THE
MINT
(El troquel)
(El troquel)
Fragmento
...Mientras las
carreteras eran azules y alquitranadas y rectas —sin cercos laterales— y secas
y despejadas, yo era rico.
Todas las noches, en
cuanto acababa el trabajo, salía apresurado del hangar, obligando a mis
cansados pies a ser ágiles. El movimiento mismo los estimulaba después de la
obligada restricción del día de servicio. En cinco minutos estaba hecha mi
cama, lista para la noche; en cuatro más yo me había ajustado los breeches y las polainas, y me ponía los
guantes mientras me dirigía hacia mi motocicleta, que vivía en frente, en un
cobertizo. A los neumáticos nunca les faltaba aire; el motor tenía la costumbre
de arrancar al segundo golpe de pie: una buena costumbre, ya que sólo con
frenéticos esfuerzos sobre el pedal de arranque podía mi ínfimo peso imponerse
a las siete atmósferas del motor.
Noche a noche, el
primer alegre rugido de Boanerges al volver a la vida despertaba a las barracas
del Cadet College. “Ahí va ese estrepitoso”, alguien decía envidiosamente cada
vez. Un aviador tiene que entender de motores, y un motor celoso es nuestra
continua satisfacción: El campamento se enorgullecía del poder de mi Brough.
Esta noche Tug y Dusty fueron a despedirme a la salida de la barraca. “¿Te vas a la Humareda, tal vez?”, se rió Dusty,
aludiendo a mi hábito de ir a Londres y estar de vuelta a la hora del té, los
miércoles a la tarde.
Boa es una criatura
que, a alta velocidad, funciona tan suavemente como la mayoría de las máquinas
de un cilindro, a media velocidad. Dejo atrás el cuarto de guardia y la zona de
velocidad limitada, marchando a unos veinticinco kilómetros por hora. Doblo,
rebaso la granja y ya el camino es recto. Ahora, a fondo. El rendimiento máximo
del motor es de cincuentidós caballos. Es un milagro que toda esta dócil fuerza
aguarde detrás de una leve palanca al arbitrio de mi mano.
Otra curva, y es mío
uno de los más rectos y rápidos caminos de Inglaterra. Detrás, el humo de mi
máquina se desenrolló como una larga cuerda. Pronto mi velocidad lo cortó, y oí
sólo el grito del viento que mi cabeza, como una cuña, partía y apartaba. Con
la velocidad del grito se convirtió en un chillido, y el aire frío, como dos
chorros de agua helada, fluyó en mis ojos llorosos. Los entrecerré hasta convertirlos
en grietas, y los enfoqué doscientas yardas más adelante, en el vacío mosaico
de las pedregosas ondulaciones del alquitrán.
Como flechas me
pinchaban las mejillas los leves insectos; a veces, un cuerpo más pesado, una
mosca o un escarabajo, se estrellaba contra mi cara o mis labios, como una bala
perdida. Una ojeada al velocímetro: ciento veinticinco kilómetros. Boanerges
está calentándose. Apreto el acelerador en lo alto de la loma y nos
precipitamos cuesta abajo y cuesta arriba, como en una montaña rusa. La pesada
máquina se lanza como un proyectil con un zumbido de ruedas en el aire a cada
acelerada, para caer oblicuamente, con un tirón de la cadena de trasmisión, que
me sacude la columna vertebral como una convulsión.
Una vez cruzábamos así
la luz de la tarde, con el amarillento sol muy bajo, a la izquierda, cuando
sobre nosotros rugió una vasta sombra. Un Bristol de combate, del vecino
aeródromo de Garden City, evolucionaba rápidamente. Reduje la velocidad, para
saludar, y la corriente de mi ímpetu me doblegó hacia atrás el brazo y el codo,
como un mayal levantado. El piloto señaló el camino de Lincoln. Me acomodé en
el asiento, me cubrí los ojos y corrí tras él, como un perro tras una liebre.
Al agotarse el impulso de su picada, corrimos a la par.
Los otros dos
kilómetros de camino eran desparejos. Afirmé los pies en los estribos, me
aferré con los brazos y apreté las rodillas contra el tanque, hasta que sus
protectores de goma rechinaron bajo mis muslos. Sobre el primer bache,
Boanerges gritó atónita y un neumático aulló al rozar el guardabarro. Las
sacudidas de los diez minutos siguientes, no fueron indignas de un canguro esquivando
balazos. Persistí, apretando con la enguantada mano el acelerador, para que
ningún sacudón lo cerrara y disminuyera nuestra velocidad. Entonces la
motocicleta patinó tres veces, osciló mareada y zarandeó la cola durante
veinticinco horribles metros. Aflojé el manubrio, la máquina corrió libremente.
Boanerges se afirmó y enderezó la cabeza con una sacudida, como corresponde a
una Brough.
El terreno desparejo
quedó atrás, y ya en la nueva carretera avanzamos como el vuelo de un pájaro.
Mi cabeza estaba perdida en el viento y yo estaba sordo, y parecía que nos
deslizábamos en silencio entre los rastrojos dorados por el sol. Me atreví, al
subir una cuesta, a disminuir apenas la velocidad y a mirar de soslayo el
cielo. Ahí estaba el Bristol, a unos ciento ochenta metros atrás. ¿Jugar con el
individuo?
¿Por qué no? Reduje la
velocidad a ciento cuarenticinco kilómetros y le hice seña con la mano, que me
alcanzara. La reduje a ciento treinta y me incorporé. Zumbó sobre mí. Su
pasajero, una sonrisa con antiparras y casco, se asomó sobre el borde y me hizo
el típico corte de manga de la R. A. F.
Imaginaban, sin duda,
que yo era un engreído, dándoles ventaja. Aceleré de nuevo. Boa, quince metros
más abajo, los alcanzaba; no perdía terreno; avanzaba en el campo limpio y
solitario. Un automóvil que se aproximaba, al vernos casi cayó en una zanja. El
Bristol zumbaba entre los árboles y los postes de telégrafo, a unos
veinticuatro metros detrás. Pero yo los aventajaba, tenazmente los aventajaba.
Yo corría unos ocho kilómetros más por hora. Bajé la mano izquierda para dar al
motor dos adicionales bombeadas de aceite, por si algo se había recalentado.
Pero un motor Jap de dos cilindros, con válvulas a la cabeza, bien regulado, es
capaz de ir hasta la luna y volver, sin dificultad.
Nos acercamos al
pueblo. Dos kilómetros antes de las primeras casas reduje la velocidad y me
dirigí a la encrucijada, cerca del hospital. El Bristol llegó, giró, ascendió y
emprendió el regreso, saludando hasta perderse de vista. Estábamos a unos
veinte kilómetros del campamento y hacía quince minutos que me despedí de Tug y
de Dusty en la puerta de la barraca.
Empuñé de nuevo el
manubrio y dejé que Boanerges bajara libremente por la colina, siguiendo la vía
del tranvía, por calles sucias y luego subiera hasta la desdeñosa catedral, que
se elevaba en frígida perfección contra el trémulo ocaso. Ningún mensaje de
misericordia en Lincoln. Nuestro Dios es un Dios celoso, y la mejor ofrenda de
un hombre está muy lejos de ser digna, ante los ojos de San Hugo y de sus
ángeles.
Remigio, el viejo y
terrenal Remigio, nos mira con mayor indulgencia a mí y a Boanerges. Dejé en la
puerta del oeste la acerada magnificencia de fuerza y de velocidad y entré; el
organista practicaba algo lento y rítmico, como una tabla de multiplicar hecha
de notas. El esculpido, insatisfactorio e insatisfecho encaje del coro y del
tímpano absorbía lo esencial del sonido. El exceso se volcaba pensativamente en
mis oídos.
Ya mi estómago se había
olvidado del almuerzo, me ardían y me lloraban los ojos. Afuera otra vez, para
refrescarme la cabeza bajo la bomba del patio del Ciervo Blanco. Una taza de
auténtico chocolate y un panecillo en la confitería, y Boa y yo tomamos el
camino de Newark, para aprovechar la última hora de luz.
Traducción de
Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares.
Revista Sur, julio-octubre de 1947, año XVI.