sábado, 1 de abril de 2017

T. E. Lawrence, Borges y Bioy Casares: El troquel


THE MINT
(El troquel)
Fragmento

...Mientras las carreteras eran azules y alquitranadas y rectas —sin cercos laterales— y secas y despejadas, yo era rico.

Todas las noches, en cuanto acababa el trabajo, salía apresurado del hangar, obligando a mis cansados pies a ser ágiles. El movimiento mismo los estimulaba después de la obligada restricción del día de servicio. En cinco minutos estaba hecha mi cama, lista para la noche; en cuatro más yo me había ajustado los breeches y las polainas, y me ponía los guantes mientras me dirigía hacia mi motocicleta, que vivía en frente, en un cobertizo. A los neumáticos nunca les faltaba aire; el motor tenía la costumbre de arrancar al segundo golpe de pie: una buena costumbre, ya que sólo con frenéticos esfuerzos sobre el pedal de arranque podía mi ínfimo peso imponerse a las siete atmósferas del motor.

Noche a noche, el primer alegre rugido de Boanerges al volver a la vida despertaba a las barracas del Cadet College. “Ahí va ese estrepitoso”, alguien decía envidiosamente cada vez. Un aviador tiene que entender de motores, y un motor celoso es nuestra continua satisfacción: El campamento se enorgullecía del poder de mi Brough. Esta noche Tug y Dusty fueron a despedirme a la salida de la barraca. “¿Te vas  a la Humareda, tal vez?”, se rió Dusty, aludiendo a mi hábito de ir a Londres y estar de vuelta a la hora del té, los miércoles a la tarde.

Boa es una criatura que, a alta velocidad, funciona tan suavemente como la mayoría de las máquinas de un cilindro, a media velocidad. Dejo atrás el cuarto de guardia y la zona de velocidad limitada, marchando a unos veinticinco kilómetros por hora. Doblo, rebaso la granja y ya el camino es recto. Ahora, a fondo. El rendimiento máximo del motor es de cincuentidós caballos. Es un milagro que toda esta dócil fuerza aguarde detrás de una leve palanca al arbitrio de mi mano.

Otra curva, y es mío uno de los más rectos y rápidos caminos de Inglaterra. Detrás, el humo de mi máquina se desenrolló como una larga cuerda. Pronto mi velocidad lo cortó, y oí sólo el grito del viento que mi cabeza, como una cuña, partía y apartaba. Con la velocidad del grito se convirtió en un chillido, y el aire frío, como dos chorros de agua helada, fluyó en mis ojos llorosos. Los entrecerré hasta convertirlos en grietas, y los enfoqué doscientas yardas más adelante, en el vacío mosaico de las pedregosas ondulaciones del alquitrán.

Como flechas me pinchaban las mejillas los leves insectos; a veces, un cuerpo más pesado, una mosca o un escarabajo, se estrellaba contra mi cara o mis labios, como una bala perdida. Una ojeada al velocímetro: ciento veinticinco kilómetros. Boanerges está calentándose. Apreto el acelerador en lo alto de la loma y nos precipitamos cuesta abajo y cuesta arriba, como en una montaña rusa. La pesada máquina se lanza como un proyectil con un zumbido de ruedas en el aire a cada acelerada, para caer oblicuamente, con un tirón de la cadena de trasmisión, que me sacude la columna vertebral como una convulsión.

Una vez cruzábamos así la luz de la tarde, con el amarillento sol muy bajo, a la izquierda, cuando sobre nosotros rugió una vasta sombra. Un Bristol de combate, del vecino aeródromo de Garden City, evolucionaba rápidamente. Reduje la velocidad, para saludar, y la corriente de mi ímpetu me doblegó hacia atrás el brazo y el codo, como un mayal levantado. El piloto señaló el camino de Lincoln. Me acomodé en el asiento, me cubrí los ojos y corrí tras él, como un perro tras una liebre. Al agotarse el impulso de su picada, corrimos a la par.

Los otros dos kilómetros de camino eran desparejos. Afirmé los pies en los estribos, me aferré con los brazos y apreté las rodillas contra el tanque, hasta que sus protectores de goma rechinaron bajo mis muslos. Sobre el primer bache, Boanerges gritó atónita y un neumático aulló al rozar el guardabarro. Las sacudidas de los diez minutos siguientes, no fueron indignas de un canguro esquivando balazos. Persistí, apretando con la enguantada mano el acelerador, para que ningún sacudón lo cerrara y disminuyera nuestra velocidad. Entonces la motocicleta patinó tres veces, osciló mareada y zarandeó la cola durante veinticinco horribles metros. Aflojé el manubrio, la máquina corrió libremente. Boanerges se afirmó y enderezó la cabeza con una sacudida, como corresponde a una Brough.

El terreno desparejo quedó atrás, y ya en la nueva carretera avanzamos como el vuelo de un pájaro. Mi cabeza estaba perdida en el viento y yo estaba sordo, y parecía que nos deslizábamos en silencio entre los rastrojos dorados por el sol. Me atreví, al subir una cuesta, a disminuir apenas la velocidad y a mirar de soslayo el cielo. Ahí estaba el Bristol, a unos ciento ochenta metros atrás. ¿Jugar con el individuo?
¿Por qué no? Reduje la velocidad a ciento cuarenticinco kilómetros y le hice seña con la mano, que me alcanzara. La reduje a ciento treinta y me incorporé. Zumbó sobre mí. Su pasajero, una sonrisa con antiparras y casco, se asomó sobre el borde y me hizo el típico corte de manga de la R. A. F.

Imaginaban, sin duda, que yo era un engreído, dándoles ventaja. Aceleré de nuevo. Boa, quince metros más abajo, los alcanzaba; no perdía terreno; avanzaba en el campo limpio y solitario. Un automóvil que se aproximaba, al vernos casi cayó en una zanja. El Bristol zumbaba entre los árboles y los postes de telégrafo, a unos veinticuatro metros detrás. Pero yo los aventajaba, tenazmente los aventajaba. Yo corría unos ocho kilómetros más por hora. Bajé la mano izquierda para dar al motor dos adicionales bombeadas de aceite, por si algo se había recalentado. Pero un motor Jap de dos cilindros, con válvulas a la cabeza, bien regulado, es capaz de ir hasta la luna y volver, sin dificultad.

Nos acercamos al pueblo. Dos kilómetros antes de las primeras casas reduje la velocidad y me dirigí a la encrucijada, cerca del hospital. El Bristol llegó, giró, ascendió y emprendió el regreso, saludando hasta perderse de vista. Estábamos a unos veinte kilómetros del campamento y hacía quince minutos que me despedí de Tug y de Dusty en la puerta de la barraca.

Empuñé de nuevo el manubrio y dejé que Boanerges bajara libremente por la colina, siguiendo la vía del tranvía, por calles sucias y luego subiera hasta la desdeñosa catedral, que se elevaba en frígida perfección contra el trémulo ocaso. Ningún mensaje de misericordia en Lincoln. Nuestro Dios es un Dios celoso, y la mejor ofrenda de un hombre está muy lejos de ser digna, ante los ojos de San Hugo y de sus ángeles.

Remigio, el viejo y terrenal Remigio, nos mira con mayor indulgencia a mí y a Boanerges. Dejé en la puerta del oeste la acerada magnificencia de fuerza y de velocidad y entré; el organista practicaba algo lento y rítmico, como una tabla de multiplicar hecha de notas. El esculpido, insatisfactorio e insatisfecho encaje del coro y del tímpano absorbía lo esencial del sonido. El exceso se volcaba pensativamente en mis oídos.

Ya mi estómago se había olvidado del almuerzo, me ardían y me lloraban los ojos. Afuera otra vez, para refrescarme la cabeza bajo la bomba del patio del Ciervo Blanco. Una taza de auténtico chocolate y un panecillo en la confitería, y Boa y yo tomamos el camino de Newark, para aprovechar la última hora de luz.


Revista Sur, julio-octubre de 1947, año XVI.