domingo, 23 de diciembre de 2012

Jules Barbey d'Aurevilly: Una página de los Memoranda

Ediciones De La Mirándola acaba de publicar, en su colección Gálica Máxima, una nueva y muy completa edición de los imprescindibles Memoranda, Diarios íntimos 1836-1864, de Jules Barbey d'Aurevilly.

UNE PAGE DES MEMORANDA

— Je comprends (quand on a du temps de reste) qu'on vienne en province passer un hiver, ne fût-ce que pour couper avec de l'ironie ces barrières de fil si respectées, ces fétus qu'on prend pour des murs de granit. — ce fil, comme on le donnerait bientôt à retordre aux maris ! Je suis sûr qu'on ferait une belle raffle de toutes ces pauvres créatures qui n'ont que leurs enfants à aimer. Il y a de ces baisers que j'ai vu donner à des enfants qui étaient de terribles actes d'accusation dressés contre les pères. Les garanties de la vertu des femmes en province sont dans le niveau général de la société, — explication des succès de garnison. — quand il y a un scandale dans une petite ville, qui le cause ? Quelque jeune homme revenu des écoles, qui tranche un peu sur le fond commun des habitants de l'endroit et qui cessera d'être redoutable quand il commencera de leur ressembler.
Mais qu'un homme habitué au séjour de Paris ou aux voyages (les voyageurs ont une supériorité nette sur les autres hommes aux yeux des êtres sédentaires et nerveux comme les femmes) habite six mois une petite ville, qu'il soit un peu et même extrêmement singulier dans ses opinions, mais très convenable dans ses manières (éclairant toujours ses opinions par un côté, jamais par deux, et les laissant insoucieusement tomber, la province n'aimant pas la discussion et voulant s'éviter le dérangement de comprendre), dur jusqu'à la férocité dans ses jugements sur les choses et encore plus sur les personnes, mais froid jusqu'au plus complet dédain (tuant avec la parole comme avec la balle, sans se passionner), grave et intellectuel (il faut cela au dix-neuvième siècle) dans les habitudes de la matinée sur lesquelles on vous fait une réputation, mais homme du monde en mettant son habit, le soir, et faisant la guerre au pédantisme de toutes les sortes, — exprimant des opinions austères en morale avec des paroles légères et railleuses, et des légèretés (ne pas outrer cette nuance) avec un langage solennel, — de façon qu'on ne sache jamais où l'on en est quand on écoute, — pas gai, et ne riant jamais que pour se moquer, le rire étant alors une preuve évidente de supériorité ; pas mélancolique non plus : un homme mélancolique n'est aimé que d' une femme, — ne faisant jamais comme les autres, parce que les autres manquent presque toujours de distinction et qu'il faut marquer la sienne non pour soi-même, mais contre eux, — se posant hardiment absurde parce qu'il y a très souvent du génie dans l'absurdité, — poétisant la beauté s'il est laid et l'humiliant s'il est beau, tout ce qu'on possède perdant de sa valeur immédiatement et les thèses égoïstes étant ridicules à soutenir, — bien tourné et ayant du regard (on se fait d'ailleurs du regard comme de la voix (à force de chanter) quand on n'en a pas), et si ces deux qualités ne se rencontrent point, toutefois et dans toute hypothèse, d'une élégance irréprochable et d'une vraie lutte de recherche avec les femmes. Nullement galant (mot qui n'est pas encore démonétisé en province) et traitant les femmes avec ce beau don de familiarité que Grégoire Le Grand possédait, — attaquant par la vanité habituellement, et par le mépris de l'amour avec les femmes passionnées ou tendres, — tout cela relevé d'une magnifique impudence et appuyé sur une grande bravoure personnelle, et si un pareil homme n'est pas, comme dit Bossuet, un ravageur, ou plutôt une révolution battant monnaie dans toutes les chambres à coucher, j'accepte le nom d'imbécile et me crache moi-même à la figure comme observateur.

Memoranda, mardi le 6 décembre 1836.
UNA PÁGINA DE LOS MEMORANDA

—Comprendo que uno (cuando tiene tiempo de sobra) venga a pasar un invierno en provincias, aunque más no fuese para cortar con sus ironías esas barreras de hilo tan respetadas, esas briznas de hierba que aquí toman por muros de granito. —En cuanto a ese hilo, ¡qué bueno sería dárselo a los maridos para que tengan algo en que ocuparse! Estoy seguro de que se podría hace una buena redada con todas esas pobres criaturas que sólo tienen a sus hijos para amar. Las he visto darles a sus hijos besos que eran terribles actos de acusación contra los padres. Las garantías de la virtud de las mujeres en provincias se encuentran en el nivel general de la sociedad —explicación de los éxitos de cuartel. Cuando estalla un escándalo en una pequeña ciudad, ¿quién lo causa? Algún joven de regreso de sus estudios, que se destaca un poco sobre el fondo común de los lugareños y que dejará de ser temible cuando comience a parecérseles.
Pero imaginemos a un hombre acostumbrado a la vida de París o a los viajes (ya que los viajeros, a los ojos de seres tan sedentarios y nerviosos como son las mujeres, tienen una neta superioridad sobre los demás hombres) que vaya a vivir seis meses en una pequeña ciudad; un hombre de opiniones un poco o incluso sumamente singulares, pero de maneras muy correctas (que arroje luz sobre sus propias opiniones siempre de un lado, nunca de ambos, dejándolas caer descuidadamente, ya que en provincias la discusión no gusta y se trata de evitar la molestia de tener que comprender); un hombre duro hasta la ferocidad en su modo de juzgar las cosas y más aún a las personas, pero frío hasta el más completo desdén (capaz de matar con la palabra como con una bala, sin apasionarse); que sea grave e intelectual (cosa necesaria en el siglo XIX) en lo que respecta a los hábitos matinales con los que se forja una reputación, pero también mundano, habituado a cambiarse para la cena y a hacerle la guerra a todo tipo de pedanterías; un hombre capaz de expresar opiniones austeras en materia de moral con palabras ligeras y burlonas, y de proferir frivolidades (no exagerar este matiz) con lenguaje solemne —de manera tal que nunca se sepa a qué atenerse cuando se lo escucha; un hombre nada alegre, que sólo se ría para burlarse, dando así, con su risa, una prueba evidente de superioridad; pero que no sea melancólico, ya que a un hombre melancólico sólo lo ama una mujer; que nunca actúe como los demás, porque los demás carecen casi siempre de distinción y es necesario hacer resaltar la que uno tiene, no por uno mismo sino en contra de ellos; un hombre que se muestre audazmente absurdo, porque muy a menudo en lo absurdo hay algo de genial; que poetice la belleza si es feo y la rebaje si es bien parecido, ya que todo aquello que se posee tiene inmediatamente menos valor y es ridículo sostener tesis egoístas; un hombre bien formado y con una mirada especial (mirada que, por otra parte, es posible lograr, del mismo modo en que, cantando, se adquiere buena voz cuando no se la tiene) —y, si no posee estas dos cualidades a la vez, que en todo caso tenga, al menos, una elegancia irreprochable, capaz de competir realmente con la de las mujeres; un hombre que no sea nada galante (palabra que en provincias aún no se ha desvalorizado) y trate a las mujeres con ese hermoso don de familiaridad que poseía Gregorio Magno —atacando en general por el lado de la vanidad, y por el del desprecio del amor cuando se las tiene que ver con mujeres apasionadas o cariñosas —todo ello sazonado con un magnífico impudor y sustentado en una gran valentía personal; y si un hombre semejante no es, como diría Bossuet, un flagelo, o mejor aún una revolución que acuña moneda en todos los dormitorios, acepto que, como observador, se me tache de imbécil, y yo mismo me escupo en la cara.

Memoranda, martes 6 de diciembre de 1836.



Memoranda. Diarios 1836-1864. Traducción, prólogo, apéndices, notas y cronología de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán. Ediciones De La Mirándola, colección Gálica Máxima, diciembre de 2012.



martes, 18 de diciembre de 2012

Miguel de Unamuno: Altuna, el amigo vasco de Rousseau




IGNACIO MANUEL DE ALTUNA, EL AMIGO VASCO DE ROUSSEAU

Mientras estuvo Juan Jacobo Rousseau en Venecia, como secretario del conde de Montaigu, embajador de Francia, ligose en amistad con dos españoles: Carrió y Altuna. La primera vez que en sus Confesiones nombra a éste le llama “el virtuoso Altuna”, y aunque la idea que de la virtud tenía el patriarca del romanticismo resulta, a bien leer sus confesiones,  bastante diferente de la que hoy casi todos los espíritus normales tienen de ella, Altuna debió de ser, en efecto, un hombre virtuoso. En París volvió a encontrarle.
“Había hecho conocimiento en Venecia —nos dice— con un vizcaíno amigo de un amigo de Carrió y digno de serlo de todo hombre de bien”. Le llama  vizcaíno, que ha solido equivaler a vascongado. Porque Altuna era de Azcoitia, en Guipúzcoa. Pero a Íñigo de Loyola, guipuzcoano también, se le llamaba corrientemente vizcaíno y Cervantes llama vizcaíno a Sancho de Azpeitia. Hasta hace muy poco apenas se llamaba a los vascos todos españoles de otro modo que vizcaínos.
 Altuna, aquel “amable joven”, como le llama en su estilo Rousseau; Altuna, nacido para todos los talentos y todas las virtudes, acababa de dar la vuelta a Italia para tomar gusto a las bellas artes y quería volverse ya a su patria. Probablemente sería músico como lo fue el Altuna que puso en notas, si es que no la compuso él mismo, la música del “Guernicaco arbola”, que cantó Iparraguirre por primera vez en un café de la Red de San Luis de Madrid. Rousseau le dijo a Altuna al conocerle que las artes no eran más que una distracción para un ingenio como el suyo, hecho para cultivar las ciencias, y le aconsejó para que tomase gustos a éstas, un viaje de seis meses de demora a París. Lo creyó y fuese a París, donde le encontró luego Rousseau.
En eso de que el ingenio de Altuna le pareciera a Rousseau más adecuado para las ciencias y no para las bellas artes, se ve que éste descubrió bien al vasco. El pragmatismo, el didactismo, el pedagogismo del espíritu de mi casta vascongada no se prestan bien al puro desinterés estético. La menguada honradez de la que con malicioso, pero seguro tiro, llamó Menéndez y Pelayo “la honrada poesía vascongada” proviene de su impureza estética. El sectarismo que nos domina, querámoslo o no a los vascos, nos excluye de la pura contemplación estética, indiferente a consecuencias de verdad o de bien. Íñigo de Loyola, el vasco, fundó una compañía que no tiene oficio de canto en el coro y que sólo cultiva la música —lo mismo que las demás artes— con fines pedagógicos para mejor seducir a las muchedumbres.
Al llegar Rousseau a París fuese a vivir con Ignacio Manuel de Altuna, encontrándole en el hervor de los “altos conocimientos”. “Nada estaba por encima de su alcance —nos dice—, devoraba y digería todo con una prodigiosa rapidez.” El ansia de saber atormentaba a Altuna. Hiciéronse Rousseau y él íntimos. Sus gustos no eran los mismos; disputaban siempre. Tercos ambos, jamás estaban de acuerdo sobre cosa alguna, y con ello no podían separarse el uno del otro, y contrariándose sin cesar, ninguno de los dos hubiera querido que el otro fuese de otro modo. Y he aquí, por lo que hace a Altuna, rasgos bien característicos de su raza.
Tercos lo somos los vascos, a más no poder, y la terquedad es acaso la primera de nuestras virtudes. Y en aquella mi bendita tierra, he conocido no pocas fuertes y duraderas amistades fundadas en discrepancia de opiniones y de gustos; he conocido no pocas parejas de amigos íntimos unidas por la necesidad de discutir, fundadas en una especie de guerra civil. ¿Y no llevamos acaso cada uno de nosotros un campo de guerra civil en nuestra conciencia? ¿No discutimos con nosotros mismos? Lo que se funda, a mi ver, en un último fondo de incertidumbre y duda, de recelo acaso. El dogmatismo del vasco tiene una raíz de íntima desconfianza. Estudiando bien a Íñigo de Loyola se verá a un hombre que trata continuamente de convencerse a sí mismo y no un inconsciente convencido.
“Ignacio Manuel de Altuna, -nos dice Rousseau-, era uno de esos hombres raros que sólo España produce y de los que produce demasiado pocos para su gloria.” El concepto y no por halagador para nuestra patria, me parece menos justo. Hay un temple de raros espíritus que apenas se producen por ahí fuera.
“No tenía —sigue diciendo del vasco el ginebrino— esas violentas pasiones nacionales comunes en su país; la idea de la venganza no podía entrar en su mente más que el deseo en su corazón. Era demasiado activo para ser vengativo y le he oído decir a menudo con mucha sangre fría que ningún mortal podía ofender su alma.” Aquí Rousseau coteja al español que conoció directa y personalmente con el tipo convencional y legendario del español que le era conocido de lejos e indirectamente. Pasiones violentas en este nuestro país. Que cotejen a Mío Cid, el del viejo poema castellano, al anterior, al del romancero, con el Cid de Corneille. No, el español de España, y menos el vasco, no es el de la leyenda dramática.
“Era galante sin ser tierno” —añade Rousseau. Lo que en plata quiere decir que en cosas de sensualidad, de sensualidad más que de amor, aunque Rousseau los confundiera, Altuna era frío. No se le ocurría como al pobre filósofo ginebrino apetecer casi todas las mujeres jóvenes con que se encontrara. Rousseau no conoció querida alguna a su amigo. En su retórica romántica, decía de él que las llamas de la virtud de que su corazón estaba devorado no permitieron jamás hacer a las de sus sentidos. Mas yo, vasco al igual que Altuna, creo poder asegurar que la virtud del azcoitiano no era de llamas, y que las supuestas llamas no le devorarían el corazón. La virtud de Altuna debió de ser ante todo, y sobre todo, salud, robusta salud, salud de cuerpo, salud de espíritu. Y la salud no es febril. Y nuestra fuerza, la de los vascos, es salud. Nuestra terquedad misma lo es.
“Después de sus viajes —agrega Rousseau—, se ha casado; ha muerto joven; ha dejado hijos, y estoy persuadido, como de mi existencia, de que su mujer es la primera y la única a la que ha hecho conocer los placeres del amor.” También nosotros estamos persuadidos de ello, pues que lo estaba el protegido de “mamá” la baronesa de Warens y amante de Teresa, la madre de los hijos hospicianos de Juan Jacobo. Creemos que Altuna, aunque muerto joven, era un hombre sano, un vasco repleto de salud.
“Al exterior —prosigue el ginebrino—, era devoto como un español, pero por dentro era la piedad de un ángel.” Rousseau, nacido y criado en un ambiente de la más rabiosa gazmoñería, pues no hay gazmoñería mayor que la de origen calvinista ni hipocresía más refinada que la puritana, no concebía que la devoción exterior se uniese a la piedad interior. En mi bendita tierra vasca, sin embargo, encuéntrase uno a cada paso con almas tan piadosas por dentro cuanto devotas por fuera.
“Fuera de mí —dice Rousseau—, no he visto más que él que sea tolerante desde que existo.” Sólo que Rousseau era tolerante por débil, por enfermo, y Altuna debió de serlo por fuerte, por sano. No se ha informado jamás de nadie de cómo pensaba en materia de religión. Que su amigo fuese judío, protestante, turco, gazmoño, ateo, poco le importaba, siempre que fuese hombre honrado. Obstinado, tozudo en opiniones indiferentes, desde que se trataba de religión, aun de moral, se recogía, se callaba o decía sencillamente: “yo no tengo cargo más que de mí mismo”. Honrado y sano, Altuna, mi paisano, ¡excelente cristiano!
Si ignacio Manuel de Altuna pudiese hoy resucitar y volver a su tierra, a su Azcoitia, a su Guipúzcoa, encontraría las cosas algo cambiadas. En sus tiempos, allá a mediados del siglo XVIII, la cristianísima Guipúzcoa era una tierra liberal, y en ella se formaba la generación al que perteneció Idiáquez, el conde de Peñaflorida, también azcoitiano, aquella generación liberal y progresista que fundó la primera Sociedad de Amigos del País y el Seminario de nobles de Vergara, aquella generación que había, sin duda, recibido savia, por corrientes subhistóricas, de los hugonotes vascos —entre los que Juan de Lizárraga, el que primero puso en vascuence los Evangelios—, y acaso de los jansenistas, pues vasco fue también el abate de Saint-Cyran, el fundador de Port-Royal. Si hoy Ignacio Manuel de Altuna volviese a su nativa tierra se la encontraría infestada por el espíritu jesuítico, degeneración del loyolano, y que se le pregunta a uno antes de relacionarse con él si es judío, protestante, turco, beato o ateo, como si cada uno estuviese más encargado del prójimo que de sí mismo.
La nueva diputación de Vizcaya, en su mayoría nacionalista, acaba de acordar que se consagre el Señorío al Sagrado Corazón de Jesús, a este culto pagano y materialista que no es sino una degeneración de la verdadera devoción católica, a este culto barroco, que sólo ha podido medrar donde la falta de sentimiento estético ha hecho enfermar de histeria espiritual al alma.
Quien compare las visiones puramente intelectuales de Santa Teresa de Ávila con las materiales —¡y tan materiales!— de la beata Margarita María de Alacoque, la de Paray-le-Monial, la que mirando por la llaga del costado de Cristo, como por el objetivo de un cosmorama, vio como un prado amenísimo (¡así!), quien compare eso podrá ver la diferencia. Y luego se ha discutido en la amenísima diputación provincial de Vizcaya si la leyenda de los emblemas del Corazón de Jesús estaría en castellano, que es hoy la lengua de la mayoría de los vizcaínos, o si en vascuence. Y la pondrán, estamos de ello seguros en ese volapük o esperanto “euskádico” que ni los que se han criado hablando vascuence lo entienden. ¿Qué diría de todo esto Ignacio Manuel de Altuna, el amigo íntimo de Rousseau, si resucitase?
“Es increíble —prosigue el ginebrino— que se pueda asociar tanta elevación de alma con un espíritu de detalle llevado hasta la minucia. Dividía y fijaba de antemano el empleo de su jornada por horas, cuartos de hora y minutos, y seguía esta distribución con tal escrúpulo que si hubiera sonado la hora mientras leía habría cerrado el libro sin acabar.” También lo creemos sin que Rousseau no los jure; también conocemos este rasgo de salud de nuestra raza. Sabemos cuál es la base de la laboriosidad de nuestro pueblo vasco, de este pueblo “corto en palabras pero en obras largo” que dijo Tirso, de Molina. Condición de secretarios, y para secretarios decía Cervantes que hemos nacido los vizcaínos. ¿Y no es nuestro secretarismo lo que ha explotado la compañía que fundó Íñigo de Loyola e informó Acquaviva?
Altuna “jamás molestaba a nadie: soportaba que se le molestase; trataba bruscamente a las gentes que por cortesía querían molestarle.” ¡Y cuántos nos molestan con su cortesía! ¿Hay hombre más molesto que el que se pasa de fino? Altuna  “se irritaba sin enojarse» (“Il était emporté sans être boudeur”). “Le he visto —dice su amigo— a menudo encolerizado pero no lo he visto jamás enfadado (“faché”). ¡Hombre sano! Camoens hablaba (Lucíadas, canto IV, estrofa 11) de
a gente biscainha, que carece
de polidas razoes e que as injurias
muito mal dos estranhos compadece.
¡Y hay quien nos llama misántropos! ¿Misántropos? “Nada era tan alegre como su humor —nos dice de Altuna su amigo íntimo—, entendía burlas y le gustaba burlarse y hasta brillaba en ello teniendo el talento del epigrama. Cuando se le animaba era barullero y hablador, su voz se oía de lejos, pero mientras gritaba se lo veía sonreír y, a través de sus arrebatos, se le ocurría algún chiste que hacía reír a todo el mundo.” También esto lo conocemos: también conocemos la sana alegría de nuestro pueblo. ¡Cómo nos la estropean ahora, con esas pueriles gazmoñerías, caricatura del verdadero y sano buen humor, del buen humor de los ordenados luchadores!...
Altuna no tenía ni lo que Rousseau creía ser la tez española, ni la flema; tenía la piel blanca, las mejillas coloradas, el cabello de un color castaño casi rubio; era alto y bien formado. Un buen “guizón” de Azcoitia.
Sabio de corazón así como de cabeza, “sage de coeur ainsi que de tête” le llama Rousseau. Quien intimó tanto con nuestro paisano que formaron el proyecto de pasar sus días juntos, y Rousseau debería algunos años ir a Azcoitia para vivir con Altuna, en la tierra de éste, que es la nuestra. ¿Y qué hubiera sido de él si el pobre filósofo ginebrino, perdido en la Francia de Voltaire y de Diderot, hubiera ido a vivir en la apacible Guipúzcoa, entre hombres sanos que aliaban la devoción con la piedad, y a los que no les devoraba, las entrañas la sensualidad de la carne? Pero disertar sobre esto es como disertar sobre lo que habría sido de Napoleón si en vez de ser vencido hubiera él vencido en Waterloo.
En estos días, de hondísima crisis para nuestra patria española, cuando está acaso rompiendo un capullo de siglos para salir a volar al aire lleno de sol de la civilización europea, porque los pueblos luchan ahora contra el imperialismo opresor, el haberme encontrado con Ignacio Manuel de Altuna en las Confesiones de Rousseau me ha sido un consuelo. Altuna estaría hoy, si viviese, del lado de la democracia y la libertad, del lado en que está la Francia en que formó su mente.

La Nación, Buenos Aires, 10 de septiembre de 1917.

sábado, 15 de diciembre de 2012

Silvina Ocampo y Jules Supervielle


A NADIE

Me habita ese infinito recinto impenetrable
donde también creíste descubrir el futuro;
en la voz de su sombra, como a través de un muro,
te asedió del olvido el murmullo implacable.
Un murmullo de imágenes que no indica la hora,
la estación, ni el lugar, que las lleva temblando
a un futuro incesante, lo irá multiplicando,
y no sabemos qué ángel, qué fervor lo atesora.
Esas solas imágenes conservadas, perdidas,
que la vida recoge como una inmensa casa,
bien sabes que persisten en el tiempo que pasa,
tejiendo entre sus redes secretas otras vidas.
Sabes que allí está el verso olvidado en los sueños,
la inadvertida frase, la puerta que se vio,
un instante, una noche, el rostro que pasó,
y en las cenizas pálidas retratados los leños.
Allí te será fácil olvidar a tu amado.
Allí me habré ya muerto con un veneno amargo,
en un atardecer que en mi tristeza alargo
entre bosques altísimos. Allí no habré llorado.
El cedro imaginado junto al cedro estará
como junto al amado esa fotografía
tan imperiosa y vívida en su melancolía,
que no ha de abandonarnos ni en la infidelidad.
Existen cada tigre que vimos y el jardín
que plagió nuestro sueño imaginado en viajes.
Cada noche perdura, numera sus follajes,
y existe el primer día del mar y del jazmín.
Todo lo que hemos visto con nuestra distracción,
como si el mundo fuera a repetir sus actos,
ha quedado en nosotros con detalles exactos,
ardientemente puros, como en una pasión.
Y tú que no he amado, que no evoqué jamás
al oír una música, con trémula insistencia,
tú que no me inspiraste el dolor de la ausencia,
tú que en vano podrías amarme a mí... Quizás
en ese lugar pude amarte todavía,
pasando por zaguanes vislumbrados apenas,
entre calles manchadas por el tiempo y sin penas,
entre guirnaldas pálidas de indecisa alegría.

SILVINA OCAMPO


À PERSONNE

Je loge un infini enclos impénétrable
Où tu pensas aussi découvrir le futur ;
Dans la voix de son ombre, comme à travers un mur,
T'assiégea de l'oubli le murmure implacable.
Un murmure d'images qui n'indique pas l'heure,
La saison ni le lieu, tremblantes, entraînées
Vers un futur sans fin où il les multiplie
Et je ne sais quel ange, fervent, le thésaurise.
Solitaires images conservées et perdues
Que recueille la vie, son immense maison,
Tu sais qu'elles demeurent dans le temps qui s'en va
Tissant dans leurs filets occultes d'autres vies.
C'est là que gît le vers oublié dans les rêves,
La phrase inaperçue, la porte que l'on vit
Un instant, une nuit, le visage fugace
Et dans les cendres pâles la semblance des bûches.
Là-bas il t'est facile d'oublier ton aimé.
Là-bas je serais morte d'un acerbe poison
En une fin de jour que ma tristesse allonge
Entre des bois très hauts. Je n'aurai pas pleuré.
Le cèdre imaginé près du cèdre sera,
Comme près de l'aimé cette photographie
Impérieuse, vive en sa mélancolie,
Qui dans la trahison ne me quittera pas.
Il existe le tigre entrevu, le jardin
Qui plagia un rêve formé dans un voyage,
Elle existe la nuit comptable de feuillages,
Comme le premier jour de la mer, du jasmin.
Et tout ce que nous vîmes dans notre distraction,
Ah ! comme si le monde devait se répéter,
Est en nous demeuré avec tous ses détails
Ardents de pureté, comme en une passion.
Et toi que je n'ai point aimé, ni évoqué,
Au tremblement de quelque insistante musique,
Toi qui m'inspiras la douleur de l'absence,
Toi qui ne m'aimerais qu'en vain... Peut-être bien
Aurais-je pu t'aimer aussi en ce lieu même
Passant par des couloirs à peine devinés,
Parmi des rues tachées par le temps et sans peines
Dans les guirlandes pâles dune joie indécise.

JULES SUPERVIELLE

La Licorne II, hiver 1948, Paris. Dirigée par SUSANA SOCA.

sábado, 8 de diciembre de 2012

Puntos de venta de Ediciones De La Mirándola


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sábado, 1 de diciembre de 2012

René Crevel: En casa de Proust - Primera parte



DU CÔTÉ DE CHEZ PROUST

"Le monde (qui n’a pas été créé une fois, mais aussi souvent qu’un artiste original est venu) nous apparaît différent de l’ancien, mais parfaitement clair." De Proust lui-même, cette opinion, qu’il confirme en son œuvre entière. Fenêtres ouvertes sans sortir de chez soi, il désigne à notre curiosité son "monde" précis et total, et la forme autobiographique du récit fait souvenir de ces tableaux, où les maîtres hollandais, feignant de peindre un intérieur, trouent au mur une porte, qui laisse pénétrer en la maison le mirage du jardin. La lumière du dehors devient celle de la pièce qu’elle baigne jusqu’en ses coins les plus familiers. Les tapisseries à peine écartées ont permis la révélation de tout un parc. Cependant, décoré précieusement de vieux Beauvais, des tableaux d’Elstir, et sur une table un livre de Bergotte, le salon de Proust a vue sur plusieurs et très diverses perspectives. À chaque fenêtre un aspect nouveau des réalités extérieures, mais à chaque fenêtre nos yeux ont aimé, très douce, nette, comme aux jours d’Ile-de-France après pluie, une lumière toujours la même épandue sur les gens qui marchent, se croisent, vivent et s’agitent en tous sens. D’une fenêtre nous avons aperçu la princesse de Luxembourg ; de l’autre Françoise, retour du marché, dans son filet une botte d’asperges qu’elle va "plumer"; d’une troisième, nous avons vu toute l’étrangeté du baron de Charlus, par son dernier regard trop tendre au giletier Jupien. Un monde nouveau nous est montré, complexe, mais en sa complexité même d’une belle unité. À Combray, Balbec, Doncières, Sodome et Gomorrhe, nous avons eu de tous individus l’impression qu’ils étaient d’une même chair, vivant par la grâce du créateur unique. A cause de ce "je ne sais quoi", qui fait d’une seule race les héros de Proust, je songe aux ressemblances découvertes chez les gens de telle ou telle ville, de tel ou tel quartier. Qui habite boulevard Saint-Germain peut se trouver tout à fait déplacé dans un immeuble des Champs-Élysées, où pourtant se rencontrent les types d’humanité les plus variés : parvenus, grande demi-mondaine, vieille bourgeoisie confortable et noblesse à principes, dont on comprend bien, malgré leurs dissemblances et l’animosité forcée qui en résulte, qu’ils aient un même toit. Entre eux un vague air de famille, et dont on ne saurait affirmer, a priori, s’il est dû à l’influence du lieu, ou au contraire, à des communautés natives dans le goût, grâce à quoi ils ont préféré certaine maison. Les êtres que Proust nous a montrés chez lui, détachés de tout lien d’idées ou de tendances, doivent au seul éclairage ce "je ne sais quoi". Devant chaque fenêtre une gaze transparente et si fine qu’on la subit sans se douter. Pour les yeux, elle a changé en plus subtile l’habituelle lumière, et ainsi de quelque côté que nous regardions et tant variées puissent être nos impressions visuelles, une tonalité générale demeure une.
Aucune diffusion, et à l’agrément de son ensemble il faut conclure que l’œuvre est une parfaite synthèse. Semblable au peintre qui obtient l’aspect définitif d’une large toile par juxtaposition de points colorés, il n’a usé du procédé d’analyse que pour (grâce au travail de réassociation effectué dans le subconscient) parvenir à des fins synthétiques. Le charme de l’analyse, il est vrai, induit certains à n’aimer en Proust que le détailliste savant. Il sait la valeur des infiniment petits, et si bien que les amateurs de miniatures ont tendance à considérer séparément les coins précis, sans chercher la cohésion en leur ensemble.
Pas de formule toute faite. Il ne dit point Oriane de Guermantes grande dame intelligente et désireuse surtout de le paraître, satisfaite de passer pour frondeuse tout en restant éprise de sa propre aristocratie. Il soulève une porte du salon ou elle reçoit, nous apprend à l’écouter et de ses mots et gestes à tirer le diagnostic ; et ainsi offrant la lecture de ses livres, pratique-t-il un peu la politesse suivant La Bruyère, qui aide l’invité à trouver une idée ou un trait dont il croira le premier avoir fait la découverte, alors qu’en cette affaire tout l’esprit dépensé fut d’amener l’invité à se trouver intelligent.

(à suivre)


EN CASA DE PROUST

“El mundo (que no fue creado una vez, sino tan a menudo como llegó a él un artista original) se nos muestra diferente del antiguo, pero perfectamente claro.” Esta opinión es del mismo Proust, y él la confirma en toda su obra. Con las ventanas abiertas sin salir de su casa, ofrece a nuestra curiosidad su “mundo” preciso y total, y la forma autobiográfica del relato recuerda a aquellos en que los maestros holandeses, simulando pintar un interior, abren en la pared una puerta que deja entrar en la casa el espejismo del jardín. La luz del exterior se convierte en la de la habitación, que ella inunda hasta en sus rincones más familiares. Los tapices apenas corridos permiten la revelación de todo un parque. Sin embargo, preciosamente decorado con viejos tapices de Beauvais, cuadros de Elstir y, en una mesa, un libro de Bergotte, el salón de Proust tiene vista a varias y muy diversas perspectivas. En cada ventana hay un aspecto novedoso de las realidades exteriores, pero en cada ventana nuestros ojos han amado, muy suave, nítida, como en los días de la Isla de Francia después de la lluvia, una luz, siempre la misma, que se difunde sobre las personas que caminan, se cruzan, viven y se agitan en todos sentidos. Desde una ventana, hemos divisado a la princesa de Luxemburgo; desde otra a Françoise, de vuelta del mercado, llevando en su bolsa un atado de espárragos que va a “pelar”; desde una tercera, hemos visto todo lo extraño que es el barón de Charlus, en la última mirada demasiado tierna que en el sastre Jupien. Se nos muestra un mundo nuevo, complejo, pero que tiene una hermosa unidad en su misma complejidad. En Combray, Balbec, Doncières, Sodoma y Gomorra, hemos tenido de todos los individuos la impresión de que estaban hechos de una misma carne, que vivían por gracia del creador único. Debido a ese “no sé qué” que hace que sean de una sola raza los personajes de Proust, pienso en los parecidos que descubrimos en las personas de tal o cual ciudad, de tal o cual barrio. Quien vive en el Boulevard Saint-Germain puede encontrarse completamente fuera de lugar en un edificio de los Campos Elíseos, en donde, sin embargo, hallamos los tipos más variados de humanidad: nuevos ricos, grandes mantenidas, vieja burguesía acomodada y nobleza con principios, de los que comprendemos muy bien, a pesar de sus diferencias y de la animosidad feroz que resulta de ellas, que estén bajo un mismo techo. Entre ellos hay un vago aire de familia, del que no podríamos afirmar a priori si debe a la influencia del lugar o, por el contrario, a una comunidad de gustos preexistente, gracias a lo cual prefirieron cierta casa. Los seres que Proust nos ha mostrado en su casa, desligados de todo lazo de ideas o de tendencias, le deben ese “no sé qué” tan solo a la iluminación. Delante de cada ventana hay una gasa transparente y tan delgada que la soportamos sin darnos cuenta. Para los ojos, ha vuelto más sutil la luz habitual, y así, miremos hacia donde miremos, y por muy variadas que puedan ser nuestras impresiones visuales, hay una única tonalidad general.
No hay difusión alguna, pero, por la armonía del conjunto, hay que concluir que la obra es una síntesis perfecta. Semejante al pintor que obtiene el aspecto definitivo de un gran lienzo por la yuxtaposición de puntos de color, sólo usó el procedimiento del análisis para alcanzar (gracias al trabajo de reasociación en el subconsciente) objetivos sintéticos. El encanto del análisis, es cierto, induce a algunos a amar en Proust tan solo al eximio detallista. Conoce el valor de lo infinitamente pequeño, y tan bien que los amantes de miniaturas tienden a tomar en cuenta por separado los trozos precisos, sin buscar la cohesión del conjunto.
No hay fórmula alguna. No nos dice que Oriane de Guermantes sea una gran dama inteligente y, sobre todo, deseosa de parecerlo, satisfecha de pasar por rebelde mientras conserva el apego por su propia aristocracia. Levanta una puerta del salón donde ella recibe, nos enseña a escucharla y a formular el diagnóstico a partir de sus palabras y sus gestos; y ofreciendo así la lectura de sus libros practica un poco la cortesía según La Bruyère, que ayuda al invitado a encontrar una idea o una agudeza que creerá ser el primero en descubrir, mientras que, en este asunto, todo el ingenio se empleó en conducir al invitado a encontrarse inteligente.

(continuará)

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán.