miércoles, 30 de noviembre de 2011

Rubén Darío: Mansilla en el Louvre


EL GENERAL MANSILLA EN EL LOUVRE

Entre las oleadas de gentes que recorren las salas del vasto Museo acabo de ver pasar a Gabrielle d'Annunzio con dos amigos. Se han detenido en la escuela española delante del nuevo Greco.

Luego noto la presencia de una figura conocida. El fieltro con el ala doblada verticalmente, la tez de buen color sonrosado, los ojos vivos, la larga pera blanca que cae sobre el pecho erguido, todo el aspecto con algo de militar, de mundano y de artista. A poco estoy hablando con el personaje. Es el general Mansilla. Y como se acercan los doctores hispanoamericanos Debayle y Amoedo, todos escuchamos al admirable conversador, que habla largamente.

Dos autoridades en la materia, Maurice Barrès y Robert de Montesquiou, han alabado como se debe el don de la palabra florida, oportuno y espiritual en este argentino, que es una de las personalidades más parisienses. Bien colocado está en el todo París que representaron de bulto recientemente Sem y Rouville.

Todavía se le siente fuerte, a pesar de los embates del tiempo. Se impone a las dolencias. Muestra su voluntad de vida. Se ve como un bello ejemplo para los jóvenes. Lleno de años, conserva su famosa elegancia masculina. No se refugia en el encierro como un Sagán. Pasea, goza del aire libre de que siempre gustaron su alma libre y su cuerpo sano. Y aun parece que en la galantería misma, listo estaría el mismo Eros para decirle: «¡Presente, mi general!»

Y su memoria... Me recuerda, en estos instantes de conversación, mi llegada a Buenos Aires, la comida que me dio en su casa, a la cual asistían, entre otros amigos, el doctor Celestino Pera, lo que me dijo, en dilatado y sapiente y ameno decir, una tarde, en la plaza de Mayo, sobre el espíritu argentino, sobre el pasado, el presente y el porvenir argentinos. Y el prodigioso general me repite los mismos conceptos de antaño, y nos asombra su buen humor, su facundia correcta, su incomparable don de gentes. Su hablar va matizado de anécdotas, adornado de citas, florido de ocurrencias.

Los tres que le escuchamos estamos encantados. Los franceses que pasan lo miran con interés y curiosidad. Nos cuenta de su último libro, y de sus Memorias, que no serán publicadas hasta después que se vaya del mundo. Deja a su albacea encargo de que si algo encontrase que crea que no se debe publicar, lo destruya, porque «demasiados malquerientes tenemos en vida para ir a aumentarlos después de la muerte».

Y nos separamos de él alabándole y deseando para nosotros una vejez, no verde, sino como ésa, dorada y de color de rosa.

RUBÉN DARÍO - Todo al vuelo (Obras completas. Volumen XVIII.)

miércoles, 23 de noviembre de 2011

William Butler Yeats y Eliseo Diego


(1865-1936)

Entre todos mis amigos, quizás el mayor sea el irlandés William Butler Yeats, y sin embargo, su presentación se contará entre las más breves. ¿Será porque a él se aviene tan bien el cómodo y veraz lugar común de que no necesita presentación? Pero, se me argüiría, ¿no puede decirse lo mismo de algunos, si no todos, los amigos tuyos que has reunido en estas páginas? No sé cómo refutar este argumento. ¿Será, entonces, que de tanto leer sus versos me parece conocerlo a él en ellos, a la persona en sus versos? También puede suceder lo mismo en cuanto toca a los otros, volverían a decirme. Pues si la cosa es así, no queda sino admitir dos vías de acercamiento a estos amigos: en unos casos, de la persona a los versos; en otros, de los versos a la persona. Las dos vías, me parece, son legítimas.
Lo cierto es que desde hace años tengo al alcance de la mano un ejemplar de sus Autobiografías (Ensoñaciones de la niñez y juventud y El temblor del velo), escritas en 1914, y las he ido dejando para cuando «ya esté tranquilo» (gracias por la cita a Don Eugenio D'Ors, quien tanto acertó en las artes y erró en otras cosas más importantes). Ya es demasiado tarde para leerlas, al menos en lo que concierne a estas líneas. El párrafo inicial promete mucho, tanto que me justifica en mi afán de sosiego para disfrutar del libro: «Mis primeras memorias son fragmentarias y aisladas y contemporáneas, como si uno recordase algunos de los primeros momentos de los Siete Días. Es como si el tiempo no hubiese sido aún creado, pues todos los sentimientos en relación con emociones y lugares carecen de secuencia». El balance, el ritmo, la evocación de estas oraciones, me abrieron un apetito que no he satisfecho todavía. Dios me dé el tiempo que, por desdicha, fue creado después de aquellos Siete Días Venturosos.

El inglés Max Beerbohm —uno de los últimos hombres realmente civilizados de este siglo— nos cuenta en un breve ensayo cómo conoció por primera vez a Yeats. Beerbohm y Audrey Beardsley —quizás el mejor dibujante del ocaso Victoriano— asistieron una noche del año de 1893 al estreno de cierta obra dramática a la que debía preceder, como entrante o entremés, una pequeña pieza de Yeats titulada La tierra que el corazón anhela. Parece que los actores no tomaron muy a pecho su trabajo, pues la obra resultó tan confusa como inaudible. Pero en el público había no pocos irlandeses, y Yeats era ya uno de los más ardientes partidarios y renovadores de la cultura de su misteriosa Isla. De modo que hubo aplausos y algunos gritos pidiendo la presencia del Autor en el escenario. «Percibí un leve temblor donde se juntaban una a otra las cortinas —dice Beerbohm- y vi entonces una fisura que nos revelaba (según supuse por un momento) una tiniebla no iluminada detrás de las cortinas. Pero, ¡no!, había dos desgarros blancos en la parte superior de la tiniebla —el desgarro blanco de una camisa de etiqueta, y encima el desgarro blanco de un rostro humano—; y comprendí que mi tiniebla insubstancial era en realidad un frac, con el Autor adentro. Y el desgarro blanco de la cara del Autor estaba cortado al medio por un desgarro menos negro que la tiniebla, y era un mechón del pelo color cuervo del Autor... Todo resultaba bien embrujado y memorable».
A Yeats le fascinaba oír los mitos y leyendas que al caer la tarde se contaban entre sí los campesinos. Siempre creyó que la poesía era mejor para hablada que para leída. Dejémosle así en la semipenumbra en que Beerbohm por primera vez lo viera. Cierta veladura no le va mal a este irlandés mágico.


ELISEO DIEGO (Conversación con los difuntos)



An Irish Airman Foresees His Death

I know that I shall meet my fate
Somewhere among the clouds above;
Those that I fight I do not hate,
Those that I guard I do not love;
My country is Kiltartan Cross,
My countrymen Kiltartan's poor,
No likely end could bring them loss
Or leave them happier than before.
Nor law, nor duty bade me fight,
Nor public men, nor cheering crowds,
A lonely impulse of delight
Drove to this tumult in the clouds;
I balanced all, brought all to mind,
The years to come seemed waste of breath,
A waste of breath the years behind
In balance with this life, this death.


Un aviador irlandés prevee su muerte

Sé que por fin encontraré al destino
en algún sitio entre las altas nubes;
odio no siento por los que destruyo,
amor tampoco por los que protejo;
Kiltartan Cross, ésa es mi patria sola,
mis solos compatriotas son sus pobres,
no hay fin imaginable que los dañe
o más felices deje que antes eran.
Ley ni deber me mueven al combate,
discursos ni clamor de muchedumbres;
un solitario impulso de delicia
me lanzó a este tumulto entre las nubes;
todo lo sopesé, traje a la mente,
los años por venir un vano aliento,
un vano aliento aquellos que ya fueron,
en la balanza de esta vida, o muerte.


When You Are Old

When you are old and grey and full of sleep,
And nodding by the fire, take down this book,
And slowly read, and dream of the soft look
Your eyes had once, and of their shadows deep;

How many loved your moments of glad grace,
And loved your beauty with love false or true,
But one man loved the pilgrim soul in you,
And loved the sorrows of your changing face;

And bending down beside the glowing bars,
Murmur, a little sadly, how Love fled
And paced upon the mountains overhead
And hid his face among a crowd of stars.


Cuando seas vieja

Cuando seas vieja y gris, colmada por el sueño,
y cabeceando al fuego, tomes este libro
y leas despacio, y con el brillo suave sueñes
que hubo en tus ojos una vez, y con sus sombras;

cuántos tus ratos de risueña gracia amaron
y tu belleza con un amor sincero o pérfido,
mas sólo un hombre amó tu alma en ti viajera
y las penas amó de tu cambiante cara;

y encogiéndote junto al fuego crepitante
murmures triste, acaso, del amor que huyera
para vagar por las montañas desoladas
y su rostro esconder en un montón de estrellas.


Fallen Majesty

Although crowds gathered once if she but showed her face,
And even old men's eyes grew dim, this hand alone,
Like some last courtier at a gypsy camping-place
Babbling of fallen majesty, records what's gone.

The lineaments, a heart that laughter has made sweet,
These, these remain, but I record what's gone. A crowd
Will gather, and not know it walks the very street
Whereon a thing once walked that seemed a burning cloud.


Caída majestad

Aunque la multitud por sólo ver su rostro se agolpaba
y a viejos ojos nubes acudían, sólo esta mano a solas,
como un último paje en algún campamento abandonado,
de su caída majestad murmura, relata lo que ha sido.

Rasgos, un corazón que hace más dulce la sonrisa,
esto, esto queda; pero yo anoto lo perdido. Multitudes
apresuradas van por esta calle sin saber que es sólo
aquella en que algo anduvo alguna vez como una ardiente nube.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Gabriele D'Annunzio: La lluvia en el pinar

LA PIOGGIA NEL PINETO

Taci. Su le soglie
del bosco non odo
parole che dici
umane; ma odo
parole più nuove
che parlano gocciole e foglie
lontane.
Ascolta. Piove
dalle nuvole sparse.
Piove su le tamerici
salmastre ed arse,
piove sui pini
scagliosi ed irti,
piove su i mirti
divini,
su le ginestre fulgenti
di fiori accolti,
su i ginepri folti
di coccole aulenti,
piove su i nostri volti
silvani,
piove su le nostre mani
ignude,
su i nostri vestimenti
leggeri,
su i freschi pensieri
che l'anima schiude
novella,
su la favola bella
che ieri
t'illuse, che oggi m'illude,
o Ermione.

Odi? La pioggia cade
su la solitaria
verdura
con un crepitio che dura
e varia nell'aria secondo le fronde
più rade, men rade.
Ascolta. Risponde
al pianto il canto
delle cicale
che il pianto australe
non impaura,
né il ciel cinerino.
E il pino
ha un suono, e il mirto
altro suono, e il ginepro
altro ancora, stromenti
diversi
sotto innumerevoli dita.
E immersi
noi siam nello spirto
silvestre,
d'arborea vita viventi;
e il tuo volto ebro
è molle di pioggia
come una foglia,
e le tue chiome
auliscono come
le chiare ginestre,
o creatura terrestre
che hai nome
Ermione.

Ascolta, ascolta. L'accordo
delle aeree cicale
a poco a poco
più sordo
si fa sotto il pianto
che cresce;
ma un canto vi si mesce
più roco
che di laggiù sale,
dall'umida ombra remota.
Più sordo e più fioco
s'allenta, si spegne.
Sola una nota
ancor trema, si spegne,
risorge, trema, si spegne.
No s’ode voce del mare.
Or s'ode su tutta la fronda
crosciare
l'argentea pioggia
che monda,
il croscio che varia
secondo la fronda
più folta, men folta.
Ascolta.
La figlia dell'aria
è muta: ma la figlia
del limo lontana,
la rana,
canta nell'ombra più fonda,
chi sa dove, chi sa dove!
E piove su le tue ciglia,
Ermione.

Piove su le tue ciglia nere
sì che par tu pianga
ma di piacere; non bianca
ma quasi fatta virente,
par da scorza tu esca.
E tutta la vita è in noi fresca
aulente,
il cuor nel petto è come pesca
intatta,
tra le palpebre gli occhi
son come polle tra l'erbe,
i denti negli alveoli
son come mandorle acerbe.
E andiam di fratta in fratta,
or congiunti or disciolti
(e il verde vigor rude
ci allaccia i malleoli
c'intrica i ginocchi)
chi sa dove, chi sa dove!
E piove su i nostri volti
silvani,
piove su le nostre mani
ignude,
su i nostri vestimenti
leggeri,
su i freschi pensieri
che l'anima schiude
novella,
su la favola bella
che ieri
m'illuse, che oggi t'illude,
o Ermione.

GABRIELE D'ANNUNZIO (Laudi, Libro III, Alcyone)


LA LLUVIA EN EL PINAR

Calla. En las lindes
del bosque no oigo
palabras que dices,
humanas; pero oigo
palabras más nuevas
que pronuncian gotas y hojas
lejanas.
Escucha. Llueve
de las nubes dispersas.
Llueve sobre los tamarindos
salobres y resecos,
llueve sobre los pinos
escamosos e hirsutos,
llueve sobre los mirtos
divinos,
sobre las retamas refulgentes
de racimos de flores,
sobre los enebros tupidos
de bayas perfumadas,
llueve sobre nuestros rostros
silvestres,
llueve sobre nuestras manos
desnudas,
sobre nuestras ropas
ligeras,
sobre los frescos pensamientos
que el alma deja traslucir,
nueva,
sobre el bello cuento de hadas
que ayer
te engañó, que hoy me engaña,
oh Hermíone.

¿Oyes? La lluvia cae
sobre la solitaria
vegetación
con un crepitar que dura
y varía en el aire según las frondas
más ralas, menos ralas.
Escucha. Responde
al llanto el canto
de las cigarras
a las que el llanto austral
no asusta,
ni el cielo ceniciento.
Y el pino
tiene un sonido, y el mirto
otro sonido, y el enebro
otro más, instrumentos
diversos
bajo innumerables dedos.
E inmersos
estamos en el espíritu
del bosque,
de arbórea vida vivientes;
y tu rostro ebrio
está blando de lluvia
como una hoja,
y tus cabellos
perfuman como
las claras retamas,
oh criatura terrestre
que tienes por nombre
Hermíone.

Escucha, escucha. El acorde
de las aéreas cigarras
cada vez
más sordo
se vuelve bajo el llanto
que crece;
pero se mezcla con él  un canto
más ronco
que desde allá abajo sube,
de la húmeda sombra remota.
Más sordo y más débil
se distiende, se apaga.
Sólo una nota
aún tiembla, se apaga,
resurge, tiembla, se apaga.
La voz del mar no se oye.
Ahora se oye sobre toda la fronda
retumbar
la plateada lluvia
que purifica,
el retumbar que varía
según es la fronda
más tupida, menos tupida.
Escucha.
La hija del aire
ha enmudecido; pero la hija
del limo, lejana,
la rana,
canta en la sombra más honda,
¡quién sabe dónde, quién sabe dónde!
Y llueve sobre tus pestañas,
Hermíone.

Llueve sobre tus pestañas negras
de modo tal que parece que lloras
pero de placer; no blanca
sino casi reverdecida,
como salida de una corteza.
Y toda la vida es en nosotros fresca,
perfumada,
el corazón en el pecho es como un durazno
intacto,
entre los párpados, los ojos
son como manantiales entre la hierba,
los dientes en los alvéolos
son como almendras amargas.
Y vamos de maleza en maleza,
o unidos o separados
(y el verde vigor rudo
nos enlaza los tobillos,
nos entrevera las rodillas),
¡quién sabe dónde, quién sabe dónde!
Y llueve sobre nuestros rostros
silvestres,
llueve sobre nuestras manos
desnudas,
sobre nuestras ropas
ligeras,
sobre los frescos pensamientos
que el alma deja traslucir,
nueva,
sobre el bello cuento de hadas
que ayer
te engañó, que hoy me engaña,
oh Hermíone. 






viernes, 11 de noviembre de 2011

Eugenio de Ochoa: París



PARÍS

I
París, mayo de 1855.

¡PARÍS!... Al considerar los innumerables escritos de que ha sido objeto desde remotos siglos hasta el presente, parecería a primera vista que todo está ya dicho y nada queda por decir acerca de esta grande y magnífica ciudad, que, en opinión de los más discretos viajeros, no tiene igual en el mundo. Yo creo, sin embargo, que este es un tema todavía no agotado, y más diré, creo que es un tema inagotable. Creo también que este es el único pueblo del cual se puede estar hablando siempre, sin que deje por eso de quedar siempre mucho que decir en bien y en mal; en bien sobre todo. Procuraré explayar esta idea por medio de algunas consideraciones generales.

¿Cuál es la verdadera razón de ese grande, de ese inexplicable prestigio que corona, como una aureola, el conjunto de esas cinco letras que unidas forman el nombre de PARÍS? Analicemos la impresión que esa palabra produce generalmente en los ánimos, así de los que conocen como de los que no conocen por experiencia propia la cosa que representa —o para hablar más claro, así de los que han visitado, como de los que no han visto nunca esta encantadora población.

Lo digo con entera seguridad de no ser desmentido, por más que tal cual singularísima excepción venga aquí, como en todos los casos verdaderos, a confirmar la regla: en los oídos de los que no conocen a París, este nombre suena como una palabra mágica que hace vibrar reciamente las más recónditas fibras de la curiosidad y del deseo consiguiente de conocerle. Quien nunca haya experimentado este deseo ni aquella curiosidad, bien puede decir que esta desprovisto de todo rastro de imaginación. En los que conocen esta ciudad, y están ausentes de ella, la sensación que su nombre despierta es la de un deseo vehemente, cuando no vehementísimo de volverla a ver, de residir de nuevo en ella y disfrutar una vez más sus indecibles encantos. No sin intención he escrito este epíteto de indecibles, que aquí no es una mera hipérbole ni una expresión figurada en el sentido de grandes o raros: es una palabra llena de verdad, porque en efecto, no es posible decir o expresar con exactitud la razón, el por qué de esos encantos. También procuraré explicar esto, mas no será sin hacer una observación que me parece exacta y nueva; a lo menos no recuerdo haberla visto consignada en parte alguna, tampoco la doy por invención mía —entonces no seria exacta—; mi único mérito, si lo es, consiste en haberla recogido de los labios del común de las gentes que no escriben sus observaciones, aunque las hacen en mayor número y mejor que los filósofos y los escritores de oficio. Así sucede con todas las verdades de observación: todas flotan en la atmósfera, digámoslo así, como patrimonio común de lodo el mundo, hasta que llega un cualquiera, y sin más trabajo que el de darles forma concreta en una frase o en dos o en ciento, se las apropia y se convierte en su autor, no siéndolo ciertamente.

No es otro el mérito de los que se llaman grandes observadores: hacen lo mismo que un hombre en medio de florida selva cuando se convierte en dueño de abundantes flores y frutas, sin más trabajo que el de irlas cogiendo y guardando: la cuestión está en encontrar esa selva.



II

Largo preámbulo parecerá este para lo poco que va a venir después de él, como consecuencia suya; pues se reduce a decir que aquel deseo de volver a París, que antes supuse grande en todos los que conocen un poco esta hermosa ciudad, es grandísimo en los que la conocen mucho. Para sujetar esto a fórmula, diré que está en razón directa del tiempo que han pasado en ella: es tanto mayor cuanto más la conocen. Como todas las cosas verdadera y sólidamente buenas, París gana en ser conocido. Un buen libro gusta más a la segunda lectura que a la primera: el Don Giovanni de Mozart, el Freyschütz de Weber, que pasan por las dos mejores óperas del mundo, no revelan todos sus tesoros de melodía sino al que ha tenido la fortuna de oírlas muchas veces. Acabo de releer el Quijote, ciertamente por vigésima vez, aunque no llevo la cuenta, pero declaro que ahora como siempre, he encontrado en él primores que se me escaparon en la lectura anterior: estoy seguro de que lo mismo me sucederá cuando le haya leído otra vez… y otras. Doce años de mi vida he pasado en esta ciudad estudiándola, como procuro estudiar y conocer todo lo que me rodea; y la verdad es que no pasa día sin que descubra en ella algún nuevo motivo, que me explique la universal afición de que es objeto.

Ya he dicho que esta afición es tanto mayor, cuanto más se conoce a París; réstame hacer otra observación no menos exacta, y que se enlaza lógicamente con aquella, aunque a primera vista parezcan contradictorias. Veamos el hecho; luego procuraré hallar su explicación, que juzgo aplicable a una infinidad de casos análogos. La primera impresión que produce la ciudad de París en la mayoría de los forasteros, suele ser desagradable, y esa impresión de desagrado suele tardar en borrarse lo bastante para que les quede poca gana de volver a verla a los que han pasado en ella una temporada corta. Esto es sobre todo común en los españoles, y en nuestros americanos; rarísimo es el que los primeros días no está rabiando en París contra el cielo apizarrado, contra los barros de las calles, contra el continuo llover, contra las distancias enormes, contra el ruido y el tropel de los carruajes, y en suma, contra todo. Generalmente esos primeros días están mareados y aburridos; como todavía les dura el cansancio del camino, no conocen a nadie, se pierden a poco que se alejen de su hotel sin guía, gastan un dineral, no saben o saben mal la lengua, encuentran bruscamente interrumpidos todos sus hábitos de vida, y por último, a poco que se descuiden, suelen ser víctimas de mil y mil accidentes a que en todas partes, y aquí sobre todo, está siempre expuesto el que no conoce la tierra que pisa, lo mas común es que a poco de haber llegado a Paris, se apodere de ellos un deseo impaciente de volverse a sus hogares y perder de vista para siempre lo que ellos llaman con risible despecho ¡este infierno! Seamos justos: nada más natural que esta serie de impresiones, que cien veces he observado en cabeza ajena, y que algún día me enseñó la experiencia propia. ¡Son aquí las costumbres tan distintas de las nuestras! ¡Tienen tanto encanto para nosotros meridionales el limpio sol, el cielo azul de nuestros climas! Y luego, hay que advertir otra cosa, muy poco tomada en cuenta: suele ser tan exagerada —o mejor dicho, tan absolutamente falsa la idea que se tienen formada de esta ciudad los que la visitan por primera vez—, que no encontrando en ella nada de lo que su imaginación o errados informes les habían hecho esperar, pasan por lo común de un extremo a otro, de la admiración al desprecio, si absurda aquella por no razonada, más irracional aún éste por absurdo. No es exagerada, repito, la idea de las excelencias de París que suelen traer nuestros paisanos, pues ciertamente no les han dicho, ni con mucho, todo lo bueno que encierra; a cien leguas están de sospechar siquiera hasta qué punto llega esta bondad. Por ejemplo —y para no citar mas que un solo accidente—, es seguro que ni aun los que más fanatizados vienen con los atractivos de esta gran ciudad, saben que hay en París algo que vale todavía más que París mismo (para el gusto de muchas gentes que lo tienen muy bueno), y es sus alrededores, su campo, verdadero Edén cuyas delicias son una de las pocas cosas buenas de su país que los franceses no ponderan más de lo que valen, ni aun tanto. La campiña de París merece por sí sola que se haga desde Madrid un viaje para verla; y sin embargo, la mayor parte de nuestros compatriotas vienen y se van sin saber que hay aquí, a una legua, a media, a un tiro de cañón de las fortificaciones, sitios encantadores, asilos campestres que en su género no tienen igual en el mundo.


III

¿Por qué razón es París la ciudad predilecta de todos los que la conocen bien? ¿Es por ventura la más hermosa del mundo? ¿O es la más rica? ¿Es la más grande? ¿Es la que ha debido a la naturaleza, al arte, o a la naturaleza y al arte reunidos, mayores encantos? Seguramente que no. Varias ciudades de Italia, especialmente Florencia, son más hermosas que París: Londres es una ciudad mayor y más rica. Mucho más que por París han hecho por Nápoles la naturaleza, y el arte por Roma.

Si se hubiera de designar a las ciudades con nombres emblemáticos, Roma pudiera denominarse Artistópolis, la ciudad de los artistas y do los anticuarios; Londres, la de los industriales y los comerciantes, Traficópolis; Madrid pudiera tomar un nombre que significase centro de buena sociedad, pues creo que no la hay más agradable en el mundo que la suya; Nápoles podría llamarse en todas las lenguas el paraíso terrenal. Adoptado este sistema de nombres significativos, el que correspondería a París, y solo a París, es el de Panópolis o Ciudad para todos. Porque esta es, si no me engaño, la verdadera diferencia que distingue esta ciudad de todas las demás, y el rasgo característico, único, ingénito, digámoslo así, que establece su indisputable superioridad sobre todas ellas. Y esta superioridad no es de ahora: ha existido siempre, a lo menos (para no remontarme a épocas antiguas y engolfarme en una erudición intempestiva) de dos siglos a esta parte. Que hoy, merced a las increíbles mejoras que debe París a su actual emperador, sea esta ciudad el asombro de Europa, y en cierto modo, el blanco de todas las miradas, no es en verdad difícil de comprender. Las gigantescas obras del Louvre, de la calle de Rívoli, de los nuevos baluartes (boulevards); su admirable policía, su administración municipal que es un modelo, y cien razones más que no hay para qué enumerar, justifican el título que ya se le da metafóricamente, y que al paso que va, es regular que pronto se le dé, en sentido recto, de Capital de Europa: pero ¿cómo se explica que tuviese esta misma importancia relativa y este mismo prestigio que hoy disfruta cuando era una ciudad fea, sucia, pésimamente administrada en el orden moral, una sentina de vicios y un sumidero de inmundicias? Esto es lo singular; esto es lo que no se explica sino admitiendo como una verdad lo que decía antes, a saber, que es peculiar e ingénito en esta población el carácter de universalidad que solo ella posee. Con esto se enlaza también lo que igualmente indicaba poco ha, sobre que los encantos de París son indecibles, en el sentido de que no se explican, o por lo menos son muy difíciles de explicar sin largos rodeos y toda clase de figuras retóricas. A explicarlo aspiro sin embargo: no tiene otro objeto todo lo que voy escribiendo.


IV

En París existen todos los contrastes, se encuentran todos los extremos, y hay por consiguiente satisfacción posible para todos los gustos: he aquí en resumen la clave de su prestigio y de su superioridad, porque no estará de más repetir que esto sólo aquí sucede. París es al mismo tiempo el pueblo más caro y el más barato (entre las grandes ciudades, se entiende; en este análisis como en todos no puede caber comparación sino entre entidades proporcionadas); el más bullicioso y el más sosegado; el más corrompido y el más virtuoso, en el sentido de que es donde se encuentran los mayores vicios y las más grandes virtudes. Aquí se puede comer bien por veinte luises o por veinte sueldos: para pasar de las delicias de Capua a las austeridades de la Tebaida, basta trasladarse de la Chaussée-d’Antin a la calle de Servandoni. Aquí se encuentra la antigüedad romana, cierto muy derruida, en las Termas de Juliano; la edad media bajo las solemnes bóvedas de Nuestra Señora y de Saint-Germain l’ Auxerrois; el renacimiento en el Louvre y en cien partes; nuestro siglo, con todas sus pompas y todos sus maravillosos progresos, en los caminos de hierro, en los telégrafos eléctricos, en los barrios de nueva planta, y para decirlo todo de una vez, en una cosa que vale mas que todas esas  conquistas materiales, y es en la perfecta libertad civil que aquí se disfruta, y que es la gran conquista, y como el compendio y corona de todos los adelantos del siglo. Verdad es que por el pronto no hay aquí otra; pero no parece hasta ahora que esta gente lo lleve muy a mal. La prosperidad pública, el bienestar particular van en un aumento asombroso. Esas cuatro épocas históricas que he citado, para no descender a más pormenores, conservan aquí su carácter propio y entero, en lo posible, mas que en otro país alguno. No hay en lo humano, afición, gusto o capricho que no se pueda satisfacer cumplidamente sin salir de París, lo cual no puede decirse en verdad de otra ciudad alguna. El hombre estudioso tiene aquí las más ricas bibliotecas, las mejores cátedras, las primeras academias del mundo: el artista, o el mero aficionado a las artes no encontrarán aquí tanto tesoro, pero si mucho mayor movimiento artístico que en la misma Roma. Los que se entusiasman con las cosas de la milicia, están aquí en sus glorias, dado que París es el pueblo militar por excelencia: los ejercicios de Vincennes, las revistas del Campo de Marte, los vuelven locos. Los que por las tendencias místicas de su espíritu se complacen en el silencio y el retiro propicios a la vida contemplativa, vayan a los sosegados barrios a que dan sombra las majestuosas moles de San Sulpicio, y allí, en algunas de aquellas tortuosas y oscuras calles donde el tránsito de un coche es un fenómeno singular y en las que involuntariamente se cree uno transportado al siglo XIV, oirá el grave y compasado tañido de las campanas, y encontrará a cada paso hábitos clericales y respirara una atmósfera eminentemente levítica. No se habla allí más que del último sermón del P. Hermanu, de la próxima novena de la Virgen, o de las conferencias del P. Ventura. Ni en Toledo, ni en el Burgo de Osma se encontrara un devotismo más general ni más estrecho: moralmente hablando, San Sulpicio dista del París profano tanto como la tierra del cielo. Los que se dejan llevar el alma y los sentidos tras de los placeres mundanos, tienen aquí ¿quién lo ignora? muy añadido y mejorado el paraíso de Mahoma. Las huris de este falso profeta no eran mas que unas pindonguillas, comparadas con las loretas de la Maison d'or  y las ratas de la Ópera; los cocineros que aderezaban aquellos famosos manjares a cuyo influjo vivificador renacía en los extenuados cuerpos la llama del deseo, eran de seguro unos zarramplines al lado de Chevet y de Potel.

Para vivir con un lujo extremado, Londres ofrece tantos, aunque no más recursos que París; en cambio allí no se puede vivir bien con poco dinero, y aquí sí. París es tan delicioso, a su manera, para el pobre como para el rico. Allí el pobre vive miserablemente: todo le rechaza; todo le es hostil; nada está previsto para él, todo lo está para el poderoso: aquí vive feliz, aquí goza o puede gozar, a su manera, repito, tanto como el rico. Aquí un clima generalmente apacible, una abundancia fabulosa, y la consiguiente baratura de los objetos de primera necesidad, y más que todo, las costumbres (producto acaso de la influencia católica) le proporcionan goces de que el pueblo inglés no tiene idea… Pero dejo este paralelo para mi próximo viaje a Londres.

Para vivir modestamente, con poco dinero y bien, esto es, para no pasar hambre ni sed, aunque si mucho frío en invierno y algún calor en verano, Madrid no vale menos que París; en cambio para los que aspiran a gozar, en todos sentidos, lícitamente y, sobre todo, con los goces del espíritu, no hay comparación posible entre las dos ciudades. Cuando regrese a Madrid, pondré esto más en claro.


V

Hasta ahora no he hecho más que apuntar al correr de la pluma algunas de las causas en que se funda, a mi juicio, ese carácter de universalidad que atribuyo a París y que constituye su superioridad indisputable sobre todas las ciudades del mundo; voy ahora a desarrollar esta misma idea con algunos pormenores.

Por ejemplo, decía yo antes que en París se encuentran todas las épocas históricas representadas y como viras en hermosos monumentos; grande atractivo para el artista, para el arqueólogo, para el historiador, para el poeta, para todos los hombres de imaginación; en una palabra, para una infinidad de personas. Verdad es que otras muchas se ríen de lo que ellas llaman desdeñosamente esas antiguallas, y no andarían diez pasos por ir a verlas; pero también para estas gentes positivas, como ellas mismas se denominan, tiene París sus especiales encantos, barrios enteros encontrarán aquí, construidos de ayer con la fría regularidad de un tablero de damas, que no ofrecen a la imaginación ni un solo recuerdo, pero que en cambio tienen el mérito positivo de presentar reunidos todos los adelantos del moderno confort. También esto tiene su valor; sin embargo, estoy por la opinión de los que miran como uno de los mayores atractivos de París la multitud de recuerdos históricos que a cada paso brotan, por decirlo así, de cada una de las viejas piedras de sus venerables edificios antiguos.

Voy a pasar revista a algunos de esos edificios acompañados de sus recuerdos, como el cuerpo de su sombra. A veces no son los edificios los que hablan más aquí a la imaginación, sino los sitios en que han pasado grandes cosas. Recorreré también algunos.


VI

La isla llamada la Cité, cuna del actual París y que fue algún día París entero, está poblada de recuerdos poéticos de la antigüedad romana, de las invasiones bárbaras y de la Edad Media. Entre estos últimos, campea sobre todo el de los trágicos amores de Abelardo y Eloísa. En el muelle hoy llamado de Napoleón (quai Napoléon), en el punto en que remata en él la calle des Chantres, se ve (yo la he visto, ayer mismo) una casa de regular apariencia, señalada con los números 9 y 11: en el solar que ocupa esta casa, vivieron aquellos dos célebres amantes. Al pie de aquellas ventanas acudían en tropel las turbas de estudiantes a entonar los cánticos de amor compuestos por el enamorado filósofo en honor de su Eloísa. Todo el pueblo la conocía, todos estaban en el secreto de aquellos nobles amores, segados en flor por la inexorable venganza del canónigo Fulberto. Una inscripción en letras de oro esculpida en una lápida de mármol blanco recuerda en estos términos el nombre de aquellos ilustres amantes:

ANTIGUA HABITACION DE ELOÍSA Y ABELARDO
1118.
REEDIFICADA EN 1849.

Encima de las dos puertas que dan a la calle, dos medallones de piedra representan el uno a Eloísa, el otro a Abelardo, ambos de perfil y mirándose cara a cara como si todavía quisieran decirse su amor, como si su amor debiese durar en el mundo tanto como la fama de sus nombres.

El Palacio de Justicia y la Santa Capilla, precioso monumento de la más bella arquitectura gótica, son inseparables de la memoria de San Luis, aquel gran rey de quien dice una de las más malignas redondillas popularizadas en España por el espíritu de partido, durante la guerra de la Independencia:

San Luis, rey de Francia, es
El que con Dios pudo tanto,
Que para que fuese santo
Le dispensó el ser francés.

Graciosa pero muy injusta invectiva contra una nación que ha producido tantos y tan gloriosos santos como la que más. Una curiosa anécdota va unida a la llamada Torre del Reloj que forma la esquina del Palacio sobre el mercado de las Flores. En el año 1370, Carlos V denominado el Victorioso, gracias al famoso Duguesclin o Bertrán Claquin, como le llaman nuestras historias, hizo construir el primer reloj de pared conocido en Francia, obra del ingeniero mecánico alemán Enrique de Vic. El rey le dio habitación en la torre misma del Palacio de Justicia en que debía construirse el reloj y que es la misma que aún lleva este nombre, y al cabo de poco tiempo, con universal asombro de los parisienses, la desconocida máquina empezó a dar las horas, las medias y los cuartos y a apuntar los minutos en el cuadrante, maravilla que duró unos veinte años.

Sucedió empero una mañana del mes de junio que el reloj amaneció mudo. Era ya muy entrado el día, el tiempo había caminado según costumbre y el reloj no daba hora ninguna: el minutero permanecía clavado en un punto, ¿Qué maleficio había caído sobre la maravillosa máquina? El vulgo alborotado con aquella novedad agota en sus hablillas todas las conjeturas imaginables y forma un gran tumulto al pie de la silenciosa torre, cuando acierta a pasar por allí, gravemente montado en su mula, y dirigiéndose al Consejo del rey el señor de Orgemont, canciller de Francia. Infórmase el magnate de la causa que así trae al buen popular de París arremolinado e inquieto, y noticioso de lo que pasa, manda abrir las puertas de la torre, en la cual penetra acompañado de su escolta, no sin recelo de alguna emboscada del demonio. Llegan al cuarto del relojero y lo encuentran muerto, tendido en el suelo, los ojos inmóviles, vuelta la cara hacia la portentosa máquina, inmóvil y muerta como él. La llave con que la había dado cuerda el día antes, estaba todavía entre sus dedos crispados; sin duda que momentos antes de morir había querido revisar su obra, admirarla, añadirle tal vez alguna nueva mejora. La vida del artífice y el movimiento del reloj habían cesado en un mismo punto, como si a ambos los sustentara y dirigiese una misma alma.

Cuando dos siglos después, en 1585, se sustituyó a la informe máquina del alemán Enrique de Vic otra algo menos imperfecta, un poeta jurista tuvo la feliz idea de estampar encima de ella este dístico que todavía se conserva como una saludable lección de justicia, fundada en la exacta división del tiempo:

Machina quae bis sex tam juste divitit horas,
Justitiam servare monet. legesque tueri.

A pocos pasos de esta torre, sobre el muelle, se halla la llamada de la Conciergerie, donde todavía se conserva la estancia a que fue trasladada desde la prisión del Temple, la desgraciada reina María Antonieta.


VII

En los barrios antiguos de París apenas puede darse un paso sin tropezar con algún sitio consagrado por la memoria de algún hecho célebre: esta ciudad ha metido siempre tanto ruido en el mundo que su crónica particular es, algo más o algo menos, conocida de toda persona medianamente instruida. Los franceses, en fuerza de su actividad y de su fecundidad inauditas, han logrado que las cosas de su país sean más conocidas en España, por ejemplo, que las nuestras propias: creo que lo mismo ha de suceder en todos los países. A sus novelistas debe principalmente la Francia el privilegio de su asombrosa popularidad en el inundo. Pocos extranjeros habrá en París bastante ignorantes para pasar por la calle de la Ferronnerie sin buscar en ella el sitio en que el puñal de Ravaillac traspasó el noble corazón de Enrique IV; pocos pasarán por delante de la gran fachada del Louvre que mira al río sin buscar la ventana maldita, fácil de reconocer por su restauración reciente, desde donde Carlos IX dio la señal de la matanza de los desprevenidos hugonotes en la horrible noche de San Bartolomé… Así lo cuentan a lo menos. ¿Será verdad ? — ¡averígüelo Vargas!

Pocas veces he pasado por la calle de l’Ancienne-Comédie sin entrar un momento en el famoso café Procope donde todas las tardes tomaba Voltaire lo que él llamaba un veneno lento, muy lento, tan lento que hacía ochenta años, decía, que lo estaba tomando y todavía no había empezado a sentir sus efectos mortales: aquel veneno era el café. Allí se reunía la flor de los beaux-esprits de su épocB: aquel era el cuartel general de los enciclopedistas. Majando hacia la calle Dauphine, cruzando el Puente Nuevo y dirigiéndose al Marais, se encuentra en la calle de Francs-Bourgeois el palacio en que vivió y murió, envenenada a lo que se cree, la hermosa Gabriela d'Estrées, el ídolo de Enrique IV y de tantos otros antes y después de él.

En la plaza Dauphine, el fanatismo, y más aún la rapacidad de Felipe el Hermoso, levantó la hoguera del gran maestre Santiago Molay y de sus valerosos templarios.

El nombre de la calle de la Jussienne (corrupción de l’Égyptienne, la Egipcia o Gitana) recuerda una antigua leyenda que tal vez inspiro a Víctor Hugo su deliciosa creación de la Esmeralda. La historia es la misma: trátase de una pobre y linda gitanilla, requerida de amores por un soldado, por un clérigo y por un miserable contrahecho, en quienes cualquiera reconocerá al capitan Febo, a Claudio Frollo y al campanero Quasimodo de Nuestra Señora de París. También la antigua Jussienne iba acompañada de una cabrita sospechosa, según dice la leyenda, y esta fue la ocasion de su desastrada muerte. Lo repito, la historia es la misma, pero vivificada en nuestros días por el genio de Víctor Hugo.

En la calle de Bièvre vivió el Dante, proscrito de Florencia por los güelfos vencedores. En la iglesia de los Celestinos estuvo enterrado nuestro ilustre Antonio Pérez: ya su sepulcro no esta allí ni he podido dar con él. Otro noble recuerdo español despierta el docto y austero recinto de la Sorbona, y es el de los triunfos escolásticos de nuestro gran padre Juan de Mariana en las disertaciones públicas de esta célebre escuela de teología, entonces la primera del mundo. En el cementerio del padre Lachaise yacían hasta su reciente traslación a España, con los del malogrado Donoso, los restos mortales de Moratín.

A pocos pasos de la calle del Four Saint-Honoré se ven todavía los arcos llamados Piliers des Halles (pilares de los mercados), tan afamados en la historia de París, y detrás de ellos, a pocos pasos también, se ve la casa en que nació Moliere, fácil de reconocer por la inscripción y el busto del gran poeta, que la adornan. ¿Qué extranjero culto querrá dejar a Paris sin ir a saludar con respeto y cariño la cuna del autor del Misántropo? Muy cerca de aquel sitio, otro objeto de curiosidad atrae necesariamente a todas las personas de gusto, y es la elegantísima fuente que se alza en medio del mercado do los Inocentes, toda decorada con preciosos bajorrelieves de Jean Goujon.


VIII

La primorosa iglesia de Saint-Germain l’Auxerrois, empezada en el siglo XIII y concluida en el XV, verdadera joya de arquitectura gótica, aunque menos pura que la Sainte-Chapelle, y admirablemente restaurada, como ésta, de poco tiempo a esta parte; la torre aislada de Saint Jacques-la-Boucherie, de principios del siglo XVI, y cuya restauración se esta haciendo ahora cabalmente para que sea uno de los muchos ornatos de la gran calle de Rivoli; la iglesia de Saint-Étienne du Mont, también del siglo XVI, elegante muestra de arquitectura ogival, célebre por su precioso jubé, por sus vidrieras de colores, sus pinturas y su sepulcro de Santa Genoveva; la Casa de la Ciudad (l’Hôtel de Ville), monumento arquitectónico de gran mérito, y tan lleno de recuerdos que bien puede decirse que en él esta compendiada la historia de París; la catedral (Notre-Dame) cuya primera piedra asentó a mediados del siglo XII el papa Alejandro III, y a la que ha dado una indecible juventud y como una vida nueva el soberano ingenio de Víctor Hugo; las iglesias del Val de Grâce y de Santa Genoveva con sus magníficas cúpulas, pintadas aquella por Mignard, ésta por M. Gros; el palacio del Luxemburgo, residencia primero de María de Médicis y luego de tantos poderes efímeros, ya cárcel, ya cámara de los pares, hoy Senado..., todos estos edificios y otros cien que podría citar están poblados, como decía antes, de recuerdos llenos de interés para el historiador, para el filósofo y, sobre todo, para el poeta. No creo que haya bajo este punto de vista, otra ciudad más poética en el mundo, aunque sin duda las hay que lo parecen más, por ser más pintorescas o por poseer algún especial mérito de situación o clima, como Granada, Venecia, Nápoles o Sevilla. Ninguna de estas poblaciones, y ninguna otra del mundo, si se exceptúa a Atenas y a Roma, habla tanto a la imaginación como París, porque en ninguna han pasado tantas y tan grandes cosas como aquí, ni se conservan tan bien ni en tanto número testimonios patentes de aquellas cosas pasadas, Otras ciudades han tenido una época dada en la que han brillado mucho, eclipsando a las demás: París ha brillado constantemente; por eso conserva innumerables monumentos de todas las edades, a que va unido algún recuerdo. Desde el palacio de Cluny, levantado en el siglo XV sobre las minas del que edificó a principios del IV el emperador Constancio Cloro, hasta la plaza de la Concordia, donde todavía cree uno ver levantarse, como un sangriento espectro, el cadalso de la Revolución, París ofrece en su vasto recinto al observador estudioso, materia para una no interrumpida serie de meditaciones continuadas al través de los siglos. Cada edificio es un capítulo del elocuente curso de historia antigua, de la edad media y de la moderna que la arquitectura ha ido escribiendo aquí con piedras en el suelo más fielmente que los analistas con letras sobre el papel.

EUGENIO DE OCHOA - París, Londres y Madrid (1861).