ARGUMENTO
A LA PRIMERA EPÍSTOLA
Dando principio los Griegos a su numerable guerra
contra la ciudad de Troya para vengar la injuria y afrenta hecha a Menelao por
Paris, robando a Elena su mujer, fue llevado a ella Ulises, hijo de Laertes,
rey de Itaca, contra su voluntad, para valerse de su mucha prudencia en aquel
prolijo cerco; y no fue vana la elección de los Griegos, pues se atribuye a
Ulises la mayor parte de aquella victoria. Conseguida, pues, la venganza, y
Troya totalmente destruida, volviendo los Griegos vencedores a sus patrias, por
la indignación de Minerva muchos de ellos fueron hundidos en la mar, otros
muertos con miserables fines, y algunos anduvieron peregrinando mucho tiempo
por diversas regiones. Entre los cuales Ulises, vagando diez años por el mundo,
a su mujer Penélope dio ocasión a que le escribiese (entre otras muchas) esta carta.
Muéstrale por ella su firmeza y casto propósito: acúsale la tardanza, señal de
cierto olvido, y escríbele los muchos trabajos y agravios que con los que la
pretendían por mujer (creyendo que Ulises fuese muerto) padecía. Pintase en
esta epístola muy al vivo la fortaleza y valor, y lo mucho que merece la mujer
que es verdaderamente honrada en presencia y en ausencia de su mando.
EPÍSTOLA
PRIMERA
PENÉLOPE
A ULISES
Tu
desdichada esposa, aunque constante,
Penélope,
que espera y ha esperado
La
vuelta de su esposo y dulce amante,
A ti,
mi Ulises, lento y descuidado.
Esta te
envía; no te sea molesta
Por ser
de quien en Frigia has olvidado.
Si del
antiguo amor algo te resta.
No me
respondas, ven tú mismo luego;
A ti,
mi señor, quiero por respuesta.
Ya cayó
Troya, cierto; ya es hoy fuego
Quien a
las damas griegas era odiosa.
Porque
era impedimento a su sosiego.
Érales
tan horrible y espantosa,
Que
apenas fue su rey Príamo dino
De tal
rencor, ni de ira tan rabiosa
¡Oh!
ojalá pluguiera a algún divino
Poder,
cuando al Egeo con la armada
Veloz
cortaba Paris el malino,
En Cila
diera, o en Caribdi airada.
De
suerte que el adúltero y su gente
Fueran
hundidos en la mar salada.
No
abrazaría el aire vanamente
En el
desierto lecho, ni sintiera
El frío
de la noche y del ausente.
No me
quejara que mil siglos era
Un día
en esta ausencia, imaginando
Que el
sol se detenía en su carrera:
Ni las
manos viudas macerando
Tejiera
esta mi tela, con que peno,
Por ir
las noches y horas engañando.
Cuando
no temí yo en el tiempo bueno
Mayores
riesgos de los que has pasado,
Pues
siempre está el amor de temor lleno.
Fingía
contra ti de Troya armado
Un
escuadrón, y solo en acordarme
De
Héctor, quedaba en un sudor helado.
O si
alguno venía por contarme
Que
Antíloco por Héctor fue vencido,
Antíloco
era causa de turbarme.
O
viendo que a Patroclo no han valido
Las
falsas armas para de los daños
De la
parca cruel ser redimido.
Lloraba
(¡ay triste!), que de los extraños
Sucesos
infería mi tormento,
Y ser
en vano todos tus engaños.
Renovó
mi dolor ver que el cruento
Sarpedón
en el fuerte Tlepolemo
Ensangrentó
la lanza hasta el cuento.
En fin,
cualquiera Griego que el extremo
Espíritu
enviaba al siglo escuro
Turbaba
al fuego en que por ti me quemo.
Mas
proveyó algún Dios a mi amor puro.
Pues
siendo salvo mi consorte amado.
Abrasó a
Troya y allanó su muro.
Ya
muchos Capitanes han tornado
A sus
queridas patrias y lugares,
Y
alivian el cansancio que han pasado.
Ya
humean con incienso los altares,
Ya en
los templos se cuelgan los famosos
Trofeos
y despojos militares.
Las
damas, viendo libres sus esposos.
Traen
dones a los Dioses soberanos,
Y ellos
les cuentan casos espantosos:
Cuentan
cómo vencieron con sus manos
A
Troya, y cómo a Janto y su corriente
Ocuparon
los cuerpos de Troyanos.
Enarca
el viejo la arrugada frente
De
espanto, y la doncella sin rüido
Se
maravilla, y oye atentamente.
La
mujer de la boca del marido
Está
colgada atenta, contemplando
Los
trances y naufragios que ha sufrido.
Alguno
con el dedo señalando
En la
mesa las guerras demostraba
A Troya
en breve círculo pintando.
Por
aquí el Simoente caminaba
Con
curso arrebatado; aquí el Sigeo
Monte
al supremo cielo amenazaba:
Aquí el
alcázar es donde el trofeo
De sus
pasados Príamo el anciano
Guardaba;
aquí hería el mar Egeo.
Allí
tenía a la derecha mano
Su
tienda o pabellón Aquiles hecho,
Y
Ulises a esta parte en aquel llano.
Héctor
aquí arrastrado a su despecho.
Espantó
los caballos desbocados,
Y de
Hécuba afligió el materno pecho.
Estos
sucesos, y otros olvidados,
Los
supe de Telémaco mi hijo.
Que en
parte dan alivio a mis cuidados.
El
sabio Néstor, dice, se los dijo.
Cuando
te fue a buscar, a mí volviendo
Sin ti,
y con nuevas con que más me aflijo.
Mas me
contó que a Reso muerto habiendo
Y a
Dolone, triunfaste en darles muerte,
Por ser
a aquél con fraude, a éste durmiendo.
Y que
tu ardid y audacia fue de suerte
(Oh
padre del descuido y del olvido),
Que
bien se echó de ver tu pecho fuerte.
Pues en
el Tracio campo entremetido
De
noche, y con un solo compañero,
Lo
dejaste (cual rayo) destruido.
En un
tiempo eras cauto, y no ligero
En los
peligros, y era que me amabas;
Mas ya
de amante te has mudado en fiero.
Mientras
yo oía tus empresas bravas.
Los
miembros un temor me iba ocupando.
Temiendo
el grande riesgo con que andabas.
Hasta
que en torno del amigo bando
Entendí
que triunfaste de la guerra.
Los
caballos Ismarios conquistando.
Pero
¿qué me aprovecha que por tierra
Hayan
echado al Ilión vuestros brazos,
Donde
el valor de Marte está y se encierra?
¿Qué me
aprovecha ver los embarazos
De
Troya concluidos, y su gente
Muerta,
y sus muros hechos ya pedazos,
Si
quedo yo tan sola, tan ausente.
Como
durando Troya, y sin marido
Viuda
he de vivir eternamente?
Para
las otras ella ha perecido.
Mas
vive para mí, pues no he gozado
El
parabién de mi recién venido.
Ya
donde Troya fue se ve el sembrado,
Y la
tierra de sangre frigia llena
Produce
a tiempo el fruto deseado.
El
medio sepultado hueso suena
Cuando
el arado con su diente fiero
Lo
hiere y desmenuza como arena.
Y allí
donde el alcázar fue primero,
Y el
templo de magnífica opulencia,
Se ve
de espesa yerba un bosque entero.
Tú,
vencedor, estás en triste ausencia,
Y saber
a mí sola se me niega
La
provincia que goza tu presencia.
Si
acaso nave peregrina llega
A este
mi puerto, luego a sus patrones
Por ti pregunto,
y déjanme más ciega.
Agora
escribo en breve estos renglones,
Con
nuestro amado Meso, el cual se aparta
De mí
por te buscar en mil naciones.
Otras
veces ha ido a Pilo, a Esparta
En
busca tuya, y no ha sabido cosa
Por
relación, por nuevas o por carta.
Mejor
me fuera que la licenciosa
Llama
no hubiera en humo convertido
De Febo
la muralla milagrosa.
Y
pésame de cuanto he prometido
A los
eternos Dioses, porque oyera
Ser el
Dardano pueblo destruido.
Porque
Troya viviendo, yo tuviera
Nuevas
de ti, y aun cartas cada día,
Y solo
el riesgo de tu osar temiera.
La pena,
el sobresalto, la agonía.
Igual
nos fuera a todos de este modo,
Que es
dulce, en bien o en mal, la compañía.
Qué
tema no lo sé, y lo temo todo;
Porque
un temor allá en el alma crece,
Con que
a temer mi daño me acomodo.
Lo que
en sí tiene el mar, lo que se ofrece
De
peligro en la tierra, o todo junto,
Ser
causa de tu ausencia me parece.
Con
este pensamiento, luego al punto
(Según
los hombres sois libidinosos)
Que preso
estás de nuevo amor, barrunto.
Y
pienso que en los trances amorosos
Dirás a tu querida (que de gana
Escuchará
tus dichos engañosos):
—Yo
tengo en Grecia a mi mujer, que lana
Y lino,
como rústica, adereza:—
Rústica
sí seré, mas no liviana.
Al sumo
Jove y a su eterna alteza
Ruego
sea falso lo que yo imagino,
Porque
iguale tu fe con mi firmeza.
Que
estando libre del adulterino
Amor,
yo espero que estos mis tormentos
Abrirán a tu vuelta algún camino.
Mi
viejo padre riñe por momentos,
Y manda
desampare el viudo lecho,
Tu
tardanza increpando y mis lamentos.
Ríñame,
mande, increpe, a su despecho
He de
ser tuya, y tuya he de nombrarme;
De solo
Ulises ha de ser mi pecho.
Él,
viendo es imposible desviarme
De ti,
se rinde a mi valor constante,
Y
templa su importuno aconsejarme.
Gran copia
de mancebos desde el Zante,
Desde
Samo y Dulcigno aquí han venido
Con
aparato y término arrogante.
Pretende
cada cual ser mi marido,
Y
todos, sin que nadie lo defienda,
Tienen
por casa tu paterno nido.
Disipan
y destruyen tu hacienda
Y tu
riqueza, que es nuestras entrañas,
Y nadie
de ellos hay que no te ofenda.
¿Qué te
podré contar de las extrañas
Maldades
de Pisandro y de Polibo,
Y de
Medonte las infames mañas?
¿Qué
del soberbio Antino, y del altivo
Erimaco,
de mal seguras manos?
¿Qué de
otra mucha gente que no escribo?
A los
cuales, y a muchos más tiranos
Que
éstos, mantienes por estar ausente,
Sufriendo
yo sus términos villanos.
Iro el
mendigo, pobre y maldiciente,
Y
Melanio el glotón son los autores
De
nuestro daño y libertad presente.
Tres
somos de tu parte defensores,
y todos
tres sin fuerza y sin potencia.
Contra
tantos y tales amadores:
Tu
padre el uno, ya sin suficiencia,
El otro
yo, que siento nuestros daños,
Y Telémaco
falto de experiencia.
Laertes
viejo, flaco, lleno de años.
Yo
mujer, y Telémaco pequeño,
A quien
tengo perdido por engaños.
Perdilo
agora, que en un barco isleño
(A
pesar de éstos) ir tuvo ordenado
A Pilo,
por buscar al que es su dueño.
Ruego a
los Dioses que permita el hado
Que nos
alcance en días, y él te vea
Antes
del fin a todos señalado.
Esto el
boyero pide, esto desea
El
porquerizo, y esto al cielo santo
Demanda
el alma que en te amar se emplea.
Mas ni
Laertes puede valer tanto
(Los
justos Dioses de esto son testigos).
Según
su edad lo aflige, y más mi llanto.
Que en
medio de tan fuertes enemigos.
El
pueda solo defender, viviendo.
Tu
reino, sin tener fuerza ni amigos.
Pero
crece Telémaco, y creciendo
Su
vigor y sus fuerzas con los días,
Para
este hecho irán convaleciendo.
Agora
está en la edad, cuando podías
Con tu
favor y ciencias ampararlo,
Si no
eres otro ya del que solías.
Ni yo
tan grave mal puedo estorbarlo.
Que
echar de casa a tantos amadores.
Siendo
mujer no puedo efectuarlo.
Ven tú
presto, y castiga estos traidores,
Tú que
eres puerto y viento deseado
De
quien gozar espera tus favores.
Un hijo
tienes, justo es que industriado
Quede
en la juventud tierna y florida
En las
artes que al mundo has enseñado.
Tu
padre está en lo extremo de su vida,
Y
quiere que en su hora postrimera
Sus
ojos cierres por la despedida.
Yo, que
gozaba fresca primavera
Cuando
partiste, y la madeja de oro
En mis
cabellos se mostraba entera.
Perdido
hallarás aquel decoro
De mi
belleza antigua, y vuelto en plata.
Que ya
acabó tu ausencia este tesoro,
Y el
veloz tiempo todo lo maltrata.