sábado, 7 de diciembre de 2013

Última actualización por este año

Estimados amigos: Ediciones De La Mirándola está de duelo por la muerte de Maria Spasiano de Camarata, la muy querida madre de uno de nuestros directores. Las publicaciones que habían sido previstas para el mes de diciembre se realizarán en febrero o marzo del año próximo. Tampoco actualizaremos por el momento nuestro blog Literatura & Traducciones. Gracias a todos por la comprensión, y por acompañarnos en estos casi dos primeros años de vida editorial.

jueves, 14 de noviembre de 2013

Catherine Pozzi: Mi Dios Espíritu


Mon Dieu Esprit

Pardonnez-moi d'avoir aimé un homme comme j'aurais voulu vous aimer, comme je vous ai, par brèves lumières, aimé quand vous étiez vers moi.
Pardonnez-moi de m'être aimé avec toutes mes forces dans l'ardeur et l'aberration.

Pardonnez-moi mon orgueil et mon inaltérable égoïsme..
Pardonnez-moi d'avoir cherché ma joie.
Pardonnez-moi d'avoir compris en vain, puisque cela n'a pas servi aux autres.
Pardonnez-moi d'avoir été fière des soleils de sagesse que vous me laissiez voir, et dont je n'ai pas distrait un rayon pour ceux qui sont dans la peine.
Pardonnez-moi d'avoir été envoyée dans le monde par vous pour refléter le monde plus clair, et d'avoir perdu ma vie sur les chemins à cueillir des petites fleurs d'érudition vaniteuse.
Pardonnez-moi la stérile volupté de mes sens, et ce plaisir des yeux pour l'harmonie, dont je n'ai pas traduit l'enseignement en rythmes ni en pensées.
Pardonnez-moi d'avoir été riche en vain de la beauté du monde.
L'esprit et la matière sont une seule chose, je ne l'ai pas enseigné.
J'étais faite pour chercher avec les microscopes du savoir la racine subtile de l'esprit, mais je croyais toujours avoir le temps.
J'étais faite pour retrover peut-être dans un symbole de vertigineuse biologie, la justification de l'étrange dogme catholique, et j'ai couru ailleurs.

Pardonnez-moi, pardonnez-moi
Je rentre dans le silence les mains vides, et ces écritures qui demeurent seules sont encore une vanité.
Donnez-moi de travailler ailleurs à ce qui peut aider votre règne et sa paix active et son harmonie transcendante.
Ne me rejetez pas comme le mauvais ouvrier. Je veux renoncer au bonheur bête et personnel qui n'augmente pas l'univers; je veux aider, aider, aider, ces innombrables moi-mêmes de chair et de souffrance qui montent dans l'illusion d'espace, au long du temp si lourd, les degrés de votre échelle d'or.
Donnez-moi d'aider, je vous le crie de mon être entier ramassé dans une sincérité qui vient de vous. Et soyez sur mon agonie

Amen.





Dios mío Espíritu

Perdóname por haber amado a un hombre como tendría que haberte amado a ti, como te amé, con breves iluminaciones, cuando estabas junto a mí.
Perdóname por haberme amado con todas mis fuerzas en el ardor y en la aberración.
Perdóname por haber buscado mi dicha.
Perdóname por haber comprendido en vano ya que a los demás no les aprovechó en nada.
Perdóname por haber estado orgullosa de los soles de sapiencia que me dejabas ver y de los cuales no desvié ni siquiera un rayo para aquellos que sufren.
Perdóname porque tú me habías enviado para que reflejase más claramente el mundo, y porque perdí mi vida en los caminos cortando las florecillas de la vanidosa erudición.
Perdóname por la estéril voluptuosidad de los sentidos, y por ese placer de la vista que produce la armonía cuya enseñanza no traduje en pensamiento ni en ritmo.
Perdóname por haber sido rica en vano de la belleza del mundo.
El espíritu y la materia son una misma cosa y yo no lo enseñé.
Estaba hecha para buscar con los microscopios del saber la raíz sutil del espíritu pero creía que siempre dispondría de tiempo.
Estaba hecha para encontrar quizás en un símbolo de vertiginosa biología la justificación del extraño dogma católico y me dejé arrastrar a otra parte.

Perdóname, perdóname.
Vuelvo al silencio con las manos vacías, y estos escritos que se quedan solos son también vanidad.
Concédeme el trabajar en otra parte en lo que pueda ser útil a tu reino y a su paz activa y a su armonía trascendente.
No me rechaces como al obrero incapaz. Quiero renunciar a la felicidad estólida y personal que no hace crecer el universo; quiero ayudar, ayudar, ayudar, a esos innúmeros yo mismos de carne y sufrimiento que suben con la ilusión del espacio, a lo largo del tiempo tan pesado, los escalones de tu escalera de oro.
Concédeme el ayudar, te lo pido con el grito de mi ser entero que embarga la sinceridad que proviene de ti. E inclínate sobre mi agonía.

Amén.


Traducción de Miguel Ángel Frontán

jueves, 24 de octubre de 2013

Ambrose Bierce: Prólogo a Telarañas de un cráneo vacío


FUE el décimo de trece hermanos cuyos nombres de pila empezaban, todos, con la letra A, circunstancia que no debía prestarse a facilitar su identificación en el seno del hogar; por tal motivo, tal vez (como podría revelarnos algún fino psicoanalista), se empeñó toda la vida en cultivar una originalidad que hiciese imposible confundirlo con otro. Debemos reconocer que lo logró: Ambrose Bierce es inconfundible.

  De aquella caprichosa manía onomástica de su padre derivarían también, qué duda cabe, fatales inclinaciones alfabéticas; de modo que sólo fue cuestión de tiempo que acabase escribiendo un diccionario —necesariamente diabólico, como cuadraba a su soterrado deseo de dar vindicativa respuesta al capricho paterno (circunstancia que también le inspiraría —y agradezcamos que no llegó más lejos— encantadoras pesadillas parricidas). 

  Otra cosa: tantas aes en aquella familia no pudieron dejar de imprimir en la “trecena” de vástagos (o, al menos, en el que nos interesa) la idea de que había que compensar tanto monótono comienzo y tan poco fin; de donde su sistemática tendencia a tomarlo todo a contrapelo, es decir, yendo de la punta hacia la raíz. Considerándolo en su faz de fabulista, una de aquéllas en que más se destacó, podemos estar seguros de que, si se hubiera llamado Martin, John o Zachariah (para poner punto final a la serie), o Yates (considerando que después de él aún seguirían tres), hubiera sido, probablemente, otro Esopo más; como se llamó Ambrose, fue Bierce.

  (Su segundo nombre, desde luego, no cuenta, ya que Gwinnett no es un nombre sino un apellido: el de uno de los signatarios de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos.)
Pero no por haber sido escritas en solfa dejan sus fábulas de ser verdaderas fábulas; desde temprano, su autor comprendió que la mejor manera de aferrar la verdad es hacer como con la ocasión: tomándole el pelo. Así como también supo que los demonios más temibles se exorcizan con carcajadas. Por eso llevó a la perfección (mi pluma indócil escribió primero “perversión”; ella sabrá más…) el arte de deleitar contando horrores.

  Su proverbial y siempre creciente misantropía fue (se nos dice que en todos los casos es así, ya que de lo contrario arderíamos de amor al prójimo) resultado de vivencias traumáticas: las terribles experiencias, sin duda, que vivió en su juventud en los campos de batalla de la Guerra de Secesión, y que reflejó como pocos en sus admirables Cuentos de soldados; su ingrata aventura comercial en el dominio de la minería aurífera, que lo puso en trato íntimo con empresarios cuyas almas nada tenían del metal que buscaban; su enfrentamiento con una clase política indigna y venal (no tuvo, por lo visto, la suerte de vivir en nuestros tiempos); el desengaño amoroso que depués de diecisiete años de convivencia sufrió con su esposa Mollie, a la que no daría sucesora; la trágica muerte en plena juventud de dos de sus tres hijos... El fino psicoanalista al que citamos en el primer párrafo de esta breve introducción podría sugerirnos muchas otras claves. Quizás la explicación sea más simple: Bierce tuvo una visión sombría de los hombres porque los conoció de cerca. “Cada corazón”, escribió en uno de sus epigramas, “es el cubil de un animal feroz. El mayor daño que puede hacérsele a un hombre es incitarlo a dejar su fiera en libertad.” Es lo que hizo simbólicamente, con ejemplar y truculenta tenacidad, en sus desaforadas creaciones.

  Aunque ingenioso, el mote de Bitter Bierce (“el amargo Bierce”) que le endilgaron sus contemporáneos pasó por alto el que ya encerraba su propio apellido: después de todo, de Bierce a pierce (horadar, punzar) hay sólo un paso, y otro, más corto aún, de Bierce a fierce (feroz). ¿No se concentra en ambas palabras lo que hizo a lo largo de toda su obra: horadar, con fieros y punzantes sarcasmos, la hipocresía, la maldad y la irracionalidad de sus semejantes?

  En muchos de sus libros jugó a ocultarse detrás de innumerables seudónimos —el de Dod Grile, que figura al pie de su prólogo de Telarañas..., es el que usó para los tres primeros; y cuando le llegó la hora de dejar este mundo, prefirió, como buen ilusionista, simplemente desaparecer: después de tanto invento descabellado, no hubiera podido morirse juiciosamente en una cama. Por otra parte, él mismo había sugerido, de algún modo, su futura “evaporación”, al escribir varias historias de desapariciones misteriosas, una de las cuales lleva el ya kafkiano título de “La dificultad de cruzar un campo”. Permítasenos, pues, considerar que no murió. Después de todo, la raíz latina de su nombre, Ambrosius, ¿no significa, justamente, “inmortal”?

Tamara Mc Carol. Prólogo a Telarañas de un cráneo vacío ©Ediciones De La Mirándola, septiembre de 2013.

martes, 1 de octubre de 2013

Madame de Sévigné y la marquesa de Brinvilliers


A Paris, mercredi 29 avril 1676.
Mme de Brinvilliers n’est pas si aise que moi : elle est en prison, elle se défend assez bien; elle demanda hier à jouer au piquet, parce qu’elle s’ennuyait. On a trouvé sa confession; elle nous apprend qu’à sept ans elle avait cessé d’être fille; quelle avait continué sur le même ton; qu’elle avait empoisonné son père, ses frères, et un de ses enfants, et elle-même; mais ce n’est que pour essayer d’un contre-poison : Médée n’en avait pas tant fait. Elle a reconnu que cette confession était de son écriture; c’est une grande sottise; mais qu’elle avait la fièvre chaude quand elle l’avait écrite, que c’était une frénésie, une extravagance, qui ne pouvait pas être lue sérieusement.
A Paris, vendredi 1er mai 1676.
On ne parle ici que des discours, et des faits et gestes de la Brinvilliers. A-t-on jamais vu craindre d’oublier dans sa confession d’avoir tué son père ? Les peccadilles qu’elle craint d’oublier sont admirables. Elle aimait ce Sainte-Croix, elle voulait l’épouser, et empoisonnait fort souvent son mari à cette intention.Sainte-Croix, qui ne voulait point d’une femme aussi méchante que lui, donnait du contre-poison à ce pauvre mari; de sorte qu’ayant été ballotté cinq ou six fois de cette sorte, tantôt empoisonné, tantôt désempoisonné, il est demeuré en vie, et s’offre présentement de venir solliciter pour sa chère moitié :on ne finirait point toutes ces folies.
A Paris, vendredi 3 juillet 1676.
L’affaire de la Brinvilliers va toujours son train. Elle empoisonnait de certaines tourtes de pigeonneaux, dont plusieurs mouraient qu’elle n’avait point dessein de tuer. Le chevalier du guet avait été de ces jolis repas, et s’en meurt depuis deux ou trois ans. Elle demandait l’autre jour s’il était mort; on lui dit que non; elle dit en se tournant : « Il a la vie bien dure. »
A Paris, vendredi 10 juillet 1676.
On a confronté Penautier à la Brinvilliers; cette entrevue fut fort triste : ils s’étaient vus autrefois plus agréablement. Elle a tant promis que, si elle mourait, elle en ferait bien mourir d’autres, qu’on ne doute point qu’elle n’en dise assez pour entraîner celui-ci, ou du moins pour lui faire donner la question, qui est une chose terrible. Cet homme a un nombre infini d’amis d’importance, qu’il a obligés dans les deux emplois qu’il avait. Ils n’oublient rien pour le servir; on ne doute pas que l’argent ne se jette partout; mais s’il est convaincu, rien ne le peut sauver...
A Paris, ce vendredi 17 juillet 1676.
Enfin c’en est fait, la Brinvilliers est en l’air. Son pauvre petit corps a été jeté, après l’exécution, dans un fort grand feu, et les cendres au vent, de sorte que nous la respirerons, et par la communication des petits esprits, il nous prendra quelque humeur empoisonnante, dont nous serons tous étonnés. Elle fut jugée dès hier ; ce matin, on lui a lu son arrêt, qui était de faire amende honorable à Notre-Dame et d’avoir la tête coupée, son corps brûlé, les cendres au vent.
On l’a présentée à la question; elle a dit qu’il n’en était pas besoin, et qu’elle dirait tout. En effet, jusqu’à cinq heures du soir elle a conté sa vie, encore plus épouvantable qu’on ne le pensait. Elle a empoisonné dix fois de suite son père (elle ne pouvait en venir à bout), ses frères et plusieurs autres ; et toujours l’amour et les confidences mêlés partout. Elle n’a rien dit contre Pennautier.
Après cette confession, on n’a pas laissé de lui donner, dès le matin, la question ordinaire et extraordinaire; elle n’en a pas dit davantage. Elle a demandé à parler à Monsieur le procureur général; elle a été une heure avec lui. On ne sait point encore le sujet de cette conversation.
A six heures on l’a menée, nue en chemise et la corde au cou, à Notre-Dame faire l’amende honorable. Et puis on l’a remise dans le même tombereau, où je l’ai vue, jetée à reculons sur de la paille, avec une cornette basse et sa chemise, un confesseur auprès d’elle, le bourreau de l’autre côté ; en vérité, cela m’a fait frémir. Ceux qui ont vu l’exécution disent qu’elle a monté` sur l’échafaud avec bien du courage. Pour moi, j’étais sur le pont Notre-Dame avec la bonne d’Escars; jamais il ne s’est vu tant de monde, ni Paris si ému ni si attentif. Et demandez-moi ce qu’on a vu, car pour moi je n’ai vu qu’une cornette, mais enfin ce jour était consacré à cette tragédie. J’en saurai demain davantage, et cela vous reviendra…
A Paris, mercredi 22 juillet 1676.
…Encore un petit mot de la Brinvilliers : elle est morte comme elle a vécu, c’est-à-dire résolument. Elle entra dans le lieu où l’on devait lui donner la question, et voyant trois seaux d’eau : « C’est assurément pour me noyer, dit-elle, car de la taille dont je suis, on ne prétend pas que je boive tout cela. ».
Elle écouta son arrêt, dès le matin, sans frayeur ni sans faiblesse; et sur la fin, elle le fit recommencer, disant que ce tombereau l’avait frappée d’abord, et qu’elle en avait perdu l’attention pour le reste. Elle dit à son confesseur, par le chemin, de faire mettre le bourreau devant elle, « afin de ne point voir, dit-elle, ce coquin de Desgrez qui m’a prise » ; il était à cheval devant le tombereau. Son confesseur la reprit de ce sentiment; elle dit : « Ah, mon Dieu ! je vous en demande pardon; qu’on me laisse donc cette étrange vue ». Et monta seule° et nu-pieds sur l’échelle et sur l’échafaud, et fut un quart d’heure mirodée, rasée, dressée et redressée, par le bourreau; ce fut un grand murmure et une grande cruauté.
Le lendemain on cherchait ses os, parce que le peuple disait qu’elle était sainte.Elle avait, disait-elle, deux confesseurs : l’un disait qu’il fallait tout dire, et l’autre non ; et elle de cette diversité; disant : « Je peux faire en conscience tout ce qu’il me plaira. » Il lui a plu de ne rien dire du tout. Pennautier sortira un peu plus blanc que de la neige ; le public n’est point content; on dit que tout cela est trouble.
Admirez le malheur : cette créature a refusé d’apprendre ce qu’on voulait, et a dit ce qu’on ne demandait pas. Par exemple elle dit que M. Foucquet avait envoyé Glaser, leur apothicaire empoisonneur, en Italie, pour avoir d’une herbe qui fait du poison; elle a entendu dire cette belle chose à Sainte-Croix. Voyez quel excès d’accablement et quel prétexte pour achever ce misérable. Tout cela est bien suspect. On ajoute encore bien des choses, mais en voilà assez pour aujourd’hui.
A Paris, mercredi 24 juillet 1676.
Penautier est heureux; jamais il n'y eut un homme si bien protégé; vous le verrez sortit, mais être justifié dans l'esprit de tout le monde. Il y a eu des choses extraordinaires dans ce procès; mais on ne peut les dire. Le cardinal de Bonzi disait toujours en riant que tous ceux qui avaient des pensions sur ses bénéfices ne vivraient pas longtemps, et que son étoile les tuerait. Il y a deux ou trois mois que l'abbé Fouquet, ayant rencontré cette Éminence dans le fond de son carrosse avec Penautier, dit tout haut: "Je viens de rencontrer le cardinal de Bonzi avec son étoile". Cela n'est pas bien plaisant? Tout le monde croit comme vous qu'il n'y aura pas de presse à la table de Penautier. On ne peut écrire tout ce qu'on entend là-dessus. Je savais tantôt mille choses très bonnes à vous endormir; je ne m'en souviens plus: quand elles reviendront, je les écrirai vitement.
A Paris, mercredi 29 juillet 1676.
Vous trouvez que ma plume est toujours taillée pour dire des merveilles du grand maître: je ne le nie pas absolument; mais je croyais m’être moquée de lui, en vous disant l’envie qu’il a de parvenir, et qu’il veut être maréchal de France à la rigueur, comme du temps passé; mais c’est que vous m’en voulez sur ce sujet : le monde est bien injuste.
Il l’a bien été aussi pour la Brinvilliers: jamais tant de crimes n’ont été traités si doucement, elle n’a pas eu la question. On lui faisait entrevoir une grâce, et si bien entrevoir, qu’elle ne croyait point mourir, et dit en montant sur l’échafaud: "C’est donc tout de bon?" Enfin elle est au vent, et son confesseur dit que c’est une sainte. Monsieur le premier président lui avait choisi ce docteur comme une merveille : c’était celui qu’on voulait qu’elle prîtN’avez-vous point vu ces gens qui font des tours de cartes? ils les mêlent incessamment, et vous disent d’en prendre une telle que vous voudrez, et qu’ils ne s’en soucient pas; vous la prenez, vous croyez l’avoir prise, et c’est justement celle qu’ils veulent à l’application, elle est juste. Le maréchal de Villeroi disait l’autre jour: "Penautier sera ruiné de cette affaire"; le maréchal de Gramont répondit: "Il faudra qu’il supprime sa table"; voilà bien des épigrammes. Je suppose que vous savez qu’on croit qu’il y a cent mille écus répandus pour faciliter toutes choses: l’innocence ne fait guère de telles profusions. On ne peut écrire tout ce qu’on sait; ce sera pour une soirée. Rien n’est si plaisant que tout ce que vous me dites sur cette horrible femme. Je crois que vous avez contentement; car il n’est pas possible qu’elle soit en paradis; sa vilaine âme doit être séparée des autres. Assassiner est le plus sûr; nous sommes de votre avis ; c’est une bagatelle en comparaison d’être huit mois à tuer son père, et à recevoir toutes ses caresses et toutes ses douceurs, où elle ne répondait qu’en doublant toujours la dose.

París, miércoles 29 de abril de 1676.

  Madame de Brinvilliers no se encuentra tan bien como yo: está en prisión, y se defiende bastante bien; ayer pidió jugar a las cartas porque se aburría. Han encontrado su Confesión; allí nos cuenta que a los siete años ya había dejado de ser virgen; que después continuó por el mismo camino; que envenenó a su padre, a sus hermanos y a uno de su hijos, y a ella misma —pero sólo para probar un contraveneno—: Medea no llegó a tanto. Ha reconocido que esta confesión es de su puño y letra —es una gran tontería—, pero que tenía mucha fiebre cuando la escribió, que era un frenesí, una extravagancia, algo que no podía ser leído seriamente.


  París, viernes 1 de mayo de 1676.

  Aquí no se habla más de que de las palabras, hechos y gestas de la Brinvilliers. ¿Cuándo se ha visto que alguien tema olvidar decir al confesarse que mató a su padre? Los pecadillos de los que teme olvidarse son algo admirable. Estaba enamorada del tal Sainte-Croix, quería casarse con él, y con esa intención envenenaba a su marido muy a menudo. Sainte-Croix, que no quería tener una mujer tan mala como él, le daba algún contraveneno al marido; de modo tal que, habiendo sido llevado de aquí para allá de ese modo cinco o seis meses —envenenado y desenvenenado—, permaneció vivo y, ahora, se ofrece a venir a solicitar el perdón de su querida media naranja: sería imposible contar todas esas locuras.


París, viernes 3 de julio de 1676.

  El proceso de la Brinvilliers sigue avanzando. A veces ponía veneno en pasteles de ave, lo que producía algunas muertes que ella no se había propuesto. El caballero de la guardia estuvo en varios de esos lindos almuerzos, y se está muriendo de ellos desde hace dos o tres años. El otro día ella preguntó si había muerto; le dijeron que no; dándose vuelta, dijo: “Qué aguante tiene”.


  París, viernes 10 de julio de 1676.

  Carearon a Penautier con la Brinvilliers; fue una entrevista muy triste: antaño se habían visto de manera más agradable. Tantas veces prometió que si moría haría morir con ella a muchos más, que nadie duda que diga lo bastante como para comprometer a éste, o al menos para hacer que le apliquen la tortura, que es una cosa terrible. Este hombre tiene una cantidad infinita de amigos importantes que le deben favores que les hizo en los empleos que tuvo. Esos amigos no olvidan nada que pueda ayudarlo; nadie duda que corre mucho dinero por todas partes; pero si se demuestra su culpabilidad, nada podrá salvarlo.


  París, viernes 17 de julio de 1676.

  Por fin se terminó, la Brinvilliers está en el aire. Su pobre cuerpito fue arrojado, después de la ejecución, en una gran hoguera, y las cenizas echadas al viento, de modo que la respiraremos y, por medio de la comunicación de los pequeños espíritus, nos vendrán unas ganas envenenadoras que nos sorprenderán. Fue juzgada ayer; esta mañana le leyeron la sentencia, que era hacer penitencia pública en Notre-Dame y que le cortasen la cabeza, que su cuerpo fuera quemado y sus cenizas dispersadas al viento.

  Fue llevada a la tortura; dijo que no había necesidad y que diría todo. En efecto, hasta las cinco de la tarde contó su vida, todavía más horrenda de lo que se creía. Envenenó diez veces seguidas a su padre (no lograba hacerlo del todo), a sus hermanos y a otros más; y en todo se mezclaba el amor y las confidencias. Contra Penautier no dijo nada.

  Después de esta confesión, no dejaron de aplicarle, por la mañana, la tortura ordinaria y extraordinaria; no por eso añadió algo más. Pidió hablar con el señor procurador general; estuvo con él una hora. Todavía no se sabe cuál fue el tema de esa conversación. A las seis la llevaron, vestida sólo con una camisa y con una soga al cuello, a Notre-Dame para hacer penitencia pública. Y después la volvieron a subir a la misma carreta, en la que la vi, echada en el fondo sobre la paja, con una cofia baja y su camisa, con una confesor de un lado y el verdugo del otro; en realidad, es algo que me dio escalofríos. Los que vieron la ejecución dicen que subió al cadalso con mucho coraje. En lo a que a mí respecta, me encontraba en el puente de Notre-Dame con la buena D’Escars; nunca se había visto tanta gente, ni un París tan conmocionado y tan atento. Y no me preguntes lo que vi, porque lo único que yo vi fue una cofia; pero en fin, este día estuvo dedicado a esta tragedia. Mañana sabré algo más, y eso te llegará…


  París, miércoles 22 de julio de 1676.

  Unas palabras más sobre la Brinvilliers; murió como vivió, es decir, resueltamente. Entró al lugar en el que debían aplicarle la tortura y al ver tres baldes agua dijo: “Por cierto que deben de ser para ahogarme, porque con lo pequeña que soy no pretenderán que me beba todo eso”.

  Oyó su sentencia, ya por la mañana, sin espanto ni debilidad; y, al final, pidió que volviesen a empezar, diciendo que esa carreta la había impresionado mucho y que no había prestado atención al resto. En el camino le dijo a su confesor que hiciera que el verdugo se pusiera delante de ella, según le dijo “para no ver a ese sinvergüenza de Desgrais que me arrestó”, ya que él iba a caballo delante de la carreta. Su confesor le reprochó ese sentimiento y ella dijo: “Ay, Dios mío, te pido perdón, ¡déjenme pues delante esa extraña vista!” Y subió sola y descalza la escalera del cadalso, y durante un cuarto de hora el verdugo le acomodó la ropa, le rapó la cabeza, la puso de pie una y otra vez; esa gran crueldad dio lugar a muchos murmullos.

  Al día siguiente todos buscaban sus huesos, porque el pueblo decía que era una santa. Según ella contaba, había tenido dos confesores: uno le decía que tenía que decirlo todo y el otro que no; y ella decía de esa divergencia: “Puedo hacer, en conciencia, lo que me parezca”. Le pareció que no tenía que decir nada de nada. Penautier saldrá de esto un poco más blanco que la nieve; el público no está contento; se dice que todo esto es poco claro.
  Admírate de la mala suerte: esta mujer se negó a informar lo que se le pedía, y dijo lo que no le pedían. Dijo, por ejemplo que el señor Fouquet había enviado a Glazer, el boticario envenenador que ellos tenían, a Italia para conseguir una hierba con la que se hace un veneno; esta linda cosa se la oyó decir a Sainte-Croix. Mira qué exceso de desdicha y qué pretexto para terminar con ese pobre hombre. Todo esto es algo muy sospechoso. Se cuentan muchas otras cosas, pero ya por hoy es suficiente.


  París, miércoles 24 de julio de 1676.

  Penautier está feliz: nunca existió un hombre tan bien protegido ; ya lo verás salir de prisión, pero sin quedar justificado en el espíritu de todo el mundo. Ha habido cosas extraordinarias en este proceso; pero no se las puede decir. El cardenal de Bonzi decía, a las carcajadas, que los que cobraban pensiones de algún beneficio de Penautier no vivirían mucho tiempo más, y que su buena estrella los mataría. Hace dos o tres meses, el abate Fouquet encontró a esta Eminencia en el fondo de su carroza con Penautier y dijo en voz bien alta: “Acabo de encontrar al cardenal de Bonzi con su buena estrella”. ¿No es algo muy gracioso? Todo el mundo piensa, como tú, que no habrá mucha gente en la mesa de Penautier. No se puede escribir todo lo que se oye sobre este asunto. Hasta hace un rato yo sabía mil cosas inverosímiles; ahora no me acuerdo de nada: en cuanto las recuerde las escribiré rápidamente.

  París, miércoles 29 de julio de 1676.

  A ti te parece que mi pluma siempre está con la punta lista para decir maravillas del gran maestre: no lo niego para nada; pero pensaba que me había burlado de él diciéndote el deseo que tiene de tener éxito, y que quiere ser estrictamente mariscal de Francia, como en los tiempos pasados; pero es que tú me guardas rencor por eso: el mundo es muy injusto.


  También lo fue con la Brinvilliers: nunca tantos crímenes fueron tratados con tanta dulzura, no le aplicaron el tormento. Le dejaban entrever un indulto, y tanto que no pensaba que iba a morir y que al subir al cadalso dijo: “Entonces, ¿es cierto?” En fin, ahora está en el aire, y su confesor dice que es una santa. El primer presidente le había elegido ese confesor como si fuera una maravilla: era el que querían que ella tomara. ¿No has visto alguna vez a esa gente que hace juegos con cartas? No paran de mezclarlas y te dicen que elijas la que quieras; la eliges, crees haberla elegido, y es exactamente la que ellos querían: el resultado es lo que se buscaba. El mariscal de Villeroi decía el otro día: “Este asunto arruinará a Penautier”; el mariscal de Gramont le respondió: “Tendrá que comer solo”; ¡cuántas agudezas! Supongo que sabes que hay cien mil escudos desparramados para facilitar todas las cosas: la inocencia no necesita mostrarse tan pródiga. No se puede escribir todo que uno sabe; lo dejaremos para cuando estemos juntas. No hay nada más gracioso que lo que me escribes sobre esta horrible mujer. Pienso que puedes darte por contenta, ya que no es posible que esté en el paraíso; su alma malvada tiene que hallarse separada de las demás. Estamos de acuerdo con lo que dices: asesinar es lo mejor; eso es una bagatela si se lo compara con el hecho de pasar ocho meses matando al padre, y recibiendo sus caricias y toda su ternura, mientras que ella siempre le respondía doblándole la dosis.

La marquesa de Brinvilliers ©Ediciones De la Mirándola, septiembre de 2013.
Traducción, prólogo y notas de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán.

domingo, 22 de septiembre de 2013

Novedades de septiembre de 2013



Estimados amigos de Ediciones De La Mirándola: cinco son esta vez nuestros nuevos títulos; tres de ellos integran nuestro Catálogo general y los otros dos, para no perder la costumbre, nuestra Biblioteca Franca en descarga libre y gratuita. Dos autores de los primeros son nuevos en nuestro Catálogo: Ambrose Bierce y Carlo Michelstaedter. El primero, sin duda, no necesita presentación, pero la novedad está en la obra que publicamos, traducida por primera vez al español; con el segundo los invitamos a descubrir, si no lo conocen aún, a uno de los representantes más personales e importantes de la filosofía europea del siglo XX, tanto en su faz de pensador como de poeta. Con el tercer título, de Alexandre Dumas, continuamos la publicación de la serie de sus Crímenes célebres. En los próximos días los tres estarán disponibles en los sitios de nuestros distintos puntos de venta que se enumeran en nuestro sitio web; pero los fragmentos gratuitos correspondientes pueden descargarse ya mismo, en formato epub, en nuestro sitio, así como los dos de Biblioteca Franca en los que se conjugan los nombres de Susana Soca, Juan Rodolfo Wilcock,Virgilio y Fray Luis de León.

Esperamos que disfruten con la lectura.


Telarañas de un
                            cráneo vacíoAmbrose Bierce
Telarañas de un cráneo vacío


De la extensa obra de Ambrose Bierce (1842 - c. 1913) se conocen en español, y se reeditan y se leen, su famoso Diccionario del Diablo, con sus ácidas definiciones, sus cínicas Fábulas, sus inquietantes cuentos de terror; el resto sigue siendo desconocido para el lector hispanohablante, salvo por los parciales vislumbres que le permiten algunas antologías. En el centésimo aniversario de su desaparición —y no muerte, ya que, como correspondía al ilusionista que fue, no murió sino que se esfumó en el aire—, Ediciones De La Mirándola lo homenajea publicando una de sus obras aún inédita en español. (Leer más...)



Diálogo de la salud. PoesíasCarlo Michelstaedter
Diálogo de la salud. Poesías



Suicidio que, como temido y quizás previsible corolario, cierra un compromiso vital con el propio pensamiento filosófico, o filosofía que encuentra su alimento en un permanente conflicto entre el exigente impulso de vida y la siempre seductora ansia de muerte: ambas caracterizaciones obtienen igual justificación en las breves vida y obra de Carlo Michelstaedter (1887-1910), y su punto de encuentro en el disparo con que puso fin a sus días, a los veintitrés años, quien es considerado hoy una de las figuras más originales y relevantes de la filosofía europea del siglo XX. (Leer más...)


 La marquesa de BrinvilliersAlexandre Dumas
La marquesa de Brinvilliers



Con este segundo volumen, Ediciones De La Mirándola continúa la primera publicación integral en español de los Crímenes célebres de Alexandre Dumas, iniciada con su relato Los Cenci. En La marquesa de Brinvilliers, Dumas nos hace entrar de lleno en la faz más oscura del siglo del Rey Sol. El proceso famoso que condujo a la ejecución pública de Marie-Magdelaine de Brinvilliers significó el comienzo de una serie de aterradoras revelaciones que llevarían a Luis XIV a instaurar un tribunal especial para investigar el que más tarde se conocería como el “caso de los venenos”. (Leer más...)



En Biblioteca Franca:

Acerca de la nube de la ignoranciaSusana Soca
Alrededor de la nube de la ignorancia



Agudo ensayo acerca de un texto fundamental de la mística cristiana, anónimo inglés de la segunda mitad del siglo XIV, que se completa con amplios fragmentos del mismo traducidos por Juan Rodolfo Wilcock. (Descargar en Biblioteca Franca.)




Bucólicas o ÉglogasVirgilio / Fray Luis de León
Bucólicas o Églogas



La admirable traducción de Fray Luis de León del clásico latino, que es, por mérito propio, un clásico de las letras hispánicas. (Descargar en Biblioteca Franca.)


miércoles, 11 de septiembre de 2013

Paul Groussac: El Parlamento de las Religiones

EL PARLAMENTO DE LAS RELIGIONES

Ironía impremeditada: en mi cartera estos últimos apuntes alternan con los relativos al «Parlamento de las religiones»que celebraba sus sesiones en Art Palace —una «Escuela de bellas artes» inverosímil que, con sus yesos del comercio, vulgares y ennegrecidos, y sus copias de museos por misses aficionadas, forma la base de la enseñanza y la iniciación estética de la juventud.

Allí fraternizaron, en el mismo tablado, delante del mezclado público que llenaba el cobertizo de Columbus Hall, hasta hacer crujir los tabiques de pino (¡estamos en Art Palace!), representantes conspicuos de las principales religiones del orbe, con el objeto de reconocerse mutuamente: atestiguando así ante el mundo, o la igual vaciedad de todos los dogmas oficiales, o su igual legitimidad —o quizás ambas cosas a la vez. Arzobispos católicos, obispos anglicanos, pastores de todos los rebaños protestantes, rabinos judíos, bonzos y lamas budistas; hombres, mujeres y neutros de las innumerables sectas americanas, que pululan en el cadáver del cristianismo como los gusanos en un organismo putrefacto: todos se saludaban, cantaban y rezaban juntos; predicaban sucesivamente con éxito igual en todas las lenguas conocidas, despachaban su boniment inglés con los veinte acentos distintos del imperio británico. El obispo ortodoxo Dionysios se inclinaba ante la elocuencia del Hon Pung Quang Yu, de Pekín; el obispo católico de Brooklyn, de levita negra y corbata con alfiler, felicitaba a la sacerdotisa budista, miss Jane Serabji, de Bombay; monseñor d'Harlez, de Lovaina, aplaudía a la judía miss Lazarus —a quien sus predecesores hubieran dedicado un auto de fe—; en fin, para abreviar la procesión: todos los parásitos de la credulidad humana firmaban, en ese andamio de teatro ambulante, la paz oportunista de las viejas sectas enemigas —y el ilustre cardenal Gibbons, con su cara de asceta politician, encabezaba la farándula del «amor libre» en materia de religión.

Habré de volver en alguna forma sobre ese World's Parliament of religions, que para mí evoca recuerdos alejandrinos, y en el cual he visto diseñarse claramente, no el fin de la religión inmortal, pero sí la incurable caducidad de los cultos establecidos, que abdicaban allí sus dogmas fundamentales y repudiaban su historia secular.

Hace más de un siglo que nos pagamos de frases huecas y sustantivos sonoros: civilización, progreso, tolerancia religiosa, etc. Si esos ministros de las iglesias son creyentes, no han podido ser sinceros. Aquello de «tener la fiesta en paz» no es principio religioso, porque, desde luego, no es principio. La razón es tolerante; pero la intransigencia es la esencia misma de la fe. No nos atrevemos a confesar que nuestra tolerancia es un pseudónimo de nuestra indiferencia. Para la Iglesia, el modus vivendi es un síntoma claro de no poder vivir; y este nuevo consorcio universal ha sido precedido por el divorcio secreto de cada secta con su creencia particular y su dogma sagrado. Más lógicos en el absurdo encontraba a los « liberales » ingenuos que, en el vecino «Hall de Washington», escalera de por medio, atacaban la libertad de ser budista o luterano; o aquellos inefables «evolucionistas» de afición que, después de hacer mesa limpia de toda divinidad, evolucionaban proclamando a Darwin dios y a Spencer profeta —del propio modo que en el drama de Shakespeare, la plebe romana quiere que Bruto sea su segundo César por haber matado al primero.
Así, se agitaban sectas y corporaciones, con el rumor y la eficacia de un enjambre de moscas encerradas en una botella; en tanto que más allá, en su Babel de diecinueve pisos, los convencidos francmasones, estos orfeonistas del libre pensamiento, exhibían sus inocentes jeroglíficos, su bandas complicadas de cabalismo infantil, sus blancos mandiles que parecen baberos, sus afiladas llanas de acero, que sólo han revocado el aéreo castillo del Gr.•. Arq. •. del Un.•., ¡y son más inofensivos que el sable de Prudhomme, más vírgenes que una espada de diplomático! —Por eso, cuando, entre dos sesiones del congreso pan-religioso (¡oh, sabiduría de las palabras!), salía a recorrer las barracas de Midway-Plaisance, respirando la fresca brisa del lago Michigan, parecíame por momentos que estas procesiones y contorsiones carnavalescas, eran en otra forma apenas más exótica y caricatural, la continuación de la pieza interrumpida en el Art Palace; y, así como no fuera aquélla más que el remedo farisaico y la explotación del sentimiento de lo divino, eternamente arraigado en el alma humana, tampoco eran estas groseras exhibiciones más que la parodia soez de la poesía oriental, el disfraz de la libre existencia de la tienda y del aduar en el desierto ilimitado, o del pintoresco vagar de las tribus cazadoras a la sombra de sus selvas primitivas.

Del Plata al Niágara.


martes, 6 de agosto de 2013

Jean Lorrain: ¡Él!


De Jean Lorrain, emblemático exponente del decadentismo francés, autor de obras delicadamente perversas como Monsieur de Phocas, Monsieur de Bougrelon o La maldición de los Noronsoff, un conmovedor homenaje póstumo a otro gran maldito de la literatura.




LUI !


« Et quand j' aurai été voir le bateau ! Avec celui de Bône, met­tons trois buts de flânerie par semaine ! Les quais, je l'avoue, s'animent un peu ces jours-là, et tout Ajaccio y afflue, depuis les offi­ciers de la garnison jusqu'aux commissionnaires de la gare, pour voir débarquer la jolie étrangère qui n'arrive jamais ; car j'en suis là : je n'ai pas encore rencontré par vos rues une femme digne d'être suivie. Quelle distraction m'offrirez-vous ?
« Les excursions, il n'y faut pas songer. La neige tient la montagne ; à cinq cents mètres de hauteur tout est blanc, le fond du golfe a l'air d'une vallée de l'Engadine, et tenter la traditionnelle promenade du Salario, au-dessus de la ville, c'est ris­quer la bronchite ; quant à la Punta di Pozzo di Borgo, les quintes me prennent en y pensant : il y gèle...
Les autres années, un service de bateaux permettait des excursions en mer, on pouvait, en traversant le golfe, prendre des bains d'air salé et de soleil ; les plages de l'Isolella, de Porticio et de Chiavari, de l'autre côté de la baie, formaient autant de havres et d'escales. Cet hiver, l'unique bateau qui faisait le service est en réparation à Marseille, et, pour aller à Chiavari visiter le pénitencier arabe, il faut six heures de voiture, c'est-à-dire partir à l'aube et rentrer le soir, dans l'air glacé de la nuit.
« Ah ! le pays est tout à fait gai et je vous rends grâces de m'y avoir fait venir. Je ne vous parle pas des soirées : il est convenu qu'un malade doit se coucher à neuf heures ; mais, le jour, que diable voulez-vous que je fasse de mes journées ? Réglez-moi l'emploi de mes heures. Vous ne me voyez pas faisant des visi­tes au préfet ! Me voyez-vous jouant au tennis avec la colonie étrangère et ramassant la balle de miss Arabella Smithson, la jeune Écossaise phtisique, ou portant la raquette de Mme Edwige Stropfer, la maîtresse de la pension suisse, qui flirte, paraît-il, avec un cocher indigène et ne dédaigne pas les pêcheurs ! Terribles, ces glaciers de l'Oberland, ils deviennent volcans sur leurs vieux jours. Vous ne m'évo­quez pas davantage me balançant à vie dans un roking-chair, enve­loppé de tartans et coiffé de fourrure, comme les Anglais vannés et les Allemands goutteux de cet hôtel ; le jardin en est splendide, je vous l'accorde : palmiers, cédratiers, mimo­sas et agaves avec panorama unique, la mer au fond, la ville à gauche et le cimetière à droite, à deux pas. On y est porté de suite, mais j'ai peu de goût pour les maisons de santé, et si soleilleux que soit le site, je n'em­plirai pas de ma toux ce jardin d'hô­pital... car votre hôtel est un hôpi­tal, service de premier ordre, mais les couloirs fleurent la créosote et les chambres embaument le phénol. Chaque pensionnaire, à chaque repas, prend ses deux perles livoniennes.
« Ah ! docteur, vous saviez ce que vous faisiez en me mettant ici ! Vous faites d'une pierre deux coups, cha­que fois que vous me rendez visite ! Je fais partie de votre tournée du matin. Tout cela, je vous le pardonne et même la nourriture fade et les viandes éternellement bouillies, mal déguisées de sauces rousses, et l'uni­que dessert : noix, figues, mandari­nes et raisins secs, que je chipote en cet hôtel. Ce régime m'a rendu l'appétit. Je meurs de faim et mes fringales m'ont fait découvrir cette bonne Mme Mille, cette exquise et chère Mme Mille, l'aimable pâtis­sière du cours Napoléon, ronde, par­lante et si accorte, qui confectionne de si succulentes terrines de merles et de si friandes compotes de cédrat.
« Et sa liqueur de myrte ! À s'en sucer les dents, à s'en lécher les lèvres ! Je vous pardonne tout en faveur de cette fine liqueur ; mais de grâce, docteur, employez-moi mon temps, fixez-moi un horaire. »
Et le docteur, tout en caressant d'une main... perplexe la soie brune et brillante d'une barbe soignée (toute une attitude, mieux qu'une attitude, un poème et une séduction la main longue et baguée du docteur dans les poils frisés et luisants de cette barbe, et quelle indécision dans le geste dont il la lissait), et le doc­teur donc, tout en caressant le floconnement parfumé de son menton : « Nous avons un mois de janvier imprévu, tout à fait déroutant, cet hiver. Songez qu'il neige à Marseille. Avez-vous vu le départ des diligen­ces cours Napoléon, tous les matins, à onze heures ? très curieux, très pittoresque. Vous verrez là de vrais Corses.
« En costume national, en velours côtelé et à grandes barbes blanches, le type Bellacoscia qui tint pendant trente-deux ans le maquis, toutes les cartolina posta l'ont reproduit ; j'en achète une tous les matins au portier de l'hôtel pour l'envoyer à une petite amie de France : elles croient, les chères créatures, que je suis en péril et frissonnent délicieu­sement. » — « Le type Bellacoscia, il ne faut pas me la faire, Mme Mille m'a confié qu'on les costumait ainsi à la Préfecture, ceci correspondant aux goûts des hiverneurs étrangers. Je n'irai donc pas voir partir vos diligences, je connais celles d'Algé­rie, elles sont construites sur le même modèle... les vôtres sont encore plus incommodes et plus peti­tes avec leurs panneaux peints en vert et en rouge sombre ; on dirait des fournées de camerera mayor à voir toutes les voyageuses en deuil... Et dire que Bonaparte prit un de ces courriers pour gagner Bastia par Vizzavona et Corte, quand il partit pour Brienne... Je connais le cou­plet... Il y a aussi le pèlerinage à la Maison Bonaparte et la visite au musée avec les souvenirs de Napo­léon ; mais je n'ai pas tous les jours l'âme de Jean de Mitty.

L'Angleterre prit l'aigle et l'Autriche l'aiglon.

« Le succès de M. Rostand nous a un peu blasés, nous autres conti­nentaux, sur l'épopée du géant his­torique. Je m'étonne que vous ne m'ayez pas encore proposé d'aller à la gare assister à l'arrivée des trains ; les montagnards en vendetta, le fusil sur l'épaule, à peine sur le quai, commençant par décharger leur arme, le port de l'escopette chargée étant interdit en ville, ces petites formalités locales organisent parfois des feux de peloton intéressants entre deux trains ; mais, que voulez-vous ? tout cela me laisse froid. J'ai trop roulé de par le monde : mes souvenirs de Sicile me défendent contre la Corse et le pittoresque me trouve récalcitrant»
« Bon ! voilà le soleil qui nous quitte!... Adieu, lumière d'Afrique; regardez-moi la mélancolie de la baie dans cette brume : tout le paysage est d'un bleu triste et atténué d'ar­doise ; sont-elles assez d'exil, ces montagnes à la plombagine ? »
Le docteur, navré, ne disait plus rien : le nez sur son assiette, il man­geait, doucement résigné à mes doléances et au menu de l'hôtel ; nous achevions de déjeuner dans la lumière tamisée de stores d'une grande galerie vitrée, réfugiés là, dans le prudent effroi de la table d'hôte ; nous étions, d'ailleurs, les derniers demeurés à table, les autres déjeuneurs déjà répandus dans le jardin et lézardant au soleil, dans un engoncement de plaids, de châles et de pèlerines comme seuls Anglais et Allemands en promènent à travers le monde ; phtisies d’outre-Rhin et spleens d'outre-Manche voisinaient là, à l'ombre grêle et bleue des pal­miers ; l'or en boule des mimosas et les thyrses ensanglantés des cactus à fleurs rouges préparaient en décor l'azur adouci des montagnes et du golfe ; c'était la mélancolie atténuée, le charme ouaté d'un paysage pour poitrinaires et globe-trotters, exté­nués de civilisations, venant s'échouer dans un havre d'exil et de somno­lente agonie entre les oliviers, les chênes verts et la mer.
À ce moment, le soleil reparu fit étinceler la neige des cimes, le golfe étala et, du même coup, accusa cruel­lement la bile et la chlorose des teints, la lassitude des yeux et des sourires ; en même temps que la veulerie éreintée des visages ; les promeneu­ses du jardin apparurent avachies et vannées, comme autant de vieux sacs de nuit fatigués.
Qu'étais-je venu faire dans cette remise pour très anciens objets de voyage ? Je sentais en moi la montée d'une sourde rancune, un vent d'in­justice me soulevait contre le docteur, en même temps que commençait à peser un pénible silence.
Tout à coup, la porte vitrée de la table d'hôte s'ouvrit toute grande... et géant, avec sa forte carrure, son estomac bombé et sa face lourde, aux bajoues tombantes, Il apparut, car c'était Lui, à ne pouvoir s'y mépren­dre : c'étaient ses grands yeux à fleur de tête et leurs paupières pesan­tes, c'était son profil régulier, ses lèvres épaisses et son menton gras de jouisseur, toute cette face de médaille d'Augustule de la décadence, rachetée par la grâce du sourire et la grande beauté du regard, car il avait aussi de Lui les prunelles limpides et pensives, la démarche lente, et jusqu'à la fleur rare à la boutonnière ; c'était Lui, mais rajeuni de vingt ans, Lui dans tout l'éclat de ses triomphes de poète et d'auteur, le Lui choyé, adulé, courtisé, que se disputaient à coups de dollars Londres et New-York ; et, comme je le savais mort, et dans quelle misère et quel abandon ! le double mystérieux du portrait de Dorian Gray s'imposait, impérieux, à mon souvenir : je risquai l'impo­litesse de me retourner brusquement sur ma chaise, pour suivre plus long­temps des yeux l'effarante ressem­blance : elle était frappante ; Sosie n'était pas plus Sosie ; une jeune femme accompagnait le faux Oscar, élégante, et, comme son compagnon d'Agence Cook d'Outre-Manche, des cheveux blonds et lisses, aux longs pieds solides, aux chaussures sans talons.
« Le portrait de Dorian Gray, pensait mon docteur à voix haute, nous avons pensé ensemble. — À croire à un revenant, n'est-ce pas ? Quelle histoire d'outre-tombe on pourrait écrire sur cette ressemblance goblin-story, comme ils disent à Londres, le beau sujet de Christmas-tale. J'aurais rencontré cet Anglais à bord, dans la nuit du 31 décembre, que j'aurais cru à un intersigne… Vous voyez-vous la nuit, sur le pont d'un paquebot, en pleine mer remueuse et sinistre et, tout à coup, ce faux Oscar apparais­sant... — Brr, jour des Morts en mer. C'est un accident de race, d'étranges analogies peuvent y fleu­rir ; en tous cas, bien gênante pour cet Anglais, cette fatale ressemblance. — Oui, on peut le croire ressuscité. Savez-vous que vous tenez mal vos promesses, homme de peu de parole que vous êtes. Cette histoire du Christ et de Lazare de ce pauvre Wilde que vous avez annoncée à son de trompe, vous nous la devez tou­jours, vous savez. — Soit, je vous la dirai donc, car elle est pleine de mélancolie et cadre bien avec ce golfe et ce décor ensoleillé d'hiver ; mais je n'aurai pour vous la conter ni la lenteur voulue de sa diction modulée et précieuse, ni le souligne­ment définitif de son geste ; d'ail­leurs, c'est avec une légère variante le texte même de l'Évangile. Donc Lazare était mort, descendu au tom­beau, et sur la route de Béthanie, Marthe venue à la rencontre de Jésus, lui avait dit en pleurant : «Seigneur, si vous eussiez été ici, mon frère ne serait pas mort ! » Et une fois arrivé dans la maison des deux soeurs, Marie s'était jetée aux pieds de Jésus et lui avait dit, elle aussi : « Seigneur, si vous aviez été ici, mon frère ne serait pas mort ! » Et Jésus voyant qu'elle pleurait et que les Juifs venus avec elle pleu­raient aussi, frémit en son esprit et se troubla lui-même ; puis il dit : « Où l'avez-vous mis ? » Ils lui répondirent : « Seigneur, venez et voyez ! » Alors Jésus pleura et les Juifs dirent entre eux : « Voyez comme il l'aimait ! » Mais il y en eut quelques-uns qui dirent : « Ne pouvait-il empêcher qu'il ne mourût! » Et Jésus frémissant alla au tombeau. C'était une grotte et elle était fer­mée d'une pierre qu'on y avait pla­cée. Jésus dit : « Ôtez la pierre ! » Marthe, sœur de celui qui était mort, dit alors : « Seigneur, il sent déjà mauvais, car il est mort depuis quatre jours », Mais Jésus lui répon­dit : « Ne vous ai-je pas promis que si vous aviez la foi, vous verriez la gloire de Dieu ! » Ils otèrent donc la pierre, et Jésus levant les yeux au ciel, se mit en prière et puis, ayant prié, il s'approcha de la grotte et cria d'une voix forte : « Lazare, sortez ! » Et soudain celui qui était mort se leva, ayant les mains et les pieds liés de bandes et le visage enveloppé d'un linge, et Jésus leur dit : « Déliez-le et laissez-le mar­cher ! »

« Mais (ici commence la variante du poète) Lazare ressuscité demeu­rait triste ; au lieu de tomber aux pieds de Jésus, il se tenait à l'écart avec un air de reproche et, Jésus s'étant avancé vers lui : « Pourquoi m'as-tu menti, lui dit Lazare, pour­quoi mens-tu encore en leur parlant du ciel et de la gloire de Dieu ? Il n'y a rien dans la mort, rien, et celui qui est mort est bien mort ; je le sais, moi qui reviens de là-bas ! » Et Jésus, un doigt sur sa bouche et avec un regard implorant vers Lazare, répondit : Je le sais, ne leur dis pas ! »

JEAN LORRAIN - Heures de Corse (1905)



¡Él!


—¡Y aunque vaya a ver el barco! ¡Y también el de Bône, digamos tres destinos de paseo por semana! Los muelles, lo confieso, se animan un poco esos días, y todo Ajaccio acude allí, desde los oficiales de la guarnición hasta los comisionistas de la estación, para ver desembarcar a la bonita extranjera que nunca llega; ya que en esa situación me encuentro: aún no he encontrado en sus calles una mujer digna de que se la siga. ¿Qué distracción me ofrecerá usted?
»En las excursiones mejor no pensar. La nieve ocupa la montaña; a cinco metros de altura todo es blanco, el fondo del golfo parece un valle de la Engadina, e intentar el tradicional paseo del Salario, más arriba de la ciudad, es arriesgarse a pescar una bronquitis; en cuanto a la Punta di Pozzo di Borgo, me dan accesos de tos de sólo pensar en ella: allí hace un frío de helarse… Los otros años, un servicio de barcos permitía hacer excursiones por mar, se podía, cruzando el golfo, tomar baños de aire salado y de sol; las playas de Isolella, de Portico y de Chiavari, del otro lado de la bahía, formaban otros tantos remansos y escalas. Este invierno, el único barco que prestaba ese servicio se encuentra en reparación en Marsella, y para ir a Chiavari a visitar la penitenciaría árabe hacen falta seis horas en coche, es decir salir al amanecer y volver por la noche, en el aire helado de la noche.
»¡Ah, estas tierras son muy alegres y le doy a usted las gracias por haberme hecho venir! De las noches no le hablo: estamos de acuerdo en que un enfermo tiene que acostarse a las nueve; pero de día, ¿qué quiere usted que haga yo de día? Organíceme mis horarios. ¡No se le ocurrirá que vaya a visitar al prefecto! ¿Me ve a mí jugando al tenis con la colonia extranjera y recogiéndole la pelota a miss Arabella Smithson, la joven escocesa tísica, o llevándole la raqueta a la señora Edwige Stropfer, la patrona de la pensión suiza, que, según parece, coquetea con un cochero del lugar y no desdeña a los pescadores? Esos glaciares del Oberland son terribles, y con la vejez se convierten en volcanes. Tampoco se imagine que voy pasarme toda la vida hamacándome en una mecedora, envuelto en mantas a cuadros y con un gorro de piel en la cabeza, como los ingleses reventados y los alemanes gotosos de este hotel; el jardín es espléndido, se lo concedo: palmeras, cidros, mimosas y pitas con panorama único, el mar al fondo, la ciudad a la izquierda y el cementerio a la derecha, a dos pasos. A uno lo llevan allí de inmediato, pero a mí poco me gustan los sanatorios, y por más soleado que sea el lugar no llenaré con mi tos este jardín de hospital…, ya que su hotel es un hospital, servicio de primera, pero los corredores huelen a creosota y las habitaciones tienen una fragancia de fenol. Cada pensionista, en cada comida, toma sus dos perlas antigastrálgicas.
»¡Ah, doctor, usted sabía lo que hacía al ponerme aquí! ¡Usted mata dos pájaros de un tiro, cada vez que viene a verme! Formo parte de su recorrida de la mañana. Todo eso se lo perdono, e incluso el alimento insípido y las carnes eternamente hervidas, mal disfrazadas con salsas rojizas, y el postre único: nueces, higos, mandarinas y pasas de uva, que yo como sin ganas en este hotel. Este régimen me ha devuelto el apetito. Me muero de hambre, y eso me ha hecho descubrir a la buena señora Mille, a la exquisita y querida señora Mille, la amable pastelera del Cours Napoléon, rolliza, parlanchina y tan vivaracha, que prepara terrinas de mirlo tan suculentas y compotas de cidra tan deliciosas.
»¡Y su licor de arrayán! ¡Es para chuparse los dientes, para relamerse los labios! Yo se lo perdono todo a usted  en nombre de ese fino licor; pero se lo ruego, doctor, deme un programa, fíjeme un horario.
Y el doctor, sin dejar de acariciar con una mano… perpleja la seda negra y brillante de una barba cuidada (toda una actitud, más que una actitud, un poema y una seducción, la mano larga y anillada del doctor entre los pelos rizados y brillantes de esa barba, y qué indecisión en el gesto con que la alisaba), y el doctor, entonces, sin dejar de acariciar los copos perfumados de su mentón, dijo:
—Tenemos un mes de enero imprevisto, este invierno es completamente desconcertante. Imagínese que está nevando en Marsella. ¿Ha visto la salida de las diligencias en el Cours Napoléon, todas las mañanas a las once? Muy curioso, muy pintoresco. Ahí verá corsos auténticos.
»Con traje nacional, de pana y con grandes barbas blancas, el tipo de Bellacoscia que durante treinta y dos años no salió del monte, todas las cartolina posta lo han reproducido; yo le compro una todas las mañanas al portero del hotel para enviársela a una querida mía que vive en Francia: creen, las encantadoras mujercitas, que corro peligro y tienen deliciosos escalofríos. 
»—El tipo de Bellacoscia… No me venga con ese cuento, la señora Mille me contó que los visten así en la Prefectura, ya que eso corresponde al gusto de los invernantes extranjeros. Así que no iré a ver la salida de sus diligencias, conozco las de Argelia, las construyen en el mismo modelo…, las de ustedes son todavía más incómodas y más pequeñas con sus paneles pintados de verde y rojo oscuro; cuando uno ve a todas las viajeras de luto parecen camadas de camareras mayores… Y pensar que Bonaparte tomó uno de esos correos para llegar a Bastia pasando por Vizzavona y Corte, cuando partió para Brienne… Ya conozco esa canción… También está el peregrinaje a la Casa de Bonaparte y la visita al museo con los recuerdos de Napoleón; pero yo no tengo todos los días el alma de Jean de Mitty.

Inglaterra cazó el águila y Austria el aguilucho.

»El éxito de Rostand nos ha dejado un poco aburridos, a nosotros, habitantes del continente, con la epopeya del gigante histórico. Me extraña que usted no me haya propuesto aún que vaya a la estación a presenciar la llegada de los trenes; los montañeses en pos de vendetta, que, con el fusil al hombro, apenas pisan el andén se ponen a descargar el arma, dado que en la ciudad está prohibido portar escopeta cargada: esas pequeñas formalidades locales organizan a veces disparos de pelotón interesantes entre dos trenes; pero, ¿qué quiere usted?, todo eso me deja indiferente. He andado demasiado por el mundo: mis recuerdos de Sicilia me defienden de Córcega y el pintoresquismo me encuentra recalcitrante.
»¡Bueno, allí se va el sol!... Adiós, luz del África; mire usted lo melancólica que se pone la bahía con esta bruma: el paisaje todo es de un azul triste y atenuado de arcilla; ¿no corresponden lo bastante al exilio, aquellas montañas de grafito?» 
El doctor, desolado, ya no decía nada: con la nariz en el plato, comía, mansamente resignado a mis quejas y al menú del hotel; estábamos terminando de almorzar envueltos en la luz tamizada por las persianas de una gran galería vidriada, refugiados allí, en el prudente espanto de la mesa común; éramos, por lo demás, los últimos que seguíamos sentados a la mesa, ya que los demás comensales se habían dispersado por el jardín y se calentaban perezosamente al sol, enfundados en esas mantas a cuadros, chales y capas que ingleses y alemanes son los únicos en pasear por el mundo; tisis de la otra orilla del Rin y esplines de la otra orilla del canal de la Mancha estaban allí unos junto a otros, en la sombra débil y azulada de las palmeras; el oro apelotonado de las mimosas y los tirsos ensangrentados de los cactos de flores rojas completaban el decorado del azul suavizado de las montañas y del golfo; era la melancolía atenuada, el encanto acolchado de un paisaje para tuberculosos y trotamundos, extenuados de civilizaciones, que iban a encallar en un remanso de exilio y de soñolienta agonía entre los olivos, los robles verdes y el mar.
En ese momento, el sol, volviendo a asomar, hizo destellar la nieve de las cumbres, el golfo expuso y, como resultado, acentuó cruelmente la bilis y las clorosis de los rostros, la lasitud de los ojos y de las sonrisas, al mismo tiempo que la apatía extenuada de los semblantes; los paseantes del jardín aparecieron fofos y agotados, como otras tantas viejas y gastadas bolsas de dormir.
¿Qué había ido yo a hacer a ese galpón para viejísimos objetos de viaje? Sentía elevarse en mí un sordo rencor, un viento de injusticia me sublevaba contra el doctor, a la vez que un penoso silencio comenzaba a pesar.
De pronto, la puerta vidriada del comedor se abrió de par en par y…, gigante, con su robusta anchura de espaldas, su estómago prominente y su rostro abotagado, de mofletes colgantes, Él apareció, porque era Él, sin posibilidad de error: eran sus grandes ojos a flor de cara y sus párpados pesados, eran su perfil regular, sus labios gruesos y su mentón graso de hedonista, todo ese rostro de medalla de Augústulo de la decadencia, redimida por la gracia de la sonrisa y la gran belleza de la mirada, ya que también tenía de Él las pupilas límpidas y pensativas, el paso lento y hasta la flor exótica en el ojal; era Él, pero veinte años más joven, Él en todo el esplendor de sus triunfos de poeta y de autor, el Él mimado, adulado, cortejado que se disputaban a fuerza de dólares Londres y Nueva York; y como yo sabía que estaba muerto, y en qué miseria y qué abandono, el doble misterioso del retrato de Dorian Gray se imponía, misterioso, a mi recuerdo: aventuré la descortesía de volverme bruscamente en la silla para seguir durante más tiempo con la mirada el inaudito parecido: era asombroso; Sosías no era Sosías en mayor grado; una joven mujer acompañaba al falso Oscar, elegante, y, como su compañero de Agencia Cook de la otra orilla del canal de la Mancha, tenía pelo rubio y lacio, largos pies sólidos, zapatos sin tacos.
—El retrato de Dorian Gray —pensó mi doctor en voz alta, pensamos juntos—. Como para creer en un aparecido, ¿no? ¿Qué historia de ultratumba podría escribirse sobre este parecido propio de una goblin story, como dicen en Londres, buen tema de Christmas tale. Si yo me hubiese encontrado a este inglés a bordo, la noche del 31 de diciembre, habría creído en un signo premonitorio… Se imagina usted de noche, en la cubierta de un transatlántico, en medio del mar agitado y siniestro, y, de pronto,ese falso Oscar que aparece…
—Brrrr, día de Todos los Muertos en el mar. Es un accidente de raza, en ella pueden brotar extrañas analogías; en todo caso, es muy molesta para este inglés ese fatal parecido.
—Sí, uno puede creer que ha resucitado. Usted, sabe, no cumple como corresponde sus promesas, como hombre de poca palabra que es. Aquella historia de Cristo y de Lázaro del pobre Wilde que anunció con bombos y platillos sigue debiéndonosla, ¿sabe?
—De acuerdo, se la contaré, entonces, ya que está llena de melancolía y cuadra bien con este golfo y este marco soleado de invierno; pero yo no tendré, para contársela, ni la lentitud voluntaria de su dicción modulada y preciosa, ni el gesto que la subraye de manera definitiva; por otra parte, es, con una ligera variante, el texto mismo del Evangelio. Lázaro, entonces, estaba muerto, había descendido a la tumba y Marta, que había ido al encuentro de Jesús en el camino de Betania, le dijo llorando: “¡Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no estaría muerto!” Y Jesús, viendo que ella lloraba y que los judíos que estaban con ella también lloraban, se estremeció en su espíritu y se turbó él mismo; luego dijo: “¿Dónde lo han puesto?” Le respondieron: “¡Señor, ven y mira!” Entonces Jesús lloró y los judíos dijeron entre ellos: “¡Vean cómo lo quería!” Pero hubo algunos que dijeron: “¿No pudo impedir, acaso, que muriese?” Y Jesús, temblando, fue a la tumba. Era una gruta y estaba cerrada con una piedra que habían puesto allí. Jesús dijo: “¡Quiten la piedra!” Marta, hermana del que había muerto, dijo entonces: “Señor, ya huele mal, dado que hace cuatro días que está muerto”. Pero Jesús le respondió: “¿No les he prometido a ustedes, acaso, que, si tienen fe, verán la gloria de Dios?” Quitaron, pues, la piedra, y Jesús, alzando los ojos al cielo, se puso a rezar, y luego, habiendo rezado, se acercó a la gruta y gritó con voz fuerte: “¡Lázaro, sal!” Y, de pronto, el que estaba muerto se levantó, con las manos y los pies atados con vendas y el rostro envuelto en un lienzo, y Jesús le dijo: “¡Desátenlo y déjenlo caminar!”

»Pero (aquí comienza la variante del poeta) Lázaro resucitado permanecía triste; en vez de caer a los pies de Jesús se mantenía apartado con un aire de reproche, y al avanzar Jesús hacia él le dijo: “¿Por qué me mentiste, por qué vuelves a mentirles hablándoles del cielo y de la gloria de Dios? No hay nada en la muerte, nada, y el que está muerto está bien muerto; ¡yo, que vuelvo de allí, lo sé!” Y Jesús, con un dedo sobre los labios y posando en Lázaro una mirada implorante, respondió: “¡Lo sé, no les digas nada!”


Traducción para Literatura & Traducciones de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán.