miércoles, 30 de septiembre de 2009

jueves, 24 de septiembre de 2009

Julio Cortázar y Catherine y Roger Caillois

NUESTRAS NOVEDADES MÁS RECIENTES


Continuidad de los parques

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

JULIO CORTÁZAR.


Continuité des parcs

Il avait commencé à lire le roman quelques jours auparavant. Il l´abandonna à cause d´affaires urgentes et l´ouvrit de nouveau dans le train, en retournant à sa propriété. Il se laissait lentement intéresser par l´intrigue et le caractère des personnages. Ce soir-là, après avoir écrit une lettre à son fondé de pouvoirs et discuté avec l´intendant une question de métayage, il reprit sa lecture dans la tranquillité du studio, d´où la vue s´étendait sur le parc planté de chênes. Installé dans son fauteuil favori, le dos à la porte pour ne pas être gêné par une irritante possibilité de dérangements divers, il laissait sa main gauche caresser de temps en temps le velours vert. Il se mit à lire les derniers chapitres. Sa mémoire retenait sans effort les noms et l´apparence des héros. L´illusion romanesque le prit presque aussitôt. Il jouissait du plaisir presque pervers de s´éloigner petit à petit, ligne après ligne, de ce qui l´entourait, tout en demeurant conscient que sa tête reposait commodément sur le velours du dossier élevé, que les cigarettes restaient à portée de sa main et qu´au-delà des grandes fenêtres le souffle du crépuscule semblait danser sous les chênes. Phrase après phrase, absorbé par la sordide alternative où se débattaient les protagonistes, il se laissait prendre aux images qui s´organisaient et acquéraient progressivement couleur et vie. Il fut ainsi témoin de la dernière rencontre dans la cabane parmi la broussaille. La femme entra la première, méfiante. Puis vint l´homme, le visage griffé par les épines d´une branche. Admirablement, elle étanchait de ses baisers le sang des égratignures. Lui, se dérobait aux caresses. Il n´était pas venu pour répéter le cérémonial d´une passion clandestine protégée par un monde de feuilles sèches et de sentiers furtifs. Le poignard devenait tiède au contact de sa poitrine. Dessous, au rythme du coeur, battait la liberté convoitée. Un dialogue haletant se déroulait au long des pages comme un fleuve de reptiles, et l´on sentait que tout était décidé depuis toujours. Jusqu´à ses caresses qui enveloppaient le corps de l´amant comme pour le retenir et le dissuader, dessinaient abominablement les contours de l´autre corps, qu´il était nécessaire d´abattre. Rien n´avait été oublié: alibis, hasards, erreurs possibles. À partir de cette heure, chaque instant avait son usage minutieusement calculé. La double et implacable répétition était à peine interrompue le temps qu´une main frôle une joue. Il commençait à faire nuit.

Sans se regarder, étroitement liés à la tâche qui les attendaient, ils se séparèrent à la porte de la cabane. Elle devait suivre le sentier qui allait vers le nord. Sur le sentier opposé, il se retourna un instant pour la voir courir, les cheveux dénoués. À son tour, il se mit à courir, se courbant sous les arbres et les haies. À la fin, il distingua dans la brume mauve du crépuscule l´allée qui conduisait à la maison. Les chiens ne devaient pas aboyer et ils n´aboyèrent pas. À cette heure, l´intendant ne devait pas être là et il n´était pas là. Il monta les trois marches du perron et entra. À travers le sang qui bourdonnait dans ses oreilles, lui parvenaient encore les paroles de la femme. D´abord une allée bleue, puis un corridor, puis un escalier avec un tapis. En haut, deux portes. Personne dans la première pièce, personne dans la seconde. La porte du salon, et alors, le poignard en main, les lumières des grandes baies, le dossier élevé du fauteuil de velours vert et, dépassant le fauteuil, la tête de l´homme en train de lire un roman.

ROGER CAILLOIS.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Lemaître de Sacy, San Jerónimo y Fray Luis de León


Louis-Isaac Lemaître de Sacy nació en París el 29 de marzo de 1613.

Su madre, Catherine Arnauld, era la hija mayor de Antoine Arnauld, célebre abogado de la época. Su tía materna, la Madre Angélique Arnauld, había dado comienzo en 1608 a la reforma de su monasterio de Port-Royal des Champs.

Aquella reforma fue el comienzo de una de las más intensas y controvertidas aventuras espirituales del catolicismo francés, aventura a la que sus detractores dieron el nombre de Jansenismo. En torno de esa abadía y de su sede en París, se reúne una élite de figuras egregias conocida como los Solitarios de Port-Royal: Robert Arnaud d'Andilly, Pascal, Antoine Arnauld, nuestro autor, Pierre Nicole, hombres todos de gran valía intelectual. De ese grupo saldrán algunas de las obras más importantes del siglo XVII francés:Las Provinciales de Pascal en 1656, la célebre Gramática general de Arnauld y Lemaître de Sacy en 1660, la Lógica de 1662 de Arnauld y Nicole; sin contar las estupendas traducciones de Robert Arnauld d'Andilly de San Agustín, Santa Teresa o Flavio Josefo.

Es en ese ámbito que transcurrió la vida de Lemaître de Sacy. Entre sus maestros de juventud encontramos a una de las personalidades señeras del Jansenismo, el Abate de Saint-Cyran, como así también al téologo Antoine Arnauld llamado el Grande, su tío materno. Muy tempranamente, Lemaître de Sacy adquirió un pleno dominio del griego, del latín y del hebreo.

En 1646, apareció su primera obra, en la que se aunaban una erudición poco común y el amor por la poesía: la traducción en verso de Próspero de Aquitania. Vino luego la traducción de las fábulas de Fedro, traducción ésta que ejerció una gran influencia en La Fontaine.

En 1650, colaboró en el libro de plegarias, Las Horas de Port-Royal que obtuvo un gran éxito. Los versos de Lemaître de Sacy ejercerán una gran influencia en uno de los alumnos de la escuela de Port-Royal, Jean Racine, futuro autor de Fedra. Ese mismo año, fue ordenado sacerdote y ocupó el puesto de capellán de Port-Royal des Champs. Allí, partir de 1655 entabló relación con Pascal.

En 1662, publicó su traducción de la Imitación, una de las más célebres traducciones francesas junto con las de Pierre Corneille y Felicité de Lamennais.

La persecución contra Port-Royal se agravó por aquellos años, y el 13 de mayo de 1666, Lemaître de Sacy fue arrestado y encarcelado en la Bastilla. Durante sus dos años de prisión, comenzó a traducir el Antiguo Testamento, retomando el viejo proyecto del grupo de los Solitarios: darle a Francia una traducción ejemplar de la Biblia.

Desde su liberación hasta su muerte el 4 de enero de 1684, su tarea de traductor no conoció interrupción. Su discípulo, Pierre-Thomas du Fossé retomó aquella inmensa labor. Así fue como tradujo el Cantar de los Cantares, el único de los libros bíblicos que Sacy dejó sin traducir; y en 1696 fueron publicados, al fin, los treinta y dos volúmenes de esta Biblia que constituye uno de los monumentos de la literatura francesa.

Desde la destrucción de la abadía de Port-Royal des Champs en 1710 (la casa parisina subsiste aún en nuestros días) por orden de Luis XIV, los restos del insigne traductor descansan en París, en Saint-Etienne du Mont, no lejos de las sepulturas de Pascal y de Racine.



Job III

Après cela, Job ouvrit la bouche, et maudit le jour de sa naissance,

Et il parla de cette sorte :

Que le jour auquel je suis né périsse, et la nuit en laquelle il a été dit: Un homme est conçu.

Que ce jour se change en ténèbres, que Dieu ne le regarde non plus du ciel que s'il n'avait jamais été ; qu'il ne soit point éclairé de la lumière.

Qu'il soit couvert de ténèbres et de l'ombre de la mort, qu'une noire obscurité l'environne, et qu'il soit plongé dans l'amertume.

Qu'un tourbillon ténébreux règne dans cette nuit, qu'elle ne soit point compté parmi les jours de l'année, ni mise au nombre des mois.

Que cette nuit soit dans une affreuse solitude, et qu'on la juge indigne qu'on s'en souvienne jamais.

Que ceux qui maudissent le jour la maudissent, ceux qui sont prêts à suciter le Léviathan.

Que les étoiles soient obscurcies par sa noirceur, qu'elle attende la lumière, et qu'elle ne la voit point, et que l'aurore lorsqu'elle commence à paraître ne se lève point pour elle,

Parce qu'elle n'a point fermé le ventre qui m'a porté, et qu'elle n'a point détourné de moi les maux qui m'accablent

Pourquoi ne suis-je point mort dans le sein de ma mère ? Pourquoi n'ai-je point cessé de vivre aussitôt que j'en suis sorti ?

Pourquoi celle qui m'a reçu en naissant m'a-t-elle tenu sur ses genoux ? Pourquoi ai-je été nourri du lait de la mamelle ?

Car je dormirais maintenant dans le silence et je me reposerais dans mon sommeil,

Avec les rois et les consuls de la terre, qui durant leur vie se bâtissent des solitudes,

Ou avec les princes qui possèdent l'or et qui remplissent leurs maison d'argent.

Je n'aurais point paru dans le monde, non plus qu'un fruit avorté dans le sein de la mère, ou que ceux qui, ayant été conçus, n'ont point vu le jour.

C'est là que le grand bruit qu'on fait les impies s'est enfin terminé ; c'est là que les forts, après leur travail et leur lassitude, trouvent leur repos.

C'est là que ceux qui étaient autrefois enchaînés ensemble ne souffrent plus aucun mal, et qu'ils n'entendent plus la voix de ceux qui exigeaient d'eux des travaux insupportables.

Là les grands et les petits se trouvent égaux ; là l'esclave est affranchi de la domination de son maître.

Pourquoi la lumière a-t-elle été donnée à un homme qui marche dans une route inconnue et que Dieu a environnée de ténèbres ?

Je soupire avant de manger, et les cris que je fais sont comme le bruit d'un débordement de grandes eaux,

Parce que ce qui faisait le sujet de ma crainte m'est arrivé, et que les maux que j'appréhendais sont tombés sur moi.

N'ai-je pas toujours conservé la retenue et la patience ? N'ai-je pas gardé le silence ? Et cependant la colère de Dieu est tombée sur moi.



Job III

Post hæc aperuit Job os suum, et maledixit diei suo, et locutus est :

Pereat dies in qua natus sum,
et nox in qua dictum est : Conceptus est homo.
Dies ille vertatur in tenebras :
non requirat eum Deus desuper,
et non illustretur lumine.
Obscurent eum tenebræ et umbra mortis ;
occupet eum caligo,
et involvatur amaritudine.
Noctem illam tenebrosus turbo possideat ;
non computetur in diebus anni,
nec numeretur in mensibus.
Sit nox illa solitaria,
nec laude digna.
Maledicant ei qui maledicunt diei,
qui parati sunt suscitare Leviathan.
Obtenebrentur stellæ caligine ejus ;
expectet lucem, et non videat,
nec ortum surgentis auroræ.
Quia non conclusit ostia ventris qui portavit me,
nec abstulit mala ab oculis meis.
Quare non in vulva mortuus sum ?
egressus ex utero non statim perii ?
Quare exceptus genibus ?
cur lactatus uberibus ?
Nunc enim dormiens silerem,
et somno meo requiescerem
cum regibus et consulibus terræ,
qui ædificant sibi solitudines ;
aut cum principibus qui possident aurum,
et replent domos suas argento ;
aut sicut abortivum absconditum non subsisterem,
vel qui concepti non viderunt lucem.
Ibi impii cessaverunt a tumultu,
et ibi requieverunt fessi robore.
Et quondam vincti pariter sine molestia,
non audierunt vocem exactoris.
Parvus et magnus ibi sunt,
et servus liber a domino suo.
Quare misero data est lux,
et vita his qui in amaritudine animæ sunt :
qui expectant mortem, et non venit,
quasi effodientes thesaurum ;
gaudentque vehementer
cum invenerint sepulchrum ?
viro cujus abscondita est via
et circumdedit eum Deus tenebris ?
Antequam comedam, suspiro ;
et tamquam inundantes aquæ, sic rugitus meus :
quia timor quem timebam evenit mihi,
et quod verebar accidit.
Nonne dissimulavi ? nonne silui ? nonne quievi ?
et venit super me indignatio.

SAN JERÓNIMO



Job III

Y después abrió ansí Job su boca, y maldijo a su día.

Y clamó Job, y dijo: ¡Perezca el día en que yo naciera, y la noche que dijo: Concebido varón!

Aquel día sea escuridad; no le busque Dios de arriba, y no resplandezca sobre él la claridad.

Entúrbiele escuridad y tiniebla; more sobre él muerte; asómbrele amargura.

A aquella noche tómela tiniebla; no se ayunte con días de año, y en cuenta de meses no venga.

Aquella noche sea solitaria; no venga canto en ella.

Maldíganla los que maldicen el día dispuestos a despertar a leviathán.

Entenebrézcanse las estrellas de su noche; espere luz y no, y no vea alboradas de mañana.

¿Por qué no cerró las Puertas de mi vientre, y encubrió lacería de mis ojos?

¿Por qué del vientre no muriera; y del vientre saliera y expirara luego?

¿Para qué me anticiparon las rodillas? ¿Y para qué tetas que mamé?

Porque agora yaciera y sosegara; durmiera entonces, reposo a mí.

Con reyes y consejeros de la tierra, los que edifican despoblados para sí.

O con príncipes, señores de oro, los que hinchen las casas de plata.

O como abortado escondido no fuera; como chiquitos que no vieron luz.

Allí malos cesaron de hacer alboroto: y allí reposaron alcanzados de fuerza.

Juntamente los encarcelados sosegaron, no oyeron voz de acreedor.

Pequeño, y grande allí ellos; y esclavo horro de su señor.

¿Para qué se dará al desastrado luz, y vida a amargos de corazón?

¿A los que esperan la muerte, y no ella, buscáronla más que tesoro?

¿A los que se alegran con regocijo, y se gozan cuando hallan sepultura?

¿A varón a quien su camino le fue encubierto, y le cubijó Dios con tiniebla?

Porque antes de mi pan mi sospiro viene, y corren como agua mis gemidos.

Que temor temí, y vínome, y lo que temí vino a mí.

¿No me apacigüé, y no me sosegué, y no reposé? Y vino temblor.

FRAY LUIS DE LEÓN

domingo, 20 de septiembre de 2009

Montaigne y Ezequiel Martínez Estrada



La lengua castellana no tuvo su John Florio. Los Ensayos de Montaigne, condenados por la todopoderosa Inquisición española, fueron, durante casi trescientos años,  inaccesibles para el lector de lengua española que no pudiese leerlos en el texto original. Hay indicios de que Francisco de Quevedo habría hecho una traducción parcial, hoy, desgraciadamente, perdida. Fue sólo a fines del siglo XIX que Constantino Román y Salamero publicó la primera traducción integral de los Ensayos. Desde entonces distintas traducciones han aparecido. A nuestro entender, ninguna posee esa calidad literaria que hizo de la traducción de Florio una obra capital de la literatura inglesa. Existe, o pudo haber existido, para ser más precisos, una notable excepción: la traducción de Ezequiel Martínez Estrada. Decimos pudo porque Martínez Estrada no tuvo el tiempo ni la salud necesarios, ni seguramente los apoyos imprescindibles, para emprender una traducción completa. Le tocó vivir en un país que comenzaba la lenta e inexorable decadencia que ha hecho de la Argentina un país que en muy poco se parece al de las primeras décadas del siglo XX. Nos queda, sin embargo, un pequeño volumen, hoy casi ignorado, que le ha dado a Montaigne la mejor voz en lengua española, la más clara y precisa, y también la más bella, que posean los Ensayos.



Que Philosopher, c'est apprendre a mourir

CICERON dit que Philosopher ce n'est autre chose que s'aprester à la mort. C'est d'autant que l'estude et la contemplation retirent aucunement nostre ame hors de nous, et l'embesongnent à part du corps, qui est quelque apprentissage et ressemblance de la mort : Ou bien, c'est que toute la sagesse et discours du monde se resoult en fin à ce point, de nous apprendre a ne craindre point a mourir. De vray, ou la raison se mocque, ou elle ne doit viser qu'à nostre contentement, et tout son travail tendre en somme à nous faire bien vivre, et à nostre aise, comme dict la Saincte Escriture. Toutes les opinions du monde en sont là, que le plaisir est nostre but, quoy qu'elles en prennent divers moyens ; autrement on les chasseroit d'arrivée. Car qui escouteroit celuy, qui pour sa fin establiroit nostre peine et mesaise ?

Les dissentions des sectes Philosophiques en ce cas, sont verbales. Transcurramus solertissimas nugas. Il y a plus d'opiniastreté et de picoterie, qu'il n'appartient à une si saincte profession. Mais quelque personnage que l'homme entrepreigne, il jouë tousjours le sien parmy. Quoy qu'ils dient, en la vertu mesme, le dernier but de nostre visee, c'est la volupté. Il me plaist de battre leurs oreilles de ce mot, qui leur est si fort à contrecoeur : Et s'il signifie quelque supreme plaisir, et excessif contentement, il est mieux deu à l'assistance de la vertu, qu'à nulle autre assistance. Cette volupté pour estre plus gaillarde, nerveuse, robuste, virile, n'en est que plus serieusement voluptueuse. Et luy devions donner le nom du plaisir, plus favorable, plus doux et naturel : non celuy de la vigueur, duquel nous l'avons denommee. Cette autre volupté plus basse, si elle meritoit ce beau nom : ce devoit estre en concurrence, non par privilege. Je la trouve moins pure d'incommoditez et de traverses, que n'est la vertu. Outre que son goust est plus momentanee, fluide et caduque, elle a ses veilles, ses jeusnes, et ses travaux, et la sueur et le sang. Et en outre particulierement, ses passions trenchantes de tant de sortes ; et a son costé une satiete si lourde, qu'elle equipolle à penitence. Nous avons grand tort d'estimer que ses incommoditez luy servent d'aiguillon et de condiment à sa douceur, comme en nature le contraire se vivifie par son contraire : et de dire, quand nous venons à la vertu, que pareilles suittes et difficultez l'accablent, la rendent austere et inacessible. Là où beaucoup plus proprement qu'à la volupté, elles anoblissent, aiguisent, et rehaussent le plaisir divin et parfaict, qu'elle nous moienne. Celuy la est certes bien indigne de son accointance, qui contrepoise son coust, à son fruit : et n'en cognoist ny les graces ny l'usage. Ceux qui nous vont instruisant, que sa queste est scabreuse et laborieuse, sa jouïssance agreable : que nous disent-ils par là, sinon qu'elle est tousjours desagreable ? Car quel moien humain arriva jamais à sa jouïssance ? Les plus parfaits se sont bien contentez d'y aspirer, et de l'approcher, sans la posseder. Mais ils se trompent ; veu que de tous les plaisirs que nous cognoissons, la poursuite mesme en est plaisante. L'entreprise se sent de la qualité de la chose qu'elle regarde : car c'est une bonne portion de l'effect, et consubstancielle. L'heur et la beatitude qui reluit en la vertu, remplit toutes ses appartenances et avenues, jusques à la premiere entree et extreme barriere. [...]

Je nasquis entre unze heures et midi le dernier jour de Febvrier, mil cinq cens trente trois : comme nous contons à cette heure, commençant l'an en Janvier. Il n'y a justement que quinze jours que j'ay franchi 39. ans, il m'en faut pour le moins encore autant. Ce pendant s'empescher du pensement de chose si esloignee, ce seroit folie. Mais quoy ? les jeunes et les vieux laissent la vie de mesme condition. Nul n'en sort autrement que si tout presentement il y entroit, joinct qu'il n'est homme si décrepite tant qu'il voit Mathusalem devant, qui ne pense avoir encore vingt ans dans le corps. D'avantage, pauvre fol que tu es, qui t'a estably les termes de ta vie ? Tu te fondes sur les contes des Medecins. Regarde plustost l'effect et l'experience. Par le commun train des choses, tu vis pieça par faveur extraordinaire. Tu as passé les termes accoustumez de vivre : Et qu'il soit ainsi, conte de tes cognoissans, combien il en est mort avant ton aage, plus qu'il n'en y a qui l'ayent atteint : Et de ceux mesme qui ont annobli leur vie par renommee, fais en registre, et j'entreray en gageure d'en trouver plus qui sont morts, avant, qu'apres trente cinq ans. Il est plein de raison, et de pieté, de prendre exemple de l'humanité mesme de Jesus-Christ. Or il finit sa vie à trente et trois ans. Le plus grand homme, simplement homme, Alexandre, mourut aussi à ce terme.

Combien a la mort de façons de surprise ?


Quid quisque vitet, nunquam homini satis
Cautum est in horas.


Je laisse à part les fiebvres et les pleuresies. Qui eust jamais pensé qu'un Duc de Bretaigne deust estre estouffé de la presse, comme fut celuy là à l'entree du Pape Clement mon voisin, à Lyon ? N'as tu pas veu tuer un de nos Roys en se jouant ? et un de ses ancestres mourut il pas choqué par un pourceau ? Æschylus menassé de la cheute d'une maison, à beau se tenir à l'airte, le voyla assommé d'un toict de tortue, qui eschappa des pattes d'un Aigle en l'air : l'autre mourut d'un grain de raisin : un Empereur de l'egratigneure d'un peigne en se testonnant : Æmylius Lepidus pour avoir heurté du pied contre le seuil de son huis : Et Aufidius pour avoir choqué en entrant contre la porte de la chambre du conseil. Et entre les cuisses des femmes Cornelius Gallus preteur, Tigillinus Capitaine du guet à Rome, Ludovic fils de Guy de Gonsague, Marquis de Mantoüe. Et d'un encore pire exemple, Speusippus Philosophe Platonicien, et l'un de nos Papes. Le pauvre Bebius, Juge, cependant qu'il donne delay de huictaine à une partie, le voyla saisi, le sien de vivre estant expiré : Et Caius Julius medecin gressant les yeux d'un patient, voyla la mort qui clost les siens. Et s'il m'y faut mesler, un mien frere le Capitaine S. Martin, aagé de vingt trois ans, qui avoit desja faict assez bonne preuve de sa valeur, jouant à la paume, reçeut un coup d'esteuf, qui l'assena un peu au dessus de l'oreille droitte, sans aucune apparence de contusion, ny de blessure : il ne s'en assit, ny reposa : mais cinq ou six heures apres il mourut d'une Apoplexie que ce coup luy causa. Ces exemples si frequents et si ordinaires nous passans devant les yeux, comme est-il possible qu'on se puisse deffaire du pensement de la mort, et qu'à chasque instant il ne nous semble qu'elle nous tienne au collet ?

Qu'importe-il, me direz vous, comment que ce soit, pourveu qu'on ne s'en donne point de peine ? Je suis de cet advis : et en quelque maniere qu'on se puisse mettre à l'abri des coups, fust ce soubs la peau d'un veau, je ne suis pas homme qui y reculast : car il me suffit de passer à mon aise, et le meilleur jeu que je me puisse donner, je le prens, si peu glorieux au reste et exemplaire que vous voudrez.


prætulerim delirus inérsque videri,
Dum mea delectent mala me, vel denique fallant,
Quam sapere et ringi.


Mais c'est folie d'y penser arriver par là. Ils vont, ils viennent, ils trottent, ils dansent, de mort nulles nouvelles. Tout cela est beau : mais aussi quand elle arrive, ou à eux ou à leurs femmes, enfans et amis, les surprenant en dessoude et au descouvert, quels tourmens, quels cris, quelle rage et quel desespoir les accable ? Vistes vous jamais rien si rabaissé, si changé, si confus ? Il y faut prouvoir de meilleure heure : Et cette nonchalance bestiale, quand elle pourroit loger en la teste d'un homme d'entendement (ce que je trouve entierement impossible) nous vend trop cher ses denrees. Si c'estoit ennemy qui se peust eviter, je conseillerois d'emprunter les armes de la coüardise : mais puis qu'il ne se peut ; puis qu'il vous attrappe fuyant et poltron aussi bien qu'honeste homme,


Nempe et fugacem persequitur virum,
Nec parcit imbellis juventæ
Poplitibus, timidoque tergo.


Et que nulle trampe de cuirasse vous couvre,


Ille licet ferro cautus se condat in ære,
Mors tamen inclusum protrahet inde caput.


aprenons à le soustenir de pied ferme, et à le combatre : Et pour commencer à luy oster son plus grand advantage contre nous, prenons voye toute contraire à la commune. Ostons luy l'estrangeté, pratiquons le, accoustumons le, n'ayons rien si souvent en la teste que la mort : à tous instans representons la à nostre imagination et en tous visages. Au broncher d'un cheval, à la cheute d'une tuille, à la moindre piqueure d'espeingle, remachons soudain, Et bien quand ce seroit la mort mesme ? et là dessus, roidissons nous, et nous efforçons. Parmy les festes et la joye, ayons tousjours ce refrein de la souvenance de nostre condition, et ne nous laissons pas si fort emporter au plaisir, que par fois il ne nous repasse en la memoire, en combien de sortes cette nostre allegresse est en butte à la mort, et de combien de prinses elle la menasse. Ainsi faisoient les Egyptiens, qui au milieu de leurs festins et parmy leur meilleure chere, faisoient apporter l'Anatomie seche d'un homme, pour servir d'avertissement aux conviez.


Omnem crede diem tibi diluxisse supremum,
Grata superveniet, quæ non sperabitur hora.


Il est incertain où la mort nous attende, attendons la par tout. La premeditation de la mort, est premeditation de la liberté. Qui a apris à mourir, il a desapris à servir. Il n'y a rien de mal en la vie, pour celuy qui a bien comprins, que la privation de la vie n'est pas mal. Le sçavoir mourir nous afranchit de toute subjection et contraincte. Paulus Æmylius respondit à celuy, que ce miserable Roy de Macedoine son prisonnier luy envoyoit, pour le prier de ne le mener pas en son triomphe, Qu'il en face la requeste à soy mesme.

A la verité en toutes choses si nature ne preste un peu, il est mal-aysé que l'art et l'industrie aillent guiere avant. Je suis de moy-mesme non melancholique, mais songecreux : il n'est rien dequoy je me soye des tousjours plus entretenu que des imaginations de la mort ; voire en la saison la plus licentieuse de mon aage,


Jucundum cum ætas florida ver ageret.


Parmy les dames et les jeux, tel me pensoit empesché à digerer à part moy quelque jalousie, ou l'incertitude de quelque esperance, cependant que je m'entretenois de je ne sçay qui surpris les jours precedens d'une fievre chaude, et de sa fin au partir d'une feste pareille, et la teste pleine d'oisiveté, d'amour et de bon temps, comme moy : et qu'autant m'en pendoit à l'oreille.


Jam fuerit, nec post unquam revocare licebit.


Je ne ridois non plus le front de ce pensement là, que d'un autre. Il est impossible que d'arrivee nous ne sentions des piqueures de telles imaginations : mais en les maniant et repassant, au long aller, on les apprivoise sans doubte : Autrement de ma part je fusse en continuelle frayeur et frenesie : Car jamais homme ne se défia tant de sa vie, jamais homme ne feit moins d'estat de sa duree. Ny la santé, que j'ay jouy jusques à present tresvigoureuse et peu souvent interrompue, ne m'en alonge l'esperance, ny les maladies ne me l'acourcissent. A chaque minute il me semble que je m'eschappe. Et me rechante sans cesse, Tout ce qui peut estre faict un autre jour, le peut estre aujourd'huy. De vray les hazards et dangiers nous approchent peu ou rien de nostre fin : Et si nous pensons, combien il en reste, sans cet accident qui semblent nous menasser le plus, de millions d'autres sur nos testes, nous trouverons que gaillars et fievreux, en la mer et en nos maisons, en la bataille et en repos elle nous est égallement pres. Nemo altero fragilior est : nemo in crastinum sui certior.

Ce que j'ay affaire avant mourir, pour l'achever tout loisir me semble court, fust ce d'une heure. Quelcun feuilletant l'autre jour mes tablettes, trouva un memoire de quelque chose, que je vouloys estre faite apres ma mort : je luy dy, comme il estoit vray, que n'estant qu'à une lieue de ma maison, et sain et gaillard, je m'estoy hasté de l'escrire là, pour ne m'asseurer point d'arriver jusques chez moy. Comme celuy, qui continuellement me couve de mes pensees, et les couche en moy : je suis à toute heure preparé environ ce que je le puis estre : et ne m'advertira de rien de nouveau la survenance de la mort. Il faut estre tousjours botté et prest à partir, en tant que en nous est, et sur tout se garder qu'on n'aye lors affaire qu'à soy.


Quid brevi fortes jaculamur ævo
Multa ?


Car nous y aurons assez de besongne, sans autre surcrois. L'un se pleint plus que de la mort, dequoy elle luy rompt le train d'une belle victoire : l'autre qu'il luy faut desloger avant qu'avoir marié sa fille, ou contrerolé l'institution de ses enfans : l'un pleint la compagnie de sa femme, l'autre de son fils, comme commoditez principales de son estre.

Je suis pour cette heure en tel estat, Dieu mercy, que je puis desloger quand il luy plaira, sans regret de chose quelconque : Je me desnoue par tout : mes adieux sont tantost prins de chascun, sauf de moy. Jamais homme ne se prepara à quiter le monde plus purement et pleinement, et ne s'en desprint plus universellement que je m'attens de faire. Les plus mortes morts sont les plus saines.




Que filosofar es prepararse a morir
(Libro I, capítulo XIX)

Cicerón dice que filosofar no es otra cosa que disponerse a la muerte. Tan verdadero es este principio que el estudio y la contemplación alejan nuestra alma de nosotros y le dan trabajo independiente del cuerpo, que es cierto aprendizaje y semejanza de la muerte: o en otros términos, toda la sabiduría y razonamientos del mundo se reducen a enseñarnos a no tener miedo de morir. En verdad, o la razón nos burla, o no debe encaminarse sino a nuestro contentamiento, y todo su trabajo tender, en suma, a hacernos vivir bien y a gusto, como dice la Sagrada Escritura. Todas las opiniones del mundo coinciden en que el placer es nuestro fin, aunque se empleen diversos medios; pues de otra manera se las desdeñaría, pues ¿quién escucharía al que afirmara que el fin que debemos perseguir es la pena y la molestia?

Las disensiones entre las sectas filosóficas a este respecto son verbales: Transcurramus solertissimas nugas (No nos detengamos en vacuas bagatelas. Sénec, Epístola 117). Hay en ellas más terquedad y pillería de las que conviene a una profesión tan santa. Mas cualquiera sea el personaje que el hombre pinte, siempre pone en el retrato algo propio. Hay quienes dicen que aun en la virtud misma, el último fin de nuestra vida es el deleite. Me gusta hacer resonar en sus oídos esta palabra que les es tan desagradable. Y si ella significa algún placer supremo y excesivo contentamiento, se debe más bien a la asistencia de la virtud que a ninguna otra ayuda. Tal deleite por ser más vigoroso, nervioso, robusto, viril, no es menos seriamente voluptuoso. Debemos darle el nombre de placer, más adecuado, dulce y natural, no el de vigor de donde hemos derivado el nombre. Esa otra voluptuosidad más baja, si mereciese aquella hermosa denominación debiera aplicársele en concurrencia, no como un privilegio. La encuentro menos pura de molestias y dificultades que la virtud. Además su satisfacción es más momentánea, fluida y caduca. La acompañan vigilias, ayunos, trabajos, sudor y sangre. Tales pasiones particularmente devastadoras bajo múltiples aspectos, producen saciedad tan pesada que equivale a la penitencia. Nos equivocamos mucho al pensar que semejantes molestias aguijonean y sirven de condimento a la dulzura, como en la naturaleza lo contrario se vivifica por su contrario, es decir: cuando volvemos a la virtud que parecidos actos la consumen y la hacen austera e inaccesible, allí donde mucho más propiamente que a la voluptuosidad ennoblecen, aguijonean y realzan el placer divino y perfecto que nos procuran. Es indigno de la virtud quien examina y contrapone el coste al provecho, y desconoce su uso y sus gracias. Los que nos instruyen diciéndonos que su obtención es escabrosa y laboriosa y su goce placentero, ¿qué nos prueban con ello sino que es siempre desagradable? Porque, ¿qué medio humano alcanza nunca su disfrute? Los más perfectos se conforman con aproximarse a la virtud sin poseerla. Pero se equivocan, puesto que de cuantos placeres conocemos el propio intento de alcanzarlos es agradable. La empresa participa de la calidad de la cosa que se persigue, pues es una buena parte del fin y consustancial con él. El bien y la beatitud que resplandecen en la virtud llenan todas sus dependencias y avenidas, desde la primera entrada hasta la más apartada barrera. [...]

Yo nací entre once y doce de la mañana, el último día de febrero de mil quinientos treinta y tres, conforme con el cómputo actual que hace comenzar el año en enero. Hace quince días que pasé los treinta y nueve años, y puedo vivir todavía por lo menos otro tanto. Sin embargo, dejar de pensar en cosa tan lejana (como la muerte) sería locura. Pues dejan la vida jóvenes y viejos de igual modo. Ninguno sale de otro modo que como si entrara. Además no hay ningún hombre por decrépito que esté, que acordándose de Matusalén, no piense tener todavía veinte años en el cuerpo. Pero, pobre loco, ¿quién ha fijado el término de tu vida? Acaso te fundas para creer que sea larga, en el dictamen de los médicos. Observa más bien el consejo de la experiencia. Según la marcha común de las cosas, tú vives por gracia extraordinaria. Has pasado ya los términos acostumbrados del vivir. Y para que te persuadas de que así es la verdad, pasa revista a tus conocidos y verás cuántos han muerto antes de llegar a tu edad, más de los que la han alcanzado. Y de los que han ennoblecido su vida con la fama, piensa y apuesto a que hallarás muchos más que murieron antes que después de los treinta y cinco años. Es muy razonable y piadoso tomar ejemplo de la humanidad misma de Jesucristo, que acabó su vida a los treinta y tres años. El hombre más grande, pero que fue sólo hombre, Alejandro, murió al mismo término. ¿Cuántos medios de sorprendernos no tiene la muerte?


Quid quisque vitet, numquam homini satis
Cautum est in horas.


(El hombre no puede prever nunca, por avisado que sea, el peligro que le amenaza a cada instante. Horacio, Od., II, 13, 13.)
Dejando a un lado las fiebres y pleuresías, ¿quién hubiera jamás pensado que un duque de Bretaña hubiese de ser ahogado por la multitud como lo fue éste a la entrada del papa Clemente, mi paisano, en Lyón? ¿No has visto matar en un torneo a uno de nuestros reyes, en medio de fiestas y regocijos? Y uno de sus antepasados, ¿no murió atropellado por un cerdo? Amenazado Esquilo de que una casa lo aplastaría se mantuvo alerta: lo mismo pereció del golpe de una tortuga que en el aire se había desprendido de las patas de un águila; otro murió por un grano de uva; un emperador, con el arañazo de un peine mientras se peinaba; Emilio Lépido por haber tropezado en el umbral de su casa; Aufidio por haber chocado al entrar contra la puerta de la cámara del Consejo; y hallándose entre los muslos de las mujeres, Cornelio Galo, pretor; Tigelino, capitán de patrulla en Roma; Ludovico, hijo de Guido de Gonzaga, marqués de Mantua, y todavía de peor manera Espeusipo, filósofo platónico, y uno de nuestros Papas. El pobre Bebis, juez, mientras concedía prórroga de ocho días en una causa, expiró repentinamente; Cayo Julio, médico, mientras curaba los ojos de un enfermo la muerte le cerró los suyos, y si se me consiente citaré a un hermano mío, el capitán San Martín, de edad de veintitrés años, que había dado ya testimonio de su valer: jugando a la pelota recibió un golpe en la parte superior del oído derecho, sin apariencia alguna de contusión ni herida, no descansó ni reposoó, pero cinco o seis horas después murió de una apoplejía que le ocasionó el golpe. Con estos esjemplos tan frecuentes y extraordinarios, que pasan a diario ante nuestros ojos, ¿cómo es posible que podamos desligarnos del pensamiento de la muerte y a cada momento no se nos figure que nos atrapa por el cuello?

¡Qué importa, me diréis, que ocurra cuando quiera con tal que no se sufra agurdándola? También yo soy de ese parecer, y de cualquier suerte que uno pueda ponerse al reparo de sus golpes, aunque sea bajo la piel de una vaca, yo no retrocedería. Me basta vivir cómodo y procuro darme el mayor número posible de satisfacciones, por poco glorioso ni ejemplar que ello resulte,


Praetulerim delirus inersque videri,
Dum mea delectent mala me, vel denique fallant,
Quam sapere, et ringi.


(Prefiero pasar por loco o por necio, siempre que el error me sea grato, o que yo no lo advierta, mejor que ser cuerdo y estar rabiando. Horacio, Epístolas, II, 2, 126.)
Pero es locura pensar que eso conduzca a nada. Unos van, otros vienen, trotan, danzan pero de de la muerte nadie habla. Todo esto es muy hermoso. Mas cuando llega, para sí propios, o para sus mujeres, hijos o amigos, sorprendiéndolos de pronto y al descubierto, qué tormentos, qué gritos, qué rabia y qué desesperación los dominan. ¿Vísteis alguna vez nada tan abatido, cambiado, confuso? Necesario es ser previsor. Este descuido bestial, aunque pudiere alojarse en la cabeza de un hombre de entendimiento, lo que supongo imposible, bien caro nos cuesta. Si fuera enemigo que pudiéramos evitar, yo aconsejara tomar las armas de la cobardía. Pero como no se puede, puesto que atrapa igual al fugitivo y al poltrón que al valiente y al temerario,


Nempe et fugacem persequitur virum,
Nec parcit imbellis juventae
Poplitibus timidoque tergo.


(Persigue al que huye y castiga sin piedad al cobarde que vuelve la espalda. Horacio, Od. III, 18, 25.)
y ninguna coraza nos cubre,


Ille licet ferro cautus se condat in ære,
Mors tamen inclusum protrahet inde caput,


(Es inútil que os cubráis de hierro y bronce; la muerte os atajará bajo vuestra armadura. Propercio, IV, 18, 25.)
sepamos aguardar a pie firme, sepamos combatirla. Para empezar a despojarla de su principal ventaja contra nosotros, sigamos el camino opuesto al ordinario. Quitémosle la extrañeza, habituémonos, acostumbrémonos a ella, no pensemos en nada con más frecuencia que en la muerte. En todos los instantes tengámosla fija en la mente, y veámosla en todos los rostros. Al tropezar un caballo, al desprenderse una teja, al más leve pinchazo de alfiler, digamos enseguida: "Y bien, ¿cuando sería la misma muerte? Enderecémonos y esforcémonos". En medio de las fiestas y alegrías tengamos presente siempre el estribillo del recuerdo de nuestra condición; no dejemos que el placer nos domine ni se apodere de nosotros hasta el punto de olvidar de cuántos modos nuestra alegría se aproxima a la muerte y de cuán diversos otros estamos amenazados por ella. Así hacían los egipcios, que en medio de sus festines y en lo mejor de sus banquetes contemplaban un esqueleto para que sirviese de advertencia a los convidados:


Omnem crede diem tibi diluxisse supremum,
Grata superveniet, quæ non sperabitur hora.


(Imagina que cada día es el último que para ti alumbra, y agradecerás el amanecer que ya no esperabas. Horacio, Epíst. I, 4, 13.)
No sabemos dónde la muerte nos espera; aguardémosla en todas partes. La premeditación de la muerte es premeditación de la libertad. Quien ha aprendido a morir ha olvidado la servidumbre. Saber morir nos libra de toda sujeción. No existe el mal para quien ha comprendido que la privación de la vida no es un mal. Paulo Emilio respondió al emisario que le envió su prisionero al rey de Macedonia, para rogar que no le condujera en su trounfo: "Que se haga la súplica a sí mismo".

A la verdad, en todas las cosas, si la naturaleza no ayuda un poco, es difícil que ni el arte ni el ingenio las hagan prosperar. Yo no soy melancólico sino soñador. Nada hay de que me haya ocupado tanto en toda ocasión como de pensar en la muerte, aun en la época más licenciosa de mi edad:


Jucundum cum ætas florida ver ageret.


(Cuando mi edad florida gozaba su alegre primavera. Catulo LXVIII, 16.)
Hallándome entre las damas y en medio de diversiones y juegos, alguien creía que mi duelo era ocasionado por la pasión de los celos, o por incertidumbre en alguna esperanza; sin embargo, en lo que pensaba yo era en alguno que habiendo sido atacado, días antes, de fiebre, al salir de una fiesta parecida a la en que yo me encontraba, con la cabeza llena de ilusiones y el espíritu de contento, murió. Sonaba en mi oído el verso


Jam fuerit, nec post unquam revocare licebit.


(Muy pronto el tiempo presente desaparecerá y ya no podremos evocarle. Lucrecio, III, 915.)
Ni ese pensamiento ni otro arrugaban mi frente. Es imposible que al principio no sintamos las punzadas de tales ideas. Pero manejándolas con frecuencia, al fin se familiariza uno, sin duda. De otro modo, y por lo que se relaciona conmigo hallaríame en continuo horror y frenesí, pues jamás hombre alguno estuvo tan inseguro de su vida; jamás ningún hombre tuvo menos seguridad de la duración de la suya. Ni la salud que he gozado hasta hoy, vigorosa y en pocas ocasiones alterada, prolonga mi esperanza, ni las enfermedades la acortan. A cada momento me parece que me escapo. Y sin cesar me repito: Lo que pueda acontecer mañan, puede acontecer hoy". Los azares y los peligros nos acercan poco o nada a nuestro fin, y si reflexionamos cuántos accidentes pueden sobrevenir, además del que parece amenazarnos con mayor insistencia, y millones de otros que penden sobre nuestras cabezas, hallaremos que, frescos o febriles, en la mar o en nuestras casas, en la batalla o en el reposo, nos siguen de cerca: Nemo alteror fragilior est: nemo in crastinum sui certior (Ningún hombre es más frágil que los demás; ninguno tampoco está más seguro del día siguiente. Séneca, Epíst., 91). Para lo que he de ejecutar antes de morir, para concluirlo, todo plazo se me antoja largo, hasta el de una hora.

Alguien hojeando el otro día mis apuntes encontró una nota de algo que yo quería que se ejecutara después de mi muerte. Le dije, como era la verdad, que hallándola cuando la escribí a una legua de mi casa, habíame apresurado a asentarla, porque no tenía la certeza de poder regresar. Ahora en todo momento me encuentro preparado, y la llegada de la muerte no me sorprenderá, ni me enseñará nada nuevo. Es preciso estar siempre calzado y presto a partir, en cuanto de nosotros dependa y, sobre todo, guardarse de tener otro asunto que atender más que uno mismo


Quid brevi fortes jaculamur aevo
Multat ?


(¿Por qué en una existencia tan corta formar tan vastos proyectos? Horacio, Od. II, 16, 17.)
Necesitaremos de nosotros sin otra sobrecarga. Uno se queja más que de la muerte de que le interrumpa la marcha de una hermosa victoria; otro de que le es preciso partir antes de haber casado a su hija o acabado la educación de sus hijos; uno lamenta dejar la compañía de su mujer, otro la de su hijo, como comodidades principales de su vida.

Tan preparado me encuentro, a Dios gracias, que puedo partir cuando al Señor le plazca, sin que nadie me apene. Me desligo de todo. Me despido a medias de cada uno, salvo de mí mismo. Jamás hombre alguno se dispuso a abandonar el mundo con mayor calma, más pura y plenamente, ni se desprendió más universalmente que yo espero hacerlo. Los muertos más muertos son los que no piensan en el último viaje.



sábado, 12 de septiembre de 2009

Poe, Baudelaire, Julio Cortázar y Aurora Bernárdez

NUESTRAS MÁS RECIENTES NOVEDADES

THE PURLOINED LETTER
THE PURLOINED LETTER, audio.
LA LETTRE VOLÉE, enregistrement audio


Nil sapientiae odiosius acumine nimio.
Seneca.

AT Paris, just after dark one gusty evening in the autumn of 18—, I was enjoying the twofold luxury of meditation and a meerschaum, in company with my friend C. Auguste Dupin, in his little back library, or book-closet, au troisiême, No. 33, Rue Dunôt, Faubourg St. Germain. For one hour at least we had maintained a profound silence; while each, to any casual observer, might have seemed intently and exclusively occupied with the curling eddies of smoke that oppressed the atmosphere of the chamber. For myself, however, I was mentally discussing certain topics which had formed matter for conversation between us at an earlier period of the evening; I mean the affair of the Rue Morgue, and the mystery attending the murder of Marie Rogêt. I looked upon it, therefore, as something of a coincidence, when the door of our apartment was thrown open and admitted our old acquaintance, Monsieur G——, the Prefect of the Parisian police.


We gave him a hearty welcome; for there was nearly half as much of the entertaining as of the contemptible about the man, and we had not seen him for several years. We had been sitting in the dark, and Dupin now arose for the purpose of lighting a lamp, but sat down again, without doing so, upon G.’s saying that he had called to consult us, or rather to ask the opinion of my friend, about some official business which had occasioned a great deal of trouble.


“If it is any point requiring reflection,” observed Dupin, as he forebore to enkindle the wick, “we shall examine it to better purpose in the dark.”


“That is another of your odd notions,” said the Prefect, who had a fashion of calling every thing “odd” that was beyond his comprehension, and thus lived amid an absolute legion of “oddities.”


“Very true,” said Dupin, as he supplied his visiter with a pipe, and rolled towards him a comfortable chair.


“And what is the difficulty now?” I asked. “Nothing more in the assassination way, I hope?”


“Oh no; nothing of that nature. The fact is, the business is very simple indeed, and I make no doubt that we can manage it sufficiently well ourselves; but then I thought Dupin would like to hear the details of it, because it is so excessively odd.”


“Simple and odd,” said Dupin.


“Why, yes; and not exactly that, either. The fact is, we have all been a good deal puzzled because the affair is so simple, and yet baffles us altogether.”


“Perhaps it is the very simplicity of the thing which puts you at fault,” said my friend.


“What nonsense you do talk!” replied the Prefect, laughing heartily.


“Perhaps the mystery is a little too plain,” said Dupin.


“Oh, good heavens! who ever heard of such an idea?”


“A little too self-evident.”


“Ha! ha! ha! — ha! ha! ha! — ho! ho! ho!” roared our visiter, profoundly amused, “oh, Dupin, you will be the death of me yet!”


“And what, after all, is the matter on hand?” I asked.


“Why, I will tell you,” replied the Prefect, as he gave a long, steady, and contemplative puff, and settled himself in his chair. “I will tell you in a few words; but, before I begin, let me caution you that this is an affair demanding the greatest secrecy, and that I should most probably lose the position I now hold, were it known that I confided it to any one.”


“Proceed,” said I.


“Or not,” said Dupin.


“Well, then; I have received personal information, from a very high quarter, that a certain document of the last importance, has been purloined from the royal apartments. The individual who purloined it is known; this beyond a doubt; he was seen to take it. It is known, also, that it still remains in his possession.”



“How is this known?” asked Dupin.


“It is clearly inferred,” replied the Prefect, “from the nature of the document, and from the non-appearance of certain results which would at once arise from its passing out of the robber’s possession; — that is to say, from his employing it as he must design in the end to employ it.”


“Be a little more explicit,” I said.


“Well, I may venture so far as to say that the paper gives its holder a certain power in a certain quarter where such power is immensely valuable.” The Prefect was fond of the cant of diplomacy.


“Still I do not quite understand,” said Dupin.


“No? Well; the disclosure of the document to a third person, who shall be nameless, would bring in question the honor of a personage of most exalted station; and this fact gives the holder of the document an ascendancy over the illustrious personage whose honor and peace are so jeopardized.”


“But this ascendancy,” I interposed, “would depend upon the robber’s knowledge of the loser’s knowledge of the robber. Who would dare —”


“The thief,” said G., “is the Minister D——, who dares all things, those unbecoming as well as those becoming a man. The method of the theft was not less ingenious than bold. The document in question — a letter, to be frank — had been received by the personage robbed while alone in the royal boudoir. During its perusal she was suddenly interrupted by the entrance of the other exalted personage from whom especially it was her wish to conceal it. After a hurried and vain endeavor to thrust it in a drawer, she was forced to place it, open as it was, upon a table. The address, however, was uppermost, and, the contents thus unexposed, the letter escaped notice. At this juncture enters the Minister D——. His lynx eye immediately perceives the paper, recognises the handwriting of the address, observes the confusion of the personage addressed, and fathoms her secret. After some business transactions, hurried through in his ordinary manner, he produces a letter somewhat similar to the one in question, opens it, pretends to read it, and then places it in close juxtaposition to the other. Again he converses, for some fifteen minutes, upon the public affairs. At length, in taking leave, he takes also from the table the letter to which he had no claim. Its rightful owner saw, but, of course, dared not call attention to the act, in the presence of the third personage who stood at her elbow. The minister decamped; leaving his own letter — one of no importance — upon the table.”


“Here, then,” said Dupin to me, “you have precisely what you demand to make the ascendancy complete — the robber’s knowledge of the loser’s knowledge of the robber.”


“Yes,” replied the Prefect; “and the power thus attained has, for some months past, been wielded, for political purposes, to a very dangerous extent. The personage robbed is more thoroughly convinced, every day, of the necessity of reclaiming her letter. But this, of course, cannot be done openly. In fine, driven to despair, she has committed the matter to me.”


“Than whom,” said Dupin, amid a perfect whirlwind of smoke, “no more sagacious agent could, I suppose, be desired, or even imagined.”


“You flatter me,” replied the Prefect; “but it is possible that some such opinion may have been entertained.”


“It is clear,” said I, “as you observe, that the letter is still in possession of the minister; since it is this possession, and not any employment of the letter, which bestows the power. With the employment the power departs.”


“True,” said G.; “and upon this conviction I proceeded. My first care was to make thorough search of the minister’s hotel; and here my chief embarrassment lay in the necessity of searching without his knowledge. Beyond all things, I have been warned of the danger which would result from giving him reason to suspect our design.”


“But,” said I, “you are quite au fait in these investigations. The Parisian police have done this thing often before.”


“O yes; and for this reason I did not despair. The habits of the minister gave me, too, a great advantage. He is frequently absent from home all night. His servants are by no means numerous. They sleep at a distance from their master’s apartment, and, being chiefly Neapolitans, are readily made drunk. I have keys, as you know, with which I can open any chamber or cabinet in Paris. For three months a night has not passed, during the greater part of which I have not been engaged, personally, in ransacking the D—— Hotel. My honor is interested, and, to mention a great secret, the reward is enormous. So I did not abandon the search until I had become fully satisfied that the thief is a more astute man than myself. I fancy that I have investigated every nook and corner of the premises in which it is possible that the paper can be concealed.”


“But is it not possible,” I suggested, “that although the letter may be in possession of the minister, as it unquestionably is, he may have concealed it elsewhere than upon his own premises?”


“This is barely possible,” said Dupin. “The present peculiar condition of affairs at court, and especially of those intrigues in which D—— is known to be involved, would render the instant availability of the document — its susceptibility of being produced at a moment’s notice — a point of nearly equal importance with its possession.”


“Its susceptibility of being produced?” said I.


“That is to say, of being destroyed,” said Dupin.


“True,” I observed; “the paper is clearly then upon the premises. As for its being upon the person of the minister, we may consider that as out of the question.”


“Entirely,” said the Prefect. “He has been twice waylaid, as if by footpads, and his person rigorously searched under my own inspection.”


“You might have spared yourself this trouble,” said Dupin. “D——, I presume, is not altogether a fool, and, if not, must have anticipated these waylayings, as a matter of course.”


“Not altogether a fool,” said G., “but then he’s a poet, which I take to be only one remove from a fool.”


“True,” said Dupin, after a long and thoughtful whiff from [page 205:] his meerschaum, “although I have been guilty of certain doggrel myself.”


“Suppose you detail,” said I, “the particulars of your search.”


“Why the fact is, we took our time, and we searched every where. I have had long experience in these affairs. I took the entire building, room by room; devoting the nights of a whole week to each. We examined, first, the furniture of each apartment. We opened every possible drawer; and I presume you know that, to a properly trained police agent, such a thing as a secret drawer is impossible. Any man is a dolt who permits a ’secret ’ drawer to escape him in a search of this kind. The thing is so plain. There is a certain amount of bulk — of space — to be accounted for in every cabinet. Then we have accurate rules. The fiftieth part of a line could not escape us. After the cabinets we took the chairs. The cushions we probed with the fine long needles you have seen me employ. From the tables we removed the tops.”


“Why so?”


“Sometimes the top of a table, or other similarly arranged piece of furniture, is removed by the person wishing to conceal an article; then the leg is excavated, the article deposited within the cavity, and the top replaced. The bottoms and tops of bedposts are employed in the same way.”


“But could not the cavity be detected by sounding?” I asked.


“By no means, if, when the article is deposited, a sufficient wadding of cotton be placed around it. Besides, in our case, we were obliged to proceed without noise.”


“But you could not have removed — you could not have taken to pieces all articles of furniture in which it would have been possible to make a deposit in the manner you mention. A letter may be compressed into a thin spiral roll, not differing much in shape or bulk from a large knitting-needle, and in this form it might be inserted into the rung of a chair, for example. You did not take to pieces all the chairs?”


“Certainly not; but we did better — we examined the rungs of every chair in the hotel, and, indeed the jointings of every description of furniture, by the aid of a most powerful microscope. Had there been any traces of recent disturbance we should not have failed to detect it instantly. A single grain of gimlet-dust, for example, would have been as obvious as an apple. Any disorder in the glueing — any unusual gaping in the joints — would have sufficed to insure detection.”


“I presume you looked to the mirrors, between the boards and the plates, and you probed the beds and the bed-clothes, as well as the curtains and carpets.”


“That of course; and when we had absolutely completed every particle of the furniture in this way, then we examined the house itself. We divided its entire surface into compartments, which we numbered, so that none might be missed; then we scrutinized each individual square inch throughout the premises, including the two houses immediately adjoining, with the microscope, as before.”


“The two houses adjoining!” I exclaimed; “you must have had a great deal of trouble.”


“We had; but the reward offered is prodigious.”


“You include the grounds about the houses?”


“All the grounds are paved with brick. They gave us comparatively little trouble. We examined the moss between the bricks, and found it undisturbed.”


“You looked among D——’s papers, of course, and into the books of the library?”


“Certainly; we opened every package and parcel; we not only opened every book, but we turned over every leaf in each volume, not contenting ourselves with a mere shake, according to the fashion of some of our police officers. We also measured the thickness of every book-cover, with the most accurate admeasurement, and applied to each the most jealous scrutiny of the microscope. Had any of the bindings been recently meddled with, it would have been utterly impossible that the fact should have escaped observation. Some five or six volumes, just from the hands of the binder, we carefully probed, longitudinally, with the needles.”


“You explored the floors beneath the carpets?”


“Beyond doubt. We removed every carpet, and examined the boards with the microscope.”


“And the paper on the walls?”


“Yes.”


“You looked into the cellars?”


“We did.”


“Then,” I said, “you have been making a miscalculation, and the letter is not upon the premises, as you suppose.”


“I fear you are right there,” said the Prefect. “And now, Dupin, what would you advise me to do?”


“To make a thorough re-search of the premises.”


“That is absolutely needless,” replied G——. “I am not more sure that I breathe than I am that the letter is not at the Hotel.”


“I have no better advice to give you,” said Dupin. “You have, of course, an accurate description of the letter?”


“Oh yes!” — And here the Prefect, producing a memorandum-book proceeded to read aloud a minute account of the internal, and especially of the external appearance of the missing document. Soon after finishing the perusal of this description, he took his departure, more entirely depressed in spirits than I had ever known the good gentleman before.


In about a month afterwards he paid us another visit, and found us occupied very nearly as before. He took a pipe and a chair and entered into some ordinary conversation. At length I said, —


“Well, but G——, what of the purloined letter? I presume you have at last made up your mind that there is no such thing as overreaching the Minister?”


“Confound him, say I — yes; I made the re-examination, however, as Dupin suggested — but it was all labor lost, as I knew it would be.”


“How much was the reward offered, did you say?” asked Dupin.


“Why, a very great deal — a very liberal reward — I don ’t like to say how much, precisely; but one thing I will say, that I wouldn ’t mind giving my individual check for fifty thousand francs to any one who could obtain me that letter. The fact is, it is becoming of more and more importance every day; and the reward has been lately doubled. If it were trebled, however, I could do no more than I have done.”


“Why, yes,” said Dupin, drawlingly, between the whiffs of his meerschaum, “I really — think, G——, you have not exerted yourself — to the utmost in this matter. You might — do a little more, I think, eh?”


“How? — in what way? ’


“Why — puff, puff — you might — puff, puff — employ counsel in the matter, eh? — puff, puff, puff. Do you remember the story they tell of Abernethy?”


“No; hang Abernethy!”


“To be sure! hang him and welcome. But, once upon a time, a certain rich miser conceived the design of spunging upon this Abernethy for a medical opinion. Getting up, for this purpose, an ordinary conversation in a private company, he insinuated his case to the physician, as that of an imaginary individual.


“ ‘We will suppose, ’ said the miser, ‘that his symptoms are such and such; now, doctor, what would you have directed him to take? ’


“ ‘Take! ’ said Abernethy, ‘why, take advice, to be sure. ’ “


“But,” said the Prefect, a little discomposed, “I am perfectly willing to take advice, and to pay for it. I would really give fifty thousand francs to any one who would aid me in the matter.”


“In that case,” replied Dupin, opening a drawer, and producing a check-book, “you may as well fill me up a check for the amount mentioned. When you have signed it, I will hand you the letter.”


I was astounded. The Prefect appeared absolutely thunder-stricken. For some minutes he remained speechless and motionless, looking incredulously at my friend with open mouth, and eyes that seemed starting from their sockets; then, apparently recovering himself in some measure, he seized a pen, and after several pauses and vacant stares, finally filled up and signed a check for fifty thousand francs, and handed it across the table to Dupin. The latter examined it carefully and deposited it in his pocket-book; then, unlocking an escritoire, took thence a letter and gave it to the Prefect. This functionary grasped it in a perfect agony of joy, opened it with a trembling hand, cast a rapid glance at its contents, and then, scrambling and struggling to the door, rushed at length unceremoniously from the room and from the house, without having uttered a syllable since Dupin had requested him to fill up the check.


When he had gone, my friend entered into some explanations.


“The Parisian police,” he said, “are exceedingly able in their way. They are persevering, ingenious, cunning, and thoroughly versed in the knowledge which their duties seem chiefly to demand. Thus, when G—— detailed to us his mode of searching the premises at the Hotel D——, I felt entire confidence in his having made a satisfactory investigation — so far as his labors extended.”


“So far as his labors extended?” said I.


“Yes,” said Dupin. “The measures adopted were not only the best of their kind, but carried out to absolute perfection. Had the letter been deposited within the range of their search, these fellows would, beyond a question, have found it.”


I merely laughed — but he seemed quite serious in all that he said.


“The measures, then,” he continued, “ were good in their kind, and well executed; their defect lay in their being inapplicable to the case, and to the man. A certain set of highly ingenious resources are, with the Prefect, a sort of Procrustean bed, to which he forcibly adapts his designs. But he perpetually errs by being too deep or too shallow, for the matter in hand; and many a schoolboy is a better reasoner than he. I knew one about eight years of age, whose success at guessing in the game of ‘even and odd ’ attracted universal admiration. This game is simple, and is played with marbles. One player holds in his hand a number of these toys, and demands of another whether that number is even or odd. If the guess is right, the guesser wins one; if wrong, he loses one. The boy to whom I allude won all the marbles of the school. Of course he had some principle of guessing; and this lay in mere observation and admeasurement of the astuteness of his opponents. For example, an arrant simpleton is his opponent, and, holding up his closed hand, asks, ‘are they even or odd? ’ Our schoolboy replies, ‘odd, ’ and loses; but upon the second trial he wins, for he then says to himself, ‘the simpleton had them even upon the first trial, and his amount of cunning is just sufficient to make him have them odd upon the second; I will therefore guess odd; ’ — he guesses odd, and wins. Now, with a simpleton a degree above the first, he would have reasoned thus: ‘This fellow finds that in the first instance I guessed odd, and, in the second, he will propose to himself, upon the first impulse, a simple variation from even to odd, as did the first simpleton; but then a second thought will suggest that this is too simple a variation, and finally he will decide upon putting it even as before. I will therefore guess even; ’ — he guesses even, and wins. Now this mode of reasoning in the schoolboy, whom his fellows termed ‘lucky, ’ — what, in its last analysis, is it?”


“It is merely,” I said, “an identification of the reasoner’s intellect with that of his opponent.”


“It is,” said Dupin; “and, upon inquiring of the boy by what means he effected the thorough identification in which his success consisted, I received answer as follows: ‘When I wish to find out how wise, or how stupid, or how good, or how wicked is any one, or what are his thoughts at the moment, I fashion the expression of my face, as accurately as possible, in accordance with the expression of his, and then wait to see what thoughts or sentiments arise in my mind or heart, as if to match or correspond with the expression. ’ This response of the schoolboy lies at the bottom of all the spurious profundity which has been attributed to Rochefoucault, to La Bougive, to Machiavelli, and to Campanella.”


“And the identification,” I said, “of the reasoner’s intellect with that of his opponent, depends, if I understand you aright, upon the accuracy with which the opponent’s intellect is admeasured.”


“For its practical value it depends upon this,” replied Dupin; “and the Prefect and his cohort fail so frequently, first, by default of this identification, and, secondly, by ill-admeasurement, or rather through non-admeasurement, of the intellect with which they are engaged. They consider only their own ideas of ingenuity; and, in searching for anything hidden, advert only to the modes in which they would have hidden it. They are right in this much — that their own ingenuity is a faithful representative of that of the mass; but when the cunning of the individual felon is diverse in character from their own, the felon foils them, of course. This always happens when it is above their own, and very usually when it is below. They have no variation of principle in their investigations; at best, when urged by some unusual emergency — by some extraordinary reward — they extend or exaggerate their old modes of practice, without touching their principles. What, for example, in this case of D——, has been done to vary the principle of action? What is all this boring, and probing, and sounding, and scrutinizing with the microscope, and dividing the surface of the building into registered square inches — what is it all but an exaggeration of the application of the one principle or set of principles of search, which are based upon the one set of notions regarding human ingenuity, to which the Prefect, in the long routine of his duty, has been accustomed? Do you not see he has taken it for granted that all men proceed to conceal a letter, — not exactly in a gimlet-hole bored in a chair-leg — but, at least, in some out-of-the-way hole or corner suggested by the same tenor of thought which would urge a man to secrete a letter in a gimlet-hole bored in a chair-leg? And do you not see also, that such recherchés nooks for concealment are adapted only for ordinary occasions, and would be adopted only by ordinary intellects; for, in all cases of concealment, a disposal of the article concealed — a disposal of it in this recherché manner, — is, in the very first instance, presumable and presumed; and thus its discovery depends, not at all upon the acumen, but altogether upon the mere care, patience, and determination of the seekers; and where the case is of importance — or, what amounts to the same thing in the policial eyes, when the reward is of magnitude, — the qualities in question have never been known to fail. You will now understand what I meant in suggesting that, had the purloined letter been hidden any where within the limits of the Prefect’s examination — in other words, had the principle of its concealment been comprehended within the principles of the Prefect — its discovery would have been a matter altogether beyond question. This functionary, however, has been thoroughly mystified; and the remote source of his defeat lies in the supposition that the Minister is a fool, because he has acquired renown as a poet. All fools are poets; this the Prefect feels; and he is merely guilty of a non distributio medii in thence inferring that all poets are fools.”


“But is this really the poet?” I asked. “There are two brothers, I know; and both have attained reputation in letters. The Minister I believe has written learnedly on the Differential Calculus. He is a mathematician, and no poet.”


“You are mistaken; I know him well; he is both. As poet and mathematician, he would reason well; as mere mathematician, he could not have reasoned at all, and thus would have been at the mercy of the Prefect.”


“You surprise me,” I said, “by these opinions, which have been contradicted by the voice of the world. You do not mean to set at naught the well-digested idea of centuries. The mathematical reason has long been regarded as the reason par excellence.”


“ ‘Il y a à parièr, ’ “ replied Dupin, quoting from Chamfort, “ ‘que toute idée publique, toute convention reçue est une sottise, car elle a convenue au plus grand nombre. ’ The mathematicians, I grant you, have done their best to promulgate the popular error to which you allude, and which is none the less an error for its promulgation as truth. With an art worthy a better cause, for example, they have insinuated the term ‘analysis ’ into application to algebra. The French are the originators of this particular deception; but if a term is of any importance — if words derive any value from applicability — then ‘analysis ’ conveys ‘algebra ’ about as much as, in Latin, ‘ambitus’ implies ‘ambition, ’ ‘religio’ ‘religion, ’ or ‘homines honesti, ’ a set of honorable men.”


“You have a quarrel on hand, I see,” said I, “with some of the algebraists of Paris; but proceed.”


“I dispute the availability, and thus the value, of that reason which is cultivated in any especial form other than the abstractly logical. I dispute, in particular, the reason educed by mathematical study. The mathematics are the science of form and quantity; mathematical reasoning is merely logic applied to observation upon form and quantity. The great error lies in supposing that even the truths of what is called pure algebra, are abstract or general truths. And this error is so egregious that I am confounded at the universality with which it has been received. Mathematical axioms are not axioms of general truth. What is true of relation — of form and quantity — is often grossly false in regard to morals, for example. In this latter science it is very usually untrue that the aggregated parts are equal to the whole. In chemistry also the axiom fails. In the consideration of motive it fails; for two motives, each of a given value, have not, necessarily, a value when united, equal to the sum of their values apart. There are numerous other mathematical truths which are only truths within the limits of relation. But the mathematician argues, from his finite truths, through habit, as if they were of an absolutely general applicability — as the world indeed imagines them to be. Bryant, in his very learned ‘Mythology, ’ mentions an analogous source of error, when he says that ‘although the Pagan fables are not believed, yet we forget ourselves continually, and make inferences from them as existing realities. ’ With the algebraists, however, who are Pagans themselves, the ‘Pagan fables ’ are believed, and the inferences are made, not so much through lapse of memory, as through an unaccountable addling of the brains. In short, I never yet encountered the mere mathematician who could be trusted out of equal roots, or one who did not clandestinely hold it as a point of his faith that x 2 +px was absolutely and unconditionally equal to q. Say to one of these gentlemen, by way of experiment, if you please, that you believe occasions may occur where x 2 +px is not altogether equal to q, and, having made him understand what you mean, get out of his reach as speedily as convenient, for, beyond doubt, he will endeavor to knock you down.


“I mean to say,” continued Dupin, while I merely laughed at his last observations, “that if the Minister had been no more than a mathematician, the Prefect would have been under no necessity of giving me this check. I knew him, however, as both mathematician and poet, and my measures were adapted to his capacity, with reference to the circumstances by which he was surrounded. I knew him as a courtier, too, and as a bold intriguant. Such a man, I considered, could not fail to be aware of the ordinary policial modes of action. He could not have failed to anticipate — and events have proved that he did not fail to anticipate — the waylayings to which he was subjected. He must have foreseen, I reflected, the secret investigations of his premises. His frequent absences from home at night, which were hailed by the Prefect as certain aids to his success, I regarded only as ruses, to afford opportunity for thorough search to the police, and thus the sooner to impress them with the conviction to which G——, in fact, did finally arrive — the conviction that the letter was not upon the premises. I felt, also, that the whole train of thought, which I was at some pains in detailing to you just now, concerning the invariable principle of policial action in searches for articles concealed — I felt that this whole train of thought would necessarily pass through the mind of the Minister. It would imperatively lead him to despise all the ordinary nooks of concealment. He could not, I reflected, be so weak as not to see that the most intricate and remote recess of his hotel would be as open as his commonest closets to the eyes, to the probes, to the gimlets, and to the microscopes of the Prefect. I saw, in fine, that he would be driven, as a matter of course, to simplicity, if not deliberately induced to it as a matter of choice. You will remember, perhaps, how desperately the Prefect laughed when I suggested, upon our first interview, that it was just possible this mystery troubled him so much on account of its being so very self-evident.”


“Yes,” said I, “I remember his merriment well. I really thought he would have fallen into convulsions.”


“The material world,” continued Dupin, “abounds with very strict analogies to the immaterial; and thus some color of truth has been given to the rhetorical dogma, that metaphor, or simile, may be made to strengthen an argument, as well as to embellish a description. The principle of the vis inertiæ, for example, seems to be identical in physics and metaphysics. It is not more true in the former, that a large body is with more difficulty set in motion than a smaller one, and that its subsequent momentum is commensurate with this difficulty, than it is, in the latter, that intellects of the vaster capacity, while more forcible, more constant, and more eventful in their movements than those of inferior grade, are yet the less readily moved, and more embarrassed and full of hesitation in the first few steps of their progress. Again: have you ever noticed which of the street signs, over the shop-doors, are the most attractive of attention?”


“I have never given the matter a thought,” I said.


“There is a game of puzzles,” he resumed, “which is played upon a map. One party playing requires another to find a given word — the name of town, river, state or empire — any word, in short, upon the motley and perplexed surface of the chart. A novice in the game generally seeks to embarrass his opponents by giving them the most minutely lettered names; but the adept selects such words as stretch, in large characters, from one end of the chart to the other. These, like the over-largely lettered signs and placards of the street, escape observation by dint of being excessively obvious; and here the physical oversight is precisely analogous with the moral inapprehension by which the intellect suffers to pass unnoticed those considerations which are too obtrusively and too palpably self-evident. But this is a point, it appears, somewhat above or beneath the understanding of the Prefect. He never once thought it probable, or possible, that the Minister had deposited the letter immediately beneath the nose of the whole world, by way of best preventing any portion of that world from perceiving it.


“But the more I reflected upon the daring, dashing, and discriminating ingenuity of D——; upon the fact that the document must always have been at hand, if he intended to use it to good purpose; and upon the decisive evidence, obtained by the Prefect, that it was not hidden within the limits of that dignitary’s ordinary search — the more satisfied I became that, to conceal this letter, the Minister had resorted to the comprehensive and sagacious expedient of not attempting to conceal it at all.


“Full of these ideas, I prepared myself with a pair of green spectacles, and called one fine morning, quite by accident, at the Ministerial hotel. I found D—— at home, yawning, lounging, and dawdling, as usual, and pretending to be in the last extremity of ennui. He is, perhaps, the most really energetic human being now alive — but that is only when nobody sees him.


“To be even with him, I complained of my weak eyes, and lamented the necessity of the spectacles, under cover of which I cautiously and thoroughly surveyed the apartment, while seemingly intent only upon the conversation of my host.


“I paid especial attention to a large writing-table near which he sat, and upon which lay confusedly, some miscellaneous letters and other papers, with one or two musical instruments and a few books. Here, however, after a long and very deliberate scrutiny, I saw nothing to excite particular suspicion.


“At length my eyes, in going the circuit of the room, fell upon a trumpery fillagree card-rack of pasteboard, that hung dangling by a dirty blue ribbon, from a little brass knob just beneath the middle of the mantel-piece. In this rack, which had three or four compartments, were five or six visiting cards and a solitary letter. This last was much soiled and crumpled. It was torn nearly in two, across the middle — as if a design, in the first instance, to tear it entirely up as worthless, had been altered, or stayed, in the second. It had a large black seal, bearing the D—— cipher very conspicuously, and was addressed, in a diminutive female hand, to D——, the minister, himself. It was thrust carelessly, and even, as it seemed, contemptuously, into one of the upper divisions of the rack.


“No sooner had I glanced at this letter, than I concluded it to be that of which I was in search. To be sure, it was, to all appearance, radically different from the one of which the Prefect had read us so minute a description. Here the seal was large and black, with the D—— cipher; there it was small and red, with the ducal arms of the S—— family. Here, the address, to the Minister, was diminutive and feminine; there the superscription, to a certain royal personage, was markedly bold and decided; the size alone formed a point of correspondence. But, then, the radicalness of these differences, which was excessive; the dirt; the soiled and torn condition of the paper, so inconsistent with the true methodical habits of D——, and so suggestive of a design to delude the beholder into an idea of the worthlessness of the document; these things, together with the hyper-obtrusive situation of this document, full in the view of every visiter, and thus exactly in accordance with the conclusions to which I had previously arrived; these things, I say, were strongly corroborative of suspicion, in one who came with the intention to suspect.


“I protracted my visit as long as possible, and, while I maintained a most animated discussion with the Minister, on a topic which I knew well had never failed to interest and excite him, I kept my attention really riveted upon the letter. In this examination, I committed to memory its external appearance and arrangement in the rack; and also fell, at length, upon a discovery which set at rest whatever trivial doubt I might have entertained. In scrutinizing the edges of the paper, I observed them to be more chafed than seemed necessary. They presented the broken appearance which is manifested when a stiff paper, having been once folded and pressed with a folder, is refolded in a reversed direction, in the same creases or edges which had formed the original fold. This discovery was sufficient. It was clear to me that the letter had been turned, as a glove, inside out, re-directed, and re-sealed. I bade the Minister good morning, and took my departure at once, leaving a gold snuff-box upon the table.


“The next morning I called for the snuff-box, when we resumed, quite eagerly, the conversation of the preceding day. While thus engaged, however, a loud report, as if of a pistol, was heard immediately beneath the windows of the hotel, and was succeeded by a series of fearful screams, and the shoutings of a mob. D—— rushed to a casement, threw it open, and looked out. In the meantime, I stepped to the card-rack, took the letter, put it in my pocket, and replaced it by a fac-simile, (so far as regards externals,) which I had carefully prepared at my lodgings; imitating the D—— cipher, very readily, by means of a seal formed of bread.


“The disturbance in the street had been occasioned by the frantic behavior of a man with a musket. He had fired it among a crowd of women and children. It proved, however, to have been without ball, and the fellow was suffered to go his way as a lunatic or a drunkard. When he had gone, D—— came from the window, whither I had followed him immediately upon securing the object in view. Soon afterwards I bade him farewell. The pretended lunatic was a man in my own pay.”


“But what purpose had you,” I asked, “in replacing the letter [page 218:] by a fac-simile? Would it not have been better, at the first visit, to have seized it openly, and departed?”


“D——,” replied Dupin, “is a desperate man, and a man of nerve. His hotel, too, is not without attendants devoted to his interests. Had I made the wild attempt you suggest, I might never have left the Ministerial presence alive. The good people of Paris might have heard of me no more. But I had an object apart from these considerations. You know my political prepossessions. In this matter, I act as a partisan of the lady concerned. For eighteen months the Minister has had her in his power. She has now him in hers; since, being unaware that the letter is not in his possession, he will proceed with his exactions as if it was. Thus will he inevitably commit himself, at once, to his political destruction. His downfall, too, will not be more precipitate than awkward. It is all very well to talk about the facilis descensus Averni; but in all kinds of climbing, as Catalani said of singing, it is far more easy to get up than to come down. In the present instance I have no sympathy — at least no pity — for him who descends. He is that monstrum horrendum, an unprincipled man of genius. I confess, however, that I should like very well to know the precise character of his thoughts, when, being defied by her whom the Prefect terms ‘a certain personage, ’ he is reduced to opening the letter which I left for him in the card-rack.”


“How? did you put any thing particular in it?”


“Why — it did not seem altogether right to leave the interior blank — that would have been insulting. D——, at Vienna once, did me an evil turn, which I told him, quite good-humoredly, that I should remember. So, as I knew he would feel some curiosity in regard to the identity of the person who had outwitted him, I thought it a pity not to give him a clue. He is well acquainted with my MS., and I just copied into the middle of the blank sheet the words —


—— Un dessein si funeste,

S’il n’est digne d’Atrée, est digne de Thyeste.

They are to be found in Crébillon’s ‘Atrée. ’ ”






LA LETTRE VOLÉE


Nil sapientioe odiosius acumine nimio.
Sénéque.


J’étais à Paris en 18… Après une sombre et orageuse soirée d’automne, je jouissais de la double volupté de la méditation et d’une pipe d’écume de mer, en compagnie de mon ami Dupin, dans sa petite bibliothèque ou cabinet d’étude, rue Dunot, n° 33, au troisième, faubourg Saint-Germain. Pendant une bonne heure, nous avions gardé le silence ; chacun de nous, pour le premier observateur venu, aurait paru profondément et exclusivement occupé des tourbillons frisés de fumée qui chargeaient l’atmosphère de la chambre. Pour mon compte, je discutais en moi-même certains points, qui avaient été dans la première partie de la soirée l’objet de notre conversation ; je veux parler de l’affaire de la rue Morgue, et du mystère relatif à l’assassinat de Marie Roget. Je rêvais donc à l’espèce d’analogie qui reliait ces deux affaires, quand la porte de notre appartement s’ouvrit et donna passage à notre vieille connaissance, à M. G…, le préfet de police de Paris.


Nous lui souhaitâmes cordialement la bienvenue ; car l’homme avait son côté charmant comme son côté méprisable, et nous ne l’avions pas vu depuis quelques années… Comme nous étions assis dans les ténèbres, Dupin se leva pour allumer une lampe ; mais il se rassit et n’en fit rien, en entendant G… dire qu’il était venu pour nous consulter, ou plutôt pour demander l’opinion de mon ami relativement à une affaire qui lui avait causé une masse d’embarras.


— Si c’est un cas qui demande de la réflexion, observa Dupin, s’abstenant d’allumer la mèche, nous l’examinerons plus convenablement dans les ténèbres.


— Voilà encore une de vos idées bizarres, dit le préfet, qui avait la manie d’appeler bizarres toutes les choses situées au-delà de sa compréhension, et qui vivait ainsi au milieu d’une immense légion de bizarreries.


— C’est, ma foi, vrai ! dit Dupin en présentant une pipe à notre visiteur, et roulant vers lui un excellent fauteuil.


— Et maintenant, quel est le cas embarrassant ? demandai-je ; j’espère bien que ce n’est pas encore dans le genre assassinat.


— Oh ! non. Rien de pareil. Le fait est que l’affaire est vraiment très-simple, et je ne doute pas que nous ne puissions nous en tirer fort bien nous mêmes ; mais j’ai pensé que Dupin ne serait pas fâché d’apprendre les détails de cette affaire, parce qu’elle est excessivement bizarre.


— Simple et bizarre, dit Dupin.


— Mais oui ; et cette expression n’est pourtant pas exacte ; l’un ou l’autre, si vous aimez mieux.


Le fait est que nous avons été tous là-bas fortement embarrassés par cette affaire ; car, toute simple qu’elle est, elle nous déroute complètement.


— Peut-être est-ce la simplicité même de la chose qui vous induit en erreur, dit mon ami.


— Quel non-sens nous dites-vous là ! répliqua le préfet, en riant de bon cœur.


— Peut-être le mystère est-il un peu trop clair, dit Dupin.


— Oh ! bonté du ciel ! qui a jamais ouï parler d’une idée pareille.


— Un peu trop évident.


— Ha ! ha ! — ha ! ha ! — oh ! oh ! criait notre hôte, qui se divertissait profondément. Oh ! Dupin, vous me ferez mourir de joie, voyez-vous.


— Et enfin, demandai-je, quelle est la chose en question ?


— Mais, je vous la dirai, répliqua le préfet, en lâchant une longue, solide et contemplative bouffée de fumée, et s’établissant dans son fauteuil. Je vous la dirai en peu de mots. Mais, avant de commencer, laissez-moi vous avertir que c’est une affaire qui demande le plus grand secret, et que je perdrais très-probablement le poste que j’occupe, si l’on savait que je l’ai confiée à qui que ce soit.


— Commencez, dis-je, ou ne commencez pas, dit Dupin.


— C’est bien ; je commence. J’ai été informé personnellement, et en très-haut lieu, qu’un certain document de la plus grande importance avait été soustrait dans les appartements royaux. On sait quel est l’individu qui l’a volé ; cela est hors de doute ; on l’a vu s’en emparer. On sait aussi que ce document est toujours en sa possession.


— Comment sait-on cela ? demanda Dupin.


— Cela est clairement déduit de la nature du document et de la non-apparition de certains résultats qui surgiraient immédiatement s’il sortait des mains du voleur; en d’autres termes, s’il était employé en vue du but que celui-ci doit évidemment se proposer.


— Veuillez être un peu plus clair, dis-je.


— Eh bien, j’irai jusqu’à vous dire que ce papier confère à son détenteur un certain pouvoir dans un certain lieu où ce pouvoir est d’une valeur inappréciable. — Le préfet raffolait du cant diplomatique.


— Je continue à ne rien comprendre, dit Dupin.


— Rien, vraiment ? Allons ! Ce document, révélé à un troisième personnage, dont je tairai le nom, mettrait en question l’honneur d’une personne du plus haut rang ; et voilà ce qui donne au détenteur du document un ascendant sur l’illustre personne dont l’honneur et la sécurité sont ainsi mis en péril.


— Mais cet ascendant, interrompis-je, dépend de ceci : le voleur sait-il que la personne volée connaît son voleur ? Qui oserait… ?


— Le voleur, dit G…, c’est D…, qui ose tout ce qui est indigne d’un homme, aussi bien que ce qui est digne de lui. Le procédé du vol a été aussi ingénieux que hardi. Le document en question, une lettre, pour être franc, a été reçu par la personne volée pendant qu’elle était seule dans le boudoir royal. Pendant qu’elle le lisait, elle fut soudainement interrompue par l’entrée de l’illustre personnage à qui elle désirait particulièrement le cacher.


Après avoir essayé en vain de le jeter rapidement dans un tiroir, elle fut obligée de le déposer tout ouvert sur une table. La lettre, toutefois, était retournée, la suscription en dessus, et, le contenu étant ainsi caché, elle n’attira pas l’attention. Sur ces entrefaites arriva le ministre D… Son œil de lynx perçoit immédiatement le papier, reconnaît l’écriture de la suscription, remarque l’embarras de la personne à qui elle était adressée, et pénètre son secret.


« Après avoir traité quelques affaires, expédiées tambour battant, à sa manière habituelle, il tire de sa poche une lettre à peu près semblable à la lettre en question, l’ouvre, fait semblant de la lire, et la place juste à côté de l’autre. Il se remet à causer, pendant un quart d’heure environ, des affaires publiques. A la longue, il prend congé, et met la main sur la lettre à laquelle il n’a aucun droit. La personne volée le vit, mais, naturellement, n’osa pas attirer l’attention sur ce fait, en présence du troisième personnage qui était à son côté. Le ministre décampa, laissant sur la table sa propre lettre, une lettre sans importance.


— Ainsi, dit Dupin en se tournant à moitié vers moi, voilà précisément le cas demandé pour rendre l’ascendant complet : le voleur sait que la personne volée connaît son voleur.


— Oui, répliqua le préfet, et, depuis quelques mois, il a été largement usé, dans un but politique, de l’empire conquis par ce stratagème, et jusqu’à un point fort dangereux. La personne volée est de jour en jour plus convaincue de la nécessité de retirer sa lettre. Mais, naturellement, cela ne peut pas se faire ouvertement. Enfin, poussée au désespoir, elle m’a chargé de la commission.


— Il n’était pas possible, je suppose, dit Dupin dans une auréole de fumée, de choisir ou même d’imaginer un agent plus sagace.


— Vous me flattez, répliqua le préfet ; mais il est bien possible qu’on ait conçu de moi quelque opinion de ce genre.


— Il est clair, dis-je, comme vous l’avez remarqué, que la lettre est toujours entre les mains du ministre ; puisque c’est le fait de la possession et non l’usage de la lettre qui crée l’ascendant. Avec l’usage, l’ascendant s’évanouit.


— C’est vrai, dit G…, et c’est d’après cette conviction que j’ai marché. Mon premier soin a été de faire une recherche minutieuse à l’hôtel du ministre ; et, là, mon principal embarras fut de chercher à son insu. Par-dessus tout, j’étais en garde contre le danger qu’il y aurait eu à lui donner un motif de soupçonner notre dessein.


— Mais, dis-je, vous êtes tout à fait à votre affaire, dans ces espèces d’investigations. La police parisienne a pratiqué la chose plus d’une fois.


— Oh ! sans doute ; — et c’est pourquoi j’avais bonne espérance. Les habitudes du ministre me donnaient d’ailleurs un grand avantage. Il est souvent absent de chez lui toute la nuit. Ses domestiques ne sont pas nombreux. Ils couchent à une certaine distance de l’appartement de leur maître, et, comme ils sont napolitains avant tout, ils mettent de la bonne volonté à se laisser enivrer. J’ai, comme vous savez, des clefs avec lesquelles je puis ouvrir toutes les chambres et tous les cabinets de Paris. Pendant trois mois, il ne s’est pas passé une nuit, dont je n’aie employé la plus grande partie à fouiller, en personne, l’hôtel D… Mon honneur y est intéressé, et, pour vous confier un grand secret, la récompense est énorme. Aussi je n’ai abandonné les recherches que lorsque j’ai été pleinement convaincu que le voleur était encore plus fin que moi. Je crois que j’ai scruté tous les coins et recoins de la maison dans lesquels il était possible de cacher un papier.


— Mais ne serait-il pas possible, insinuai-je, que, bien que la lettre fût au pouvoir du ministre, — elle y est indubitablement, — il l’eût cachée ailleurs que dans sa propre maison ?


— Cela n’est guère possible, dit Dupin. La situation particulière, actuelle, des affaires de la cour, spécialement la nature de l’intrigue dans laquelle D… a pénétré, comme on sait, font de l’efficacité immédiate du document, — de la possibilité de le produire à la minute, — un point d’une importance presque égale à sa possession.


— La possibilité de le produire ? dis-je, ou, si vous aimez mieux, de l’annihiler, dit Dupin.


— C’est vrai, remarquai-je. Le papier est donc évidemment dans l’hôtel. Quant au cas où il serait sur la personne même du ministre, nous le considérons comme tout à fait hors de question.


— Absolument, dit le préfet. Je l’ai fait arrêter deux fois par de faux voleurs, et sa personne a été scrupuleusement fouillée sous mes propres yeux.


— Vous auriez pu vous épargner cette peine, dit Dupin. — D… n’est pas absolument fou, je présume, et dès lors il a dû prévoir ces guets-apens comme choses naturelles.


— Pas absolument fou, c’est vrai, dit G…, — toutefois, c’est un poète, ce qui, je crois, n’en est pas fort éloigné.


— C’est vrai, dit Dupin, après avoir longuement et pensivement poussé la fumée de sa pipe d’écume, bien que je me sois rendu moi-même coupable de certaine rapsodie.


— Voyons, dis-je, racontez-nous les détails précis de votre recherche.


— Le fait est que nous avons pris notre temps, et que nous avons cherché partout. J’ai une vieille expérience de ces sortes d’affaires. Nous avons entrepris la maison de chambre en chambre ; nous avons consacré à chacune les nuits de toute une semaine. Nous avons d’abord examiné les meubles de chaque appartement. Nous avons ouvert tous les tiroirs possibles ; et je présume que vous n’ignorez pas que, pour un agent de police bien dressé, un tiroir secret est une chose qui n’existe pas. Tout homme qui, dans une perquisition de cette nature, permet à un tiroir secret de lui échapper est une brute. La besogne est si facile ! Il y a dans chaque pièce une certaine quantité de volumes et de surfaces dont on peut se rendre compte. Nous avons pour cela des règles exactes. La cinquième partie d’une ligne ne peut pas nous échapper.


« Après les chambres, nous avons pris les sièges.


Les coussins ont été sondés avec ces longues et fines aiguilles que vous m’avez vu employer. Nous avons enlevé les dessus des tables.


— Et pourquoi ?


— Quelquefois le dessus d’une table ou de toute autre pièce d’ameublement analogue est enlevé par une personne qui désire cacher quelque chose ; elle creuse le pied de la table ; l’objet est déposé dans la cavité, et le dessus replacé. on se sert de la même manière des montants d’un lit.


— Mais ne pourrait-on pas deviner la cavité par l’auscultation ? demandai-je.


— Pas le moins du monde, si, en déposant l’objet, on a eu soin de l’entourer d’une bourre de coton suffisante. D’ailleurs, dans notre cas, nous étions obligés de procéder sans bruit.


— Mais vous n’avez pas pu défaire, — vous n’avez pas pu démonter toutes les pièces d’ameublement dans lesquelles on aurait pu cacher un dépôt de la façon dont vous parlez. Une lettre peut être roulée en une spirale très-mince, ressemblant beaucoup par sa forme et son volume à une grosse aiguille à tricoter, et être ainsi insérée dans un bâton de chaise, par exemple. Avez-vous démonté toutes les chaises ?


— Non, certainement, mais nous avons fait mieux, nous avons examiné les bâtons de toutes les chaises de l’hôtel, et même les jointures de toutes les pièces de l’ameublement, à l’aide d’un puissant microscope. S’il y avait eu la moindre trace d’un désordre récent, nous l’aurions infailliblement découvert à l’instant. Un seul grain de poussière causée par la vrille, par exemple, nous aurait sauté aux yeux comme une pomme. La moindre altération dans la colle, — un simple bâillement dans les jointures aurait suffi pour nous révéler la cachette.


— Je présume que vous avez examiné les glaces entre la glace et le planchéiage, et que vous avez fouillé les lits et les courtines des lits, aussi bien que les rideaux et les tapis.


— Naturellement ; et quand nous eûmes absolument passé en revue tous les articles de ce genre, nous avons examiné la maison elle-même. Nous avons divisé la totalité de sa surface en compartiments, que nous avons numérotés, pour être sûrs de n’en omettre aucun ; nous avons fait de chaque pouce carré l’objet d’un nouvel examen au microscope, et nous y avons compris les deux maisons adjacentes.


— Les deux maisons adjacentes ! m’écriai-je ; vous avez dû vous donner bien du mal.


— Oui, ma foi ! mais la récompense offerte est énorme.


— Dans les maisons, comprenez-vous le sol ?


— Le sol est partout pavé en briques. Comparativement, cela ne nous a pas donné grand mal. Nous avons examiné la mousse entre les briques, elle était intacte.


— Vous avez sans doute visité les papiers de D…, et les livres de la bibliothèque ?


— Certainement, nous avons ouvert chaque paquet et chaque article ; nous n’avons pas seulement ouvert les livres, mais nous les avons parcourus feuillet par feuillet, ne nous contentant pas de les secouer simplement comme font plusieurs de nos officiers de police. Nous avons aussi mesuré l’épaisseur de chaque reliure avec la plus exacte minutie, et nous avons appliqué à chacune la curiosité jalouse du microscope. Si l’on avait récemment inséré quelque chose dans une des reliures, il eût été absolument impossible que le fait échappât à notre observation. Cinq ou six volumes qui sortaient des mains du relieur ont été soigneusement sondés longitudinalement avec les aiguilles.


— Vous avez exploré les parquets, sous les tapis ?


— Sans doute. Nous avons enlevé chaque tapis, et nous avons examiné les planches au microscope.


— Et les papiers des murs ?


— Aussi.


— Vous avez visité les caves ?


— Nous avons visité les caves.


— Ainsi, dis-je, vous avez fait fausse route, et la lettre n’est pas dans l’hôtel, comme vous le supposiez.


— Je crains que vous n’ayez raison, dit le préfet. Et vous maintenant, Dupin, que me conseillez-vous de faire ?


— Faire une perquisition complète.


— C’est absolument inutile ! répliqua G… Aussi sûr que je vis, la lettre n’est pas dans l’hôtel !


— Je n’ai pas de meilleur conseil à vous donner, dit Dupin. Vous avez, sans doute, un signalement exact de la lettre ?


— Oh ! oui !


Et ici, le préfet, tirant un agenda, se mit à nous lire à haute voix une description minutieuse du document perdu, de son aspect intérieur, et spécialement de l’extérieur. Peu de temps après avoir fini la lecture de cette description, cet excellent homme prit congé de nous, plus accablé et l’esprit plus complètement découragé que je ne l’avais vu jusqu’alors.


Environ un mois après, il nous fit une seconde visite, et nous trouva occupés à peu près de la même façon. Il prit une pipe et un siège, et causa de choses et d’autres. A la longue, je lui dis :


— Eh bien, mais G…, et votre lettre volée ? Je présume qu’à la fin, vous vous êtes résigné à comprendre que ce n’est pas une petite besogne que d’enfoncer le ministre ?


— Que le diable l’emporte ! — J’ai pourtant recommencé cette perquisition, comme Dupin me l’avait conseillé ; mais, comme je m’en doutais, ç’a été peine perdue.


— De combien est la récompense offerte ? vous nous avez dit… demanda Dupin.


— Mais… elle est très-forte… une récompense vraiment magnifique, — je ne veux pas vous dire au juste combien ; mais une chose que je vous dirai, c’est que je m’engagerais bien à payer de ma bourse cinquante mille francs à celui qui pourrait me trouver cette lettre. Le fait est que la chose devient de jour en jour plus urgente, et la récompense a été doublée récemment. Mais, en vérité, on la triplerait, que je ne pourrais faire mon devoir mieux que je l’ai fait.


— Mais… oui… dit Dupin en traînant ses paroles au milieu des bouffées de sa pipe, je crois… réellement, G…, que vous n’avez pas fait… tout votre possible… vous n’êtes pas allé au fond de la question. Vous pourriez faire… un peu plus, je pense du moins, hein ?


— Comment ? dans quel sens ?


— Mais… (une bouffée de fumée) vous pourriez… (bouffée sur bouffée) — prendre conseil en cette matière, hein ? — (Trois bouffées de fumée.) — Vous rappelez-vous l’histoire qu’on raconte d’Abernethy ?


— Non ! au diable votre Abernethy !


— Assurément ! au diable, si cela vous amuse ! or donc, une fois, un certain riche, fort avare, conçut le dessein de soutirer à Abernethy une consultation médicale. Dans ce but, il entama avec lui, au milieu d’une société, une conversation ordinaire, à travers laquelle il insinua au médecin son propre cas, comme celui d’un individu imaginaire.


« — Nous supposerons, dit l’avare, que les symptômes sont tels et tels ; maintenant, docteur, que lui conseilleriez-vous de prendre ?


« — Que prendre ? dit Abernethy, mais prendre conseil à coup sûr.


— Mais, dit le préfet, un peu décontenancé, je suis tout disposé à prendre conseil, et à payer pour cela. Je donnerais vraiment cinquante mille francs à quiconque me tirerait d’affaire.


— Dans ce cas, répliqua Dupin, ouvrant un tiroir et en tirant un livre de mandats, vous pouvez aussi bien me faire un bon pour la somme susdite. Quand vous l’aurez signé, je vous remettrai votre lettre.


Je fus stupéfié. Quant au préfet, il semblait absolument foudroyé. Pendant quelques minutes, il resta muet et immobile, regardant mon ami, la bouche béante, avec un air incrédule et des yeux qui semblaient lui sortir de la tête; enfin, il parut revenir un peu à lui, il saisit une plume, et, après quelques hésitations, le regard ébahi et vide, il remplit et signa un bon de cinquante mille francs, et le tendit à Dupin par-dessus la table. Ce dernier l’examina soigneusement et le serra dans son portefeuille ; puis, ouvrant un pupitre, il en tira une lettre et la donna au préfet. Notre fonctionnaire l’agrippa dans une parfaite agonie de joie, l’ouvrit d’une main tremblante, jeta un coup d’œil sur son contenu, puis, attrapant précipitamment la porte, se rua sans plus de cérémonie hors de la chambre et de la maison, sans avoir prononcé une syllabe depuis le moment où Dupin l’avait prié de remplir le mandat.


Quand il fut parti, mon ami entra dans quelques explications.


— La police parisienne, dit-il, est excessivement habile dans son métier. Ses agents sont persévérants, ingénieux, rusés, et possèdent à fond toutes les connaissances que requièrent spécialement leurs fonctions. Aussi, quand G… nous détaillait son mode de perquisition dans l’hôtel D…, j’avais une entière confiance dans ses talents, et j’étais sûr qu’il avait fait une investigation pleinement suffisante, dans le cercle de sa spécialité.


— Dans le cercle de sa spécialité ? dis-je.


— Oui, dit Dupin ; les mesures adoptées n’étaient pas seulement les meilleures dans l’espèce, elles furent aussi poussées à une absolue perfection. Si la lettre avait été cachée dans le rayon de leur investigation, ces gaillards l’auraient trouvée, cela ne fait pas pour moi l’ombre d’un doute.


Je me contentai de rire ; mais Dupin semblait avoir dit cela fort sérieusement.


— Donc, les mesures, continua-t-il, étaient bonnes dans l’espèce et admirablement exécutées; elles avaient pour défaut d’être inapplicables au cas et à l’homme en question. Il y a tout un ordre de moyens singulièrement ingénieux qui sont pour le préfet une sorte de lit de Procuste, sur lequel il adapte et garrotte tous ses plans. Mais il erre sans cesse par trop de profondeur ou par trop de superficialité pour le cas en question, et plus d’un écolier raisonnerait mieux que lui.


« J’ai connu un enfant de huit ans, dont l’infaillibilité au jeu de pair ou impair faisait l’admiration universelle. Ce jeu est simple, on y joue avec des billes. L’un des joueurs tient dans sa main un certain nombre de ses billes, et demande à l’autre :


« Pair ou non ? » Si celui-ci devine juste, il gagne une bille ; s’il se trompe, il en perd une. L’enfant dont je parle gagnait toutes les billes de l’école.


Naturellement, il avait un mode de divination, lequel consistait dans la simple observation et dans l’appréciation de la finesse de ses adversaires. Supposons que son adversaire soit un parfait nigaud et, levant sa main fermée, lui demande : « Pair ou impair ? » Notre écolier répond : « Impair ! » et il a perdu. Mais, à la seconde épreuve, il gagne, car il se dit en lui-même : « Le niais avait mis pair la première fois, et toute sa ruse ne va qu’à lui faire mettre impair à la seconde; je dirai donc : « Impair ! » Il dit : « Impair », et il gagne.


« Maintenant, avec un adversaire un peu moins simple, il aurait raisonné ainsi : « Ce garçon voit que, dans le premier cas, j’ai dit « Impair », et, dans le second, il se proposera, — c’est la première idée qui se présentera à lui, — une simple variation de pair à impair comme a fait le premier bêta ; mais une seconde réflexion lui dira que c’est là un changement trop simple, et finalement il se décidera à mettre pair comme la première fois. — Je dirai donc : « Pair ! — Il dit « Pair » et gagne. Maintenant, ce mode de raisonnement de notre écolier, que ses camarades appellent la chance, — en dernière analyse, qu’est-ce que c’est ?


— C’est simplement, dis-je, une identification de l’intellect de notre raisonneur avec celui de son adversaire.


— C’est cela même, dit Dupin; et, quand je demandai à ce petit garçon par quel moyen il effectuait cette parfaite identification qui faisait tout son succès, il me fit la réponse suivante :


« — Quand je veux savoir jusqu’à quel point quelqu’un est circonspect ou stupide, jusqu’à quel point il est bon ou méchant, ou quelles sont actuellement ses pensées je compose mon visage d’après le sien, aussi exactement que possible, et j’attends alors pour savoir quels pensers ou quels sentiments naîtront dans mon esprit ou dans mon cœur, comme pour s’appareiller et correspondre avec ma physionomie. »


« Cette réponse de l’écolier enfonce de beaucoup toute la profondeur sophistique attribuée à La Rochefoucauld, à La Bruyère, à Machiavel et à Campanella.


— Et l’identification de l’intellect du raisonneur avec celui de son adversaire dépend, si je vous comprends bien, de l’exactitude avec laquelle l’intellect de l’adversaire est apprécié.


— Pour la valeur pratique, c’est en effet la condition, répliqua Dupin, et, si le préfet et toute sa bande se sont trompés si souvent, c’est, d’abord, faute de cette identification, en second lieu, par une appréciation inexacte, ou plutôt par la non-appréciation de l’intelligence avec laquelle ils se mesurent. Ils ne voient que leurs propres idées ingénieuses ; et, quand ils cherchent quelque chose de caché, ils ne pensent qu’aux moyens dont ils se seraient servis pour le cacher. Ils ont fortement raison en cela que leur propre ingéniosité est une représentation fidèle de celle de la foule ; mais, quand il se trouve un malfaiteur particulier dont la finesse diffère, en espèce, de la leur, ce malfaiteur, naturellement, les roule.


« Cela ne manque jamais quand son astuce est au-dessus de la leur, et cela arrive très-fréquemment même quand elle est au-dessous. Ils ne varient pas leur système d’investigation ; tout au plus, quand ils sont incités par quelque cas insolite, — par quelque récompense extraordinaire, — ils exagèrent et poussent à outrance leurs vieilles routines ; mais ils ne changent rien à leurs principes.


« Dans le cas de D…, par exemple, qu’a-t-on fait pour changer le système d’opération ? Qu’est-ce que c’est que toutes ces perforations, ces fouilles, ces sondes, cet examen au microscope, cette division des surfaces en pouces carrés numérotés ? Qu’est-ce que tout cela, si ce n’est pas l’exagération, dans son application, d’un des principes ou de plusieurs principes d’investigation, qui sont basés sur un ordre d’idées relatif à l’ingéniosité humaine, et dont le préfet a pris l’habitude dans la longue routine de ses fonctions ?


« Ne voyez-vous pas qu’il considère comme chose démontrée que tous les hommes qui veulent cacher une lettre se servent, — si ce n’est précisément d’un trou fait à la vrille dans le pied d’une chaise, — au moins de quelque trou, de quelque coin tout à fait singulier dont ils ont puisé l’invention dans le même registre d’idées que le trou fait avec une vrille ?


« Et ne voyez-vous pas aussi que des cachettes aussi originales ne sont employées que dans des occasions ordinaires et ne sont adoptées que par des intelligences ordinaires ; car, dans tous les cas d’objets cachés, cette manière ambitieuse et torturée de cacher l’objet est, dans le principe, présumable et présumée; ainsi, la découverte ne dépend nullement de la perspicacité, mais simplement du soin, de la patience et de la résolution des chercheurs. Mais, quand le cas est important, ou, ce qui revient au même aux yeux de la police, quand la récompense est considérable, on voit toutes ces belles qualités échouer infailliblement. Vous comprenez maintenant ce que je voulais dire en affirmant que, si la lettre volée avait été cachée dans le rayon de la perquisition de notre préfet, en d’autres termes, si le principe inspirateur de la cachette avait été compris dans les principes du préfet, — il l’eût infailliblement découverte. Cependant, ce fonctionnaire a été complètement mystifié ; et la cause première, originelle, de sa défaite, gît dans la supposition que le ministre est un fou, parce qu’il s’est fait une réputation de poète. Tous les fous sont poètes, — c’est la manière de voir du préfet, — et il n’est coupable que d’une fausse distribution du terme moyen, en inférant de là que tous les poètes sont fous.


— Mais est-ce vraiment le poète ? demandai-je. Je sais qu’ils sont deux frères, et ils se sont fait tous deux une réputation dans les lettres. Le ministre, je crois, a écrit un livre fort remarquable sur le calcul différentiel et intégral. Il est le mathématicien, et non pas le poète.


— Vous vous trompez ; je le connais fort bien ; il est poète et mathématicien. Comme poète et mathématicien, il a dû raisonner juste ; comme simple mathématicien, il n’aurait pas raisonné du tout, et se serait ainsi mis à la merci du préfet.


— Une pareille opinion, dis-je, est faite pour m’étonner ; elle est démentie par la voix du monde entier. Vous n’avez pas l’intention de mettre à néant l’idée mûrie par plusieurs siècles. La raison mathématique est depuis longtemps regardée comme la raison par excellence.


— Il y a à parier, répliqua Dupin, en citant Chamfort, que toute idée politique, toute convention reçue est une sottise, car elle a convenu au plus grand nombre. Les mathématiciens, — je vous accorde cela, — ont fait de leur mieux pour propager l’erreur populaire dont vous parlez, et qui, bien qu’elle ait été propagée comme vérité, n’en est pas moins une parfaite erreur. Par exemple, ils nous ont, avec un art digne d’une meilleure cause, accoutumés à appliquer le terme analyse aux opérations algébriques. Les Français sont les premiers coupables de cette tricherie scientifique ; mais, si l’on reconnaît que les termes de la langue ont une réelle importance, — si les mots tirent leur valeur de leur application, — oh ! alors, je concède qu’analyse traduit algèbre à peu près comme en latin ambitus signifie ambition; religio, religion; ou homines honesti, la classe des gens honorables.


— Je vois, dis-je, que vous allez vous faire une querelle avec un bon nombre d’algébristes de Paris ; — mais continuez.


— Je conteste la validité, et conséquemment les résultats d’une raison cultivée par tout procédé spécial autre que la logique abstraite. Je conteste particulièrement le raisonnement tiré de l’étude des mathématiques. Les mathématiques sont la science des formes et des qualités ; le raisonnement mathématique n’est autre que la simple logique appliquée à la forme et à la quantité. La grande erreur consiste à supposer que les vérités qu’on nomme purement algébriques sont des vérités abstraites ou générales. Et cette erreur est si énorme, que je suis émerveillé de l’unanimité avec laquelle elle est accueillie. Les axiomes mathématiques ne sont pas des axiomes d’une vérité générale. Ce qui est vrai d’un rapport de forme ou de quantité est souvent une grosse erreur relativement à la morale, par exemple. Dans cette dernière science, il est très-communément faux que la somme des fractions soit égale au tout. De même en chimie, l’axiome a tort. Dans l’appréciation d’une force motrice, il a également tort ; car deux moteurs, chacun étant d’une puissance donnée, n’ont pas nécessairement, quand ils sont associés, une puissance égale à la somme de leurs puissances prises séparément. Il y a une foule d’autres vérités mathématiques qui ne sont des vérités que dans des limites de rapport. Mais le mathématicien argumente incorrigiblement d’après ses vérités finies, comme si elles étaient d’une application générale et absolue, — valeur que d’ailleurs le monde leur attribue.


Bryant, dans sa très-remarquable Mythologie, mentionne une source analogue d’erreurs, quand il dit que, bien que personne ne croie aux fables du paganisme, cependant nous nous oublions nous-mêmes sans cesse au point d’en tirer des déductions, comme si elles étaient des réalités vivantes.


Il y a d’ailleurs chez nos algébristes, qui sont eux-mêmes des païens, de certaines fables païennes auxquelles on ajoute foi, et dont on a tiré des conséquences, non pas tant par une absence de mémoire que par un incompréhensible trouble du cerveau.


Bref, je n’ai jamais rencontré de pur mathématicien en qui on pût avoir confiance en dehors de ses racines et de ses équations; je n’en ai pas connu un seul qui ne tînt pas clandestinement pour article de foi que x2 + px est absolument et inconditionnellement égal à q. Dites à l’un de ces messieurs, en matière d’expérience, si cela vous amuse, que vous croyez à la possibilité de cas où x2 + px ne serait pas absolument égal à q; et, quand vous lui aurez fait comprendre ce que vous voulez dire, mettez-vous hors de sa portée et le plus lestement possible ; car, sans aucun doute, il essayera de vous assommer.


« Je veux dire, continua Dupin, pendant que je me contentais de rire de ses dernières observations, que, si le ministre n’avait été qu’un mathématicien, le préfet n’aurait pas été dans la nécessité de me souscrire ce billet. Je le connaissais pour un mathématicien et un poète, et j’avais pris mes mesures en raison de sa capacité, et en tenant compte des circonstances où il se trouvait placé.


Je savais que c’était un homme de cour et un intrigant déterminé. Je réfléchis qu’un pareil homme devait indubitablement être au courant des pratiques de la police. Evidemment, il devait avoir prévu — et l’événement l’a prouvé — les guets-apens qui lui ont été préparés. Je me dis qu’il avait prévu les perquisitions secrètes dans son hôtel. Ces fréquentes absences nocturnes que notre bon préfet avait saluées comme des adjuvants positifs de son futur succès, je les regardais simplement comme des ruses pour faciliter les libres recherches de la police et lui persuader plus facilement que la lettre n’était pas dans l’hôtel. Je sentais aussi que toute la série d’idées relatives aux principes invariables de l’action policière dans le cas de perquisition, idées que je vous expliquerai tout à l’heure, non sans quelque peine, — je sentais, dis-je, que toute cette série d’idées avait dû nécessairement se dérouler dans l’esprit du ministre.


« Cela devait impérativement le conduire à dédaigner toutes les cachettes vulgaires. Cet homme-là ne pouvait être assez faible pour ne pas deviner que la cachette la plus compliquée, la plus profonde de son hôtel, serait aussi peu secrète qu’une antichambre ou une armoire pour les yeux, les sondes, les vrilles et les microscopes du préfet.


Enfin je voyais qu’il avait dû viser nécessairement à la simplicité, s’il n’y avait pas été induit par un goût naturel. Vous vous rappelez sans doute avec quels éclats de rire le préfet accueillit l’idée que j’exprimai dans notre première entrevue, à savoir que si le mystère l’embarrassait si fort, c’était peut être en raison de son absolue simplicité.


— Oui, dis-je, je me rappelle parfaitement son hilarité. Je croyais vraiment qu’il allait tomber dans des attaques de nerfs.


— Le monde matériel, continua Dupin, est plein d’analogies exactes avec l’immatériel, et c’est ce qui donne une couleur de vérité à ce dogme de rhétorique, qu’une métaphore ou une comparaison peut fortifier un argument aussi bien qu’embellir une description.


« Le principe de la force d’inertie, par exemple, semble identique dans les deux natures, physique et métaphysique ; un gros corps est plus difficilement mis en mouvement qu’un petit, et sa quantité de mouvement est en proportion de cette difficulté ; voilà qui est aussi positif que cette proposition analogue : les intellects d’une vaste capacité, qui sont en même temps plus impétueux, plus constants et plus accidentés dans leur mouvement que ceux d’un degré inférieur, sont ceux qui se meuvent le moins aisément, et qui sont les plus embarrassés d’hésitation quand ils se mettent en marche. Autre exemple : avez-vous jamais remarqué quelles sont les enseignes de boutique qui attirent le plus l’attention ?


— Je n’ai jamais songé à cela, dis-je.


— Il existe, reprit Dupin, un jeu de divination, qu’on joue avec une carte géographique. Un des joueurs prie quelqu’un de deviner un mot donné, un nom de ville, de rivière, d’Etat ou d’empire, enfin un mot quelconque compris dans l’étendue bigarrée et embrouillée de la carte. Une personne novice dans le jeu cherche en général à embarrasser ses adversaires en leur donnant à deviner des noms écrits en caractères imperceptibles ; mais les adeptes du jeu choisissent des mots en gros caractères qui s’étendent d’un bout de la carte à l’autre.


Ces mots-là, comme les enseignes et les affiches à lettres énormes, échappent à l’observateur par le fait même de leur excessive évidence ; et, ici, l’oubli matériel est précisément analogue à l’inattention morale d’un esprit qui laisse échapper les considérations trop palpables, évidentes jusqu’à la banalité et l’importunité. Mais c’est là un cas, à ce qu’il semble, un peu au-dessus ou au-dessous de l’intelligence du préfet. Il n’a jamais cru probable ou possible que le ministre eût déposé sa lettre juste sous le nez du monde entier, comme pour mieux empêcher un individu quelconque de l’apercevoir.


« Mais plus je réfléchissais à l’audacieux, au distinctif et brillant esprit de D…, — à ce fait qu’il avait dû toujours avoir le document sous la main, pour en faire immédiatement usage, si besoin était, — et à cet autre fait que, d’après la démonstration décisive fournie par le préfet, ce document n’était pas caché dans les limites d’une perquisition ordinaire et en règle, — plus je me sentais convaincu que le ministre, pour cacher sa lettre, avait eu recours à l’expédient le plus ingénieux du monde, le plus large, qui était de ne pas même essayer de la cacher.


« Pénétré de ces idées, j’ajustai sur mes yeux une paire de lunettes vertes, et je me présentai un beau matin, comme par hasard, à l’hôtel du ministre. Je trouve D… chez lui, bâillant, flânant, musant, et se prétendant accablé d’un suprême ennui. D… est peut-être l’homme le plus réellement énergique qui soit aujourd’hui, mais c’est seulement quand il est sûr de n’être vu de personne.


« Pour n’être pas en reste avec lui, je me plaignais de la faiblesse de mes yeux et de la nécessité de porter des lunettes. Mais, derrière ces lunettes, j’inspectais soigneusement et minutieusement tout l’appartement, en faisant semblant d’être tout à la conversation de mon hôte.


« Je donnai une attention spéciale à un vaste bureau auprès duquel il était assis, et sur lequel gisaient pêle-mêle des lettres diverses et d’autres papiers, avec un ou deux instruments de musique et quelques livres. Après un long examen, fait à loisir, je n’y vis rien qui pût exciter particulièrement mes soupçons.


« A la longue, mes yeux, en faisant le tour de la chambre, tombèrent sur un misérable porte-cartes, orné de clinquant, et suspendu par un ruban bleu crasseux à un petit bouton de cuivre au-dessus du manteau de la cheminée. Ce porte-cartes, qui avait trois ou quatre compartiments, contenait cinq ou six cartes de visite et une lettre unique. Cette dernière était fortement salie et chiffonnée. Elle était presque déchirée en deux par le milieu, comme si on avait eu d’abord l’intention de la déchirer entièrement, ainsi qu’on fait d’un objet sans valeur; mais on avait vraisemblablement changé d’idée.


Elle portait un large sceau noir avec le chiffre de D… très en évidence, et était adressée au ministre lui-même. La suscription était d’une écriture de femme très-fine. on l’avait jetée négligemment, et même, à ce qu’il semblait, assez dédaigneusement dans l’un des compartiments supérieurs du porte-cartes.


« A peine eus-je jeté un coup d’œil sur cette lettre, que je conclus que c’était celle dont j’étais en quête. Evidemment elle était, par son aspect, absolument différente de celle dont le préfet nous avait lu une description si minutieuse. Ici, le sceau était large et noir avec le chiffre de D… ; dans l’autre, il était petit et rouge, avec les armes ducales de la famille S… Ici, la suscription était d’une écriture menue et féminine ; dans l’autre l’adresse, portant le nom d’une personne royale, était d’une écriture hardie, décidée et caractérisée ; les deux lettres ne se ressemblaient qu’en un point, la dimension.


Mais le caractère excessif de ces différences, fondamentales en somme, la saleté, l’état déplorable du papier, fripé et déchiré, qui contredisaient les véritables habitudes de D…, si méthodique, et qui dénonçaient l’intention de dérouter un indiscret en lui offrant toutes les apparences d’un document sans valeur, — tout cela, en y ajoutant la situation imprudente du document mis en plein sous les yeux de tous les visiteurs et concordant ainsi exactement avec mes conclusions antérieures, — tout cela, dis-je, était fait pour corroborer décidément les soupçons de quelqu’un venu avec le parti pris du soupçon.


« Je prolongeai ma visite aussi longtemps que possible, et tout en soutenant une discussion très vive avec le ministre sur un point que je savais être pour lui d’un intérêt toujours nouveau, je gardais invariablement mon attention braquée sur la lettre.


Tout en faisant cet examen, je réfléchissais sur son aspect extérieur et sur la manière dont elle était arrangée dans le porte-cartes, et à la longue je tombai sur une découverte qui mit à néant le léger doute qui pouvait me rester encore. En analysant les bords du papier, je remarquai qu’ils étaient plus éraillés que nature. Ils présentaient l’aspect cassé d’un papier dur, qui, ayant été plié et foulé par le couteau à papier, a été replié dans le sens inverse, mais dans les mêmes plis qui constituaient sa forme première. Cette découverte me suffisait. Il était clair pour moi que la lettre avait été retournée comme un gant, repliée et recachetée. Je souhaitai le bonjour au ministre, et je pris soudainement congé de lui, en oubliant une tabatière en or sur son bureau.


« Le matin suivant, je vins pour chercher ma tabatière, et nous reprîmes très-vivement la conversation de la veille. Mais, pendant que la discussion s’engageait, une détonation très-forte, comme un coup de pistolet, se fit entendre sous les fenêtres de l’hôtel, et fut suivie des cris et des vociférations d’une foule épouvantée. D… se précipita vers une fenêtre, l’ouvrit, et regarda dans la rue.


En même temps, j’allai droit au porte-cartes, je pris la lettre, je la mis dans ma poche, et je la remplaçai par une autre, une espèce de fac-similé (quant à l’extérieur) que j’avais soigneusement préparé chez moi, — en contrefaisant le chiffre de D… à l’aide d’un sceau de mie de pain.


« Le tumulte de la rue avait été causé par le caprice insensé d’un homme armé d’un fusil. Il avait déchargé son arme au milieu d’une foule de femmes et d’enfants. Mais comme elle n’était pas chargée à balle, on prit ce drôle pour un lunatique ou un ivrogne, et on lui permit de continuer son chemin. Quand il fut parti, D… se retira de la fenêtre, où je l’avais suivi immédiatement après m’être assuré de la précieuse lettre. Peu d’instants après, je lui dis adieu. Le prétendu fou était un homme payé par moi.


— Mais quel était votre but, demandai-je à mon ami, en remplaçant la lettre par une contrefaçon ?


N’eût-il pas été plus simple, dès votre première visite, de vous en emparer, sans autres précautions, et de vous en aller ?


— D…, répliqua Dupin, est capable de tout, et, de plus, c’est un homme solide. D’ailleurs, il a dans son hôtel des serviteurs à sa dévotion. Si j’avais fait l’extravagante tentative dont vous parlez, je ne serais pas sorti vivant de chez lui. Le bon peuple de Paris n’aurait plus entendu parler de moi. Mais, à part ces considérations, j’avais un but particulier.


Vous connaissez mes sympathies politiques. Dans cette affaire, j’agis comme partisan de la dame en question. Voilà dix-huit mois que le ministre la tient en son pouvoir. C’est elle maintenant qui le tient, puisqu’il ignore que la lettre n’est plus chez lui, et qu’il va vouloir procéder à son chantage habituel. Il va donc infailliblement opérer lui-même et du premier coup sa ruine politique. Sa chute ne sera pas moins précipitée que ridicule.


On parle fort lestement du facilis descensus Averni ; mais en matière d’escalades, on peut dire ce que la Catalani disait du chant : « Il est plus facile de monter que de descendre. » Dans le cas présent, je n’ai aucune sympathie, pas même de pitié pour celui qui va descendre. D…, c’est le vrai monstrum horrendum, — un homme de génie sans principes.


Je vous avoue, cependant, que je ne serais pas fâché de connaître le caractère exact de ses pensées, quand, mis au défi par celle que le préfet appelle une certaine personne, il sera réduit à ouvrir la lettre que j’ai laissée pour lui dans son porte-cartes.


— Comment ! est-ce que vous y avez mis quelque chose de particulier ?


— Eh mais ! il ne m’a pas semblé tout à fait convenable de laisser l’intérieur en blanc, — cela aurait eu l’air d’une insulte. Une fois, à Vienne, D… m’a joué un vilain tour, et je lui dis d’un ton tout à fait gai que je m’en souviendrais. Aussi, comme je savais qu’il éprouverait une certaine curiosité relativement à la personne par qui il se trouvait joué, je pensai que ce serait vraiment dommage de ne pas lui laisser un indice quelconque.


Il connaît fort bien mon écriture, et j’ai copié tout au beau milieu de la page blanche ces mots :

................. Un dessein si funeste,
S’il n’est digne d’Atrée, est digne de Thyeste.
Vous trouverez cela dans l’Atrée de Crébillon.







LA CARTA ROBADA


Nil sapientiae odiosius acumine nimio.
(SENECA)


Me hallaba en París en el otoño de 18... Una noche, después de una tarde ventosa, gozaba del doble placer de la meditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en su pequeña biblioteca o gabinete de estudios del nº 33, rue Dunôt, du troisieme, Faubourg Saint-Germain. Llevábamos más de una hora en profundo silencio, y cualquier observador casual nos hubiera creído exclusiva y profundamente dedicados a estudiar las onduladas capas de humo que llenaban la atmósfera de la sala. Por mi parte, me había entregado a la discusión mental de ciertos tópicos sobre los cuales habíamos departido al comienzo de la velada; me refiero al caso de la rue Morgue y al misterio del asesinato de Marie Rogêt. No dejé de pensar, pues, en una coincidencia, cuando vi abrirse la puerta para dejar pasar a nuestro viejo conocido G.... el prefecto de la policía de París.


Lo recibimos cordialmente, pues en aquel hombre había tanto de despreciable como de divertido, y llevábamos varios años sin verlo. Como habíamos estado sentados en la oscuridad, Dupin se levantó para encender una lámpara , pero volvió a su asiento sin hacerlo cuando G... nos hizo saber que venía a consultarnos, o, mejor dicho, a pedir la opinión de mi amigo sobre cierto asunto oficial que lo preocupaba grandemente.


—Si se trata de algo que requiere reflexión —observó Dupin, absteniéndose de dar fuego a la mecha— será mejor examinarlo en la oscuridad.


—He aquí una de sus ideas raras —dijo el prefecto, para quien todo lo que excedía su comprensión era "raro", por lo cual vivía rodeado de una verdadera legión de rarezas".


—Muy cierto —repuso Dupin, entregando una pipa a nuestro visitante y ofreciéndole un confortable asiento.


—¿Y cuál es la dificultad? —preguntó. Espero que no sea otro asesinato.


—¡Oh, no, nada de eso! Por cierto que es un asunto muy sencillo y no dudo de que podremos resolverlo perfectamente bien por nuestra cuenta; de todos modos pensé que a Dupin le gustaría conocer los detalles, puesto que es un caso muy raro.


—Sencillo y raro —dijo Dupin.


—Justamente. Pero tampoco es completamente eso. A decir verdad, todos estamos bastante confundidos, ya que la cosa es sencillísima y, sin embargo, nos deja perplejos.


—Quizá lo que los induce a error sea precisamente la sencillez del asunto —observó mi amigo.


—¡Qué absurdos dice usted! —repuso el Prefecto, riendo a carcajadas.


—Quizá el misterio es un poco demasiado fácil —dijo Dupin.


—¡Oh, Dios mío! ¿Cómo se le puede ocurrir semejante idea?


—Un poco demasiado evidente.


—Ja, ja! ¡oh, oh! —reía el prefecto, divertido hasta más no poder—. Dupin, usted acabará por hacerme morir de risa.


—Veamos, ¿de qué se trata? —Pregunté.


—Pues bien, voy a decírselo —repuso el prefecto, aspirando profundamente una bocanada de humo e instalándose en un sillón—. Puedo explicarlo en pocas palabras, pero antes debo advertirles que el asunto exige el mayor secreto, pues si se supiera que lo he confiado a otras personas podría costarme mi actual posición.


—Hable usted ——dije.


—O no hable —dijo Dupin.


—Está bien. He sido informado personalmente, por alguien que ocupa un altísimo puesto, de que cierto documento de la mayor importancia ha sido robado en las cámaras reales. Se sabe quién es la persona que lo ha robado, pues fue vista cuando se apoderaba de él. También se sabe que el documento continúa en su poder.


—¿Cómo se sabe eso? —preguntó Dupin.


—Se deduce claramente —repuso el prefecto— de la naturaleza del documento y de que no se hayan producido ciertas consecuencias que tendrían lugar inmediatamente después que aquél pasara a otras manos; vale decir, en caso de que fuera empleado en la forma en que el ladrón ha de pretender hacerlo al final.


—Sea un poco más explícito ——dije.


—Pues bien, puedo afirmar que dicho papel da a su poseedor cierto poder en cierto lugar donde dicho poder es inmensamente valioso.


El prefecto estaba encantado de su jerga diplomática.


—Pues sigo sin entender nada —dijo Dupin.


—¿No? Veamos: la presentación del documento a una tercera persona que no nombraremos pondría sobre el tapete el honor de un personaje de las más altas esferas, y, ello da al poseedor del documento un dominio sobre el ilustre personaje cuyo honor y tranquilidad se ven de tal modo amenazados.


—Pero ese dominio —interrumpí— dependerá de que el ladrón supiera que dicho personaje lo conoce como tal. ¿Y quién osaría... ?


—El ladrón ——dijo G.— es el ministro D.... que se atreve a todo, tanto en lo que es digno como lo que es indigno de un hombre. La forma en que cometió el robo es tan ingeniosa como audaz. El documento en cuestión —una carta, para ser francos— fue recibido por la persona robada mientras se hallaba a solas en el boudoir real. Mientras la leía se vio repentinamente interrumpida por la entrada de la otra eminente persona, a la cual la primera deseaba ocultar especialmente la carta. Después de una apresurada y vana tentativa de esconderla en un cajón, debió dejarla, abierta como estaba, sobre una mesa. Como el sobrescrito había quedado hacia arriba y no se veía el contenido, la carta podía pasar sin ser vista. Pero en ese momento aparece el ministro D... Sus ojos de lince perciben inmediatamente el papel, reconoce la escritura del sobrescrito, observa la confusión de la persona en cuestión y adivina su secreto. Luego de tratar algunos asuntos en la forma expeditiva que le es usual, extrae una carta parecida a la que nos ocupa, la abre, finge leerla y la coloca luego exactamente al lado de la otra. Vuelve entonces a departir sobre las cuestiones públicas durante un cuarto de hora. Se levanta, finalmente, y al despedirse, toma la carta que no le pertenece. La persona robada ve la maniobra, pero no se atreve a llamarle la atención en presencia de la tercera, que no se mueve de su lado. El ministro se Marcha, dejando sobre la mesa la otra carta sin importancia.


—Pues bien —dijo Dupin, dirigiéndose a mí—, ahí tiene usted lo que se requería para que el dominio del ladrón fuera completo: éste sabe que la persona robada lo conoce como el ladrón.


—En efecto —dijo el prefecto—, y el poder así obtenido ha sido usado en estos últimos meses para fines políticos, hasta un punto sumamente peligroso. La persona robada está cada vez más convencida de la necesidad de recobrar su carta. Pero, claro está, una cosa así no puede hacerse abiertamente. Por fin, arrastrada por la desesperación, dicha persona me ha encargado de la tarea.


—Para la cual ——dijo Dupin, envuelto en un perfecto torbellino de humo— no podía haberse deseado, o siquiera imaginado, agente más sagaz.


—Me halaga usted —repuso el Prefecto—, pero no es imposible que, en efecto, se tenga de mí tal opinión.


—Como hace usted notar —dije—, es evidente que la carta sigue en posesión del ministro, pues lo que le confiere su poder es dicha posesión y no su empleo. Apenas empleada la carta, el poder cesaría.


—Muy cierto —convino G...—. Mis pesquisas se basan en esa convicción. Lo primero que hice fue registrar cuidadosamente la mansión del ministro, aunque la mayor dificultad residía en evitar que llegara a enterarse. Se me ha prevenido que, por sobre todo, debo impedir que sospeche nuestras intenciones, lo cual sería muy peligroso.


—Pero usted tiene todas las facilidades para ese tipo de investigaciones —dije—. No es la primera vez que la policía parisiense las practica.


—¡Oh naturalmente! Por eso no me preocupé demasiado. Las costumbres del ministro me daban, además, una gran ventaja. Con frecuencia pasa la noche fuera de su casa. Los sirvientes no son muchos y duermen alejados de los aposentos de su amo; como casi todos son napolitanos, es muy fácil inducirlos a beber copiosamente.


Bien saben ustedes que poseo llaves con las cuales puedo abrir cualquier habitación de París. Durante estos tres meses, no ha pasado una noche sin que me dedicara personalmente a registrar la casa de D... Mi honor está en juego y, para confiarles un gran secreto, la recompensa prometida es enorme. Por eso no abandoné la búsqueda hasta no tener seguridad completa de que el ladrón es más astuto que yo. Estoy seguro de haber mirado en cada rincón posible de la casa donde la carta podría haber sido escondida.


—¿No sería posible —pregunté— que si bien la carta se halla en posesión del ministro, como parece incuestionable, éste la haya escondido en otra parte que en su casa?.


—Es muy poco probable —dijo Dupin—. El especial giro de los asuntos actuales en la corte, y especialmente de las intrigas en las cuales se halla envuelto D... , exigen que el documento esté a mano y que pueda ser exhibido en cualquier momento; esto último es tan importante como el hecho mismo de su posesión.


—¿Que el documento pueda ser exhibido? —pregunté.


—Si lo prefiere, que pueda ser destruido —dijo Dupin.


—Pues bien —convine—, el papel tiene entonces que estar en la casa. Supongo que podemos descartar toda idea de que el ministro lo lleve consigo.


—Por supuesto —dijo el prefecto—. He mandado detenerlo dos veces por falsos salteadores de caminos y he visto personalmente cómo le registraban.


—Pudo usted ahorrarse esa molestia —dijo Dupin—. Supongo que D... no es completamente loco y que ha debido prever esos falsos asaltos como una consecuencia lógica.


—No es completamente loco —dijo G...,— pero es un poeta, lo que en mi opinión viene a ser más o menos lo mismo.


—Cierto —dijo Dupin, después de aspirar una profunda bocanada de su pipa de espuma de mar—. aunque, por mi parte, me confieso culpable de algunas malas rimas.


—Por qué no nos da detalles de su requisición? —pregunté.


—Pues bien; como disponíamos del tiempo necesario, buscamos en todas partes. Tengo una larga experiencia en estos casos. Revisé íntegramente la mansión, cuarto por cuarto, dedicando las noches de toda una semana a cada aposento. Primero examiné el moblaje. Abrimos todos los cajones; supongo que no ignoran ustedes que para un agente de policía bien adiestrado, no hay cajón secreto que pueda escapársele. En una búsqueda de esta especie, el hombre que deja sin ver un cajón secreto es un imbécil. ¡Son tan evidentes! En cada mueble hay una cierta masa, un cierto espacio que debe ser explicado.


Para eso tenemos reglas muy precisas. No se nos escaparía ni la quincuagésima parte de una línea.


Terminada la inspección de armarios pasamos a las sillas. Atravesamos los almohadones con esas largas y finas agujas que han visto ustedes emplear. Levantamos las tablas de las mesas.


—¿Por qué?


—Con frecuencia, la persona que desea esconder algo levanta la tapa de una mesa o de un mueble similar, hace un orificio en cada una de las patas, esconde el objeto en cuestión y vuelve a poner la tabla en su sitio. Lo mismo suele hacerse en las cabeceras y postes de las camas.


—Pero, ¿no puede locaIizarse la cavidad por el sonido? —pregunté.


—De ninguna manera si, luego de haberse depositado el objeto, se lo rodea con una capa de algodón.


Además, en este caso, estábamos forzados a proceder sin hacer ruido.


—Pero es imposible que hayan ustedes revisado y desarmado todos los muebles donde pudo ser escondida la carta en la forma que menciona. Una carta puede ser reducida a un delgadísimo rollo, casi igual en volumen al de una aguja larga de tejer, y en esa forma se la puede insertar, por ejemplo, en el travesaño de una Silla. ¿Supongo que no desarmaron todas las sillas?


—Por supuesto que no, pero hicimos algo mejor: examinamos los travesaños de todas las sillas de la casa y las junturas de todos los muebles con ayuda de un poderoso microscopio. Si hubiera habido la menor señal de un reciente cambio, no habríamos dejado de advertirlo instantáneamente. Un simple grano de polvo producido por un barreno nos hubiera saltado a los ojos como si fuera una manzana. La menor diferencia en la encoladura, la más mínima apertura en los ensamblajes, hubiera bastado para orientarnos.


—Supongo que miraron en los espejos, entre los marcos y el cristal, y que examinaron las camas y la ropa de la cama, así como los cortinados y alfombras.


—Naturalmente, y luego que hubimos revisado todo el moblaje en la misma forma minuciosa, pasamos a la casa misma. Dividimos su superficie en compartimentos que numeramos, a fin de que no se nos escapara ninguno; luego escrutamos cada pulgada cuadrada, incluyendo las dos casas adyacentes, siempre ayudados por el microscopio.


—¿Las dos casas adyacentes? —exclamé—. ¡Habrán tenido toda clase de dificultades!


—Sí. Pero la recompensa ofrecida es enorme.


—¿Incluían ustedes el terreno contiguo a las casas?


—Dicho terreno está pavimentado con ladrillos. No nos dio demasiado trabajo comparativamente, pues examinamos el musgo entre los ladrillos y lo encontramos intacto.


—¿Miraron entre los papeles de D..., naturalmente, y en los libros de la biblioteca?


—Claro está. Abrimos todos los paquetes, y no solo examinamos cada libro, sino que lo hojeamos cuidadosamente, sin conformarnos con una mera sacudida, como suelen hacerlo nuestros oficiales de policía. Medimos asimismo el espesor de cada encuadernación, escrutándola luego de la manera más detallada con el microscopio. Sí se hubiera insertado un papel en una de esas encuadernaciones, resultaría imposible que pasara inadvertido. Cinco o seis volúmenes que salían de manos del encuadernador fueron probados longitudinalmente con las agujas.


—¿Exploraron los pisos debajo de las alfombras?


—Sin duda. Levantamos todas las alfombras y examinamos las planchas con el microscopio.


—¿Y el papel de las paredes?


—Lo mismo.


—¿Miraron en los sótanos?


—Miramos.


—Pues entonces —declaré— se ha equivocado usted en sus cálculos y la carta no está en la casa del ministro.


—Me temo que tenga razón —dijo el prefecto—. Pues bien, Dupin, ¿qué me aconseja usted?


—Revisar de nuevo completamente la casa.


—¡Pero es inútil! —replicó G...—. Tan seguro estoy de que respiro como de que la carta no está en la casa.


—No tengo mejor consejo que darle —dijo Dupin—. Supongo que posee usted una descripción precisa de la carta.


—¡Oh, sí!


Luego de extraer una libreta, el perfecto procedió a leernos una minuciosa descripción del aspecto interior de la carta, y especialmente del exterior. Poco después de terminar su lectura se despidió de nosotros, desanimado como jamás lo había visto antes.


Un mes más tarde nos hizo otra visita y nos encontró ocupados casi en la misma forma que la primera vez. Tomó posesión de una pipa y un sillón y se puso a charlar de cosas triviales. Al cabo de un rato le dije:


—Veamos, G... ¿qué pasó con la carta robada?. Supongo que, por lo menos, se habrá convencido de que no es cosa fácil sobrepujar en astucia al ministro.


—¡El diablo se lo lleve! Volví a revisar su casa, como me lo había aconsejado Dupin, pero fue tiempo perdido. Ya lo sabía yo de antemano.


—¿A cuánto dijo usted que ascendía la recompensa ofrecida? —preguntó Dupin.


—Pues... la verdad a mucho dinero... muchísimo. No quiero decir exactamente cuánto, pero eso sí, afirmo que estaría dispuesto a firmar un cheque por cincuenta mil francos a cualquiera que me consiguiese esa carta. El asunto va adquiriendo día a día más importancia, y la recompensa ha sido recientemente doblada. Pero, aunque ofrecieran tres veces esa suma, no podría hacer más de lo que he hecho.


—Pues... la verdad... —dijo Dupin, arrastrando las palabras entre bocanadas de humo—, me parece a mí, G.... que usted no ha hecho... todo lo que podía hacerse... ¿No cree que... aún podría hacer algo más, ¿eh?


—¿Cómo? ¿En qué sentido?


—Pues... puf... podría usted. .. puf, puf... pedir consejo en ese asunto... puf, puf, puf... ¿Se acuerda de la historia que cuentan de Abernethy?


—No. ¡Al diablo con Abernethy!


—De acuerdo. ¡Al diablo, pero bienvenido! Erase una vez cierto avaro que tuvo la idea de obtener gratis el consejo médico de Abernethy. Aprovechó una reunión y una conversación corrientes para explicar un caso personal como sí se tratara del de otra persona. "Supongamos que los síntomas del enfermo son tales y cuales —dijo—. Ahora bien, doctor: ¿qué le aconsejaría usted hacer?" "Lo que yo le aconsejaría —repuso Abernethy— es que consultara a un médico."


—¡Vamos! —exclamó el prefecto, bastante desconcertado—. Estoy plenamente dispuesto a pedir consejo y a pagar por él. De verdad, daría cincuenta mil francos a quienquiera me ayudara en este asunto.


—En ese caso —replicó Dupin, abriendo un cajón y sacando una libreta de cheques—, bien puede usted llenarme un cheque por la suma mencionada. Cuando lo haya firmado le entregaré la carta.


Me quedé estupefacto. En cuanto al prefecto, parecía fulminado. Durante algunos minutos fue incapaz de hablar y de moverse, mientras contemplaba a mi amigo con ojos que parecían salírsele de las órbitas y con la boca abierta. Recobrándose un tanto, tomó una pluma y, después de varias pausas y abstraídas contemplaciones, llenó y firmó un cheque por cincuenta mil francos, extendiéndolo por encima de la mesa a Dupin. Este lo examinó cuidadosamente y lo guardó en su cartera; luego, abriendo un escritorio, sacó una carta y la entregó al prefecto. Nuestro funcionario la tomó en una convulsión de alegría, la abrió con manos trémulas, lanzó una ojeada a su contenido y luego, lanzándose vacilante hacia la puerta, desapareció bruscamente del cuarto y de la casa, sin haber pronunciado una sílaba desde el momento en que Dupin le pidió que llenara el cheque.


Una vez que se hubo marchado, mi amigo consintió en darme algunas explicaciones.


—La policía parisiense es sumamente hábil a su manera —dijo—. Es perseverante, ingeniosa, astuta y muy versada en los conocimientos que sus deberes exigen. Así, cuando G... nos explicó su manera de registrar la mansión de D.., tuve plena confianza en que había cumplido una investigación satisfactoria, hasta donde podía alcanzar.


—¿Hasta donde podía alcanzar? —repetí.


—Sí —dijo Dupin—, Las medidas adoptadas no solamente eran las mejores en su género, sino que habían sido llevadas a la más absoluta perfección. Si la carta, hubiera estado dentro del ámbito de su búsqueda, no cabe la menor duda de que los policías la hubieran encontrado.


Me eche a reír, pero Dupin parecía hablar muy en serio.


—Las medidas —continuó— eran excelentes en su género, y fueron bien ejecutadas; su defecto residía en que eran inaplicables al caso y al hombre en cuestión.. Una cierta cantidad de recursos altamente ingeniosos constituyen para el prefecto una especie de lecho de Procusto, en el cual quiere meter a la fuerza sus designios. Continuamente se equivoca por ser demasiado profundo o demasiado superficial para el caso, y más de un colegial razonaría mejor que él. Conocí a uno que tenía ocho años y cuyos triunfos en el juego de "par e impar" atraían la admiración general. El juego es muy sencillo y se juega con bolitas. Uno de los contendientes oculta en la mano cierta cantidad de bolitas y pregunta al otro. "¿Par o impar?" Si éste adivina correctamente, gana una bolita, si se equivoca, pierde una. El niño de quien hablo ganaba todas las bolitas de la escuela. Naturalmente tenía un método de adivinación que consistía en la simple observación y en el cálculo de la astucia de sus adversarios.. Supongamos que uno de éstos sea un perfecto tonto y que, levantando la mano cerrada, le pregunta: "¿Par o impar?" Nuestro colegial responde: "Impar", y pierde, pero a la segunda vez gana, por cuanto se ha dicho a sí mismo "El tonto tenía pares la primera vez, y su astucia no va más allá de preparar impares para la segunda vez. Por lo tanto, diré impar." Lo dice, y gana. Ahora bien, —si le toca jugar con un tonto ligeramente superior al anterior, razonará en la siguiente forma: "Este muchacho sabe que la primera vez elegí impar, y en la segunda se le ocurrirá como primer impulso pasar de par a impar, pero entonces un nuevo impulso le sugerirá que la variación es demasiado sencilla, y finalmente se decidirá a poner bolitas pares como la primera vez. Por lo tanto, diré pares." Así lo hace, y gana. Ahora bien, esta manera de razonar del colegial, a quien sus camaradas llaman "afortunado", en ¿qué consiste si se la analiza con cuidado?


—Consiste —repuse—, en la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente.


—Exactamente —dijo Dupin—. Cuando pregunté al muchacho de qué, manera lograba esa total identificación en la cual residían sus triunfos, me contestó: "Si quiero averiguar si alguien es inteligente, o estúpido, o bueno, o malo, y saber cuáles son sus pensamientos en ese momento, adapto lo más posible la expresión de mi cara a la de la suya, y luego espero hasta que pensamientos o sentimientos surgen en mi mente o en mi corazón, coincidentes con la expresión de mi cara." Esta respuesta del colegial está en la base de toda la falsa profundidad atribuida a La Rochefoucauld, La Bruyére, Maquiavelo y Campanella.


—Si comprendo bien —dije— la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente depende de la precisión con que se mida la inteligencia de este último.


—Depende de ello para sus resultados prácticos —replicó Dupin—, y el prefecto y sus cohortes fracasan con tanta frecuencia, primero por no lograr dicha identificación y segundo por medir mal —o, mejor dicho, por no medir— el intelecto con el cual se miden. Sólo tienen en cuenta sus propias ideas ingeniosas y, al buscar alguna cosa oculta, se fijan solamente en los métodos que ellos hubieran empleado para ocultarla. Tienen mucha razón en la medida en que su propio ingenio es fiel representante de la masa; pero, cuando la astucia del malhechor posee un carácter distinto de la suya, aquel los derrota, como es natural. Esto ocurre siempre cuando se trata de una astucia superior a la suya y, muy frecuentemente, cuando está por debajo. Los policías no admiten variación de principio en sus investigaciones, a lo sumo, si se ven apurados por algún caso insólito, o movidos por una recompensa extraordinaria, extienden o exageran sus viejas modalidades rutinarias, pero sin tocar los principios. Por ejemplo, en este asunto de D..., ¿Qué se ha hecho para modificar el principio de acción? ¿Qué son esas perforaciones, esos escrutinios con el microscopio, esa división de la superficie del edificio en pulgadas cuadradas numeradas? ¿Qué representan sino la aplicación exagerada del principio o la serie de principios que rigen una búsqueda, y que se basan a su vez en una serie de nociones sobre el ingenio humano, a las cuales se ha acostumbrado el prefecto en la prolongada rutina de su tarea? ¿No ha advertido que G... da por sentado que todo hombre esconde una carta, si no exactamente en un agujero practicado en la pata de una silla, por lo menos en algún agujero —o rincón sugerido por la misma línea de pensamiento que inspira la idea de esconderla en un agujero hecho en la pata de una silla? Observe asimismo que esos escondrijos rebuscados sólo se utilizan en ocasiones ordinarias, y sólo serán elegidos por inteligencias igualmente ordinarias; vale decir que en todos los casos de ocultamiento cabe presumir, en primer término, que se lo ha efectuado dentro de esas líneas; por lo tanto, su descubrimiento no depende en absoluto de la perspicacia, sino del cuidado, la paciencia y la obstinación de los buscadores; y si el caso es de importancia (o la recompensa magnífica, lo cual equivale a la misma cosa a los ojos de los policías), las cualidades aludidas no fracasan jamás. Comprenderá usted ahora lo que quiero decir cuando sostengo que si la carta robada hubiese estado escondida en cualquier parte dentro de los límites de la perquisición del prefecto (en otras palabras, si el principio rector de su ocultamiento hubiera estado comprendido dentro de los principios del prefecto) hubiera sido descubierta sin la más mínima duda. Pero nuestro funcionario ha sido mistificado por completo, y la remota fuente de su derrota yace en su suposición de que el ministro es un loco porque ha logrado renombre como poeta. Todos los locos son poetas en el pensamiento del prefecto, de donde cabe considerarlo culpable de un non distributio medii por inferir de lo anterior que todos los poetas son locos.


—Pero se trata realmente del poeta? —pregunté—. Sé que D... tiene un hermano, y que ambos han logrado reputación en el campo de las letras. Creo que el ministro ha escrito una obra notable sobre el cálculo diferencial. Es un matemático y no un poeta.


—Se equivoca usted. Lo conozco bien, y sé que es ambas cosas. Como poeta y matemático es capaz de razonar bien, en tanto que como mero matemático hubiera sido capaz de hacerlo y habría quedado a merced del prefecto.


—Me sorprenden esas opiniones, —dije—,que el consenso universal contradice. Supongo que no pretende usted aniquilar nociones que tienen siglos de existencia sancionada. La razón matemática fue considerada siempre como la razón por excelencia.


—Il y a à parier —replicó Dupin, citando a Chamfort— que toute idée publique, toute convention reque est une sottise, car elle a convenu au plus grand nombre. Le aseguro que los matemáticos han sido los primeros en difundir el error popular al cual alude usted, y que no por difundido deja de ser un error. Con arte digno de mejor causa han introducido, por ejemplo, el término "análisis" en las operaciones algebraicas. Los franceses son los causantes de este engaño, pero si un término tiene alguna importancia, si las palabras derivan su valor de su aplicación, entonces concedo que "análisis" abarca "álgebra", tanto como en latín ambitus implica "ambición"; religio, ."religión", u homines honesti, la clase de las gentes honorables.


—Me temo que se malquiste usted con algunos de los algebristas de París. Pero continúe.


—Niego la validez y, por tanto, los resultados de una razón cultivada por cualquier procedimiento especial que no sea el lógico abstracto. Niego, en particular, la razón extraída del estudio matemático. Las matemáticas constituyen la ciencia de la forma y la cantidad; el razonamiento matemático es simplemente la lógica aplicada a la observación de la forma y la cantidad. El gran error está en suponer que incluso las verdades de lo que se denomina álgebra pura constituyen verdades abstractas o generales. Y este error es tan enorme que me asombra se lo haya aceptado universalmente. Los axiomas matemáticos no son axiomas de validez general. Lo que es cierto de la relación (de una forma y la cantidad) resulta con frecuencia erróneo aplicado, por ejemplo, a la moral. En esta última ciencia suele no ser cierto que el todo sea igual a la suma de las partes. También en química este axioma no se cumple. En la consideración de los móviles falla igualmente, pues dos móviles de un valor dado no alcanzan necesariamente al sumarse un valor equivalente a la suma de sus valores. Hay muchas otras verdades matemáticas que sólo son tales dentro de los límites de la relación. Pero el matemático, llevado por el hábito, arguye, basándose en sus verdades finitas, como si tuvieran una aplicación general, cosa que por lo demás la gente acepta y cree. En su erudita Mitología, Bryant alude a una análoga fuente de error cuando señala que, "aunque no se cree en las fábulas paganas, solemos olvidarnos de ello y extraemos consecuencias como si fueran realidades existentes". Pero para los algebristas, que son realmente paganos, las "fábulas paganas" constituyen materia de credulidad, y las inferencias que de ellas extraen no nacen de un descuido de la memoria sino de un inexplicable reblandecimiento mental. Para resumir: Jamás he encontrado un matemático en quien se pudiera confiar fuera de sus raíces y sus ecuaciones, o que no tuviera por artículo de fe que x2 +px es absoluta e incondicionalmente igual a q. Por vía de experimento, diga a uno de esos caballeros que, en su opinión, podrían darse casos en que x2 + px no fuera absolutamente igual a q; pero, una vez que le haya hecho comprender lo que quiere decir, sálgase de su camino lo antes posible, porque es seguro que tratará de golpearlo.


—Lo que busco indicar —agregó Dupin, mientras yo reía de sus últimas observaciones— es que, si el ministro hubiera sido sólo un matemático, el prefecto no se habría visto en la necesidad de extenderme este cheque. Pero sé que es tanto matemático como poeta, y mis medidas se han adaptado a sus capacidades, teniendo en cuenta las circunstancias que lo rodeaban. Sabía que es un cortesano y un audaz intrigant. Pensé que un hombre semejante no dejaría de estar al tanto de los métodos policiales ordinarios. Imposible que no anticipara (y los hechos lo han probado así) los falsos asaltos a que fue sometido. Reflexioné que igualmente habría previsto las pesquisiciones secretas en su casa. Sus frecuentes ausencias nocturnas, que el prefecto consideraba una excelente ayuda para su triunfo, me parecieron simplemente astucias destinadas a brindar oportunidades a la perquisición y convencer lo antes posible a la policía de que la carta no se hallaba en la casa, como G... terminó finalmente por creer. ¡Me pareció asimismo que toda la serie de pensamientos que con algún trabajo acabo de exponerle y que se refieren al principio invariable de la acción policial en sus búsquedas de objetos ocultos, no podía dejar de ocurrirsele al ministro. Ello debía conducirlo inflexiblemente a desdeñar todos los escondrijos vulgares. Reflexioné que ese hombre no podía ser tan simple como para no comprender que el rincón más remoto e inaccesible de su morada estaría tan abierto como el más vulgar de los armarios a los ojos, las sondas, los barrenos los microscopios del prefecto.


Vi, por último, que D... terminaría necesariamente en la simplicidad, si es que no la adoptaba por una cuestión de gusto personal. Quizá recuerde usted con qué ganas rió el prefecto cuando, en nuestra primera entrevista, sugerí que acaso el misterio lo perturbaba por su absoluta evidencia.


—Me acuerdo muy bien —respondí—. Por un momento pensé que iban a darle convulsiones.


—El mundo material —continuó Dupin— abunda en estrictas analogías con el inmaterial, y ello tiñe de verdad el dogma retórico según el cual la metáfora o el símil sirven tanto, para reforzar un argumento como para embellecer una descripción. El principio de la vis inertiae, por ejemplo, parece idéntico en la física y en la metafísica. Si en la primera es cierto que resulta más difícil poner en movimiento un cuerpo grande que uno pequeño, y que el impulso o cantidad de movimiento subsecuente se hallara en relación con la dificultad, no menos cierto es en metafísica que los intelectos de máxima capacidad, aunque más vigorosos, constantes y eficaces en sus avances que los de grado inferior, son más lentos en iniciar dicho avance y se muestran más embarazados y vacilantes en los primeros pasos. Otra cosa: ¿ Ha observado usted alguna vez, entre las muestras de las tiendas, cuáles atraen la atención en mayor grado?


—Jamás se me ocurrió pensarlo —dije.


"Hay un juego de adivinación —continuó Dupin— que se juega con un mapa. Uno de los participantes pide a otro que encuentre una palabra dada: el nombre de una ciudad, en río, un Estado o un imperio; en suma, cualquier palabra que figure en la abigarrada y complicada superficie del mapa. Por lo regular, un novato en el juego busca confundir a su oponente proponiéndole los nombres escritos con los caracteres más pequeños, mientras que el buen jugador escogerá aquellos que se extienden con grandes letras de una parte a la otra del mapa. Estos últimos, al igual que las muestras y carteles excesivamente grandes, escapan a la atención a fuerza de ser evidentes, y en esto la desatención ocular resulta análoga al descuido que lleva al intelecto a no tomar en cuenta consideraciones excesivas y palpablemente evidentes. De todos modos, es éste un asunto que se halla por encima o por debajo del entendimiento del prefecto. Jamás se le ocurrió como probable o posible que el ministro hubiera dejado la carta delante de las narices del mundo entero, a fin de impedir mejor que una parte de ese mundo pudiera verla.


"Cuanto más pensaba en el audaz, decidido y característico ingenio de D.... en que el documento debía hallarse siempre a mano si pretendía servirse de él para sus fines, y en la absoluta seguridad proporcionada por el prefecto de que el documento no se hallaba oculto dentro de los límites de las búsquedas ordinarias de dicho funcionario, más seguro me sentía de que, para esconder la carta, el ministro había acudido al más amplio y sagaz de los expedientes: el no ocultarla.


"Compenetrado de estas ideas, me puse un par de anteojos verdes, y una hermosa mañana acudí como por casualidad a la mansión ministerial. Hallé a D... en casa, bostezando, paseándose sin hacer nada y pretendiendo hallarse en el colmo del ennui. Probablemente se trataba del más activo y enérgico de los seres vivientes, pero eso tan sólo cuando nadie lo ve.


"Para no ser menos, me quejé del mal estado de mi vista y de la necesidad de usar anteojos, bajo cuya protección pude observar cautelosa pero detalladamente el aposento, mientras en apariencia seguía con toda atención las palabras de mi huesped.


"Dediqué especial cuidado a una gran mesa-escritorio junto a la cual se sentaba D..., y en la que aparecían mezcladas algunas cartas y papeles, juntamente con un par de instrumentos musicales y unos pocos libros. Pero, después de un prolongado y atento escrutinio, no vi nada que procurara mis sospechas.


"Dando la vuelta al aposento, mis ojos cayeron por fin sobre un insignificante tarjetero de cartón recortado que colgaba, sujeto por una sucia cinta azul, de una pequeña perilla de bronce en mitad de la repisa de la chimenea. En este tarjetero, que estaba dividido en tres o cuatro compartimentos, vi cinco o seis tarjetas de visitantes y una sola carta. Esta última parecía muy arrugada y manchada. Estaba rota casi por la mitad, como si a una primera intención de destruirla por inútil hubiera sucedido otra. Ostentaba un gran sello negro, con el monograma de D... muy visible, y el sobrescrito, dirigido al mismo ministro revelaba una letra menuda y femenina. La carta había sido arrojada con descuido, casi se diría que desdeñosamente, en uno de los compartimentos superiores del tarjetero.


"Tan pronto hube visto dicha carta, me di cuenta de que era la que buscaba. Por cierto que su apariencia difería completamente de la minuciosa descripción que nos había leído el prefecto. En este caso el sello era grande y negro, con el monograma de D...; en el otro, era pequeño y rojo, con las armas ducales de la familia S... El sobrescrito de la presente carta mostraba una menuda y femenina, mientras que el otro, dirigido a cierta persona real, había sido trazado con caracteres firmes y decididos. Sólo el tamaño mostraba analogía. Pero, en cambio, lo radical de unas diferencias que resultaban excesivas; la suciedad, el papel arrugado y roto en parte, tan inconciliables con los verdaderos hábitos metódicos de D.... y tan sugestivos de la intención de engañar sobre el verdadero valor del documento; todo ello, digo, sumado a la ubicación de la carta, insolentemente colocada bajo los ojos de cualquier visitante, y coincidente, por tanto, con las conclusiones a las que ya había arribado, corroboraron decididamente las sospechas de alguien que había ido allá con intenciones de sospechar.


"Prolongué lo más posible mi visita y, mientras discutía animadamente con el ministro acerca de un tema que jamás ha dejado de interesarle y apasionarlo, mantuve mi atención clavada en la carta. Confiaba así a mi memoria los detalles de su apariencia exterior y de su colocación en el tarjetero; pero terminé además por descubrir algo que disipó las últimas dudas que podía haber abrigado. Al mirar atentamente los bordes del papel, noté que estaban más ajados de lo necesario. Presentaban el aspecto típico de todo papel grueso que ha sido doblado y aplastado con una plegadera, y que luego es vuelto en sentido contrario, usando los mismos pliegues formados la primera vez. Este descubrimiento me bastó. Era evidente que la carta había sido dada vuelta como un guante, a fin de ponerle un nuevo sobrescrito y un nuevo sello. Me despedí del ministro y me marché en seguida, dejando sobre la mesa una tabaquera de oro.


"A la mañana siguiente volví en busca de la tabaquera, y reanudamos placenteramente la conversación del día anterior. Pero, mientras departíamos, oyóse justo debajo de las ventanas un disparo como de pistola, seguido por una serie de gritos espantosos y las voces de una multitud aterrorizada. D... —corrió a una ventana, la abrió de par en par y miró hacia afuera. Por mi parte, me acerqué al tarjetero, saqué la carta, guardándola en el bolsillo, y la reemplacé por un facsímil (por lo menos en el aspecto exterior) que había preparado cuidadosamente en casa, imitando el monograma de D... con ayuda de un sello de miga de pan.


"La causa del alboroto callejero había sido la extravagante conducta de un hombre armado de un fusil, quien acababa de disparar el arma contra un grupo de mujeres y niños. Comprobóse, sin embargo, que el arma no estaba cargada, y los presentes dejaron en libertad al individuo considerándolo borracho o loco. Apenas se hubo alejado, D... se apartó de la ventana, donde me le había reunido inmediatamente después de apoderarme de la carta. Momentos después me despedí de él. Por cierto que el pretendido lunático había sido pagado por mí."


—¿Pero que intención tenía usted —pregunté— al reemplazar la carta por un facsímil? ¿No hubiera sido preferible apoderarse abiertamente de ella en su primera visita, y abandonar la casa?


—D... es un hombre resuelto a todo y lleno de coraje —repuso Dupin—. En su casa no faltan servidores devotos a su causa. Si me hubiera atrevido a lo que usted sugiere, jamás habría salido de allí con vida. El buen pueblo de París no hubiese oído hablar nunca más de mí. Pero, además, llevaba una segunda intención. Bien conoce usted mis preferencias políticas. En este asunto he actuado como partidario de la dama en cuestión. Durante dieciocho meses, el ministro la tuvo a su merced. Ahora es ella quien lo tiene a él, pues, ignorante de que la carta no se halla ya en su posesión, D... continuará presionando como si la tuviera. Esto lo llevará inevitablemente a la ruina política. Su caída, además, será tan precipitada como ridícula. Está muy bien hablar del facilis descensus Averni; pero, en materia de ascensiones, cabe decir lo que la Catalani decía del canto, o sea, que es mucho más fácil subir que bajar. En el presente caso no tengo simpatía —o, por lo menos, compasión— hacia el que baja. D... es el monstrum horrendum, el hombre de genio carente de principios. Confieso, sin embargo, que me gustaría conocer sus pensamientos cuando, al recibir el desafío de aquella a quien el prefecto llama "cierta persona", se vea forzado a abrir la carta que le dejé en el tarjetero.


—¿Cómo? ¿Escribió usted algo en ella?


—¡Vamos, no me pareció bien dejar el interior en blanco! Hubiera sido insultante. Cierta vez, en Viena, D... me jugó una mala pasada, y sin perder el buen humor le dije que no la olvidaría. De modo que, como no dudo de que sentirá cierta curiosidad por saber quién se ha mostrado más ingenioso que él, pensé que era una lástima no dejarle un indicio. Como conoce muy bien mi letra, me limité a copiar en mitad de la página estas palabras:


... Un dessein si funeste,


S'iI n'est digne d'Atrée, est digne de Thyesle.


Las hallará usted en el Atrée de Crébillon.