martes, 23 de junio de 2015

Guillaume Apollinaire: El difunto Alfred Jarry



En mayo de 2013, Ediciones De La Mirándola publicó "El amor en visitas" de Alfred Jarry, en una cuidada edición con prólogo de Lucio Arrillaga. Este retrato de Alfred Jarry por Guillaume Apollinaire que publicaremos en tres entregas proviene de los Contemporains pittoresques.



EL DIFUNTO ALFRED JARRY
(Segunda parte)

A su regreso del Grand-Lemps, en donde había ido a trabajar con Claude Terrasse, fue a buscarme a un bar inglés de la Rue d’Amsterdam al que yo solía ir. Cenamos allí y, como Jarry tenía oros, quiso pagarme una Bostock. En las galerías del fondo, aterró a quienes lo rodeaban con discursos sobre los leones, revelándoles ciertos secretos espantosos del arte de domar. El olor de las fieras lo embriagaba. Afirmaba que había cazado panteras en un jardín de la Rue de la Tour-des-Dames. En realidad, eran panteras jóvenes escapadas de la jaula, que había quedado abierta por descuido. Los anfitriones de Jarry, muy confusos, se dispusieron a matar a las pobres panteritas disparándoles con rifles desde las ventanas.
—No hagan nada —dijo Jarry—, yo me encargo de todo.
En el comedor en que se encontraba había una armadura de su talla. Se disfrazó de caballero y, todo recubierto de hierro, bajó al jardín sosteniendo una copa en la mano enfundada en la manopla. Las bestias dieron un salto y Jarry les presentó la copa vacía. Domadas en el acto, lo siguieron y volvieron a entrar en la jaula, que él cerró.
—Porque —decía Jarry— éste es el mejor método para reducir a las fieras. Así como la mayoría de los hombres, las bestias más crueles sienten horror por las copas vacías y, cuando ven una, el espanto las vuelve cobardes; entonces uno hace lo que quiere con ellas.
Y como, al contar estas historias, agitaba el revólver, los espectadores retrocedían, las mujeres se mostraban aterradas y algunas quisieron irse. Luego, Jarry no me ocultó la satisfacción que había sentido espantando a aquellos filisteos, y fue empuñando el revólver como subió a la imperial del autobús que lo llevaría de vuelta a Saint-Germain-des-Prés. Allí arriba, para despedirse, seguía agitando el trabuco.

El tal trabuco pasó unos seis meses en el atelier de uno de nuestros amigos. Éstas fueron las circunstancias:
Nos habían invitado a cenar en la Rue de Rennes. En la mesa, cuando alguien quiso leerle la mano, Jarry hizo ver que tenía todas las líneas por duplicado. Para mostrar su fuerza, rompió a puñetazos platos puestos boca abajo, y terminó lastimándose. El aperitivo y los vinos lo habían puesto nervioso. Los licores lo terminaron de excitar. Un escultor español quiso conocerlo y le dijo algunas gentilezas. Pero Jarry conminó a aquel bujarrón a que abandonara el comedor y no volviera a aparecer, y me aseguró que el muchacho acababa de hacerle las propuestas más indecentes. Al cabo de unos minutos, el español, que había huido, volvió y Jarry le disparó en el acto con su revólver. La bala fue a parar a una cortina. Dos mujeres encintas, que se encontraban cerca, se desmayaron. Los hombres tampoco se sentían tranquilos, y entre dos nos llevamos a Jarry. En la calle me dijo, con la voz del Père Ubu: “¿No es cierto que, como literatura, fue algo hermoso? Pero me olvidé de pagar las consumiciones”.
Al llevárnoslo, lo habíamos desarmado y, seis meses después, fue a Montmartre a reclamarnos el revólver que nuestro amigo se había olvidado de devolverle.
Las travesuras de Jarry le hicieron un daño enorme a su gloria, y su talento, uno de los más singulares y más sólidos de su época, no le daba suficientes ganancias para vivir. Vivía mal, se alimentaba en París con chuletas de cordero crudas y pepinillos en vinagre. Me aseguró que, para mejorar el funcionamiento de su estómago, solía beber antes de acostarse un gran vaso en el que había echado, por mitades, vinagre y ajenjo, mezcla extraña que ligaba añadiéndole una gota de tinta. Al pobre Père Ubu le faltaron las atenciones femeninas.
En Coudray vivía de la pesca; y, por cierto, es una suerte que a menudo haya vivido fuera de París, a orillas del río. La ciudad lo hubiera matado varios años antes de lo que lo hizo.
(continuará)


Traducción para Literatura y Traducciones de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán.


domingo, 14 de junio de 2015

Marcel Proust: Fiesta en casa de Montesquiou

http://delamirandola.com/titulos/122-el-caso-lemoine-y-otros-pastiches
En julio de 2012, Ediciones De La Mirándola publicó El caso Lemoine y otros pastiches de Marcel Proust. De ese volumen provienen estas páginas, publicadas por Proust en Le Figaro el 18 de enero de 1904, con el seudónimo de Horatio.


FIESTA EN CASA DE MONTESQUIOU EN NEUILLY
(Fragmentos de las Memorias del duque de Saint-Simon)



POCOS días más tarde, Montesquiou me invitó a su casa de Neuilly, que estaba cerca de la del señor duque de Orleáns, que me quería mostrar. Fui con los duques de Luynes, de Noailles, de Lorges, de Gramont, con las duquesas de La Rochefoucauld y de Rohan. Era hijo de T. de Montesquiou, que era muy conocido de mi padre y de quien hablé en su momento, y el hombre más ocurrente que he conocido, con un aire de príncipe como nadie lo tiene, el rostro más noble, ya harto sonriente, ya harto grave, con el porte de un hombre de veinte años a los cuarenta, el cuerpo esbelto, es poco decir, erguido y como echado para atrás, que a decir verdad se inclinaba cuando se le ocurría hacerlo, con gran afabilidad y reverencias de toda suerte, pero volvía bastante pronto a su posición natural, que estaba toda hecha de orgullo, de altivez, de intransigencia de no doblegarse ante nadie y no ceder en nada, hasta caminar derecho hacia adelante sin preocuparse por quien pasa, llevándoselo por delante sin parecer verlo, o, si quería hacerlo enojar, mostrando que lo veía, que estaba en el camino, siempre rodeado por un montón de personas de la mayor calidad e inteligencia a las que a veces les hacía una reverencia a derecha e izquierda, pero a las que, las más de las veces, como se dice, las ignoraba olímpicamente, sin verlas, con los ojos clavados delante de él, siempre hablándoles sumamente alto y sumamente bien a sus íntimos que se reían enormemente de tas las cosas graciosas que decía, y con mucha razón, como he dicho, ya que era ocurrente más allá de lo que se puede imaginar. Sumaba a esto el ingenio más grave, más singular, más brillante, con gracias que nadie más que él tenía y que todos cuantos lo trataron intentaron copiar y adoptar, a menudo sin quererlo y a veces incluso sin darse cuenta, pero sin que ninguno lograse hacerlo, o a lo sumo dejaban trasuntar en sus pensamientos, en sus discursos y casi en el aspecto general de la letra y el sonido de la voz que eran en él ambas sumamente singulares y sumamente hermosas, algo así como un barniz suyo que se reconocía de inmediato y mostraba con su ligereza y su indeleble superficie que tan difícil era no tratar de imitarlo como conseguirlo. En su momento hablaremos de sus versos, que casi no hay ningún entretenimiento en Versalles, en Sceaux y en otras partes que no se engalane con ellos. Y desde hace algunos años, como las duquesas han tomado la costumbre de ir allí, las mujeres de la ciudad las imitan según una mecánica conocida, haciendo ir a sus casas actores que los recitan, con el objetivo de atraer a algunas de ellas, muchas de las cuales, por aplaudirlos, irían hasta la Sublime Puerta. No había aquel día ninguna recitación en su casa de Neuilly, sino la reunión, como sólo se daba en su casa, tanto de los poetas más famosos como de la más selecta gente de bien y de buen tono, y, de parte suya, para cada uno y delante de todos los objetos de su casa, multitud de expresiones siempre admirables en él, con ocurrencias harto numerosas y harto singulares, una sola de las cuales hubiera bastado para crear una comedia, y que a todos dejaban maravillados.
Había a menudo a su lado un español cuyo nombre era Yturri y al que yo había conocido cuando mi embajada en Madrid, como ya se ha dicho. En tiempos en que casi nadie aspira a otra cosa que a poner de relieve el propio mérito, tenía el que en verdad es sumamente raro de emplear todo el suyo en hacer que mejor brillara el de este conde, en ayudarlo en sus búsquedas, en sus relaciones con los libreros, hasta en el cuidado de su mesa, y no encontraba fastidiosa ninguna tarea con tal que ésta le ahorrase alguna, siendo la suya tan sólo, si se puede decir, la de escuchar y hacer resonar a lo lejos los dichos de Montesquiou, así como lo hacían esos discípulos que acostumbraban tener siempre con ellos los antiguos sofistas, tal como resulta evidente de los escritos de Aristóteles y de los discursos de Platón. El tal Yturri había conservado las maneras ardientes de los de su país, los que con motivo de todo no obran sin tumulto, cosa de la que Montesquiou lo reprendía harto a menudo y con suma gracia, para alegría de todos y muy en primer lugar del mismo Yturri, que riéndose se disculpaba del ardor de la raza y se guardaba de cambiar éste en nada, ya que así como era gustaba. Era conocedor como pocos de objetos de antaño, por lo que muchos aprovechaban para ir a verlo y consultarlo a tal respecto, hasta en el retiro que se habían hecho nuestros dos ermitaños y que estaba situado, como he dicho, en Neuilly, cerca de la casa del señor duque de Orleáns.
Montesquiou invitaba sumamente poco y sumamente bien, a todos los mejores y los más grandes, pero no siempre a los mismos, y esto deliberadamente, ya que jugaba con toda seriedad a ser rey, con favores y desgracias hasta la injusticia escandalosa, pero todo aquello sostenido por un mérito tan sin par y tan reconocido que todo se le toleraba —pero a algunos de manera harto fiel y harto regular, a los que uno casi siempre estaba seguro de encontrar en su casa, cuando ofrecía algún entretenimiento, como la duquesa de Rohan, como dije más arriba, la señora de Clermont-Tonnerre, que era hija de Gramont, nieta del célebre ministro de Estado, hermana del duque de Guiche, que tenía una fuerte inclinación, como se ha visto, por la matemática y la pintura, y la señora de Greffuhle, que era una Chimay, de la célebre casa principesca de los condes de Bossut. Su nombre es Hénnin-Liétard y ya he hablado de ellos a propósito del príncipe de Chimay, al que el Elector de Baviera hizo que Carlos II le diese el Toisón de Oro y que se convirtió en yerno mío gracias a la duquesa Sforza, tras la muerte de su primera mujer, hija del duque de Nevers. No dejaba de estar apegado a la señora de Brantes, hija de Cessac, de la que ya se ha hablado harto a menudo y harto bien, y de su rostro delicado como un retrato, que muchas veces volverá en el curso de estas Memorias, y siempre con sobrados elogios y harto merecidos, y a las duquesas de la Roche-Guyon y de Fezensac, de la que aún no se había hablado y que era de la casa de Montesquiou. Ya he hablado bastante de ésta a propósito de su cómica quimera de descender de Faramundo, como si su antigüedad no fuera lo bastante grande y no estuviese lo bastante reconocida como para que fuese necesario embrollarla con fábulas, y de la otra a propósito del duque de La Roche-Guyon, primogénito del duque de La Rochefoucauld y beneficiario del derecho de sucesión de sus dos cargos, el extraño presente que recibió del señor duque de Orleáns, de la nobleza con que eludió la trampa que le tendió la astuta maldad del primer presidente de Mesmes y de la boda de su hijo con la señorita de Toiras. Mucho se veía allí a la señora de Noailles, mujer del último hermano del duque de Ayen, hoy duque de Noailles, y cuya madre es La Ferté. Pero tendré ocasión de hablar más detenidamente de ella, como de la mujer de más bello genio poético que su siglo haya visto y probablemente todos los demás, y que ha renovado y puede decirse que ampliado el milagro de la célebre Sévigné. Sabido es que lo que digo de ella es pura equidad, ya que bastante conocen todos en qué términos acabé por estar con el duque de Noailles, sobrino del cardenal y marido de la señorita de Aubigné, sobrina de la señora de Maintenon, y bastante me he explayado en su momento sobre sus solapadas intrigas en mi contra hasta hacerse junto con Cornillac abogado de los consejeros de Estado contra las personas de calidad, su habilidad en engañar a su tío el cardenal, en acosar al canciller D'Aguesseau, en cortejar a Effiat y a los Rohan, en prodigarle las mercedes enormes del señor duque de Orleáns al conde de Armagnac para hacerle desposar a su hija, después de haberle hecho perder a ésta el primogénito del duque de Albret. Pero he hablado demasiado de todo esto como para volver a mencionarlo, y de sus siniestros tejemanejes contra Law y cuando la conspiración del duque y de la duquesa del Maine. Muy distinto, y a tantas generaciones de distancia, por otra parte, era Mathieu de Noailles, que se había casado con aquella de que aquí se trata y a la que ha hecho famosa su talento. Era la hija de Brâncoveanu, príncipe reinante de Valaquia, a quien allá llaman hospodar, y tenía tanta belleza como genio. Su madre era una Musurus, que es el nombre de una familia muy noble y muy de las primeras de Grecia, a la que habían hecho sumamente ilustre diversas embajadas numerosas y distinguidas y la amistad de uno de aquellos Musurus con el célebre Erasmo. Era el orgullo de un marido que encontraba el medio, pese al brillo enceguecedor de una tal mujer, capaz de apagar, muy a pesar suyo, todo mérito en torno a ella, de dejar que se viese el suyo, que era, a decir verdad, sumamente raro y sumamente distinguido, y el hombre de bien más cabal que yo he visto en mi vida. Pero de él hablaré en su momento.

  Es copia exacta del original:
  Horatio.

Traducción para Literatura y Traducciones de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán.
http://delamirandola.com/presentacion


martes, 9 de junio de 2015

Guillaume Apollinaire: El difunto Alfred Jarry



En mayo de 2013, Ediciones De La Mirándola publicó "El amor en visitas" de Alfred Jarry, en una cuidada edición con prólogo de Lucio Arrillaga. Este retrato de Alfred Jarry por Guillaume Apollinaire que publicaremos en tres entregas proviene de los Contemporains pittoresques.



EL DIFUNTO ALFRED JARRY
(Primera parte)


La primera vez que vi a Alfred Jarry fue en las tertulias de La Plume, las segundas, de las que se decía que no valían tanto como las primeras. El Café du Soleil d’or [del sol de oro] había cambiado de nombre: se llamaba el Café du Départ [de la partida]. Este nombre melancólico precipitó sin duda el fin de las reuniones y quizás el de La Plume. ¡Esa invitación al viaje hizo que pronto partiéramos muy lejos unos de otros! Pese a todo, hubo en el sótano, en la Place Saint-Michel, algunas hermosas tertulias, y allí nacieron algunas amistades entre pocos.
Alfred Jarry, la noche de la que estoy hablando, me pareció la personificación de un río, un joven río sin barba, con ropas mojadas de ahogado. Los bigotitos caídos, la levita de faldones que se balanceaban, la camisa sin almidonar y los zapatos de ciclista, todo aquello tenía algo de blando, de esponjoso: el semidiós todavía estaba húmedo, parecía haber salido empapado pocas horas antes del lecho por el que corrían sus aguas.
Mientras tomábamos cerveza stout, simpatizamos. Recitó versos con rimas metálicas en orde y arde. Luego, después de oír una canción nueva de Cazals, nos fuimos durante un cake-walk desenfrenado en el que se mezclaban René Puaux, Charles Doury, Robert Scheffer y dos mujeres a las que se les desarmaba el peinado.
Pasé casi toda la noche caminando a grandes pasos por el Boulevard Saint-Germain con Alfred Jarry, mientras hablábamos de heráldica, de herejías, de versificación. Me habló de los marinos entre los cuales vivía gran parte del año, de las marionetas a las que había hecho interpretar Ubú por primera vez. La voz de Alfred Jarry era nítida, grave, rápida y, a veces, enfática. De pronto dejaba de hablar para sonreír y bruscamente volvía a ponerse serio. Movía la frente sin cesar, pero la ancho y no a lo alto, como es común ver. A eso de las cuatro de la mañana se nos acercó un hombre para preguntarnos cómo ir a Plaisance. Jarry sacó rápidamente un revólver, conminó al transeúnte a que retrocediese seis pasos y le dio la información. Luego de esto nos despedimos y él volvió a su grande chamblerie [nombre que daba Jarry a la habitación en que vivía] de la Rue Cassette, adonde me invitó a que fuese a verlo.

—¿Monsieur Alfred Jarry?
—En el tercero y medio.
Esta respuesta de la portera me extrañó. Subí a la habitación de Alfred Jarry, que efectivamente vivía en el tercero y medio. Como los pisos de la casa le habían parecido demasiado altos al dueño, éste los había desdoblado. Esa casa, que aún existe, tiene de este modo unos quince pisos, pero como, en definitiva, no es más alta que las demás casas del barrio, no es más que una reducción de rascacielos.
Por otra parte, las reducciones abundaban en la vivienda de Alfred Jarry. Ese tercero y medio no era más que una reducción de piso, en donde el inquilino podía estar cómodamente de pie, mientras que yo, más alto que él, estaba obligado a agacharme. La cama no era más que una reducción de cama, es decir un jergón: ya que las camas bajas estaban de moda, me dijo Jarry. La mesa para escribir no era más que una reducción de mesa, ya que Jarry escribía acostado boca abajo en el piso. El mobiliario no era más que una reducción de mobiliario, que sólo estaba compuesto de la cama. De la pared colgaba una reducción de cuadro. Era un retrato de Jarry del que éste había quemado la mayor parte, dejando sólo la cabeza que lo mostraba parecido al Balzac de cierta litografía que conozco. La biblioteca no era más que una reducción de biblioteca, y eso ya es mucho decir. Se componía de una edición popular de Rabelais y de dos o tres volúmenes de la Biblioteca Rosa. Encima de la chimenea se alzaba un gran falo de piedra, trabajo japonés, regalo de Félicien Rops a Jarry, que siempre tenía aquella verga enorme tapada por un gorro de terciopelo violeta, desde el día en que el exótico monolito había espantado a una literata que se había quedado sin aliento después de subir al tercero y medio y que estaba desconcertada por esa grande chamblerie desamueblada.
—¿Es un calco? —preguntó la dama.
—No —respondió Jarry—, es una reducción.
(continuará)
Traducción para Literatura y Traducciones de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán.




sábado, 6 de junio de 2015

Fray Luis de León: Oda 14, Libro I de Horacio


Oda 14. Libro I. O navis.

  ¿TORNARÁS por ventura
  A ser de nuevas olas, nao, llevada?
  ¿A probar la ventura
  Del mar, que tanto tienes ya probada?
  ¡Oh!, que es gran desconcierto,
  ¡Oh!, toma ya seguro estable puerto.

  ¿No ves desnudo el lado
  De remos? ¿Y cuál crujen las antenas?
  Y el mástil quebrantado
  Del ábrego ligero? ¿Y cómo apenas
  Podrás ser poderosa
  De contrastar así la mar furiosa?

  No tienes vela sana,
  Ni dioses a quien llames en tu amparo,
  Aunque te precies vana
  Mente de tu linaje y nombre claro,
  Y seas noble pino,
  Hijo de noble selva en el Euxino.

  Del navío pintado
  Ninguna cosa fía el marinero,
  Que está experimentado,
  Y teme de la ola el golpe fiero:
  Pues guárdate con tiento,
  Si no es que quieres ser juego del viento.

  Oh tú mi causadora
  Antes de congoja y de pesares,
  Y de deseo agora
  Y no poco cuidado, huye las mares
  Que corren peligrosas
  Entre las islas Cícladas hermosas.






martes, 2 de junio de 2015

Paul Léautaud: Los últimos días de Alfred Jarry




En mayo de 2013, Ediciones De La Mirándola publicó "El amor en visitas" de Alfred Jarry, en una cuidada edición con prólogo de Lucio Arrillaga. Estas páginas del célebre Journal littéraire de Paul Léautaud, inéditas hasta ahora en castellano, nos permiten asistir a los últimos días de uno de nuestros autores de predilección.


LOS ÚLTIMOS DÍAS DE ALFRED JARRY

Miércoles 23 de enero (1907). Ayer martes, en el Mercure, vi a Jarry que va por segunda a refugiarse en su provincia, en casa de su hermana, en Laval. Hablé de él con Valette. Acabado, completamente acabado, ese pobre Jarry. Enfermo, desquiciado por las privaciones, el alcoholismo y la masturbación, incapaz de ganarse la vida de ningún modo, ni con un empleo ni con una colaboración cualquiera a un periódico. Hace dos o tres años lo hicieron entrar al Figaro. No hacía nada, o lo que hacía era ilegible. Lleno de deudas y ya un poco loco, hace un año organizaron en el Mercure la publicación, en tirada limitada y muy cara, de un pequeño libro suyo. Eso le procuró, una vez pagadas todas sus deudas, alrededor de ochocientos o mil francos. Se lo gastó todo en copas, en recorridas por los cafés, de modo que hoy, molido y jodido, se resigna a volver a casa de su hermana. “Lo mejor sería que nunca volviese”, me decía Vallette. “Está jodido. Ni siquiera es capaz de hacer un mandado.”
Lunes 28 de octubre. —Esta noche, después de cenar, para dar un paseo fui a llevarles un poco de comida a unos gatos abandonados en el Luxemburgo. Parece que Jarry se está muriendo en el hospital de La Charité. Fue Van Bever quien me lo dijo esta tarde.
Miércoles 30 de octubre. —[…] Parece que Jarry se recupera.
Sábado 2 de noviembre. —Esta mañana fui a hacerme sacar otro diente. En el camino, vi en el Gil Blas que ayer murió Jarry.
Almorcé en casa de Bl…, muy tarde. Al volver pasé por el Mercure. Me encontré a Van Bever que estaba enviando los partes de defunción de Jarry. El entierro tendrá lugar mañana a las tres, Saint-Sulpice y Bagneux. […]
Vallette ha llegado. Él es quien se hace cargo de todo lo de Jarry, junto con Mirbeau, Nathanson y Claude Terrasse.
Ingenuidad y torpeza de Nathanson diciéndole a Vallette: “¿Necesita dinero? ¿Quiere algo ya mismo?”. Según él, el Mercure no tiene ni cien centavos en la caja, probablemente. Iglesia, cementerio, entre todo, las exequias de Jarry ascienden a quinientos francos. A Vallette le seguía pareciendo que eso era muy poco. Ya empiezan las exageraciones de circunstancias: volúmenes póstumos, artículos ditirámbicos, hasta un posible monumento, etc. Siempre lo mismo. Jarry —es cierto que era alcohólico y borracho perdido— se moría de hambre. Nadie se ocupaba de eso, salvo Vallette, que hizo mucho y varias veces. Ahora que ha muerto encuentran que tenía genio.
Domingo 3 de noviembre. —Hoy, entierro de Jarry. Llegué a La Charité a las tres menos veinte. Habíamos quedado en reunirnos aparte en un patiecito. Cuando llegué, Mirbeau me vio y se tomó la molestia de salir a mi encuentro para saludarme muy cordialmente. Me preguntó primero si había visto a Jarry muerto. Le respondí que no. […]
Me encuentro con Vallette. También me pregunta si vi a Jarry. Le respondo que no. “¿Quiere verlo?”, me dice, y lo sigo. En una especie de cobertizo estaba expuesto el ataúd, todavía abierto, lo que yo no había sospechado al verlo de lejos. Me quedé un rato mirando al pobre Ubú. Realmente, se lo veía mejor que cuando estaba vivo, tenía el aspecto de un joven Cristo de la escuela española, con un rostro muy calmo, muy sereno. Siempre la expresión habitual: como de alguien que duerme. Es curiosa esa especie de barniz que la muerte pone sobre los rostros.
Jueves 7 de noviembre. —[…] Vallette, entonces, nos habló de Jarry a Morisse y a mí. Habla muy de él, y muy adecuadamente. Le dije que tendría que escribir un artículo. Jarry es una figura curiosa. Nadie hará el artículo, y si Vallette no lo hace ahora, nunca lo hará. Sostiene que ya no está en forma para escribir y que no tiene tiempo.
El autor del artículo de L’Intransigeant dijo que el éxito que le dio una camarilla literaria a Ubú Rey condujo a Jarry a construirse un personaje singular, que vivía con un tabú y que escribía cosas de chiflado, que en poco tiempo lo volvieron loco en serio.
Es olvidar, o ignorar: que Ubú Rey es una obra alumnos del secundario, que escribieron en el secundario, para ridiculizar a un profesor, Jarry y dos de sus compañeros, y que se representó en familia, en la casa de la misma madre de Jarry, la que había hecho, ella misma, el sombrero de la marioneta de Ubú, sombrero que poseen Rachilde y Vallette, como regalo de Jarry.
Que mucho antes de que Ubú Rey se representase y lo hiciese conocer, Jarry ya había escrito y publicado cosas chifladas, locas, incomprensibles. La prueba: Les Minutes de Sable Mémorial.
Vallette contaba cosas muy justas sobre Jarry. No tenía nada de arribista. Así, la noche de la representación de Ubú Rey, Vallette, él y Rachilde, estaban en el café con Mendès. Mendès estaba en una mesa escribiendo su artículo. Como no sabía muy bien cómo salir del paso, le pidió a Rachilde, para que no pareciese que se hacía ayudar abiertamente por Jarry, que hiciera que Jarry fuera a sentarse a su lado. Charlarían distraídamente, y Mendès obtendría lo que quería. Jarry se negó de plano, y le respondió a Rachilde: “Pero no, pero no”, con esa voz y esa entonación especial que tanto le gustaban y riéndose. “Dejémoslo que chapotee y se enrede. Será mucho más gracioso”. Ése es realmente el carácter de Jarry.
Le dije a Vallette lo convencido que estoy de que debió sufrir moralmente, al volverse incapaz de escribir, incapaz de terminar nada, de poner en pie nada. Pero no reconocía nada de eso, muy por el contrario, de tan orgulloso que era. Pobre muchacho, lo mucho que debe de haberse reído, a veces, bebiendo para excitarse, y luego, borracho, durmiendo como un tronco varios días seguidos, y tan pobre, además.
Curioso individuo, estrafalario, sumamente inteligente e instruido, extraño, incluso desconcertante, pero de lo más interesante, en sus buenos tiempos, hace cinco o seis años. Personas que desde entonces no lo veían, que incluso lo conocieron muy poco, quizás incluso que lo comprendieron muy poco, sintieron eso, sin embargo, y lo recordaron, y fueron a las exequias. La prueba: André Lebey.
En su cama de hospital, ya no decía más que estas palabras: Je cherche, je cherche, je cherche, je cherche (estoy buscando…), sin parar, sesenta veces, cien veces seguidas. Al acercarse la muerte, ya no era más que un sonido: j'ch, j'ch, j'ch, el sonido de la j y de la ch.
Vallette tiene el manuscrito de un libro de Jarry completamente terminado, del que muchas veces lo oí hablar: Vida y opiniones del Doctor Faustroll, patafísico. Va a ver si puede publicar algunos fragmentos en el Mercure. En cuanto a publicar el libro mismo, es como todo lo que escribía Jarry: prácticamente ilegible, de tan oscuro.


PAUL LÉAUTAUD
Journal littéraire 1907-1909.
Traducción para Literatura y Traducciones de Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán.


LES DERNIERS JOURS D'ALFRED JARRY

Mercredi 23 janvier (1907). Hier mardi, au Mercure, j'ai vu Jarry, qui s'en va une seconde fois se retirer dans sa province, chez sa sœur, à Laval. J'ai parlé de lui avec Valette. Fini, bien fini, ce pauvre Jarry. Malade, détraqué par les privations, l'alcoolisme et la masturbation, incapable de gagner sa vie en aucune façon, ni avec un emploi, ni par une collaboration quelconque à un journal. On l'avait fait entrer il y a deux ou  trois ans au Figaro. Il ne faisait rien, ou ce qu'il faisait était illisible. Couvert de dettes et déjà un peu fou, il y a un an on avait organisé au Mercure la publication, à tirage restreint et très cher, d'un mince ouvrage de lui. Cela lui avait fourni, toutes ses dettes payées, environ un billet de huit cents à mille francs. Il a tout mangé à boire, à courir les cafés, si bien qu'aujourd'hui, fourbu et fichu, il se résigne à repartir chez sa sœur. « Le mieux serait qu'il ne revienne jamais, me disait Vallette. Il est fichu. Pas même capable de faire une course. »
Lundi 28 Octobre. — Ce soir, après dîner, pour me promener, je suis allé porter une petite pâtée à des chats perdus du Luxembourg. Il paraît que Jarry est en train de mourir à l'hôpital de la Charité. C'est Van Bever qui me l'a dit cette après-midi.
Mercredi 30 octobre. —[…] Il paraît que Jarry se remonte.
Samedi 2 Novembre. — Été ce matin me faire enlever encore une dent. En passant, je vois dans le Gil Blas que Jarry est mort hier.
Déjeuné chez Bl..., fort tard. En rentrant, passé au Mercure. Je trouve Van Bever en train  d'expédier les faire-part Jarry. L'enterrement a lieu demain à trois heures, Saint-Sulpice et Bagneux. […]
Vallette est arrivé. Toute l'affaire Jarry se fait par ses soins, et ceux de Mirbeau, de Nathanson et de Claude Terrasse.
Naïveté et maladresse de Nathanson disant à Vallette : « Avez-vous besoin d'argent ? Voulez-vous tout de suite quelque chose ? » Pour lui, le Mercure n'a pas cent sous en caisse, probablement. Église, cimetière, tout compris, les obsèques de Jarry reviennent à cinq cents francs. Vallette avait encore l'air de trouver que c'était bien peu de chose. Les exagérations de circonstance commencent déjà : volumes posthumes, articles dithyrambiques, question même d'un monument, etc... Toujours la même histoire. Jarry — il est vrai qu'il était alcoolique et ivrogne invétéré — mourait de faim. On ne s'en occupait pas, sauf Vallette, qui a fait beaucoup, et à plusieurs reprises. Maintenant qu'il est mort, on lui trouve du génie.
Dimanche 3 Novembre. — Aujourd'hui, enterrement de Jarry. Je suis arrivé à la Charité à trois heures moins vingt. On se réunissait dans une petite cour à part. Quand j'y suis arrivé, Mirbeau m'a aperçu et s'est dérangé pour venir au-devant de moi me dire bonjour très cordialement. II m'a d'abord demandé si j'avais vu Jarry mort. Je lui ai répondu non. […]
Je trouve Vallette. Il me demande aussi si j'ai vu Jarry. Je lui réponds non. « Voulez-vous le voir », me dit-il, et je le suis. Sous une sorte de hangar, le cercueil était exposé, encore ouvert, ce dont je ne m'étais pas douté en le voyant de loin. Je suis resté un moment à regarder ce pauvre Ubu. Il  tait mieux que vivant, certes, l'air d'un jeune Christ de l'école espagnole, avec un visage très calme, très reposé. Toujours l'expression habituelle : l'air de dormir. C'est curieux cette espèce de vernis que la mort met sur les visages.
Jeudi 7 Novembre. — […] Vallette nous a parlé alors de Jarry, à Morisse et à moi. Il en parle très bien, et très justement. Je lui disais qu'il devrait écrire un article. Jarry est une figure curieuse. Personne ne fera l'article, et si Vallette ne le fait pas maintenant, il ne le fera jamais. Il prétend n'être plus en forme pour écrire, et n'avoir pas le temps.
L'auteur de l'article de L’Intransigeant dit que le succès fait par une coterie littéraire à Ubu roi a amené Jarry à se faire un personnage singulier, vivant avec un tabou, et écrivant des choses tourneboulées, pour bientôt en devenir fou pour de bon.
C'est oublier, ou ignorer : que Ubu roi est une œuvre d'élèves de collège écrite au collège, pour ridiculiser un professeur, par Jarry et deux de ses camarades, et représentée en famille chez la mère même de Jarry, laquelle avait confectionné elle-même le chapeau de la marionnette d'Ubu, chapeau que Rachilde et Vallette possèdent, comme un cadeau de Jarry.
Que bien avant que Ubu roi fût représenté et l'eût fait connaître, Jarry avait déjà écrit et publié des choses tourneboulées, folles, incompréhensibles. Témoin : Les Minutes de Sable Mémorial.
Vallette racontait des choses très justes sur Jarry. Rien d'un arriviste. Ainsi, le soir de la  représentation de Ubu roi, Vallette, lui et Rachilde étaient au café avec Mendès. Mendès était à une table, écrivant son article. Ne sachant trop comment s'en tirer, il demanda à Rachilde, ne voulant pas avoir l'air de se faire éclairer ouvertement par Jarry, de faire en sorte que Jarry vînt s'asseoir à côté de lui. Ils causeraient négligemment, et Mendès aurait ce qu'il voulait. Jarry s'y refusa absolument, répondant à Rachilde : « Mais non, mais non », avec cette voix et cette intonation spéciale qu'il affectionnait, et riant. « Laissons-le barboter, s'empêtrer. Ce sera bien plus drôle. » Cela, c'est bien le caractère de Jarry.
Je disais à Vallette combien je pensais qu'il a dû souffrir moralement, devenu impuissant à écrire, ne pouvant rien finir, rien mettre sur pied. Il n'en avouait rien, bien au contraire, grand orgueilleux qu'il était. Pauvre garçon, ce qu'il n'a pas dû rire, quelquefois, buvant pour s'exciter, puis, ivre, dormant comme un plomb des jours de suite, et si pauvre, en plus.
Curieux individu, original, extrêmement intelligent et instruit, bizarre, déroutant même, mais intéressant au possible, à sa belle époque, il y a cinq ou six ans. Des gens qui ne l'avaient pas vu depuis, qui l'ont même très peu connu, peut-être même très peu compris, ont tout de même senti cela, et s'en sont souvenus, et sont venus aux obsèques. Témoin : André Lebey.
Dans son lit d'hôpital, il ne disait plus que ces mots : Je cherche, je cherche, je cherche, je cherche, sans s'arrêter, soixante fois, cent fois de suite. La mort approchant, ce n'était plus devenu qu'un son : j'ch, j'ch, j'ch, le son du j et du ch.
Vallette a le manuscrit d'un livre de Jarry complètement terminé, dont je l'avais souvent entendu parler : Vie et Opinions du docteur Faustroll, pataphysicien. Il va voir s'il peut en publier quelques morceaux dans le Mercure. Pour publier le livre même, c'est comme tout ce qu'écrivait Jarry : à peu près illisible, à force d'obscurité.
 PAUL LÉAUTAUD - Journal littéraire 1907-1909.