jueves, 28 de mayo de 2020

Ovidio, Rolfe Humphries y Pedro Sánchez de Viana: La peste en Egina y los Mirmidones

 

LA PESTE EN EGINA Y LA METARMOFOSIS DE LOS MIRMIDONES

Metamorfosis Libro VII

v. 517-660

 

Eaco dio un gemido, y con tristeza

Al caballero dijo de esta suerte:

«Lloroso fue el principio y de aspereza;

Después fue la Fortuna menos fuerte.

¡Ojalá yo pudiese su dureza

Por extenso decir! Por no tenerte

Suspenso mucho tiempo, determino

Contarte, no por orden, lo que avino.

 

»En huesos convertidos y ceniza

Están los de quien tienes tú memoria.

Y fue lo menos que me martiriza,

Según mis cosas vueltas vi en escoria.

Cayó una pestilencia (1), que la atiza

La ira de Junón sobre mi gloria

Y tierra, porque el nombre la amohína,

Siendo, como es, de su combleza Egina(2).

 

»En tanto que este mal pareció humano,

Y la nociva causa está latente,

Tentamos el remedio con la mano,

Del arte sobre todas excelente.

La obra de los médicos fue en vano

Contra el estrago duro y pestilente.

El aire a los principios nos cobija

De espesa y estuosísima canija.

 

»El ábrego con soplo inficionado

Nos ha por cuatro lunas perseguido.

Las fuentes y lagunas se han dañado

Del venenoso aliento corrompido.

Millares de serpientes se han hallado

Acá y allá en los campos, do ha nacido

Sembrarse la ponzoña más sin freno,

Los ríos ocupando su veneno.

 

»Las aves, perros, bueyes, con su muerte,

Y las restantes fieras, han mostrado

En el principio el mal, y fue de suerte

Que se han los labradores admirado,

Viendo caerse muerto el toro fuerte

En la mitad del surco comenzado,

Pelarse las ovejas y carneros

Enfermos, con balidos lastimeros.

 

»El brioso caballo que solía

Pasar con ligereza su carrera,

Gime al pesebre, y ya morir querría,

Degenerando de quien antes era.

El oso no usa ya su valentía,

Acometiendo a otra bestia fiera.

Cómo ha de huir la cierva ya no mira,

Ni el jabalí se acuerda de su ira.

 

»El mal lo tiene todo de su mano;

Do quiera hay cuerpos muertos, que hediendo,

Ocupan los caminos, monte y llano,

Con su vapor el aire corrompiendo.

Y es gran admiración que el lobo cano,

Las aves y los perros van huyendo;

Que no se siente alguno tan hambriento

Que toque a tan hediondo nutrimiento.

 

»Derrítense y están evaporando

En el aire ponzoña pestilente,

Con muy mayores daños ocupando

El grave mal la miserable gente,

Ni aun a los ciudadanos perdonando.

Y cuanto a lo primero, llama ardiente

Los quema, y el aliento lo declara,

Y el color encendido de su cara.

 

»La lengua áspera se hincha en el momento,

Y con la boca abierta se procura

Proveer cada cual del tibio viento,

Por remediar el fuego y la secura.

Frustrados del deseo y vano intento,

En la cama ninguno no asegura;

Que cada cobertura les atierra,

Y póstranse los tristes en la tierra.

 

»Mitigar procurando sus ardores,

Se arrojan en la tierra, la cual queda

Hirviendo; ni por eso son menores

Sus fuegos, ni se halla alguien que pueda

Poner algún alivio a sus dolores;

Que en el médico mismo que lo veda

Se pega el pernicioso mal extraño,

Haciéndole su ciencia aqueste daño.

 

»Cuanto uno es más cercano y cuidadoso

En servir al enfermo, y diligente,

Más presto del afecto contagioso

Y de la muerte asido estar se siente.

La esperanza se pierde de reposo

Y de salud en todos igualmente.

La enfermedad se acaba con la vida;

Ninguno puede ver otra salida.

 

»Procuran alegrarse, pretendiendo

Desafogar el ánimo afligido,

Al útil y provecho no advirtiendo;

Mas no hay utilidad. Y sin sentido,

Los pozos, ríos, fuentes inquiriendo,

Sin vergüenza a beber se han abatido,

Y bebiendo, primero están sin vida

Que se mate su sed con la bebida.

 

»Y con beber habiéndose hinchado,

No pueden levantarse ni moverse,

Y han en las aguas muchos espirado;

Mas no por eso dejan de beberse.

Aborrecen la cama en sumo grado,

Dejándola; y si no pueden tenerse,

Revuélcanse en la tierra, con intento

De escaparse del lecho y aposento.

 

»A cada cual parece sepultura

Su casa, do padecen mal tamaño,

Del cual, por ser la causa tan obscura,

Infaman el lugar do ven el daño.

Pudieras ver andar a su ventura

Por esas calles, con semblante extraño,

Los que pueden tenerse, y mil llorando,

Postrados otros, otros boqueando.

 

»Y a do la triste muerte los tomaba,

Los vieras extender al alto cielo

Las manos. ¿Qué tal piensas que yo estaba?

¿Qué ánimo fue el mío, o qué consuelo?

Tan bueno, que la muerte deseaba,

Por serles compañero en tanto duelo.

Doquiera que los ojos revolvía,

Montón de cuerpos muertos allí vía.

 

»De la manera misma amontonados

Los cuerpos miserables vi sin vidas,

Que se caen de los ramos meneados

Bellotas y manzanas ya podridas.

Bien ves aquellos templos sublimados,

Frontero. Son de Jove, do encendidas

Plegarias ¿quién no hizo a Dios inmenso,

En vano derritiendo el sacro incienso?

 

»¡Oh cuántas, cuántas veces procuraron

Rogar a Dios mujeres por maridos,

Los padres por los hijos, y espiraron

En el templo, do no fueron oídos!

Y buscadas sus manos, les hallaron

Inciensos no gastados y ofrecidos.

Fueron sus oraciones de tal suerte,

Que las previno la importuna muerte.

 

»¡Y cuántas veces, mientra se dispone

Para rogar a Dios devotamente

El sacerdote, y cuando ya propone

Verter entre dos cuernos y en la frente

El vino puro al toro, que se pone

Para ser sacrificio conveniente,

Al mismo a sus pies siente derrocado,

Del mal y no herida acogotado!

 

»Cuando yo mismo hacía sacrificio

A Júpiter por mí, y le suplicaba

Por mi patria y tres hijos, que el oficio

De padre y rey a esto me obligaba,

La res aparejada a mi servicio,

Que con bramidos fieros se quejaba,

Sobre el cuchillo súbito ha caído,

Con poca sangre habiéndole teñido.

 

»Y estaba lo interior tan estragado,

Que no se vía señal en las entrañas

De lo que había de hacerse en tal estado

Para aplacar a Dios las justas sañas.

¡Habían tan altamente penetrado

Las fuerzas de la peste tan extrañas!

Muy muchos cuerpos muertos vi arrojados

Delante de los templos consagrados.

 

»Delante de los templos, y aun delante

De los altares, muchos vi de suerte

Que dieron fin a su vivir restante,

Por padecer más envidiosa muerte.

Mas otros, por librarse en un instante

De un ansia congojosa, horrible y fuerte,

Muriendo (al triste cuello un lazo atado),

Del miedo de morir han escapado.

 

»Acelerando el hado que venía,

Colgándose, salen de pena dura.

Los cuerpos ocupó la muerte fría,

Mas ellos no ocuparon sepultura.

De los cuales tal número salía

De la ciudad, que no se hallaba anchura

Por las puertas, y así muy muchos fueron

Que de honras funerales carecieron.

 

»O quedan por la tierra derramados,

Sin sepulcros, ofrendas y sin ruego,

O los que de ellos son mejor librados,

Sin reverencia alguna queman luego.

Y sobre cuáles han de ser quemados

Primero, aun con ajena llama y fuego,

Debaten, y el morir se extiende tanto,

Que no hay quien dé lugar al justo llanto.

 

»Sin que por ellas hagan sentimiento,

Las ánimas vagaban exhaladas

De hijos y de madres y de ciento,

Viejos y mozos, y do ser cavadas

Las sepulturas no hay lugar, ni siento

Ya leña para el fuego; yo anudadas

Mis manos con el daño y pena fuerte,

Al sumo Jove dije de esta suerte:

 

»—¡Oh sacra deidad, santa, divina,

Si la pasada gente verdad dice,

Que fuiste amante de mi madre Egina,

Si yo por ser su hijo no te hice

Enojo, y ser mi padre te amohína,

No des lugar, señor, me martirice

Con tanto mal, con tanta desventura;

Dame mi gente, o entre ellos sepultura.—

 

»Un relámpago claro y un tronido

Me dio señal clarísima al momento.

—Esta señal, señor, que he recibido,

De más ventura sea y más contento

Que tengo yo (replico), y si habrá sido,

Mudando en dicha todo mi tormento,

De que son recibidas mis ofrendas,

Tan favorable agüero tomo en prendas.—

 

»Cuando esto acaecía, estar me veo

Acaso do la encina consagrada

A Júpiter, del monte Dodoneo,

En nuestra tierra ha sido trasplantada.

Debajo de ella vi venir arreo

Gran número de hormigas, ocupada

Cada cual con más carga que a su talle

Conviene , y todas siguen una calle.

 

»Estándome admirando de que vía

Tal muchedumbre, dije : —Padre eterno,

Para quitar el ansia y pena mía,

Híncheme la ciudad de mi gobierno

De otros tantos vecinos ;—yo decía

Aquesto con afecto blando y tierno.

Tremió la encina haciendo movimiento

Sus ramos, sin moverlos algún viento.

 

»Apenas vi los ramos meneados,

Y comencé a temblar de puro miedo ,

Sentime los cabellos erizados.

Con todo eso, lo mejor que puedo,

El tronco y los lugares consagrados

Besé, no que tuviese yo denuedo

De publicar aquello que esperaba,

Mas esperando a Dios lo suplicaba.

 

»La noche y sueño a los cansados vino,

Y estando yo durmiendo, parecía

Los ramos , las hormigas el divino

Árbol allí tener que visto había.

El cual, movido con tremor contino,

De los hojosos ramos sacudía

Hormigas, que bajaban y subían,

Y en la vecina tierra se esparcían.

 

»Y pareciome ver que en el momento

El escuadrón de hormigas se hizo gente,

Tomando a mucha priesa crecimiento

Y andando cada cual derechamente.

El moreno color dejarles siento,

Y su flaqueza extraña de repente,

Y el número de pies y su hechura ,

Tomada ya de hombres la figura.

 

»Despierto y de mi sueño estoy mohíno,

Y quéjome que en Dios no se halle ayuda.

Mas pareciome oír un torbellino

Como de gente que al palacio acuda.

Y mientras de las voces me amohíno,

Y si aun entonces sueño estoy en duda,

A Telamón venir a prisa oía,

Que abierto mi aposento me decía:

 

«Salid, oh padre mío, sin tardanza,

»Y veréis cosas grandes, y que creo

»Exceden toda fe y aun esperanza.»

Yo salgo, y tanta gente al punto veo,

Y con figura tal y semejanza

Cual antes en mi sueño y devaneo.

Conocilos, hablelos de que entraron,

Como a su propio rey me saludaron.

 

»A Júpiter pagué lo prometido,

Y luego, entre los nuevos moradores,

La ciudad y las tierras yo divido

Que estaban ya sin dueños y señores.

Mirmídonas los doy por apellido

Del caso, porque son trabajadores.

Los cuerpos viste, y guardan al presente

El trato que solían antiguamente.

 

»Acostumbrados al trabajo, agora

Trabajan su costumbre conservando.

Es gente en todo extremo guardadora,

Y que jamás se cansa trabajando.

Un brío y una edad en ellos mora,

Y en tu favor irán al punto, cuando

Solano, que te trajo (había aquél sido),

En ábrego se hubiere convertido.»

 

NOTAS:

(1) Puede ser comparada esta descripción de la peste con la que hace Virgilio en el libro III de las Geórgicas y Lucrecio en el libro VI de su poema De Rerum Natura.

(2) Júpiter hizo a Egina madre de Eaco.

 


Aeacus sighed: “A better fortune followed

A sad beginning; I am very sorry

I cannot mention one without the other.

I will try to make the story brief. They are

All bones and ashes, now, those men you ask for.

How great a part of my fortunes perished with them!

A dreadful plague came on our people. Juno

Hated our land, named for a rival of hers.

But this we did not know; we thought the cause

Was mortal, and we fought with every resource

Of medicine against it, but the evil

Had too much strength for us. In the beginning

Was darkness, and a murk that kept the summer

Shut in the sullen clouds, four months of summer,

Four months of hot south wind, and deadly airs.

Fountains and lakes went dry, serpents came crawling

Over deserted fields, thousands on thousands.

Tainting our streams with poison. The animals

Went first, the dogs and birds, the sheep and cattle,

The beasts of the wild woods. The unlucky farmer

Stood in dumb wonder as the strong bulls stumbled,

Fell, in the furrow, and the wool fell off

The feebly bleating sheep, with wasted bodies.

The race-horse, whose proud spirit used to bring him

Home winner over the dust of the track, trains off,

Trails off, to nothing, droops and sags in his stall.

The boar forgets his raging, and the deer

No longer trusts his swiftness, and the bear

Lets the weak herds alone. A life in death

Seizes them all. In woods and fields and highways

Lie bodies rotting, and the air is all

One smell of death. Even the very buzzards.

Jackals, gray wolves, refused to touch this carrion.

Contagion thickens, and the plague, grown stronger.

Fastens on men, on the walls of the great city.

Men’s vitals seem to burn: the proof is given

By a red flush and difficult breath; the tongue

Thickens, and lips are cracked and dry; the sick

Can not lie still in bed, they cannot bear

The weight of covers over them; they try

To get some coolness from the ground, and lie there,

And get no coolness from the ground, which burns.

Itself, from the heat of their fever. Even our doctors

Fare as the others do, or worse; the nearer

One comes to the sick, the greater his devotion

In looking after others, the more quickly

He comes to the share of death. As hope of safety

Departs, men see no end, or one end only

To suffering; abandoned, they care for nothing,

There is nothing to care for. So, with no compunction,

They lie in the spring, the streams, any basin of water,

In rabid thirst, cured only by death, not drinking.

And many, too feeble to rise, die in the water

And others drink that water. In delirium

Many poor souls leap from their beds, and stagger

Too weak to stand, and others, too weak for leaping.

Roll out on the ground. They flee their household gods,

Since no man’s home is sacred. Each man’s home

Seems to him Death’s abode. Since no man knows

The cause, he blames his little habitation.

You could see them walking along the roads, half lifeless,

As long as they could totter; you could see them

Sobbing, and lying on the ground, and rolling

Their dull eyes upward with a last weak effort;

You could see them holding out their arms to heaven,

Breathing their last wherever death had seized them.

What was my feeling then? As any man would,

I hated life and longed to join my people.

Wherever I looked was a great heap of bodies

Lying like rotten apples or wormy acorns.

You see Jove’s temple, from its great stairs rising?

Who did not come there, bringing his silly incense.^

How many times a husband for his wife

Prayed there, or father for son, and even in prayer

Gone down to death before the prayer was finished.

The incense in the dying hand still smoking!

The sacrificial bulls, brought to the temples.

While priests were praying over them and pouring

Wine over their horns, went down and never waited

The sacrificial axe. I had this happen

Myself, when I was making sacrifice

To Jove, for kingdom and country and my sons.

The victim bellowed, and before I touched it.

Dropped dead, and had so little blood it barely

Turned the knife red, and the entrails had no markings

Of truth or the gods’ will, for this corruption

Ate even into the entrails. The temple doors

Were choked with corpses, and the very altars

Reeked with death’s hateful smell. Some hung themselves

Driving the fear of death away by death.

By going out to meet it. No one buried

The dead in the old way; there were too many.

They lay on the ground, or high on funeral pyres

Were stacked, all honorless. There was no honor

By now for dead men; people fought for pyres.

Stole fire to burn them with; there were no mourners.

The souls, unmourned, went wandering out, the matrons,

The brides, the old, the young. There was no more room

For graves, there was no more wood for funeral pyres.

Stunned, shaken, I cried: ‘Great Jove, unless men lie

Calling you lover of Asopos’ daughter,

Aegina, whose name we have given to our country,

If you are not ashamed of being our father.

Give back my people to me, or strike me down

To darkness with them!’ And the thunder sounded.

The lightning flashed, as if he heard. I took it

For favorable omen, a binding pledge.

There was an oak nearby, a great tree spreading

Its branches wide, a holy tree, a scion

Of old Dodona, and I saw a column

Of ants along its wrinkled bark, grain-bearers.

Each with its tiny jaws holding its load.

Keeping its path. I wondered at their numbers.

Praying: ‘O kindly Father, grant our people

May equal theirs, and fill our empty walls!’

The leaves all rustled in the windless air.

And I was frightened, but I kissed the ground,

The tree; I did not dare admit that I

Was hoping, but I was, and in my mind

I kept my prayers alive, and night came on

And sleep prevailed over our anxious bodies.

I saw the oak again, and all those branches,

And all those little creatures, shaking, stirring

With the same motion as before, and falling.

The ants, grain-bearing, on the ground. They seemed

Suddenly to grow larger, larger, always,

To raise themselves, to stand upright, to lose

Their wiry shape, their feet, and their black color,

To take on human limbs and form. Sleep left me.

And I thought little of my dream, lamenting

The helplessness of the gods. But a noise sounded,

Confusion in the palace, a stir, a murmur,

And I thought I was hearing voices I had known

Unheard for long in my hallucination,

But Telamon came running, ‘Father, father!’

He cried, flung open the door, ‘There is more to see

Than you could ever believe or dare to hope for!

Come out!’ I came, and with my waking eyes

Saw men as I had seen them in my slumber,

Coming to me, and greeting me as ruler.

I offered thanks to Jove, and gave the city

In shares to my new people, assigned them fields

Forsaken by their previous possessors.

And gave them a name. The Myrmidons, a title

True to their origin. You have seen their bodies,

And they still have their customary talents.

Industry, thrift, endurance; they are eager

For gain, and never easily relinquish

What they have won. These men will follow you

To the wars; you will find them, both in years and courage,

Good steady men. When the east wind shifts to the south,

They will be ready to sail.”

 


 

Dira lues ira populis Iunonis iniquae

incidit, exosae dictas a paelice terras...