LEON BLOY
Je suis escorté de
quelqu’un qui me chuchote sans cesse que la vie bien entendue doit être une
continuelle persécution, tout vaillant homme un persécuteur, et que c’est la
seule manière d’être vraiment poète. Persécuteur de soi-même, persécuteur du
genre humain, persécuteur de Dieu. Celui qui n’est pas cela, soit en acte, soit
en puissance, est indigne de respirer.
León Bloy.
(Prefacio de «Propos d’un entrepreneur de
démolitions».)
CUANDO William Ritter llama a León Bloy «el
verdugo de la literatura contemporánea», tiene razón.
Monsieur de Paris vive sombrío, aislado, como en
un ambiente de espanto y de siniestra extrañeza. Hay quienes le tienen miedo;
hay muchos que le odian; todos evitan su contacto, cual si fuese un lazarino,
un apestado; la familiaridad con la muerte ha puesto en su ser algo de
espectral y de macabro; en esa vida lívida no florece una sola rosa. ¿Cuál es
su crimen? Ser el brazo de la justicia. Es el hombre que decapita por mandato
de la ley. León Bloy es el voluntario verdugo moral de esta generación, el
Monsieur de París de la literatura, el formidable e inflexible ejecutor de los
más crueles suplicios; él azota, quema, raja, empala y decapita; tiene el knut
y el cuchillo, el aceite hirviente y el hacha: más que todo, es un monje de la
Santa Inquisición, o un profeta iracundo que castiga con el hierro y el fuego y
ofrece a Dios el chirrido de las carnes quemadas, las disciplinas sangrientas,
los huesos quebrantados, como un homenaje, como un holocausto. «¡Hijo mío predilecto!»
le diría Torquemada.
Jamás veréis que se le cite en los diarios;
la prensa parisiense, herida por él, se ha pasado la palabra de aviso:
«silencio.»
Lo mejor es no ocuparse de ese loco furioso;
no escribir su nombre, relegar a ese vociferador al manicomio del olvido...
Pero resulta que el loco clama con una voz tan tremenda y tan sonora, que se
hace oír como un clarín de la Biblia. Sus libros se solicitan casi
misteriosamente; entre ciertas gentes su nombre es una mala palabra; los
señalados editores que publican sus obras, se lavan las manos; Tresse, al dar a
luz Propos d’un entrepreneur de
démolitions, se apresura a declarar que León Bloy es un rebelde, y que si
se hace cargo de su obra, «no acepta de ninguna manera la solidaridad de esos
juicios o de esas apreciaciones, encerrándose en su estricto deber de editor y
de «marchand de curiosités litteraires.»
León Bloy sigue adelante, cargado con su
montaña de odios, sin inclinar su frente una sola línea. Por su propia voluntad
se ha consagrado a un cruel sacerdocio. Clama sobre París como Isaías sobre
Jerusalén: «¡Príncipes de Sodoma, oíd la palabra de Jehová; escuchad la ley de
nuestro Dios, pueblo de Gomorra!» Es ingenuo como un primitivo, áspero como la
verdad, robusto como un sano roble. Y ese hombre que desgarra las entrañas de
sus víctimas, ese salvaje, ese poseído de un deseo llameante y colérico, tiene
un inmenso fondo de dulzura, lleva en su alma fuego de amor de la celeste
hoguera de los serafines. No es de estos tiempos. Si fuese cierto que las almas
transmigran, diríase que uno de aquellos fervorosos combatientes de las
Cruzadas, o más bien, uno de los predicadores antiguos que arengaban a los
reyes y a los pueblos corrompidos, se ha reencarnado en León Bloy, para venir a
luchar por la ley de Dios y por el ideal, en esta época en que se ha cometido
el asesinato del Entusiasmo y el envenenamiento del alma popular. El desafía,
desenmascara, injuria. Desnudo de deshonras y de vicios, en el inmenso circo,
armado de su fe, provoca, escupe, desjarreta, estrangula las más temibles
fieras: es el gladiador de Dios. Mas sus enemigos, los «espadachines del
Silencio», pueden decirle, gracias a la incomparable vida actual:
«los muertos que vos matáis,
gozan de buena salud.»
¡Ah, desgraciadamente es la verdad! León Bloy
ha rugido en el vacío. Unas cuantas almas han respondido a sus clamores; pero
mucho es que sus propósitos de demoledor, de perseguidor, no le hayan conducido
a un verdadero martirio, bajo el poder de los Dioclecianos de la canalla
contemporánea. Decir la verdad es siempre peligroso, y gritarla de modo
tremendo como este inaudito campeón es condenarse al sacrificio voluntario. Él
lo ha hecho; y tanto, que sus manos capaces de desquijadar leones, se han
ocupado en apretar el pescuezo de más de un perrillo de cortesana. He dicho que
la gran venganza ha sido el silencio. Se ha querido aplastar con esa plancha de
plomo al sublevado, al raro, al que viene a turbar las alegrías carnavalescas
con sus imprecaciones y clarinadas. Por eso la crítica oficial ha dejado en la
sombra sus libros y sus folletos. De ellos quiero dar siquiera sea una ligera
idea.
¡Este Isaías, o mejor, este Ezequiel,
apareció en el Chat Noir!
«Llego de tan lejos como de la luna, de un
país absolutamente impermeable a toda civilización como a toda literatura. He
sido nutrido en medio de bestias feroces, mejores que el hombre, y a ellas debo
la poca benignidad que se nota en mí. He vivido completamente desnudo hasta
estos últimos tiempos, y no he vestido decentemente sino hasta que entré al Chat Noir.» fue Rodolfo Salis, «le gentil homme cabaretier», quien le
ayudó a salir a flote en el revuelto mar parisiense.
Escribió en el periódico del «cabaret» famoso, y desde sus primeros
artículos se destacaron su potente originalidad y su asombrosa bravura. Entre
las canciones de los cancioneros y los dibujos de Villete, crepitaban los
carbones encendidos de sus atroces censuras; esa crítica no tenía precedentes;
esos libelos resplandecían; ese bárbaro abofeteaba con manopla de un hierro
antiguo; jinete inaudito, en el caballo de Saulo, dejaba un reguero de chispas
sobre los guijarros de la polémica. Sorprendió y asustó. Lo mejor, para
algunos, fue tomarlo a risa. ¡Escribía en el Chat Noir! Pero llegó un día en que su talento se demostró en el
libro; el articulista «cabaretier»
publicó Le Revelateur du Globe, y ese
volumen tuvo un prólogo nada menos que de Barbey d’Aurevilly.
Sí, el condestable presentó al verdugo. El
conde Roselly de Lorgues había publicado su Historia
de Cristóbal Colón como un homenaje; y al mismo tiempo como una protesta
por la indiferencia universal para con el descubridor de América. Su obra no
obtuvo el triunfo que merecía en el público ebrio y sediento de libros de
escándalo; en cambio, Pío IX la tomó en cuenta y nombró a su autor postulante
de la Causa de Beatificación de Cristóbal Colón, cerca de la Sagrada
Congregación de los Ritos. La historia escrita por el conde Roselly de Lorgues
y su admiración por el «Revelador del Globo» inspiraron a León Bloy ese libro
que, como he dicho, fue apadrinado por el nobilísimo y admirable Barbey
d’Aurevilly. Barbey aplaudió al «obscuro», al olvidado de la Crítica. Hay que
advertir que León Bloy es católico, apostólico, romano intransigente—, acerado
y diamantino. Es indomable e inrayable: y en su vida íntima no se le conoce la
más ligera mancha ni sombra. Por tanto, repito, estaba en la obscuridad, a
pesar de sus polémicas. No había nacido ni nacería el onagro con cuya piel
pudiera hacer sonar su bombo en honor del autor honrado, el periodismo prostituido.
La fama no prefiere a los católicos. Hello y
Barbey, han muerto en una relativa obscuridad. Bloy, con hombros y puños, ha
luchado por sobresalir, ¡y apenas si lo ha logrado! En su Revelador del Globo canta un himno a la Religión, celebra la virtud
sobrenatural del Navegante, ofrece a la iglesia del Cristo una palma de luz.
Barbey se entusiasmó, no le escatimó sus alabanzas, le proclamó el más osado y
verecundo de los escritores católicos, y le anunció el día de la victoria, el
premio de sus bregas. Le preconizó vencedor y famoso. No fue profeta. Rara será
la persona que, no digo entre nosotros, sino en el mismo París, si le
preguntáis: «Avez-vous lu Baruch?»
¿ha leído usted algo de León Bloy? responda afirmativamente. Está condenado por
el papado de lo mediocre: está puesto en el índice de la hipocresía social; y,
literariamente, tampoco cuenta con simpatías, ni logrará alcanzarlas, sino en
número bastante reducido. No pueden saborearle los asiduos gustadores de los
jarabes y vinos de la literatura a la moda, y menos los comedores de pan sin
sal, los porosos fabricantes de crítica exegética, cloróticos de estilo,
raquíticos o cacoquimios. ¡Cómo alzará las manos, lleno de espanto, el rebaño de
afeminados, al oír los truenos de Bloy, sus fulminantes escatologías, sus cargas proféticas y el estallido de sus
bombas de dinamita fecal!
Si el Revelador
del Globo tuvo muy pocos lectores, los Propos,
con el atractivo de la injuria circularon aquí, allá; la prensa, naturalmente,
ni media palabra. Aquí se declara Bloy el perseguidor y el combatiente. Vese en
él una ansia de pugilato, un gozo de correr a la campaña semejante al del
caballo bíblico, que relincha al oír el son de las trompetas. Es poeta y es héroe
y pone al lado del peligro su fuerte pecho. Él escucha una voz sobrenatural que
le impulsa al combate. Como San Macario Romano, vive acompañado de leones, mas
son los suyos fieros y sanguinarios y los arroja sobre aquello que su cólera
señala.
Este artista—porque Bloy es un grande
artista—se lamenta de la pérdida del entusiasmo, de la frialdad de estos
tiempos para con todo aquello que por el cultivo del ideal o los resplandores
de la fe nos pueda salvar de la banalidad y sequedad contemporánea. Nuestros
padres eran mejores que nosotros, tenían entusiasmo por algo; buenos burgueses
de 1830, valían mil veces más que nosotros. Foy, Beranger, la Libertad, Víctor
Hugo, eran motivos de lucha, dioses de la religión del Entusiasmo. Se tenía fe,
entusiasmo por alguna cosa. Hoy es el indiferentismo como una anquilosis moral;
no se piensa con ardor en nada, no se aspira con alma y vida a ideal alguno.
Eso poco más o menos piensa el nostálgico de los tiempos pasados, que fueron
mejores.
Una de las primeras víctimas de Propos elegida por el Sacrificador, es
un hermano suyo en creencias, un católico que ha tenido en este siglo la
preponderancia de guerrero oficial de la Iglesia, por decir así, Louis
Veuillot. A los veintidós días de muerto el redactor de L’Univers, publicó Bloy en la Nouvelle
Revue una formidable oración fúnebre, una severísima apreciación sobre el
periodista mimado de la curia. Naturalmente, los católicos inofensivos
protestaron, y el innumerable grupo de partidarios del célebre difunto señaló
aquella producción como digna de reproches y excomuniones. Bloy no faltó a la
caridad —virtud real e imperial en la tierra y en el cielo—; lo que hizo fue descubrir
lo censurable de un hombre que había sido elevado a altura inconcebible por el
espíritu de partido, y endiosado a tal punto que apagó con sus aureolas
artificiales los rayos de astros verdaderos como los Hello y Barbey. Bloy no
quiere, no puede permanecer con los labios cerrados delante de la injusticia;
señaló al orgulloso, hizo resaltar una vez más la carneril estupidez de la
Opinión —esfinge con cabeza de asno, que dice Pascal—, y demostró las
flaquezas, hinchazones, ignorancias, vanidades, injusticias y aun villanías del
celebrado y triunfante autor del Perfume
de Roma. Si a los de su gremio trata implacable León Bloy, con los
declarados enemigos es dantesco en sus suplicios; a Renan ¡al gran Renan! le
empala sobre el bastón de la pedantería; a Zola le sofoca en un ambiente
sulfídrico. Grandes, medianos y pequeños son medidos con igual rasero. Todo lo
que halla al alcance de su flecha, lo ataca ese sagitario del moderno Bajo
Imperio social e intelectual. Poitevin, a quien él con clara injusticia llama
«un monsieur Francis Poitevin», sufre un furibundo vapuleo; Alejandro Dumas
padre es el «hijo mayor de Caín»; a Nicolardot le revuelca y golpea a
puntapiés; con Richepin es de una crueldad horrible; con Jules Vallès despreciativo
e insultante; flagela a Villette, a quien había alabado, porque prostituyó su
talento en un dibujo sacrílego; no es miel la que ofrece a Coquelin Cadet; al
padre Didon le presenta grotesco y malo; a Catulle Mendès... ¡qué pintura la
que hace de Mendès!; con motivo de una estatua de Coligny, recordando «La
cólera del Bronce», de Hugo, en su prosa renueva la protesta del bronce colérico...
azota a Flor O’Squarr, novelista anticlerical; la fracmasonería recibe un
aguacero de fuego. Hay alabanzas a Barbey, a Rollinat, a Godeau, a muy pocos.
Bloy tiene el elogio difícil. De Propos
dice con justicia uno de los pocos escritores que se hayan ocupado de Bloy, que
son el testamento de un desesperado, y que después de escribir ese libro, no
habría otro camino, para su autor, si no fuese católico, que el del suicidio.
No hay en León Bloy injusticia sino exceso de celo. Se ha consagrado a aplicar
a la sociedad actual los cauterios de su palabra nerviosa e indignada. Donde
quiera que encuentra la enfermedad la denuncia. Cuando fundó Le Pal, despedazó como nunca. En este
periódico que no alcanzó sino a cuatro números, desfilaban los nombres más conocidos
de Francia bajo una tempestad de epítetos corrosivos, de frases mordientes, de
revelaciones aplastadoras. El lenguaje era una mezcla de deslumbrantes
metáforas y bajas groserías, verbos impuros y adjetivos estercolarios. Como a
todos los grandes castos, a León Bloy le persiguen las imágenes carnales; y a
semejanza de poetas y videntes como Dante y Ezequiel, levanta las palabras más
indignas e impronunciables y las engasta en sus metálicos y deslumbrantes
períodos.
Le Pal es hoy una curiosidad
bibliográfica, y la muestra más flagrante de la fuerza rabiosa del primero de
los «panfletistas» de este siglo.
Llegamos a El Desesperado, que es a mi entender la obra maestra de León Bloy.
Más aun: juzgo que ese libro encierra una dolorosa autobiografía. El Desesperado es el autor mismo, y
grita denostando y maldiciendo con toda la fuerza de su desesperación.
En esa novela, a través de pseudónimos
transparentes y de nombres fonéticamente semejantes a los de los tipos
originales, se ven pasar las figuras de los principales favoritos de la Gloria
literaria actual, desnudos, con sus lunares, cicatrices, lacras y jorobas.
Marchenoir, el protagonista, es una creación sombría y hermosa al lado de la
cual aparecen los condenados por el inflexible demoledor, como cadena de
presidiarios. Esos galeotes tienen nombres ilustres: se llaman Paul Bourget,
Sarcey, Daudet, Catulle Mendès, Armand Silvestre, Jean Richepin, Bergerat,
Jules Vallès, Wolff, Bonnetain y otros, y otros. Nunca la furia escrita ha
tenido explosión igual.
Para Bloy no hay vocablo que no pueda
emplearse. Brotan de sus prosas emanaciones asfixiantes, gases ahogadores.
Pensaríase que pide a Ezequiel una parte de su plato, en la plaza pública... Y
en medio de tan profunda rabia y ferocidad indomable, ¡cómo tiembla en los ojos
del monstruo la humedad divina de las lágrimas; cómo ama el loco a los pequeños
y humildes; cómo dentro del cuerpo del oso arde el corazón de Francisco de
Asis! Su compasión envuelve a todo caído, desde Caín hasta Bazaine.
Esa pobre prostituta que se arrepiente de su
vida infame y vive con Marchenoir, como pudiera vivir María Egipciaca con el
monje Zózimo, en amor divino y plegaria, supera a todas las Magdalenas. No
puede pintarse el arrepentimiento con mayor grandeza y León Bloy, que trata con
hondo afecto la figura de la desgraciada, en vez de escribir obra de novelista
ha escrito obra de hagiógrafo, igualando en su empresa, por fervor y luces
espirituales, a un Evagrio del Ponto, a un San Atanasio, a un Fra Domenico
Cavalca. Su arrepentida es una santa y una mártir: jamás del estiércol pudiera
brotar flor más digna del paraíso. Y Marchenoir es la representación de la
inmortal virtud, de la honradez eterna, en medio de las abominaciones y de los
pecados; es Lot en Sodoma. El desesperado
como obra literaria encierra, fuera del mérito de la novela, dos partes
magistrales: una monografía sobre la Cartuja, y un estudio sobre el Simbolismo
en la historia, que Charles Morice califica de «único», muy justamente.
Un brelan
d’excomunniés,
tríptico soberbio, las imágenes de tres excomulgados: Barbey d’Aurevilly,
Ernest Hello, Paul Verlaine: «El Niño terrible», «El Loco» y «El Leproso.» ¿No
existe en el mismo Bloy un algo de cada uno de ellos? Él nos presenta a esos
tres seres prodigiosos; Barbey, el dandy gentilhombre, a quien se llamó el
duque de Guisa de la literatura, el escritor feudal que ponía encajes y galones
a su vestido y a su estilo, y que por noble y grande hubiera podido beber en el
vaso de Carlomagno; Hello, que poseyó el verbo de los profetas y la ciencia de
los doctores; Verlaine, Pauvre Lelian,
el desventurado, el caído, pero también el harmonioso místico, el inmenso poeta
del amor inmortal y de la Virgen. Ellos son de aquellos raros a quienes Bloy
quema su incienso, porque al par que han sido grandes, han padecido naufragios
y miserias.
Como una continuación de su primer volumen
sobre el Revelador del Globo, publicó
Bloy, cuando el duque de Veraguas llevó a la tauromaquia a París, su libro Christophe Colomb devant les taureaux.
El honorable ganadero de las Españas no volverá a oír sobre su cabeza ducal una
voz tan terrible hasta que escuche el clarín del día del juicio. En ese libro
alternan sones de órgano con chasquidos de látigos, himnos cristianos y frases
de Juvenal; con un encarnizamiento despiadado se asa al noble taurófilo en el
toro de bronce de Falaris. La Real Academia de la Historia, Fernández Duro, el
historiógrafo yankee Harisses, son también objeto de las iras del libelista. Dé
gracias a Dios el que fue mi buen amigo don Luis Vidart de que todavía no se
hubiesen publicado en aquella ocasión sus folletos anticolombinos. Bloy se
proclamó caballero de Colón en una especie de sublime quijotismo, y arremetió
contra todos los enemigos de su Santo genovés.
Y he aquí una obra de pasión y de piedad, La caballera de la muerte. Es la
presentación apologética de la blanca paloma real sacrificada por la Bestia
revolucionaria, y al propio tiempo la condenación del siglo pasado, «el único
siglo indigno de los fastos de nuestro planeta, dice William Ritter, siglo que
sería preciso poder suprimir para castigarle por haberse rebajado tanto». En
estas páginas, el lenguaje, si siempre relampagueante, es noble y digno de
todos los oídos.
El panegirista de María Antonieta ha elevado
en memoria de la reina guillotinada un mausoleo heráldico y sagrado, al cual
todo espíritu aristocrático y superior no puede menos que saludar con doloroso
respeto.
Los dos últimos libros de Bloy son Le Salut par les juifs y Sueur de sang.
El primero no es por cierto en favor de los
perseguidos israelitas; más también los rayos caen sobre ciertos malos
católicos: la caridad frenética de Bloy comienza por casa. El segundo es una
colección de cuentos militares, y que son a la guerra franco prusiana lo que el
aplaudido libro de d’Esparbès a la epopeya napoleónica; con la diferencia de
que allá os queda la impresión gloriosa del vuelo del águila de la leyenda, y
aquí la Francia suda sangre... Para dar una idea de lo que es esta reciente
producción, baste con copiar la dedicatoria:
A LA MÉMOIRE
DIFFAMÉE
de
François-Achille Bazaine
Maréchal de l’Empire
Qui porta les péchés de toute la France.
Están los cuentos basados en la realidad, por
más que en ellos se llegue a lo fantástico. Es un libro que hace daño con sus
espantos sepulcrales, sus carnicerías locas, su olor a carne quemada, a
cadaverina y a pólvora. Bloy se batió con el alemán de soldado raso; y odio
como el suyo al enemigo, no lo encontraréis. Sueur de sang fue ilustrado con tres dibujos de Henry de Groux,
macabros, horribles, vampirizados.
Robusto, como para las luchas, de aire
enérgico y dominante, mirada firme y honrada, frente espaciosa coronada por una
cabellera en que ya ha nevado, rostro de hombre que mucho ha sufrido y que
tiene el orgullo de su pureza: tal es León Bloy.
Un amigo mío, católico, escritor de brillante
talento, y por el cual he conocido al Perseguidor, me decía: «Este hombre se
perderá por la soberbia de su virtud, y por su falta de caridad». Se perdería
si tuviese las alucinaciones de un Lamennais, y si no latiese en él un corazón
antiguo, lleno de verdadera fe y de santo entusiasmo.
Es el hombre destinado por Dios para clamar
en medio de nuestras humillaciones presentes. Él siente que «alguien» le dice
al oído que debe cumplir con su misión de Perseguidor, y la cumple, aunque a su
voz se hagan los indiferentes los «príncipes de Sodoma» y las «Archiduquesas de
Gomorra». Tiene la vasta fuerza de ser un fanático. El fanatismo, en cualquier
terreno, es el calor, es la vida: indica que el alma está toda entera en su
obra de elección. ¡El fanatismo es soplo que viene de lo alto, luz que irradia
en los nimbos y aureolas de los santos y de los genios!
EL CONDE DE LAUTRÉAMONT
SU nombre verdadero se ignora. El conde de
Lautréamont es pseudónimo. Él se dice montevideano; pero ¿quién sabe nada de la
verdad de esa vida sombría, pesadilla tal vez de algún triste ángel a quien
martiriza en el empíreo en recuerdo del celeste Lucifer? Vivió desventurado y
murió loco. Escribió un libro que sería único si no existiesen las prosas de
Rimbaud; un libro diabólico y extraño, burlón y aullante, cruel y penoso; un
libro en que se oyen a un tiempo mismo los gemidos del Dolor y los siniestros
cascabeles de la Locura.
León Bloy fue el verdadero descubridor del
conde de Lautréamont. El furioso San Juan de Dios hizo ver como llenas de luz
las llagas del alma del Job blasfemo. Mas hoy mismo, en Francia y Bélgica,
fuera de un reducidísimo grupo de iniciados, nadie conoce ese poema que se
llama Cantos de Maldoror, en el cual
está vaciada la pavorosa angustia del infeliz y sublime montevideano, cuya obra
me tocó hacer conocer a América en Montevideo. No aconsejaré yo a la juventud
que se abreve en esas negras aguas, por más que en ellas se refleje la maravilla
de las constelaciones. No sería prudente a los espíritus jóvenes conversar
mucho con ese hombre espectral, siquiera fuese por bizarría literaria, o gusto
de un manjar nuevo. Hay un juicioso consejo de la Kábala: «No hay que jugar al
espectro, porque se llega a serlo»: y si existe autor peligroso a este
respecto, es el conde de Lautréamont. ¿Qué infernal cancerbero rabioso mordió a
esa alma, allá en la región del misterio, antes de que viniese a encarnarse en
este mundo? Los clamores del teófobo ponen espanto en quien los escucha. Si yo
llevase a mi musa cerca del lugar en donde el loco está enjaulado vociferando
al viento, le taparía los oídos.
Como a Job le quebrantan los sueños y le
turban las visiones; como Job puede exclamar: «Mi alma es cortada en mi vida;
yo soltaré mi queja sobre mí y hablaré con amargura de mi alma». Pero Job
significa «el que llora»; Job lloraba y el pobre Lautréamont no llora. Su libro
es un breviario satánico, impregnado de melancolía y de tristeza. «El espíritu
maligno, dice Quevedo, en su Introducción
a la vida devota, se deleita en la tristeza y melancolía por cuanto es
triste y melancólico, y lo será eternamente». Más aun: quien ha escrito los Cantos de Maldoror puede muy bien haber
sido un poseso. Recordaremos que ciertos casos de locura que hoy la ciencia
clasifica con nombres técnicos en el catálogo de las enfermedades nerviosas,
eran y son vistos por la Santa Madre Iglesia como casos de posesión para los
cuales se hace preciso el exorcismo. «¡Alma en ruinas!» exclamaría Bloy con
palabras húmedas de compasión.
Job:—«El hombre nacido de mujer, corto de
días y harto de desabrimiento...»
Lautréamont:—«Soy hijo del hombre y de la
mujer, según lo que se me ha dicho. Eso me extraña. ¡Creía ser más!»
Con quien tiene puntos de contacto es con
Edgar Poe.
Ambos tuvieron la visión de lo extranatural,
ambos fueron perseguidos por los terribles espíritus enemigos, «horlas» funestas que arrastran al
alcohol, a la locura, o a la muerte; ambos experimentaron la atracción de las
matemáticas, que son, con la teología y la poesía, los tres lados por donde
puede ascenderse a lo infinito. Mas Poe fue celeste, y Lautréamont infernal.
Escuchad estos amargos fragmentos:
«Soñé que había
entrado en el cuerpo de un puerco, que no me era fácil salir, y que enlodaba
mis cerdas en los pantanos más fangosos. ¿Era ello como una recompensa? Objeto
de mis deseos: ¡no pertenecía más a la humanidad! Así interpretaba yo,
experimentando una más que profunda alegría. Sin embargo, rebuscaba activamente
qué acto de virtud había realizado, para merecer de parte de la Providencia
este insigne favor...
¿Más quién conoce
sus necesidades íntimas, o la causa de sus goces pestilenciales? La
metamorfosis no pareció jamás a mis ojos sino como la alta y magnífica
repercusión de una felicidad perfecta que esperaba desde hacía largo tiempo.
¡Por fin había llegado el día en que yo me convirtiese en un puerco! Ensayaba
mis dientes sobre la corteza de los árboles; mi hocico, lo contemplaba con
delicia. No quedaba en mí la menor partícula de divinidad: supe elevar mi alma
hasta la excesiva altura de esta voluptuosidad inefable.»
León Bloy, que en asuntos teológicos tiene la
ciencia de un doctor, explica y excusa en parte la tendencia blasfematoria del
lúgubre alienado, suponiendo que no fue sino un blasfemo por amor. «Después de
todo, este odio rabioso para el Creador, para el Eterno, para el Todopoderoso,
tal como se expresa, es demasiado vago en su objeto, puesto que no toca nunca
los Símbolos», dice.
Oíd la voz macabra del raro visionario. Se
refiere a los perros nocturnos, en este pequeño poema en prosa, que hace daño a
los nervios. Los perros aúllan «sea como
un niño que grita de hambre, sea como un gato herido en el vientre, bajo un
techo; sea como una mujer que pare; sea como un moribundo atacado de la peste,
en el hospital; sea como una joven que canta un aire sublime—; contra las
estrellas al norte, contra las estrellas al este, contra las estrellas al sur,
contra las estrellas al oeste; contra la luna; contra las montañas; semejantes,
a lo lejos, a rocas gigantes, yacentes en la obscuridad—; contra el aire frío
que ellos aspiran a plenos pulmones, que vuelve lo interior de sus narices rojo
y quemante; contra el silencio de la noche; contra las lechuzas, cuyo vuelo
oblicuo les roza los labios y las narices, y que llevan un ratón o una rana en
el pico, alimento vivo, dulce para la cría; contra las liebres que desaparecen
en un parpadear; contra el ladrón que huye, al galope de su caballo, después de
haber cometido un crimen; contra las serpientes agitadoras de hierbas, que les
ponen temblor en sus pellejos y les hacen chocar los dientes—; contra sus
propios ladridos, que a ellos mismos dan miedo; contra los sapos, a los que
revientan de un solo apretón de mandíbulas (¿para qué se alejaron del charco?);
contra los árboles, cuyas hojas, muellemente mecidas, son otros tantos
misterios que no comprenden, y quieren descubrir con sus ojos fijos
inteligentes—; contra las arañas suspendidas entre las largas patas, que suben
a los árboles para salvarse; contra los cuervos que no han encontrado que comer
durante el día y que vuelven al nido, el ala fatigada; contra las rocas de la
ribera; contra los fuegos que fingen mástiles de navíos invisibles; contra el
ruido sordo de las olas; contra los grandes peces que nadan mostrando su negro
lomo y se hunden en el abismo—, y contra el hombre que les esclaviza...
Un día, con ojos
vidriosos, me dijo mi madre:—Cuando estés en tu lecho, y oigas los aullidos de
los perros en la campaña, ocúltate en tus sábanas, no rías de lo que ellos
hacen, ellos tienen una sed insaciable de lo infinito, como yo, como el resto
de los humanos, a la «figure pale et longue...» «Yo,—sigue
él,—como los perros sufro la necesidad de
lo infinito. ¡No puedo, no puedo llenar esa necesidad!» Es ello insensato,
delirante; «mas hay algo en el fondo que
a los reflexivos hace temblar».
Se trata de un loco, ciertamente. Pero
recordad que el deus enloquecía a las
pitonisas, y que la fiebre divina de los profetas producía cosas semejantes: y
que el autor vivió eso, y que no se
trata de una obra literaria, sino del
grito, del aullido de un ser sublime martirizado por Satanás.
El cómo se burla de la belleza,—como de
Psiquis, por odio a Dios,—lo veréis en las siguientes comparaciones, tomadas de
otros pequeños poemas:
«...El gran duque
de Virginia, era bello, bello como una memoria sobre la curva que describe un
perro que corre tras de su amo...» «El vautour des agneaux, bello como la ley de la detención del desarrollo del pecho en los
adultos cuya propensión al crecimiento no está en relación con la cantidad de
moléculas que su organismo se asimila...» El escarabajo, «bello como el temblor de las manos en el
alcoholismo...»
El adolescente, «bello como la retractibilidad de las garras de las aves de rapiña»,
o aun «como la poca seguridad de los
movimientos musculares en las llagas de las partes blandas de la región
cervical posterior», o, todavía, «como esa trampa perpetua para ratones, toujours retendu par l’animal pris, qui
peut prendre seul des rongeurs indéfiniment, et fonctionner même caché sous la
paille», y sobre todo, bello «como el
encuentro fortuito sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un
paraguas...»
En verdad, oh espíritus serenos y felices,
que eso es de un humor hiriente y
abominable.
¡Y el final del primer canto! Es un agradable
cumplimiento para el lector el que Baudelaire le dedica en Las Flores del Mal, al lado de esta despedida: «Adieu vieillard, et pense a moi, si tu m’as
lu. Toi, jeune homme, ne te
désespère point ; car tu as un ami dans le vampire, malgré ton opinion
contraire. En comptant l’acarus sarcopte qui produit la gale, tu auras deux
amis.»
Él no pensó jamás en la gloria literaria. No
escribió sino para sí mismo. Nació con la suprema llama genial, y esa misma le
consumió.
El Bajísimo le poseyó, penetrando en su ser
por la tristeza. Se dejó caer. Aborreció al hombre y detestó a Dios. En las
seis partes de su obra sembró una Flora enferma, leprosa, envenenada. Sus
animales son aquellos que hacen pensar en las creaciones del Diablo; el sapo,
el búho, la víbora, la araña. La desesperación es el vino que le embriaga. La
Prostitución, es para él, el misterioso símbolo apocalíptico, entrevisto por
excepcionales espíritus en su verdadera trascendencia: «Yo he hecho un pacto con la Prostitución, a fin de sembrar el desorden
en las familias... ¡ay! ¡ay...! grita la bella mujer desnuda: los hombres algún
día serán justos. No digo más. Déjame partir, para ir a ocultar en el fondo del
mar mi tristeza infinita. No hay sino tú y los monstruos odiosos que bullen en
esos negros abismos, que no me desprecien.»
Y Bloy: «El
signo incontestable del gran poeta es la inconsciencia profética, la turbadora facultad de proferir sobre los hombres y el
tiempo, palabras inauditas cuyo contenido ignora él mismo. Esa es la misteriosa
estampilla del Espíritu Santo sobre las frentes sagradas o profanas. Por
ridículo que pueda ser, hoy, descubrir un gran poeta y descubrirle en una casa
de locos, debo declarar en conciencia, que estoy cierto de haber realizado el
hallazgo.»
El poema de Lautréamont se publicó hace diez
y siete años en Bélgica. De la vida de su autor nada se sabe. Los modernos grandes artistas de la lengua
francesa, se hablan del libro como de un devocionario simbólico, raro,
inencontrable.
RUBÉN DARÍO – Los Raros. - Léon Bloy. Lautréamont. (Obras completas,vol. VI).