciaban la próxima tempestad.
Una reflexión postrera me asaltó, y dirigile
nuevamente esta pregunta:
—Todo lo veo y comprendo; pero no se ha encontrado
valor alguno en los bolsillos del asesino; fuera del medallón, no tuvo tiempo
de robar nada, ¿dónde estará la fortuna de la señora?
Parecía como que mi voz la despertara de un pesado
letargo; y me contestó después de breve pausa:
—Mi madre, cediendo a su manía, había ocultado sin
duda su dinero en un punto de esta casa. Ignoro donde; pero creo, estoy segura
que el candado de oro nos lo revelará. Ahora sé que Cipriano lo tiene. ¡Cuánto
he padecido en estos meses sin explicarme su prolongado silencio, su abandono
aparente! Una carta de él, que recibí ayer, me ha revelado la verdad. Su herida
tomó un aspecto alarmante: durante varios días, el médico creyó que el puñal
del asesino había atravesado el pulmón. Cuando la herida empezó a cicatrizarse
después de algunas semanas, no supo sino vagamente los resultados de la instrucción
criminal. No podía confiar a extraños sus ansiedades. Temía por mí, recelaba de
su madre, quien, ante el escándalo de la causa, me hubiera rechazado para
siempre. Además, él mismo juzgó incurable su mal. A principios de la primavera
tuvo un vómito de sangre; y cuando por orden del médico fue llevado a Mendoza,
tuvo la persuasión de que allí iba a morir. Y entonces, ¿para qué causar a la
mujer que amaba y que tanto había sufrido por él este dolor supremo?... Al fin,
restablecido, y preparándose para volver, había leído en un diario el aviso de
Elena, y le había escrito explicándoselo todo y fijándole para esta misma noche
su primera entrevista después del largo padecer...
En este momento oyose llamar con fuerza a la puerta
de calle. Nos levantamos a un tiempo: Elena me tomó la mano murmurando: ¡es Cipriano! Y su mirada suplicante me
dirigía una muda interrogación:
—Ábrale, Elena, contesté suavemente: llegamos al
término.
Salió y volvió pocos momentos después, precediendo a
un joven de aspecto enérgico y atrayente. Aunque pálido y delgado todavía,
traía en su mirada brillante la revelación del triunfo definitivo de la
juventud. Me saludó, escuchó de boca de Elena algunas palabras explicativas, y
tomándola de la mano cariñosamente, le dijo con una sonrisa:
—Albricias, Elena: no sólo te traigo el famoso
candado sino el secreto que encierra.
Sacó de su bolsillo un medallón de oro y se lo
entregó. Era un candadito redondo y liso, de oro bruñido, sin más adorno que
una roseta de brillantes en su centro. La prenda valdría unos cincuenta duros,
y me parecía incomprensible el alto significado que ambos le daban. Entonces
volvió Cipriano a tomarlo en su mano, apoyó tres veces con fuerza en la cabeza
central y el candado se abrió como un relicario. Nos aproximamos a la luz, y
leímos estas palabras grabadas en la tapa interior:
TRAS DE MI CÓMODA
E. L. E. N. A.
La joven dio un grito de alegría.
—¡Ya sé el secreto de la cerradura: son las cinco
letras que no podía adivinar!
Rápidamente nos llevó a la pequeña cómoda del
dormitorio, retirámosla sin gran trabajo y apareció la puerta de una caja de
hierro, incrustada en la pared. De construcción especial, no tenía cerradura
visible, sino cinco botones de acero con ancha cabeza giratoria y las letras
del alfabeto en contorno.
Hacía una semana que Elena, arreglando lo muebles
con la sirvienta, había descubierto el singular escondrijo. Pero, desconfiando
de toda intervención extraña, había preferido seguir su instinto de mujer, que
le señalaba el candado de oro como la clave del enigma.
En efecto, Cipriano colocó las letras en el orden
indicado, y con el primer movimiento de tracción, la puerta se abrió. Una
enorme cartera de cuero de Rusia ocupaba el único estante de la caja. Contenía
cuarenta mil pesos fuertes en billetes de banco.
Un mes después Cipriano y Elena se casaron y fui yo
mismo...
— Manda decir el señor comandante que tengan ustedes
la bondad de hacer silencio...
Era un atento marinero que interrumpía al narrador
engolfado en la preparación de su final. El simpático dictador del Orénoque, persuadido de que el fin
primordial de las travesías es el bienestar de los comandantes nerviosos, hacía
cumplir religiosamente la inviolable consigna.
Enrique M. esperó vanamente una protesta de su
auditorio: en sus sillones de hamaca, al resplandor de la luna que derramaba su
plata líquida sobre las olas quietas, todos dormían profundamente.