Presentación
Mosén Oja Timorato, seudónimo de José María
Montoto y López Vigil (1818-1886), asturiano de origen y, definitivamente,
sevillano de adopción, jurista, historiador y periodista, escribió una Historia de don Pedro I de Castilla, muy
apreciada en su tiempo.
También nos ha dejado este tan curioso como
interesante libro. Esta obra fue publicada por primera y única vez en
la célebre Biblioteca de las tradiciones
populares españolas dirigida por el antropólogo y folclorista Antonio
Machado y Álvarez, el padre de Antonio y Manuel Machado.
Carlista, católico ultramontano, o integral (como se
proclamaría Léon Bloy unas décadas más tarde, quien hubiera visto un hermano
espiritual en nuestro autor), furiosamente antimoderno, Mosén Oja Timorato se
vuelve en este libro hacia el fin de su admirada Edad Media, para mejor
denostar la época en que le tocó vivir, época impregnada de positivismo y
materialismo.
La originalidad del libro reside en la
particular manera en que se nos presenta el arte de la traducción en su
desarrollo mismo, ligado al arte más general de la conversación. El autor
traduce y comenta para su círculo íntimo, a lo largo de trece veladas, en las dilatadas noches del invierno
hispalense, el capítulo V del Hormiguero
de Fray Johannes Nider, célebre inquisidor del siglo XV.
Repletas de comentarios eruditos y de
anécdotas a menudo literariamente deliciosas, estas páginas, que hubieran
encantado a un Baudelaire o a un Huysmans, se nos presentan como una traducción in progress, a la que puso fin la muerte
de su autor y a la que salvó del olvido la amistad sin fallas, a pesar de todas
las diferencias políticas y filosóficas, del padre de los Machado.
DOS PALABRAS AL LECTOR
DISCRETO
El interesantísimo libro que a continuación publicamos
es el quinto del Formicarium
(Hormiguero) de Juan Nyder, escrito en idioma latino en la primera mitad del
siglo XV. La muerte frustró el generoso designio del Sr. Montoto, de verter al
idioma castellano toda esta obra, de la cual afirma con gran donaire, que ha
sido hecha «para risa de los del número
infinito y profunda reflexión de los pocos que piensan». De ideas
enteramente opuestas a las nuestras, creemos de nuestro deber tributar aquí un
recuerdo de respeto y consideración afectuosos a quien fue en su vida privada
modelo de caballerosidad y pundonor y llevó como literato su modestia hasta el
extremo de no firmar siquiera su Historia
de D. Pedro I de Castilla, considerada por los historiadores más eminentes
de Europa como una verdadera honra, no sólo para su autor, sino para el país en
que trabajos tan concienzudos y serios se daban a luz.
Los que, consecuentes con la cultura dominante en la
época en que hicieron sus primeros estudios, aprendieron a conciencia el griego
y el latín, debieran con traducciones, análogas a las en que nos ocupamos,
facilitar a las nuevas generaciones una serie de datos indispensables para
enlazar la cultura de los tiempos pasados con la de los presentes.
Al avalorar el Sr. Montoto con observaciones propias
y notas y comentarios muy eruditos la obra que traducía, respondió a una
exigencia artística que no deben desatender, al menos en nuestro tiempo
todavía, los que deseen aclimatar en nuestro suelo el estudio de la ciencia
niña conocida en Europa con el nombre de Folklore. El utile dulci, de Horacio, es una máxima para nosotros respetable,
por encerrar un precepto de verdadero sentido común; quien no necesitando, sin
embargo, del goloso aliciente, busque sólo en este libro los materiales
indispensables para su estudio, salte los comentarios y notas, en la seguridad
de que éstos en nada perjudican a la pureza, de los datos recogidos y a la
fidelidad de la traducción. ¡Ojalá que el desinteresado y valioso ejemplo del
castizo escritor Sr. Montoto encuentre imitadores, y que resuciten de entre el
polvo de nuestros archivos multitud de obras estimables, muertas de risa de ver
que a nosotros nos falta el tiempo para estudiar a fondo el idioma en que
fueron escritas, y a los que lo aprendieron la generosidad bastante para
auxiliarnos, prestándonos servicios, a trueque de los innegables que les
prestamos, dedicándonos al estudio de las lenguas vivas!
(Biblioteca de las tradiciones populares españolas. Tomo II.
Sevilla, 1884.)
DE LOS MALEFICIOS Y LOS
DEMONIOS
LIBRO QUINTO DEL HORMIGUERO
Escrito por el Prior Fray Juan Nyder, del Orden de
Predicadores, y trasladado del idioma latino al castellano con interesantes
adiciones por
DON
JOSE MARÍA M0NT0T0 Y LÓPEZ VIGIL
(MOSÉN OJA TIMORATO)
VELADA PRIMERA
En una de las trece o catorce mil casas que forman
la siempre famosa ciudad de Sevilla, reuníanse a pasar parte de las dilatadas
noches del invierno cuatro buenos amigos, que entretenían el tiempo en todo lo
que no tuviese el menor contacto con la política nacional. Solían hacer algunas
excursiones por el extranjero, divirtiéndose con las metamorfosis de Gambetta y
con las vueltas y revueltas que por Europa y por Asia están dando hace tiempo
los rusos y los ingleses buscando el sitio más conveniente para encontrarse,
como al fin se encontrarán, no sé si para darse las manos o para saludarse a cañonazos.
De vuelta de estos viajes, que aun cuando solían
llegar hasta el Afganistán no por eso duraban mucho, sentábanse alrededor de
una mesa y la emprendían con el tresillo, que jugaban a céntimo de real el
tanto, disolviéndose después la reunión apenas sonaba la hora de las diez en el
reloj de la celebérrima Giralda.
Pues en la noche de un jueves del año próximo pasado
de 1879, juntos ya los cuatro amigos en casa de R., que era donde tenían sus
tertulias, antes de que otra conversación se promoviese, dijo M.:
—Han de saber ustedes que pasando hoy por la calle
de la Feria, paréme delante de un tenducho de viejos cachivaches, entre los
cuales descubrí un libro de grueso volumen, forrado en pergamino, tan vetusto
como la mayor parte de los trebejos que le acompañaban, y en cuyo lomo aparecía
un letrero en dirección horizontal, escrito en caracteres góticos, tan borrosos
que no consentían su lectura. Movido de la curiosidad, acerquéme a aquellas
baratijas, tome el libro, abríle incontinenti,
y leí su portada, escrita en latín, que decía: «Algunos tratados, tanto de los antiguos como de los modernos autores,
acerca de las brujas y otros magos y demoníacos, y de su arte, potestad y pena,
distribuidos en dos tomos, de los que el primero contiene el Martillo de
maléficas, de los inquisidores Santiago
Sprenger y Enrique Institor, y el Hormiguero de maléficas y de sus
prestigios y decepciones del teólogo Juan
Nyder. Impreso en Francfort, año de 1600.»
Pasé rápidamente la vista por algunas páginas, todas
en letra bastardilla, diminuta y confusa, pareciendo además el latín hecho de
encargo para desesperar al lector, y aunque el enterarse de cuanto allí se
decía no podía reputarse empresa fácil, sin embargo, por lo mismo que se
presentaba ancho campo en que descifrar jeroglíficos, tarea inútil a que por
mal de mis pecados siempre me llevó la afición, formé el propósito de adquirir
la obra, y entré en ajuste con el dueño, quien, sin mucho regatear, me la cedió
por cincuenta céntimos de peseta, creyendo él, como así era en realidad, que
había hecho un buen negocio.
R. —¿Cómo buen negocio, habiendo vendido el libro en
precio tan ínfimo?
M. —Sí, porque si yo no se lo hubiera comprado,
probablemente se hubiera quedado sin vender, supuesto que para los que ignoran
el idioma latino era inútil, y para los que lo entienden, despreciable; pues
tratando de brujas, duendes, aparecidos, endemoniados y de otras materias a estas
análogas, era tanto como si tratara de las mayores necedades del mundo,
indignas de la ocupación de todo hombre serio e ilustrado , el cual ya sabe que
cuanto sobre tales cosas se diga que no sea presentarlas como invenciones
supersticiosas ajenas de toda verdad, es proferir absurdos y engañar a los ignorantes.
Tuvo, pues, fortuna el tendero de la Feria en que yo, que no soy serio aun
cuando lo parezca, ni tampoco ilustrado, por más que en leer y estudiar he
pasado casi toda mi vida, fuese tentado a enamorarme del mamotreto.
G. —Y ¿que habría tenido de particular el que
cargase con las lucubraciones de los dos inquisidores y del teólogo otro de la
seriedad e ilustración que usted dice le faltan? Por ventura, ¿no hay hombres
muy serios y muy ilustrados, los cuales no hacen otra cosa que escribir y
publicar obras, en las que con toda la formalidad y toda la ciencia de que son
capaces discuten y cuestionan sobre lo que ni es ni puede ser?
M. —Lo que habría tenido de particular es que
quisiese alguno perder el tiempo con lo que ya está definitivamente juzgado, y
sobre lo cual cada uno sabe a qué atenerse. Si hoy se escribe y se lee mucho
sobre grandísimas inepcias, afirmándolas uno, impugnándolas otro, y teniendo
todos la atención fija en ellas, consiste en que todavía no está dicho acerca
de las mismas la última palabra, o porque aun cuando en realidad sean
verdaderos despropósitos, como quiera que se presentan mezcladas a veces con
algunas verdades, fascinan a no pocos y se llevan de calle a los incapaces de
discurrir.
C. —¿Con que ya es una verdad incuestionable que
todo lo que se dice de brujas, duendes, aparecidos y demás de este género es
pura mentira?
M. —Tanto como una verdad incuestionable no diré que
lo sea, al menos por definición y sentencia de juez competente; pero sí que lo
es hoy por la opinión pública, lo cual no deja de ser muy respetable.
R. —Para mí no, porque o todas esas cosas son
verdaderas o no lo son; si lo primero, la opinión pública se equivoca hoy; y si
lo segundo, la opinión pública se equivocó en aquellos tiempos en que eran
generalmente creídas. Por manera que si no hay otro tribunal que haya dictado
el fallo, bien se podía apelar de uno que es tan falible, sin considerar ya el asunto
como pasado en autoridad de cosa juzgada.
M. —Fuerza, y no poca, tendría lo que usted dice, si
la opinión pública de los pasados siglos, en los que una crasísima ignorancia
alimentaba las supersticiones en todas las clases de la sociedad, fuese tan
atendible y digna de respeto como la opinión pública de nuestros días, cuando
las luces de la ilustración han iluminado todas las inteligencias.
E. —Tampoco estoy conforme con eso, porque si bien
no pondré en duda que en lo que comúnmente se dice público, en cuya palabra entiendo comprendidos todos los órdenes
sociales, existe en el día más ilustración que la que había en los siglos que
nos han precedido; el más consiste en
que se extiende a mayor número de individuos, no en que las ciencias puramente
especulativas, en las que todo ha de venir del entendimiento, se hallen hoy a mayor
altura que la que alcanzaron en aquellos tiempos en que la general opinión de
hombres que fueron, son y serán tenidos por eminentísimos sabios, admitía como
cierta la existencia de la magia, que se ejerce por obra o con el auxilio del
demonio.
C. —Todavía concedo yo menos, porque no veo que sea
hoy mayor el número de personas ilustradas que el que había en tiempo de nuestros
abuelos; lo que únicamente veo es que son más los que saben leer y escribir, y
precisamente en eso creo que está la causa de que, dadas las actuales
circunstancias de la sociedad, se halle la ilustración de nuestros días en un
estado incomparablemente más deplorable que cuando eran pocos los que entendían
un libro y manejaban una pluma, que a veces lo bueno se convierte en malo, aun
cuando intrínsecamente nunca deje de ser bueno. Pues aparte de que la verdadera
ilustración no pienso que tanto signifique como saber mucho, sino saber bien lo
que conviene y se debe saber, los que no están en condiciones de cultivar las
letras y las ciencias tampoco lo están en juzgar sobre la verdad o impostura de
lo que leen; por lo cual se dejan llevar generalmente de lo que otros
escribieron. Y como que entre lo que la prensa da a luz es muchísimo más lo
malo que lo bueno, y como el humano linaje, por la reliquia que en él ha dejado
el pecado del primer hombre, infinitamente más que a lo bueno es inclinado a lo
malo, por precisión habremos de convenir en que cuanto más se generalice el
saber leer y escribir, tanto mayor será la difusión de los errores y tanto más
se irán corrompiendo las costumbres. Acabo de leer un periódico de Madrid en el
cual, refiriéndose a una estadística penal contenida en la Gaceta, dice: «Por los cuales datos se ve que entre los que
saben leer y escribir y tienen una educación media, con ser muchísimos menos en
número que los que carecen de aquellos conocimientos y de toda especie de educación
social y literaria, los criminales abundan de una manera extraordinaria.»
¿Puede, amigos míos, ser ilustrado, ni se concibe que lo sea, un pueblo corrompido?
Bien se me alcanza el medio de conciliarlo todo de
manera que no creciese la inmoralidad a proporción que se aumentasen las
escuelas, pues el remedio se reduce a prevenir que la prensa nada pueda
estampar sin la anuencia y aprobación de personas competentes; pero
desgraciadamente ni en lontananza diviso un ánimo valiente que acometa la
curación de tal dolencia.
M. —¿Es decir, que cree usted de absoluta necesidad
la previa censura?
C. —Exactamente. La había antes, aun cuando no con
la generalidad y el rigor que convenía; y es lo cierto que desde que, rindiendo
culto a sofísticos principios, se la ha hecho desaparecer, estamos viendo las
gigantescas formas que de día en día van tomando los vicios, al mismo tiempo
que la confusión de ideas y la perversión del sentido moral llegan a tal
extremo, que hasta la verdadera noción de lo justo y de lo injusto parece que
se ha perdido.
R. —Está bien lo que usted dice, y mucho pudiera discutirse
sobre la materia; mas siguiendo por ese camino temo que hemos de llegar a perder
el que emprendimos.
G. —Así también me lo parece, y será bien volvamos
atrás los pasos y que acaben ustedes de decirme, a fin de que me sirva de
gobierno, si he de tener por falso y supersticioso cuanto de las brujas,
duendes, endemoniados, aparecidos, etc., etc., se cuenta en los libros y fuera
de ellos. Ante todo, quisiera saber que es lo que sobre el particular ha dicho
Nuestra Santa Madre la Iglesia.
M. —Creo que hasta ahora, si bien en sus códigos ha
condenado, como también condenan todas las legislaciones civiles, el ejercicio
de las artes mágicas, no se ha ocupado en definir lo que en cada una de ellas
haya de verdad; pues aunque se hace mérito del Concilio Ancirano y se alega un
canon del mismo de dudosa legitimidad, es común opinión que el tal canon sólo
se refiere a cierta y determinada secta y no a todas las especies de magia.
E. —Pues entonces, adonde el asunto debe llevarse es
al tribunal de la razón.
M. —Ya se ha llevado.
E. —¿Y que se ha decidido?
M. —Que es de fe cuanto de los endemoniados nos
dicen las Sagradas Escrituras, y que es posible todo cuanto se conoce con el
nombre de maleficio.
G. —Bien; pero la posibilidad no supone la realidad,
que es de lo que yo quisiera cerciorarme.
M. —Respecto a la realidad, voy a referir a ustedes
lo que he leído en varios autores que de esta materia se han ocupado
detenidamente, y después ustedes juzgarán.
El poder de hacer cosas extraordinarias, que están
fuera del alcance de las facultades humanas, según la idea que de éstos
tenemos, y que, por lo tanto, no se concibe como se han hecho, es lo que se
llama magia, de la cual hay dos especies, una que se dice natural, y otra que
es verdaderamente diabólica.
Posee la primera el que sabe las virtudes naturales
de las cosas, con cuya ciencia asombra al que ignora esas admirables virtudes.
Se dice con razón, que si vulgarmente se ignorase la virtud de la piedra imán,
y alguno la ostentara, sería tenido por mago, y lo mismo podría decirse de la
electricidad, el vapor, etc. Esta clase de magia, se considera como cierta
parte de la filosofía más secreta, la cual, cuando llega a ser comúnmente
conocida, ya deja de llamarse magia, y se enumera entre las demás artes.
El Padre Victoria escribe que, en muchas cosas
naturales, se hallan efectos extraordinariamente sorprendentes y del todo
semejantes a las obras mágicas; como el de una piedra que se encuentra en el
Tigris, que libra de las fieras al que consigo la lleva; el de la yerba carisia, la cual hacía que todos los
hombres amasen a la mujer que la poseía; yerba que tengo para mí que se ha
perdido, de cuya desgracia jamás se podrá lamentar bastante el bello sexo.
De otra yerba, llamada dictoneo, dicen autores muy veraces, que cuando las cabras la
comían, expelían las saetas que tuviesen clavadas.
Por San Agustín sabemos que había en Epiro una
fuente, cuyas aguas quitaban la sed al que con ella las bebía; pero se la daban
ardientísima al que sin ella las tomaba. El mismo Santo habla de otra fuente,
símbolo del inconstante, la cual manaba en Idumea, y solía mudar cada año
cuatro colores, durando cada uno tres meses, siendo al principio rubio, luego
sangrienta, después verde, y finalmente, clara y pura.
La piedra asbesto,
según el mismo San Agustín, tenía la virtud de que, una vez encendida, nunca se
apagaba.
Esto me recuerda lo siguiente, que leí en un libro,
impreso en Trigueros el año de 1649; y cuyo autor no quiero nombrar, temiendo
sean ustedes tentados de buscarlo, leerlo y perder el tiempo, como yo lo he
perdido: «San Isidoro, no sólo fue ilustre
mago natural especulativo, sino también práctico, y entre las obras mágicas que
hizo, fue una la que cuenta D. Lucas, Obispo de Tuy, y fue en tiempo de don
Alonso el VI, y lo refiere D. Pablo de Espinosa: hizo una candela que, una vez
encendida, no se podía apagar, y la hubo de poner el Santo cuando murió, y
donde la hallaron mucho tiempo después los cristianos, que se la hurtaron con
la ocasión que diré».
Mas no creo que deba pasar adelante sin advertir,
que San Agustín, después de referir muchas propiedades naturales, que
ciertamente causan admiración, y de las cuales no puede darse cuenta la inteligencia
humana, añade: «Tampoco yo quiero que
temerariamente se crean todas las maravillas que relacioné, mediante a que yo
no les doy tal asenso, como si no me quedase duda alguna de ellas, a excepción
de las que yo mismo he visto por experiencia, y cualquiera fácilmente puede
experimentar: como el fenómeno de la cal, que hierve en el agua, y en el aceite
esta fría; el de la piedra imán, que no sé cómo con un sorbo insensible no
mueve una pajilla, y arrebata el hierro; el de la carne del pavón que no admite
putrefacción; el de la paja, que esta tan fría, que no deja derretirse la
nieve, y tan caliente, que hace madurar la fruta; el del fuego, que siendo blanco
y resplandeciente, cociendo las piedras, las convierte en blancas, y contra
esta blancura y brillantez, quemando varias cosas, las oscurece y vuelve
negras. Semejante a éste es aquel prodigio de que con el aceite claro se hagan
manchas negras, como se hacen también líneas negras con la plata blanca; y
también el de los carbones , que con el fuego se convierten en otra esencia tan
opuesta, que de hermosísima madera, se vuelva tan desfigurada, de dura, tan
frágil, y de corruptible, en incorruptible. De estas maravillas, algunas las sé
yo, como las saben otros muchos, y otras infinitas, que sería alargarme
demasiado referirlas todas en este libro. Pero de las que he escrito en él, y
no las he visto por experiencia, sino que las leí (a excepción de la fuente
donde se apagan las hachas, que están encendidas, y se encienden las apagadas,
y el de la fruta de la tierra de los Sodomitas, que en lo exterior está como
madura y en lo interior como humosa), nunca pude hallar testigos que fuesen
idóneos para que me informasen si era verdad. Y aunque no encontré quien me
dijese que había visto aquella fuente de Epiro, sin embargo, hallé quien
conocía otra semejante en Francia, no lejos de la ciudad de Grenoble. Y el de
la fruta de los árboles del país de Sodoma, no sólo nos lo enseñan las
historias fidedignas, sino que asimismo son tantos los que aseguran haberlo
visto, que no puedo dudar de su identidad. Pero todo lo demás lo conceptúo de
tal calidad, que ni me determino a afirmarlo, ni a negarlo; sin embargo , lo
inserté, porque lo leí en los historiados de éstos, contra quienes disputamos,
para manifestar la diversidad de cosas que muchos de ellos creen, hallándolas
escritas en los libros de sus literatos, sin que les den razón alguna de ellas
los que no se dignan darnos crédito, ni aun dándoles la razón, cuando lo que
supera la capacidad y experiencia de su inteligencia, le decimos que lo ha de
hacer Dios Todopoderoso».
En el susodicho libro impreso en Trigueros, se lee: «En la naturaleza se conocen por experiencia
algunos efectos maravillosos, sin haberse podido hallar su verdadera causa;
como lo que se lee en Solino, que Demariño en algunas ocasiones que tuvo de
quererle sus enemigos ofender con armas, usaba de una piedra llamada camelthites, que se halla en la sola Isla de Córcega,
la cual detiene, para que no lleguen a la persona que se halla con ella, las
manos del que quiere ofenderle. Sabida es aquella virtud del anillo de Giges,
pastor de la Libia, el cual, estando repastando el ganado, descubrió una
maravillosa cueva, y deseoso de saber lo que estaba dentro de ella, entró y
halló un gran caballo de bronce en forma de sepulcro, y encerrado en su vientre
un gran gigante, y mirándole con atención, vio que en un dedo de la mano estaba
un riquísimo anillo con una vistosa piedra, y quedóse con ella; y andando
después en su poder, experimentó que, moviéndola hacia la palma de la mano, los
demás pastores no le veían; y satisfecho de esa virtud con largas experiencias
que hizo, deseoso de valerse de ella para cosas de importancia, se fue a la
corte del rey de Libia, tuvo traza de verse con la reina, con quien se casó, y
vino a ser señor de toda la Libia».
M. —También se lee en el citado libro lo siguiente:
«¿Y quién podrá
saber la causa natural de lo que refiere Mayolo, aunque no lo hallo, que,
muerto el padre o madre de familias, se mueren todas las abejas que se crían en
la colmena, si no hay cuidado de pasarlas a lugar distante? ¿Quién podrá descubrir
la causa de que la piedra imán por un lado atraiga y por otro eche de sí al
hierro, y por qué pierde sus fuerzas si le toca el zumo del ajo, o le cubre el
estiércol del animal, y que se libre de esa suspensión de ejercicio de su
virtud luego que la bañan con vino? ¿Quién sabe con ciencia cierta la causa
verdadera de las crecientes y menguantes del mar, y para qué faltan en uno de
los Mediterráneos y no en ambos? ¿Quién el número cierto de los cielos y la
causa inmediata de su regular gobierno? ¿Quién ha hallado la causa verdadera de
refrescarse la sangre del cuerpo violentamente muerto, o del miembro cortado,
aunque sea mucho después del suceso, estando presente el matador? ¿Quién sabrá por
qué preceden al suceso de algunas desgracias extraordinarias en cualquier
persona o de algunas ilustres familias, señales que den noticia de ellas,
aunque las personas estén muy distantes? En el estado de Ferrara, todas las
veces que sucede alguna grave enfermedad a los de la familia, marqueses o príncipes,
se oye en la capilla donde está enterrada Beatriz Atestina, que era de ese
linaje, un gran ruido, y el cuerpo de la difunta se halla trastornado a otro
lado del que antes tenía; murió el año de 1226. Y Mayolo refiere de los huesos
de San Silvestre, Papa, que siempre que ha de haber muerte de Pontífice, se
despide milagroso sudor, y luchan unos con otros; y refiere de otra familia
noble, que con la muerte de alguno de ella, el agua pura de cierta fuente la
turba un gusano desconocido; y de otra de Bohemia, que en la muerte de alguno
de ella aparece un personaje vestido de luto, con rostro triste, y caído y
afligido en el semblante. Y de algunos Monasterios dice, que el lugar donde
suelen enterrarse algunos de los religiosos, aparece la figura de alguno sin
cabeza, en señal de su acelerada muerte. Y en España, es cierto lo de alguno de
la familia y linaje de los Castillas, aunque esté en las Indias, cuando se
sienten golpes en la tumba del sepulcro de uno que está en Valladolid».
M. —Me parece que no hay para qué yo, a ejemplo de
San Agustín, tema los juicios temerarios sobre lo que creo o dejo de creer de
todos los portentos que ustedes acaban de oír; basta con que advierta que los
he escogido entre mil semejantes que pudiera haber aducido, para que teniendo ustedes
ejemplos de las materias que constituían el estudio de la ciencia mágica
natural, queden convencidos de que los antiguos que tal ciencia profesaban, si
hoy viviesen, no serían llamados magos, sino doctores o licenciados en ciencias
naturales.
A esta clase de magos pertenecían los tres reyes,
que de distintas regiones, fueron a Belén a adorar a Nuestro Divino Redentor; y
no sería poca gloria para nuestra España, si, como algunos dicen, uno de esos
reyes, salió de Cádiz o Tarifa. Mas el primer mago de esta especie, al cual no
ha llegado, ni creo llegará otro, fue nuestro primer padre, no el que para
nuestra ignominia nos achacan las huecas calaveras del Darwinismo y
Transformismo, sino Adán, a quien no se ocultaba virtud alguna de cuantas se
contenían en las cosas que componen el Universo, creado de la nada, por Dios
Todopoderoso, cuyo conocimiento, trasmitido a las generaciones que de Adán se
sucedieron, fue debilitándose poco a poco, siendo hoy sumamente difícil el
alcanzar una mínima parte de él a fuerza de estudio y de experimentos; pues, a pesar
de lo que se vocifera el progreso de las ciencias naturales, progreso que yo no
niego, nada se sabe en comparación de lo que se ignora.
Pero dejemos esa magia natural, que ya no se llama
magia, entendiéndose sólo con este nombre la que consiste en llevar a cabo
cosas estupendas, humanamente imposibles, con ayuda del demonio, consintiéndolo
Dios por sus inescrutables designios. A ésta pertenecen los prodigios de
Apolonio de Tiana, que competían con los milagros del Apóstol San Pablo. Ésta fue
la magia por cuya virtud llegó a volar aquel Simón a quien las oraciones de San
Pedro hicieron caer desde la altura a que el demonio lo había elevado. De esa
magia es de la que se dice que usaron Circe para convertir en bestias a los compañeros
de Ulises, ciertas mesoneras romanas a sus huéspedes en jumentos, no sé quién
para convertir en aves a los socios de Diomedes, y tampoco sé quién para transformar
en yegua a una jovencita, que fue librada de tamaña desventura por las
oraciones de San Macario.
Finalmente, ésta es la magia de que hablan el Martillo y el Hormiguero al tratar de los duendes, brujas, aparecidos,
endemoniados, etc., designándola con el nombre de maleficio.
Sobre quién fue el primero que acudió al demonio en
demanda de esa maldita ciencia, solo se procede por conjeturas, respecto a los
tiempos primitivos; pero con relación a los postdiluvianos, dice el autor del
libro de Trigueros: «Y aunque la magia
diabólica pudiera haber perecido en las aguas del diluvio universal, pero dice
Casiano que la sustentó uno de los hijos de Noé que entraron en el arca, que fue
Caín, gran mago, a quien su santo padre maldijo; y dice Josefo que, no
atreviéndose a entrar en el arca los libros que tenía de las artes por estar en
ella su santo padre, los dejó en parte señalada de la tierra: estaban escritos
en láminas de diferentes metales, que no pudiesen sujetarse a las inclemencias
de las aguas, y en diferentes piedras, a quien no pudiesen ofender ni el diluvio
del agua ni del fuego, que habían de sobrevenir al mundo, de que tenían
noticia, derivada de Adán por especial revelación que Dios le hizo; y así esa
mala semilla pasó a muchos sucesores de Caín, al cual, por esa acción, llamaron
comúnmente autor del arte mágico, como notan San Agustín y Pereira; y porque la
enseñó con especial cuidado a su hijo primogénito Mirraín, el cual, como dice
San Clemente romano, la sembró en Egipto, en Babilonia y en Persia, a quien por
eso le atribuían esas gentes el ser autor de este arte. Es el que Plinio llama
Zoroaste, que quiere decir vivum astrum:
astro vivo; porque habiendo enseñado a los persas a adorar por dios al fuego,
quiso el verdadero Dios muriese a sus manos de un rayo que cayó del cielo, como
dice San Gregorio Turonense y Del Rio; si bien el autor principal fue el
demonio, por ser esas obras enderezadas a su honra y culto, como notó Procopio
y lo refiere Eusebio, diciendo que sus dioses no sólo quieren que los hombres
gocen de esa familiaridad y feliz trato, sino que juntamente les sirvan con las
cosas de que más gustan».
Los autores del Martillo
de maléficas proponen esta cuestión: Si hay maleficio; y después de
examinar todas las razones en pro y en contra, lo deciden en los siguientes
términos: «Se concluye de todo lo dicho,
que es verdadera aserción católica la de que hay maleficios, que con el auxilio
de los demonios, por el pacto hecho con ellos, permitiéndolo Dios, pueden producir
efectos reales maleficiales, sin excluir el que también los pueden producir
fantásticos por medios prestigiosos».
Han de tener ustedes presente, que la obra del Martillo de maléficas, fue aprobada por
todos los profesores de Teología de la universidad de Colonia, y que no
bastaría un tomo en folio para la lista de todos los sabios y santos que
abundan en el mismo sentido.
Oigan ustedes algo de lo mucho bueno que escribió en
un periódico hace pocos años cierto autor, que se propuso y llevo a cabo con
toda felicidad, la tarea de defender a la Inquisición de cuanto contra la misma
continuamente dicen y repiten hasta la saciedad sus enemigos.
«Reducidas las
diversas artes y maneras de superstición que hemos referido al arte de producir
efectos, no solamente maravillosos, sino superiores y desproporcionados a la
virtud que respectivamente poseen los agentes del Universo, de que hacemos
parte, ninguna persona docta puede ignorar que todas las épocas del mundo,
principalmente las que precedieron a la venida del Redentor, están llenas de
obras y hasta de sistemas supersticiosos, que jamás podrán ajustarse ni
convenir con el curso ordinario y regular de la naturaleza. Y es evidente que,
como esos hechos se hayan producido siempre fuera de la Religión y contra ella,
y no puedan ser atribuidos a Dios ni a los ángeles buenos que le guardaron
fidelidad, por fuerza hubieron de ser causados por los ángeles malos y réprobos,
los cuales, aunque cayeron del cielo, no perdieron su naturaleza, ni se eclipsó
su inteligencia, muy superior a la nuestra, ni fueron destituidos de aquel
poder extraordinario y maravilloso que ejercitan sobre las cosas sensibles,
para llevar adelante, según que les es permitido, las trazas y maquinaciones de
su perpetua concupiscencia contra la gloria de Dios y la salud de los hombres.
Y a la verdad, ¿qué fueron los oráculos de la antigüedad gentílica sino hechos
preternaturales, en los cuales intervenían los espíritus malos, adorados por
las gentes como dioses: Omnes dii gentium demona. Cuéntase a este propósito, que, habiendo probado esta verdad el docto jesuita
Baltus contra cierto famoso médico holandés, llamado Van Dale, el cual había
escrito una disertación en que atribuía a fraude de los sacerdotes las
respuestas dadas por los ídolos, Fontenelle, que había traducido este escrito
al francés, viendo la impugnación victoriosa de él, dijo festivamente: Le
diable a gagné sa cause. Bastaban en este
punto para engendrar en los ánimos perfecta certidumbre los testimonios de los
antiguos Padres y de los escritores eclesiásticos y otros testigos muy santos,
dignos de toda fe; pero además, el carácter y procedencia satánicos de tales
respuestas, se comprueban con los mismos autores gentiles, singularmente Celso
y Porfirio, quienes hasta llegaron a quejarse del silencio de sus oráculos
después del cristianismo, sin duda porque la propagación de esta divina
Religión, les forzaba a callar: entonces pudo invertirse la sentencia de
Fontenelle y decirse que el diablo había perdido su causa. (Falsa filosofía.) Ni
eran sólo los oráculos los hechos en que se manifestaba e influía entre los
gentiles el principio de este mundo; a él únicamente pueden y deben atribuirse
todos los prestigios que entonces obraba la magia, entre los cuales es conocido
el hecho de Simón Mago, a quien fue visto elevarse sobre el aire. No faltaron
entonces respuestas y vaticinios dictados por el mismo demonio, bajo el nombre
de alguna persona ya difunta, valiéndose de medios e instrumentos para sus
encantamientos y seducciones, como mesas, trípodes, etc. Muchos enfermos entre
los egipcios y los griegos dormían en los templos, para que durante el sueño
les fuese revelado el remedio conveniente. El sueño se producía en otras
ocasiones artificialmente por el contacto de las manos, según aquello que se lee
en Plauto (Amphit. act. 1.) ¿Quid,
si ego illam tractim tangam ut dormiat?
Conocieron también los paganos la clara intuición con que se imaginaban ver las
cosas futuras y distantes, empleando al efecto algún espejo, o por medio de
agua trasparente, como se cuenta de aquél que con el auxilio de un cristal, mostró
a un embajador inglés los reyes que habían de suceder en el trono al que a la
sazón lo ocupaba.
»Viniendo
ahora a los tiempos de la Edad Media y posteriores, ofrécense en primer término
a nuestros ojos aquellas extrañas mujeres, de quien se dice, y no sin
fundamento, que comunicaban habitualmente con el demonio. Aunque de ellas se
refieren mil fábulas e invenciones, sobre todo acerca de sus aquelarres,
congresos nocturnos y reuniones sabáticas, no faltan autores, aun entre los
protestantes, que dan por cierto dicho comercio y los dichos conventículos; si
bien otros, entre quienes se distinguió mucho el sabio jesuita Federico Spee,
atribuyen tales cosas a puras alucinaciones de la imaginación. Pero sea de esto
lo que quiera, es lo cierto, dice el doctor Perrone (en cuya excelente obra De virtute religionis, de donde hemos tomado las noticias que preceden, puede el lector
verlas ampliadas y justificadas en los textos que allí se citan), que personas
del uno y el otro sexo, pero principalmente mujeres, se hicieron reos de
crímenes atroces y perniciosos de muchos modos en virtud de pacto y convención
con el demonio, por los cuales fueron condenados justamente al último suplicio.»
Es de notar que los protestantes no se quedaron detrás de nadie en la
persecución de este género de delitos.
G. —Sumamente grato me ha sido oír lo relatado por
ese sabio y erudito defensor del Santo Oficio; y lo que de todo más me ha
llamado la atención, es lo que dice respecto a los oráculos, cuyas respuestas
siempre había yo tenido por el resultado de las supercherías de los sacerdotes
paganos, que con ellas embaucaban a todo el mundo y sacaban pingües utilidades.
M. —En esto se refiere el abogado de la Inquisición a
lo que sobre lo mismo escribió en la obra titulada Falsa filosofía, el nunca bien ponderado Fray Fernando de Ceballos,
ilustre monje Jerónimo, en el inmediato Monasterio de San Isidro del Campo; y
siento, en verdad, no tener a la mano en este momento dicha obra, para leer a ustedes
lo que refiere en cuanto a los oráculos, que es, como todo lo suyo, de un
mérito sobresaliente.
R. —Pues, siendo cosa tan buena y tan conducente al
asunto de que tratamos, ruego a usted se tome la molestia de traer mañana el libro
del Padre Ceballos, para proporcionarnos el placer de oír a ese célebre monje.
M. —Son órdenes para mí los deseos de cualquiera de ustedes,
y no faltará aquí en la próxima noche la Falsa
filosofía.
C. —Resulta de lo que hasta ahora ha tenido usted la
bondad de decirnos, que son muchísimos los santos y los sabios que afirman la
existencia de la magia; y supuesto que nadie ha podido demostrar que se hallan
equivocados, dispénseme la señora opinión pública el que por de pronto no la
siga.
R. —Ni yo.
G. —Pues yo, menos.
M.-—Démosla por abandonada nemine discrepante: pero entiéndase que, conformes con lo que han
dicho en cierto dictamen tres dignísimos sacerdotes, la abandonamos «aparte de todo género de ilusiones; aparte
de accidentes producidos por el desarrollo de fuerzas físicas, cuyo valor es
relativo; aparte de la malicia y del fraude, que han logrado su objeto para
fines más prácticos y de mayor eficacia; aparte de gravísimos daños ocasionados
por decepciones funestas y miserables supercherías».
E. —La verdad es, que ha dejado de creerse en esas
cosas, a medida que ha dejado de creerse en Dios.
G. —¿Tiene esto alguna explicación?
M. —Y tanto como la tiene. Todo lo que constituye
las diferentes especies de magia, lo atribuyen los autores católicos a obra del
demonio, y como no habría demonio si no hubiese Dios, para negar la existencia
de este Ser Supremo, preciso era negar al mismo tiempo la de la más desgraciada
de sus criaturas. Regla general sin excepción alguna: el que no cree en el
diablo, tampoco cree en el Dios verdadero.
A propósito de esto, recuerdo que en cierta revista
católica se publicaron algunos artículos sobre lo que hay de verdad en el
espiritismo, y en uno de ellos, que tiene por epígrafe: «¿Qué se han hecho las viejas creencias?» se dice: «Para llegar a quitar a los hombres la
creencia en Dios, se había ensayado quitarles la creencia en el diablo.»
Los grandes Patriarcas Baile, Buile y Voltaire, habían declarado que esta era
la gran dificultad que se debía vencer. «Satanás,
decía Voltaire, es todo el cristianismo.»
Se repetía, como hoy lo hacen los espiritistas, en todos los tonos y en todas
las formas que el infierno y sus llamas eternas son incompatibles con la
infinita bondad de Dios. El miedo al diablo estaba profundamente arraigado en
la mayor parte de las conciencias; sin embargo, a fuerza de ridículo, de
sarcasmos, de chanzonetas más o menos espirituales, se llegó a punto de hacerlo
olvidar. «La obra más principal de
Satanás, ha dicho uno de nuestros más célebres oradores, ha sido la de hacerse negar.»
E. —Supuesto que, al parecer, a todos nos interesa y
distrae agradablemente la materia de que se trata, y que de ella se habla con
extensión en el Martillo y en el Hormiguero de maléficas, me atrevo a formular
la proposición de que, dando por ahora tregua al tresillo, tenga la bondad el
Sr. de M. de leernos en las veladas sucesivas esos libros, o cualquiera de
ellos.
C. —Felicísima sería la idea de usted., Sr. de E.,
si no se ofreciese, por desgracia, la dificultad de que el idioma en que los
tales libros se hallan escritos, es enteramente desconocido para mí.
G. —Y para mí también; y en verdad que lo siento,
porque no puede por menos, sino que entre las hojas del Hormiguero y el Martillo,
se han de encontrar cosas sumamente curiosas.
E. —Cierto que ese inconveniente, que lo es para mí,
lo mismo que para ustedes dos, no se me había ocurrido, y de lamentar es el que
no tenga remedio.
M. —Sí que lo tiene, amigos míos; porque todo se
reduce a que yo les lea en castellano lo que esta escrito en latín, lo cual, aun
cuando no es tan fácil como a algunos parecerá, tampoco lo considero como un
trabajo de Hércules.
C. —Pues si tanta fortuna tenemos, desde la noche
próxima se podrá dar principio a la lectura.