martes, 30 de mayo de 2017

Ovidio y Pedro Sánchez de Viana: Eco y Narciso

ECO Y NARCISO

Metamorfosis, Libro III, 339-510


Ninguno había en Aonia que no honrase
El nuevo adivinar, ni preguntado
En cosa alguna vano le hallase.
La primera de todas ha tentado
Liriope [1] hasta cuánto se extendía
La gracia que en aquello Dios le ha dado.
La cual, del río Cefiso vista un día,
Y en sus aguas clarísimas forzada
(Que no pudiera hacerse de otra vía),
De sola aquella vez quedó preñada,
Y parió un niño tal en hermosura,
Que pudo desde luego ser amada.
Narciso le llamó, de quien procura
Saber de aquel fatídico adivino
Si había de llegar a edad madura.
«Si no se viere, así lo determino»,
Responde, y la respuesta fue tenida
Por vana mucho tiempo y sin camino.
Mas el suceso y muerte nunca oída,
La novedad extraña de locura,
Contra opinión la hicieron ser creída.
Porque de veintiún años su figura
Parece de muchacho y de mancebo,
Mas fue su condición de piedra dura.
Mil mozos y doncellas que de nuevo
Vieron su perfección y gallardía
Deseaban gozar tan dulce cebo.
Mas él con tal desdén los despedía,
Que aunque eran muy hermosas y hermosos,
Tocarse de ninguno permitía.
Los ciervos ojeaba temerosos:
Viole la ninfa Eco [2] en el instante
Con ojos y semblantes amorosos.
La cual, como responde semejante
Acento, sin faltar, hablando alguno,
Así no sabe hablar jamás delante.
Cuerpo tenía entonces, mas ninguno
La vio más replicar de lo postrero
De la razón que oía a cada uno.
Juno la dio el castigo lastimero,
Porque como pudiese a su marido
Coger en adulterio verdadero,
En medio del camino la ha tenido
Más de una vez con su parlar extraño,
Y en tanto se han las Ninfas acogido.
Mas como vio Saturnia aqueste engaño,
La dice: «Con la lengua me has burlado,
Pero de hoy más harame poco daño.»
Con obra confirmó lo amenazado,
Que no puede hablar sino doblando
El fin de las razones que ha escuchado.
Pues como vio a Narciso andar cazando,
Toda inflamada en fuego de quien ama,
Por sus pisadas iba caminando.
Y cuanto más le sigue más se inflama
Con la vecina lumbre, como suele
De las brasas sacar azufre llama.
Cuantas veces rogar que la consuele
Quisiera, con palabras amorosas,
De su naturaleza en fin se duele,
Que la estorbó el principio de estas cosas,
Y a lo que la concede aparejada,
Por descubrir sus ansias congojosas,
Espera alguna voz que replicada
Descubra su amorosa desventura
Y voluntad sincera enamorada.
El hermoso mancebo, por ventura
De los demás galanes apartado,
Dio voces en el campo y espesura.
«¿Quién está aquí?» «Está aquí», ha replicado
Eco; mas él, en torno remirando,
No viendo quién responde está pasmado.
En alta voz que venga replicando,
Sin ver ninguno oye estando atento
Que como llama él le están llamando.
Y no viniendo nadie en el momento,
«¿Por qué huyes de mí?» (la dice), y siente
Que en sus orejas suena el mismo acento
De aquella voz, que en nada es diferente
De la que forma él tan engañado,
Deseando saber si había allí gente.
«Juntémonos», replica, tan de grado
A ninguna otra voz le respondiera,
«Juntémonos», responde y no ha tardado
En salir de la selva, porque espera
A su cuello hermosísimo abrazada
Gozar de su belleza en gran manera.
Vista la Ninfa, no la tiene en nada:
Huye, y huyendo escapa de sus manos
Que ya tenían la presa deseada.
«Permítanme los dioses soberanos
Morir, y no que en algo satisfaga
(La dice) a tus deseos tan insanos.
La misma muerte antes me deshaga,
Que tú goces de mí.» No le responde,
Aunque con tal desdén la trata y paga,
Mas que goces de mí, y desde donde
Se vio menospreciada, vergonzosa
Se fue a las cuevas, donde está y se esconde.
Fatígala el amor, pero la cosa
Que la consume, mata y desfallece
Fue aquella despedida desdeñosa.
Su cuerpo con cuidados se enflaquece,
El húmedo se gasta, de manera
Que sólo voz y huesos permanece.
Y aun dicen que los huesos (la primera
Figura despedida) se han mudado
En piedra, y es la voz cual antes era.
Escóndese en las selvas de su grado,
Nadie la ve, de todos es oída,
Que sólo la voz viva le ha restado.





Ille per Aonias fama celeberrimus urbes
inreprehensa dabat populo responsa petenti.
Prima fide uocisque ratae temptamina sumpsit
caerula Liriope, quam quondam flumine curuo
inplicuit clausaeque suis Cephisos in undis
uim tulit : enixa est utero pulcherrima pleno
infantem nymphe, iam tunc qui posset amari,
Narcissumque uocat. De quo consultus, an esset
tempora maturae uisurus longa senectae,
fatidicus uates : « Si se non nouerit » inquit.
Vana diu uisa est uox auguris : exitus illam
resque probat letique genus nouitasque furoris.
Namque ter ad quinos unum Cephisius annum
addiderat poteratque puer iuuenisque uideri :
multi illum iuuenes, multae cupiere puellae ;
sed fuit in tenera tam dura superbia forma,
nulli illum iuuenes, nullae tetigere puellae.
Adspicit hunc trepidos agitantem in retia ceruos
uocalis nymphe, quae nec reticere loquenti
nec prior ipsa loqui didicit, resonabilis Echo.
Corpus adhuc Echo, non uox erat et tamen usum
garrula non alium, quam nunc habet, oris habebat,
reddere de multis ut uerba nouissima posset.
Fecerat hoc Iuno, quia, cum deprendere posset
sub Ioue saepe suo nymphas in monte iacentis,
illa deam longo prudens sermone tenebat,
dum fugerent nymphae. Postquam hoc Saturnia sensit :
« Huius » ait « linguae, qua sum delusa, potestas
parua tibi dabitur uocisque breuissimus usus »,
reque minas firmat. Tamen haec in fine loquendi
ingeminat uoces auditaque uerba reportat.
Ergo ubi Narcissum per deuia rura uagantem
uidit et incaluit, sequitur uestigia furtim,
quoque magis sequitur, flamma propiore calescit,
non aliter quam cum summis circumlita taedis
admotas rapiunt uiuacia sulphura flammas.
O quotiens uoluit blandis accedere dictis
et mollis adhibere preces ! Natura repugnat
nec sinit, incipiat, sed, quod sinit, illa parata est
exspectare sonos, ad quos sua uerba remittat.
Forte puer comitum seductus ab agmine fido
dixerat : « Ecquis adest ? » et « adest » responderat Echo.
Hic stupet, utque aciem partes dimittit in omnis,
uoce « Veni » magna clamat : uocat illa uocantem.
Respicit et rursus nullo ueniente : « Quid » inquit
«Me fugis ? » et totidem, quot dixit, uerba recepit.
Perstat et alternae deceptus imagine uocis :
« Huc coeamus » ait, nullique libentius umquam
responsura sono « coeamus » rettulit Echo ;
et uerbis fauet ipsa suis egressaque silua
ibat, ut iniceret sperato bracchia collo ;
ille fugit fugiensque : « manus conplexibus aufer !  
Ante » ait « emoriar, quam sit tibi copia nostri » ;
rettulit illa nihil nisi « sit tibi copia nostri ! »
Spreta latet siluis pudibundaque frondibus ora
protegit et solis ex illo uiuit in antris ;
sed tamen haeret amor crescitque dolore repulsae ;
et tenuant uigiles corpus miserabile curae
adducitque cutem macies et in aera sucus
corporis omnis abit ; uox tantum atque ossa supersunt :
uox manet, ossa ferunt lapidis traxisse figuram.
Inde latet siluis nulloque in monte uidetur,
omnibus auditur : sonus est, qui uiuit in illa.

NOTAS de la edición de 1887.
NOTA 1: La ninfa Liriope dio a luz un hijo que llamó Narciso. A la versión que de esta fábula da Ovidio, añade Pausanias otra muy distinta, cual es que Narciso tenía una hermana a él muy parecida y a quien tiernamente amaba. El único consuelo que tuvo, cuando la perdió, fue el de contemplar en el agua de una fuente el reflejo de su rostro.
NOTA 2: Eco o Echo fue hija de Ether y Tellus, y sufrió dos metamorfosis: la de su voz por la venganza de Juno, y la de su cuerpo por el desprecio de Narciso.



domingo, 28 de mayo de 2017

Wallace Stevens y Alberto Girri: Domingo a la mañana

 
SUNDAY MORNING

 I 

Complacencies of the peignoir, and late 
Coffee and oranges in a sunny chair, 
And the green freedom of a cockatoo 
Upon a rug mingle to dissipate 
The holy hush of ancient sacrifice. 
She dreams a little, and she feels the dark 
Encroachment of that old catastrophe, 
As a calm darkens among water-lights. 
The pungent oranges and bright, green wings 
Seem things in some procession of the dead, 
Winding across wide water, without sound. 
The day is like wide water, without sound, 
Stilled for the passing of her dreaming feet 
Over the seas, to silent Palestine, 
Dominion of the blood and sepulchre. 

II 

Why should she give her bounty to the dead? 
What is divinity if it can come 
Only in silent shadows and in dreams? 
Shall she not find in comforts of the sun, 
In pungent fruit and bright, green wings, or else 
In any balm or beauty of the earth, 
Things to be cherished like the thought of heaven? 
Divinity must live within herself: 
Passions of rain, or moods in falling snow; 
Grievings in loneliness, or unsubdued 
Elations when the forest blooms; gusty 
Emotions on wet roads on autumn nights; 
All pleasures and all pains, remembering 
The bough of summer and the winter branch. 
These are the measures destined for her soul. 

III 

Jove in the clouds had his inhuman birth. 
No mother suckled him, no sweet land gave 
Large-mannered motions to his mythy mind. 
He moved among us, as a muttering king, 
Magnificent, would move among his hinds, 
Until our blood, commingling, virginal, 
With heaven, brought such requital to desire 
The very hinds discerned it, in a star. 
Shall our blood fail? Or shall it come to be 
The blood of paradise? And shall the earth 
Seem all of paradise that we shall know? 
The sky will be much friendlier then than now, 
A part of labor and a part of pain, 
And next in glory to enduring love, 
Not this dividing and indifferent blue. 

IV 

She says, “I am content when wakened birds, 
Before they fly, test the reality 
Of misty fields, by their sweet questionings; 
But when the birds are gone, and their warm fields 
Return no more, where, then, is paradise?” 
There is not any haunt of prophecy, 
Nor any old chimera of the grave, 
Neither the golden underground, nor isle 
Melodious, where spirits gat them home, 
Nor visionary south, nor cloudy palm 
Remote on heaven’s hill, that has endured 
As April’s green endures; or will endure 
Like her remembrance of awakened birds, 
Or her desire for June and evening, tipped 
By the consummation of the swallow’s wings. 

V 

She says, “But in contentment I still feel 
The need of some imperishable bliss.” 
Death is the mother of beauty; hence from her, 
Alone, shall come fulfilment to our dreams 
And our desires. Although she strews the leaves 
Of sure obliteration on our paths, 
The path sick sorrow took, the many paths 
Where triumph rang its brassy phrase, or love 
Whispered a little out of tenderness, 
She makes the willow shiver in the sun 
For maidens who were wont to sit and gaze 
Upon the grass, relinquished to their feet. 
She causes boys to pile new plums and pears 
On disregarded plate. The maidens taste 
And stray impassioned in the littering leaves. 

VI 

Is there no change of death in paradise? 
Does ripe fruit never fall? Or do the boughs 
Hang always heavy in that perfect sky, 
Unchanging, yet so like our perishing earth, 
With rivers like our own that seek for seas 
They never find, the same receding shores 
That never touch with inarticulate pang? 
Why set the pear upon those river-banks 
Or spice the shores with odors of the plum? 
Alas, that they should wear our colors there, 
The silken weavings of our afternoons, 
And pick the strings of our insipid lutes! 
Death is the mother of beauty, mystical, 
Within whose burning bosom we devise 
Our earthly mothers waiting, sleeplessly. 

VII 

Supple and turbulent, a ring of men 
Shall chant in orgy on a summer morn 
Their boisterous devotion to the sun, 
Not as a god, but as a god might be, 
Naked among them, like a savage source. 
Their chant shall be a chant of paradise, 
Out of their blood, returning to the sky; 
And in their chant shall enter, voice by voice, 
The windy lake wherein their lord delights, 
The trees, like serafin, and echoing hills, 
That choir among themselves long afterward. 
They shall know well the heavenly fellowship 
Of men that perish and of summer morn. 
And whence they came and whither they shall go 
The dew upon their feet shall manifest. 

VIII 

She hears, upon that water without sound, 
A voice that cries, “The tomb in Palestine 
Is not the porch of spirits lingering. 
It is the grave of Jesus, where he lay.” 
We live in an old chaos of the sun, 
Or old dependency of day and night, 
Or island solitude, unsponsored, free, 
Of that wide water, inescapable. 
Deer walk upon our mountains, and the quail 
Whistle about us their spontaneous cries; 
Sweet berries ripen in the wilderness; 
And, in the isolation of the sky, 
At evening, casual flocks of pigeons make 
Ambiguous undulations as they sink, 
Downward to darkness, on extended wings.
WALLACE STEVENS.


DOMINGO A LA MAÑANA

I

El placer de estar en bata, y a una hora tardía
el café y naranjas en una silla al sol,
y la verde libertad de un papagayo,
sobre un tapiz fúndense para disipar
el sagrado silencio del antiguo sacrificio.
Ella sueña un poco, y siente la oscura
intromisión de esa vieja catástrofe,
como entre las luces del agua se ensombrece una calma.
Las acres naranjas y las brillantes, verdes alas,
parten de un fúnebre cortejo,
serpenteando a través del agua, sin ruido.
El día es cual anchurosa agua sin ruido,
aquietado por el paso de ella con sus pies soñadores
sobre los mares, hacia la callada Palestina,
reino de la sangre y del crepúsculo.

II

¿Por qué habría de dar su dádiva a los muertos?
¿Qué es la divinidad si solamente
puede llegar en sigilosas sombras y en sueños?
¿No encontrará en los consuelos del sol,
en la fruta acre y en las brillantes verdes alas,
o en cualquier otro bálsamo o belleza de la tierra,
cosas que amar tanto como el pensamiento del cielo?
La divinidad debe vivir dentro de ella:
pasiones de la lluvia, o estados de ánimo con el caer de la nieve,
lamentos en soledad, o insumisos
entusiasmos cuando la selva florece,
borrascosas
emociones por caminos mojados en noches de otoño;
todos los goces y todas las penas, recordando
la verde rama del verano y el ramaje invernal.
Tales son las medidas consagradas a su alma.

III

En las nubes tuvo Júpiter su inhumano nacimiento.
Ninguna madre lo amamantó, ninguna dulce tierra
dio majestad a su mítica mente.
Pasó entre nosotros como un gruñón
y magnífico rey pasaría entre sus siervos,
hasta que nuestra sangre, mezclándose, virginal,
con el cielo, trajo al deseo recompensa tal
que hasta los siervos lo reconocieron en una estrella.
¿Fracasará nuestra sangre? ¿O tornaráse
sangre del paraíso? ¿Y la tierra
semejará al paraíso que conocemos?
El cielo será entonces más amistoso que ahora,
una parte de esfuerzo y una parte de dolor,
y cercano en la gloria al amor perdurable,
no este divisorio e indiferente azul.

IV

Ella dice: “Me gusta cuando los pájaros, al despertar,
antes de volar prueban con sus dulces preguntas
la realidad de los brumosos campos;
pero cuando los pájaros se han ido y sus tibios campos
no vuelven más, ¿dónde está, entonces, el paraíso?
No ronda ninguna profecía,
ni quimera alguna de la tumba,
ni el dorado subterráneo, ni isla
melodiosa donde los espíritus retornan a su hogar,
ni visionario sur, ni nebulosa palmera
remota sobre la colina celestial, que haya perdurado
como perdura el verde de abril, o que perdure
como el recuerdo de los pájaros despiertos,
o su ansia de junio y del atardecer, tocada
por el extenuarse de las alas de la golondrina.

V

Ella dice: “pero en la satisfacción siento aún
la necesidad de una dicha imperecedera”.
La muerte es la madre de la belleza; por eso
sólo de ella vendrá el cumplimiento de nuestros sueños
y nuestros deseos. Aunque ella esparce por nuestros
senderos las hojas de la destrucción,
el sendero que tomó la doliente pena, los muchos senderos
por donde el triunfo hizo sonar su fanfarria descarada,
o donde el amor impulsado por la ternura algo susurró.
Ella hace que el sauce tiemble al sol
para las doncellas que solían sentarse y contemplar
los prados, abandonados a sus pies.
Ella induce a los muchachos a amontonar más ciruelas y peras
en desdeñadas bandejas. Las doncellas prueban
y se extravían apasionadamente por las desordenadas hojas.

VI

¿No habrá en el paraíso otra muerte?
¿No cae jamás el fruto maduro? ¿O las ramas
cuelgan siempre henchidas bajo ese cielo perfecto,
inmutable y sin embargo tan similar a nuestra perecedera tierra
con ríos como los nuestros, siempre en busca
de inencontrables mares, y playas que se alejan
y que nunca tocan con articulado dolor?
¿Por qué plantar el peral en las márgenes de esos ríos,
o perfumar las playas con el aroma del ciruelo?
¡Ay, que luzcan allí nuestros colores,
la sedosa trama de nuestras tardes,
y hagan vibrar las cuerdas de nuestros insípidos laúdes!
La muerte es la madre de la belleza, mística,
y en su ardiente regazo entrevemos
a nuestras madres terrestres que esperan, insomnes.

VII

Ágil y turbulento, un círculo de hombres
cantará, orgiástico, una mañana de verano,
su tumultuosa adoración del sol,
no como un dios, sino como uno que podría ser un dios,
desnudo entre ellos, como una fuente salvaje.
Su canto será un cántico del paraíso,
salido de la sangre, retornando al cielo;
y en su canto entrarán, voz tras voz,
el tempestuoso lago donde su señor se deleita,
los árboles como serafines, y las colinas con sus ecos
que prolongan el coro hasta mucho tiempo después.
Ellos conocerán bien la celestial camaradería
de los hombres que sucumben y de la estival mañana.
Y el rocío de sus pies dirá de dónde
han venido y hacia dónde irán.

VIII

Ella escucha, sobre esa agua sin ruidos,
una voz que grita: “la tumba en Palestina
no es el pórtico de los espíritus que se demoran.
Es la sepultura de Jesús, donde Él yació”.
Vivimos en un antiguo caos del sol,
o en la vieja dependencia del día y la noche,
o en la soledad insular, libre, sin tutela,
de esas anchurosas aguas, ineludibles.
Los ciervos recorren nuestros montes, y las codornices
silban en torno de nosotros sus espontáneos gritos;
dulces bayas maduran en el páramo,
y en la soledad del cielo, al atardecer,
peregrinas bandadas de palomas describen
ambiguas ondulaciones al hundirse en la oscuridad,
sobre las abiertas alas.
Traducción de ALBERTO GIRRI.