viernes, 24 de febrero de 2017

Emil Cioran: Genealogía del fanatismo


GENEALOGÍA DEL FANATISMO

Toda idea es neutra en sí misma, o debería serlo; pero el hombre le da vida, proyecta en ella sus llamas y sus demencias; impura, transformada en creencia, se inserta en el tiempo, toma figura de acontecimiento: el pasaje de la lógica a la epilepsia queda consumado… Así nacen las ideologías, las doctrinas y las farsas sangrientas.

Idólatras por instinto, convertimos en algo incondicionado los objetos de nuestros sueños y de nuestros intereses.  La historia no es más que un desfile de Falsos Absolutos, una sucesión de templos edificados a pretextos, un envilecimiento del espíritu ante lo Improbable. Aun cuando se aleja de la religión, el hombre permanece dominado por ella; forjando, hasta agotarse, simulacros de dioses, después los adopta febrilmente:  su necesidad de ficción, de mitología, triunfa de la evidencia y del ridículo.  Su capacidad de adorar es responsable de todos sus crímenes: aquél que ama indebidamente a un dios, obliga a los demás a amarlo, en espera de exterminarlos si se rehúsan a hacerlo. No existe ninguna intolerancia, ninguna intransigencia ideológica o proselitismo que no revelen el fondo bestial del entusiasmo. Si el hombre pierde su facultad de indiferencia se convierte en asesino virtual; si transforma su idea en dios las consecuencias que resultan de ello son incalculables. Sólo se mata en nombre de un dios o de sus imitaciones: los excesos suscitados por la diosa Razón, por la idea de nación, de clase o de raza son de la misma familia que los de la Inquisición o de la Reforma. Las épocas de fervor se destacan en hazañas sanguinarias: Santa Teresa sólo podía ser contemporánea de los autos de fe, y Lutero de la masacre de los campesinos. En las crisis místicas los gemidos de las víctimas corren paralelos con los gemidos del éxtasis… Patíbulos, calabozos, presidios, sólo propseran a la sombra de una fe —de esa necesidad de creer que ha infestado para siempre el espíritu. El diablo palidece mucho al lado de quien dispone de una verdad, de su verdad. Somos injustos en lo que respecta a los Nerones, a los Tiberios: no fueron ellos los que inventaron el concepto de herético: sólo fueron soñadores degenerados que se divertían con las masacres. Los verdaderos criminales son los que establecen una ortodoxia en el plano religioso o político, los que distinguen entre el fiel y el cismático.

Cuando rehúsamos admitir el carácter intercambiable de las ideas, la sangre corre… Detrás de las resoluciones firmes se yergue un puñal; los ojos ardientes presagian el asesinato. Nunca un espíritu dubitativo, aquejado de hamletismo, resultó pernicioso: el principio del mal reside en la tensión de la voluntad, en la incapacidad para el quietismo, en la megalomanía prometeica de una raza henchida de ideal, que brilla con sus convicciones y que, por haberse complacido en menospreciar la duda y la pereza —vicios más nobles que todas sus virtudes—,  se metió en un camino de perdición, en la historia, en esa mezcla indecente de banalidad y de apocalipsis… Las certezas allí abundan: suprimiéndolas, uno suprime sobre todo las consecuencias: uno reconstruye el paraíso. ¿Qué es la Caída sino la búsqueda de una verdad y la certeza de haberla hallado, la pasión por un dogma, el establecerse en un dogma? El resultado es el fanatismo —tara capital que le da al hombre el gusto por la eficacia, por la profecía, por el terror—, lepra mística con la que contamina las almas, las somete, las tritura o las exalta… Sólo escapan los escépticos (o los haraganes y los estetas), porque no proponen nada, porque —auténticos benefactores de la humanidad— destruyen las ideas preconcebidas y analizan su delirio. Me siento más seguro junto a un Pirrón que a un San Pablo, por la razón de que una sabiduría hecha de humoradas es más amena que una santidad desenfrenada. En un espíritu ardiente uno vuelve a encontrarse con el animal de presa disfrazado; toda defensa es poca ante las garras de un profeta… En cuanto levante la voz, aunque fuere en nombre del cielo, de la ciudad o de otros pretextos, aléjense de él: como el sátiro de su soledad, no les perdona ustedes que vivan de este lado de sus verdades y de sus arrebatos; quiere que ustedes compartan su histeria, su bien, quiere imponérselos y desfigurarlos. Un ser poseído por una creencia y que buscara comunicársela a los demás, es un fenómeno que no pertenece a la tierra, en donde la obsesión por la salvación vuelve la vida irrespirable. Miren alrededor de ustedes: por todas partes, larvas que predican; cada institución expresa una misión; las alcaldías tienen su absoluto como los templos; la administración, con sus reglamentos —metafísica para uso de simios… Todos se esfuerzan por solucionar la vida de todos: los mendigos, incluso los incurables aspiran a hacerlo: las aceras del mundo y los hospitales rebosan de reformadores. El deseo de llegar a ser fuente de acontecimientos actúa en cada persona como un desórden mental o como una maldición deliberada. La sociedad —¡un infierno de salvadores! Lo que en ella buscaba Diógenes con su linterna era un indiferente

Me basta oír a alguien hablar sinceramente de ideal, de porvenir, de filosofía, de oírlo decir “nosotros” con una inflexión de seguridad, de oírlo invocar a los “otros”, y considerarse su digno intérprete —para que lo considere mi enemigo. En él veo a un tirano fracasado, a un verdugo aproximativo, tan odioso como los tiranos, como los verdugos de alto rango. Es que toda fe ejerce una forma de terror, tanto más aterradora que sus agentes son los “puros”. Desconfiamos de los astutos, de los bribones, de los licenciosos; sin embargo, no podríamos reprocharles ninguna de las grandes convulsiones de la historia; como no creen en nada,  no hurgan en nuestros corazones, ni en nuestros motivos ocultos; nos abandonan a nuestra despreocupación, a nuestra desesperación a nuestra inutilidad; la humanidad les debe los pocos momentos de prosperidad que ha conocido: son ellos los que salvan a los pueblos que los fanáticos torturan y que los “idealistas” llevan a la ruina. Careciendo de doctrinas, sólo tienen caprichos e intereses, vicios complacientes, mil veces más soportables que los estragos que provoca el despotismo con principios; ya que todos los males de la vida provienen de una “concepción de la vida”. Un político cabal debería profundizar en los sofistas antiguos y tomar lecciones de canto; —y de corrupción.

El fanático, en cambio, es incorruptible: si mata por una idea, puede, de igual modo, hacerse matar por ella; en ambos casos, tirano o mártir, es un monstruo. No hay seres más peligrosos que los que han padecido por una creencia: los grandes perseguidores se reclutan entre los mártires a los que no se les cortó la cabeza. Lejos de disminuir el apetito de poder, el sufrimiento lo exaspera; es por eso que el espíritu se siente más cómodo en compañía de un fanfarrón que de un mártir; y nada le repugna tanto como ese espectáculo en el que se muere por una idea… Harto de lo sublime y de la matanza, sueña con un tedio de provincia a escala universal, con una Historia cuyo estancamiento sería tal que la duda se perfilaría en él como un acontecimiento y la esperanza como una calamidad…

Traducción para Literatura & Traducciones de Miguel Ángel Frontán


GÉNÉALOGIE DU FANATISME

En elle-même toute idée est neutre, ou devrait l'être ; mais l'homme l'anime, y projette ses flammes et ses démences ; impure, transformée en croyance, elle s'insère dans le temps, prend figure d'événement : le passage de la logique à l'épilepsie est consommé... Ainsi naissent les idéologies, les doctrines, et les farces sanglantes.

Idolâtres par instinct, nous convertissons en inconditionné les objets de nos songes et de nos intérêts. L'histoire n'est qu'un défilé de faux Absolus, une succession de temples élevés à des prétextes, un avilissement de l'esprit devant l'Improbable. Lors même qu'il s'éloigne de la religion, l'homme y demeure assujetti ; s'épuisant à forger des simulacres de dieux, il les adopte ensuite fiévreusement : son besoin de fiction, de mythologie triomphe de l'évidence et du ridicule. Sa puissance d'adorer est responsable de tous ses crimes : celui qui aime indûment un dieu, contraint les autres à l'aimer, en attendant de les exterminer s'ils s'y refusent. Point d'intolérance, d'intransigeance idéologique ou de prosélytisme qui ne révèlent le fond bestial de l'enthousiasme. Que l'homme perde sa faculté d'indifférence : il devient assassin virtuel ; qu'il transforme son idée en dieu : les conséquences en sont incalculables. On ne tue qu'au nom d'un dieu ou de ses contrefaçons : les excès suscités par la déesse Raison, par l'idée de nation, de classe ou de race sont parents de ceux de l'Inquisition ou de la Réforme. Les époques de ferveur excellent en exploits sanguinaires : sainte Thérèse ne pouvait qu'être contemporaine des autodafés, et Luther du massacre des paysans. Dans les crises mystiques, les gémissements des victimes sont parallèles aux gémissements de l'extase... Gibets, cachots, bagnes ne prospèrent qu'à l'ombre d'une foi, – de ce besoin de croire qui a infesté l'esprit pour jamais.  Le diable paraît bien pâle auprès de celui qui dispose d'une vérité, de sa vérité. Nous sommes injustes à l'endroit des Nérons, des Tibères : ils n'inventèrent point le concept d'hérétique : ils ne furent que rêveurs dégénérés se divertissant aux massacres. Les vrais criminels sont ceux qui établissent une orthodoxie sur le plan religieux ou politique, qui distinguent entre le fidèle et le schismatique.

Lorsqu'on se refuse à admettre le caractère interchangeable des idées, le sang coule... Sous les résolutions fermes se dresse un poignard ; les yeux enflammés présagent le meurtre. Jamais esprit hésitant, atteint d'hamlétisme, ne fut pernicieux : le principe du mal réside dans la tension de la volonté, dans l'inaptitude au quiétisme, dans la mégalomanie prométhéenne d'une race qui crève d'idéal, qui éclate sous ses convictions et qui, pour s'être complue à bafouer le doute et la paresse, – vices plus nobles que toutes ses vertus – s'est engagée dans une voie de perdition, dans l'histoire, dans ce mélange indécent de banalité et d'apocalypse... Les certitudes y abondent : supprimez-les, supprimez surtout leurs conséquences : vous reconstituez le paradis. Qu'est-ce que la Chute sinon la poursuite d'une vérité et l'assurance de l'avoir trouvée, la passion pour un dogme, l'établissement dans un dogme ? Le fanatisme en résulte, – tare capitale qui donne à l'homme le goût de l'efficacité, de la prophétie, de la terreur, – lèpre lyrique par laquelle il contamine les âmes, les soumet, les broie ou les exalte... N'y échappent que les sceptiques (ou les fainéants et les esthètes), parce qu'ils ne proposent rien, parce que – vrais bienfaiteurs de l'humanité – ils en détruisent les partis pris et en analysent le délire. Je me sens plus en sûreté auprès d'un Pyrrhon que d'un saint Paul, pour la raison qu'une sagesse à boutades est plus douce qu'une sainteté déchaînée. Dans un esprit ardent on retrouve la bête de proie déguisée ; on ne saurait trop se défendre des griffes d'un prophète... Que s'il élève la voix, fût-ce au nom du ciel, de la cité ou d'autres prétextes, éloignez-vous-en : satyre de votre solitude, il ne vous pardonne pas de vivre en deçà de ses vérités et de ses emportements ; son hystérie, son bien, il veut vous le faire partager, vous l'imposer et vous défigurer. Un être possédé par une croyance et qui ne chercherait pas à la communiquer aux autres, – est un phénomène étranger à la terre, où l'obsession du salut rend la vie irrespirable. Regardez autour de vous : partout des larves qui prêchent ; chaque institution traduit une mission ; les mairies ont leur absolu comme les temples ; l'administration, avec ses règlements, – métaphysique à l'usage des singes... Tous s'efforcent de remédier à la vie de tous : les mendiants, les incurables même y aspirent : les trottoirs du monde et les hôpitaux débordent de réformateurs. L'envie de devenir source d'événements agit sur chacun comme un désordre mental ou comme une malédiction voulue. La société, – un enfer de sauveurs ! Ce qu'y cherchait Diogène avec sa lanterne, c'était un indifférent...

Il me suffit d'entendre quelqu'un parler sincèrement d'idéal, d'avenir, de philosophie, de l'entendre dire « nous » avec une inflexion d'assurance, d'invoquer les « autres », et s'en estimer l'interprète, – pour que je le considère mon ennemi. J'y vois un tyran manqué, un bourreau approximatif, aussi haïssable que les tyrans, que les bourreaux de grande classe. C'est que toute foi exerce une forme de terreur, d'autant plus effroyable que les « purs » en sont les agents. On se méfie des finauds, des fripons, des farceurs ; pourtant on ne saurait leur imputer aucune des grandes convulsions de l'histoire ; ne croyant en rien, ils ne fouillent pas vos cœurs, ni vos arrière-pensées ; ils vous abandonnent à votre nonchalance, à votre désespoir ou à votre inutilité ; l'humanité leur doit le peu de moments de prospérité qu'elle connut : ce sont eux qui sauvent les peuples que les fanatiques torturent et que les « idéalistes » ruinent. Sans doctrine, ils n'ont que des caprices et des intérêts, des vices accommodants, mille fois plus supportables que les ravages provoqués par le despotisme à principes ; car tous les maux de la vie viennent d'une « conception de la vie ». Un homme politique accompli devrait approfondir les sophistes anciens et prendre des leçons de chant ; – et de corruption...


Le fanatique, lui, est incorruptible : si pour une idée il tue, il peut tout aussi bien se faire tuer pour elle ; dans les deux cas, tyran ou martyr, c'est un monstre. Point d'êtres plus dangereux que ceux qui ont souffert pour une croyance : les grands persécuteurs se recrutent parmi les martyrs auxquels on n'a pas coupé la tête. Loin de diminuer l'appétit de puissance, la souffrance l'exaspère ; aussi l'esprit se sent-il plus à l'aise dans la société d'un fanfaron que dans celle d'un martyr ; et rien ne lui répugne tant que ce spectacle où l'on meurt pour une idée... Excédé du sublime et du carnage, il rêve d'un ennui de province à l'échelle de l'univers, d'une Histoire dont la stagnation serait telle que le doute s'y dessinerait comme un événement et l'espoir comme une calamité...

EMIL CIORAN - Précis de décomposition (1949).