sábado, 25 de marzo de 2017

Homero y José Gómez Hermosilla: Aquiles y Agamenón

ILÍADA. CANTO I
Aquiles y Agamenón.

De Aquiles de Peleo canta, Diosa,                     [1]
la venganza fatal que a los Aquivos
origen fue de numerosos duelos,
y a la oscura región las fuertes almas
lanzó de muchos héroes, y la presa
sus cadáveres hizo de los perros
y de todas las aves de rapiña,
y se cumplió la voluntad de Jove,
desde que, habiendo en voces iracundas
altercado los dos, se desunieron
el Atrida, adalid de las escuadras
todas de Grecia, y el valiente Aquiles.

¿Cuál de los Dioses, dime, a la discordia
sus almas entregó para que airados
injuriosas palabras se dijesen?
De Latona y de Júpiter el hijo,
que, ofendido del Rey, a los Aqueos
enviara la peste asoladora,
y a su estrago la gente perecía,
por no haber el Atrida respetado
al sacerdote Crises que venido
había de los Griegos a las naves
una hija suya a redimir. De mucho
valor era el rescate que traía:
y el áureo cetro en la siniestra mano
y en la derecha la ínfula de Apolo,
así a todos los Dánaos suplicaba,
y señaladamente a los Atridas,
caudillos ambos de la hueste aquea:
“¡Atridas, y demás esclarecidos
campeones de Grecia! Las Deidades
que en las moradas del Olimpo habitan
a vosotros de Príamo concedan
la ciudad destruir, y a vuestros lares
felizmente llegar. De una hija mía
que me otorguéis la libertad os ruego,
y el rescate admitid, reverenciando
de Jove al hijo, el Flechador Apolo”.

Al escucharle los demás Aquivos,
en fausta aclamación todos dijeron
que al sacrificador se respetara
y el precioso rescate se admitiese;
pero al Atrida Agamenón el voto
general no agradó, y al sacerdote
con imperiosa voz y adusto ceño
mandó que de las naos se alejase,
y al precepto añadió las amenazas:

“¡Viejo! (le dijo) Nunca en este campo,
ahora si retardas la salida,
o en adelante si a venir te atreves,
a verte vuelva yo: pues de mi saña
no serán a librarte poderosos
ni la ínfula del Dios, ni el regio cetro.
Yo la esclava no doy, antes en Argos,
lejos de su país, dentro mi alcázar,
la rugosa vejez tejiendo telas
la encontrará, y mi lecho aderezando.
Vete ya; no mi cólera provoques,
si volver salvo a tu ciudad deseas”.

Dijo: temió el anciano, y, obediente
a su voz, se volvió sin replicarle,
del estruendoso mar por la ribera;
pero alejado ya de los Aqueos,
mientras andaba, en doloridas voces
pidió venganza al hijo de Latona.

“Escúchame (decía) pues armado
con el arco de plata ha defendido
siempre tu brazo a la región de Crisa
y a la ciudad de Cila populosa,
y de Ténedos numen poderoso
eres, ¡oh Esmintio! Si en mejores días
erigí a tu deidad hermoso templo,
si alguna vez de cabras y de toros
quemé sabrosas piernas en tus aras,
otórgame este don: paguen los Dánaos
mis lágrimas, heridos por tus flechas”.
Así el anciano en su plegaria dijo.

Oyole Febo; y de las altas cumbres
del Olimpo bajó, inflamado en ira
el corazón. Pendían de sus hombros
arco y cerrada aljaba; y al moverse,             
en hórrido ruido retemblando
sobre la espalda del airado numen,
resonaban las flechas; pero él iba
semejante a la noche. Cuando estaba
cerca ya de las naves, se detuvo,
lanzó una flecha, y en chasquido horrendo
crujió el arco de plata. El primer día          
con sus mortales tiros a los mulos                     [50]
persiguió, y a los perros del ganado;
pero después, enherbolada flecha
disparando a la hueste, a los Aquivos
hirió, y de muertos numerosas piras
ardiendo siempre en la llanura estaban.

Nueve fueron los días que las flechas
del Dios por el ejército volaron;
mas Aquiles, al décimo, las tropas
a junta convocó: la Diosa Juno,
que mucho de los griegos se dolía
viéndolos perecer, este consejo
le inspiró. Cuando todos los Aquivos,
al pregón acudiendo, se juntaron,
de la alta silla el valeroso Aquiles
alzose, y dijo al adalid supremo:

“¡Atrida! juzgo que de nuevo errantes
por ese mar, en vergonzosa fuga
a Grecia volveremos si la muerte
evitar nos es dado; pues unidas
guerra y peste el ejército destruyen.
Mas algún adivino consultemos,
o sacrificador, o acreditado
intérprete de sueños; porque envía
también los sueños el Saturnio Jove.
Él nos dirá por qué tan altamente
Febo está de nosotros ofendido;
y sabremos en fin si nos acusa,
o de que no cumplimos algún voto,
o de que en sus altares olvidamos
ofrecer hecatombe numerosa;
y si querrá librarnos de la peste,
luego que de las cabras escogidas
y los corderos el olor y el humo
hayan subido a la región del éter”.
Así habló Aquiles, y volvió a sentarse.

Se alzó luego el mejor de los augures,
Calcas, hijo de Téstor, que sabía
lo pasado y presente, y lo futuro,
y con esta pericia en los agüeros,
que Febo le otorgara, por los mares
a Troya los navíos de la Grecia
guiado había. Y cual varón prudente
así habló con el hijo de Peleo:

“¡Ah Jove caro, valeroso Aquiles!
pues mandas que yo diga por qué ahora
destruye con la peste a los Aquivos
el soberano Flechador Apolo,
yo lo revelaré, si me prometes
antes, y me lo juras, que resuelto
con la voz y la diestra poderosa
tú me defenderás. Porque conozco
que contra mí se irritará un guerrero
que sobre todos los Argivos tiene
grande poder, y su persona mucho
acatan los Aqueos. Y enemigo
poderoso es un Rey, cuando se enoja
con algún inferior; pues si aquel día
la cólera devora, guarda siempre
en su pecho el rencor hasta que encuentra
ocasión de vengarse. Tú medita
si me podrás salvar”. Respondió Aquiles:

“Depón ese temor, y nos anuncia
la voz divina que escuchado hubieres:
yo juro por Apolo, a Jove caro,
y a quien tú, oh Calcas, invocando pío,
lo futuro descubres a los Griegos,
que en tanto que yo viva y la luz vea
del refulgente sol, en ti ninguno
de todos los Aquivos será osado
las manos a poner; aunque nombraras
al mismo Agamenón, que se gloría
de ser en el ejército el primero”.

Depuesto ya el temor, en tono grave
dijo el célebre augur: “No nos acusa
Apolo de que habemos olvidado,
o cumplir algún voto, o en sus aras
víctimas ofrecer: está ofendido
de que a su sacerdote con desprecio
Agamenón trató; que ni a la esclava
dio libertad, ni recibió el rescate.
Por eso el Flechador en los Aquivos
estragos hizo, y aun hará, terribles:
ni de la peste su pesada mano
alzará la deidad, hasta que al padre,
ni rescatada, ni vendida, envíe
el Rey la joven, y se lleve a Crisa
la hecatombe sagrada. Acaso entonces,           [100]
su cólera aplacando, nuestros votos
conseguiremos que benigno escuche”.

Así dijo el augur: alzose el fuerte
y poderoso Agamenón de Atreo,
el ánimo turbado y encendido
en ira el corazón; porque al oírle
ennegrecido en derredor su pecho,
llenárase de cólera, y sus ojos
fuego centelleante parecían.
Y con ceñuda faz mirando a Calcas,
en voz terrible e iracunda dijo:

“¡Adivino de males! a mí nunca
darme has querido favorable nueva:
siempre te es grato presagiar desdichas,
y jamás todavía una palabra
has dicho, ni una acción ejecutado,
que en mi daño no fuese. Y aun ahora
afirmaste a la faz de los Aquivos
oráculos mintiendo, que si Apolo
con peste los aflige asoladora,
es porque de Criseida yo no quise
admitir el rescate. Deseara
en mi casa tenerla y a mi lado,
y mucho yo a la misma Clitemnestra,
mi legítima esposa, la prefiero;
porque ni en la hermosura, ni en la gracia
ni en el talento, ni en labor de manos
a aquélla es inferior. Mas no rehúso
entregarla a su padre, si parece
esto más útil; porque yo antepongo
la salud del ejército a su ruina.
Pero otra joven se me dé graciosa,
para que entre los Príncipes no sea
el solo que no tenga alguna esclava
premio de su valor. Mengua sería:
y todos ya lo veis, la que por voto
general me ofrecieron los Aquivos
vuelve al paterno hogar”. Respondió Aquiles:

“¡Glorioso Atrida! cuando así te sea
más que a todos los hombres doloroso
perder lo que una vez llamaste tuyo
¿cómo ya generosos los Aquivos
te darán otra esclava? No sabemos
que en parte alguna comunal riqueza
esté depositada. Los despojos
en batallas ganados y en saqueos
repartidos están, y no sería
decoroso obligar a los soldados
a que en común de nuevo los reúnan.
Así, tu esclava al Flechador le cede;
que después triplicado los Aquivos,
o cuádruplo, su precio te daremos,
si la fuerte ciudad de los Troyanos
un día saquear nos diere Jove”.

Y Agamenón le dijo: “No presumas,
oh Aquiles, a los Dioses parecido,
con estudiadas voces engañarme,
por más sabio que seas; pues con dolo
no me seducirás, ni con razones
me podrás persuadir. ¿Acaso quieres
que mientras tú conservas la Troyana
premio de tu valor, sin recompensa
yo a la mía renuncie? ¿No propones
que la dé libertad? Otra cautiva
denme, pues, los Aquivos tan hermosa,
y que grata me sea. Y si rehúsan
dármela, yo, como adalid supremo,
escogeré; y la tuya, o la de Ayante,              
o la de Ulises, llevaré a mi tienda
a pesar de su dueño, y enojado
éste mucho será. No más ahora
de esto se trate; llegará su día.
Hoy lancemos del mar a la llanura
embreado navío, en él se junten
escogidos remeros, la hecatombe
se acomode, embarquemos a la hermosa
hija de Crises, y el caudillo sea
alguno de los Príncipes que tienen
en los consejos voto; Idomeneo,
Áyax de Telamón, el sabio Ulises,
o tú mismo, pues eres entre todos
el héroe más temido. Ve, y ofrece
el sacrificio al Flechador, y alcanza
que ya propicia su deidad nos sea”.

Con torva faz habiéndole mirado,
furioso Aquiles respondió al Atrida:

“¡Hombre tú sin pudor! ¡alma dolosa!
¿cómo pronto estará ningún Aquivo             [150]                                                        
obediente a tu voz, ni de las marchas
la fatiga a sufrir, ni con los hombres
a lidiar animoso en la pelea?
No fueron, no, la causa los Troyanos
de que yo desde Grecia aquí viniese
a guerrear, ni agravio ellos me hicieron;
porque jamás los bueyes me robaron,
o los bridones, ni en la fértil Phtía,
en guerreros fecunda, las cosechas
destruyeron jamás: hay de por medio
muchos fragosos montes y sombríos,
y el resonante mar. Los Griegos todos,
porque tú puedas ufanarte un día,
a ti, impudente, a ti, seguido habemos
de los Troyanos a tomar venganza
por Menelao... por ti, que el beneficio
así ingrato olvidaste y desconoces;
y a decirme te atreves que abusando
de tu poder me quitarás la esclava
que cautivé yo mismo, y entre todas
para mí separaron los Aqueos.
Yo premio al tuyo igual nunca recibo
cuando por el ejército es tomada
populosa ciudad de los Troyanos;
pero mi brazo en las sangrientas lides
es el que más trabaja. Y cuando llega
luego la partición de los despojos,
es tu parte mayor; y yo a las naves,
ya fatigado de lidiar, me vuelvo
con la escasa porción que me ha tocado.
Pero hoy a Phtía tornaré... Más vale
atravesar el Ponto, y con mis tropas
a Tesalia volver; que ya no quiero,
pues me desprecias, en provecho tuyo
ganar aquí riquezas y tesoros”.

“Huye en buen hora (respondió el Atrida),
huye, no te detengas, si impaciente
estás ya por huir; yo no te ruego
que por vengar mi ofensa un solo día
tardes en alejarte de esta playa.
Tengo yo otros valientes campeones
que mi honor desagravien, y el excelso
próvido Jove me protege... Odioso
me eres tú, cual ninguno de los Reyes
que a Troya me han seguido; porque gustas
de riñas siempre, y guerras y combates.
Si valiente naciste, beneficio
es de alguna deidad. Así, a Tesalia
con tus soldados vuelve y con tus naves,
y sobre los Mirmídones impera.
Yo de ti no me curo, ni me importa
que estés airado: la amenaza escucha
que hacerte quiero. Pues el mismo Apolo
de la gentil Criseida me despoja,
con gente mía volverá a su patria
y en una de mis naves; pero luego
a la hermosa Briseida, tu cautiva,
he de traerme yo: e iré a buscarla
a tu tienda en persona, porque veas
cuánto yo te aventajo en poderío,
y también porque tiemble cualquier otro
de igualarse conmigo, y no se atreva
a comparar con mi poder el suyo”.

Taciturno dolor al escucharle
se apoderó de Aquiles, e indeciso
su corazón en el velludo pecho
entre dos pensamientos fluctuaba:
si ya, el agudo estoque desnudando
que llevaba pendiente, se abriría
paso por entre todos y de Atreo
traspasaría al hijo; o si el enojo
calmando, sus coléricos furores
reprimiría. En tanto que en su mente
y en su ánimo estas dudas agitaba,
y que ya el ancho formidable estoque
iba sacando, desde el alto Olimpo
en raudo vuelo descendió Minerva,
porque próvida Juno la enviaba:
Juno que a los dos héroes protegía,
y los amaba con igual cariño.
Y a la espalda poniéndose de Aquiles,
asiole por la rubia cabellera,
sólo visible al héroe; que ninguno
de los otros la vio. Turbose Aquiles,               [200]
volvió la cara, y conoció a la Diosa
al resplandor de sus terribles ojos;
y así la dijo en rápidas palabras:

“¡Hija de Jove! ¿A qué del alto cielo
bajaste ahora? ¿a presenciar acaso
cómo me insulta y amenaza altivo
Agamenón de Atreo? Pues te anuncio,
y ya viéndolo estoy... por su arrogancia
la dulce vida perderá, y en breve”.

Minerva respondió: “Yo del Olimpo
tu cólera a calmar aquí he bajado,
si dócil te mostrares; y me envía
próvida Juno, que a los dos protege,
y a los dos ama con igual cariño.
Suspende ese furor, y no desnude
la cuchilla tu mano; de palabra
oféndele en buen hora. Yo te anuncio...
y a su tiempo verás que mi promesa
se cumple. Vendrá día en que ofrecidos
brillantes dones te serán y muchos,
para desagraviarte de esa injuria.
Así, tu ardor reprime, y de nosotras
cumple la voluntad”. Respondió Aquiles:
“¡Diosa! pues ambas lo queréis, forzoso
obedecer será, por más airado
que esté mi corazón. Así conviene,
porque los justos Dioses las plegarias
oyen benignos del varón piadoso
que sus mandatos obedece y cumple”.

Dijo, y la fuerte diestra sobre el puño
detuvo argénteo, y la tajante espada
a su sitio volvió; ni a los mandatos
fue indócil de Minerva, que al Olimpo
volviera en tanto a la mansión de Jove
en medio de los otros inmortales.
Pero después el héroe, arrebatado
del furor que su espíritu agitaba,
dijo al Atrida en iracundas voces:

“¡Impudente! ¡beodo! ¡que de ciervo
tienes el corazón! Nunca tuviste
valor para salir con tus soldados
a batalla campal, ni a las celadas
ir con los campeones de la Grecia:
tal es el miedo que a la muerte tienes.
Mucho más fácil es, y más glorioso,
de los Aqueos por el ancho campo
su esclava ir a robar al que en las juntas
ose contradecirte. ¡Rey impío,
que tu pueblo devoras porque mandas
a gente sin valor! ésta sería
la vez postrera que injuriado hubieses,
oh hijo de Atreo... Pero yo te anuncio,
y con el juramento más solemne
voy a jurarlo. Sí: por este cetro
que jamás echará ni hoja ni ramas,
ni reverdecerá, desde que el tronco
abandonó una vez allá en el monte,
porque de la corteza y de las hojas
en derredor le despojó el acero,
y los Príncipes ya de los Aquivos
que justicia administran, y por Jove
custodios son de las antiguas leyes,
en la mano le llevan, yo, lo juro,
y terrible será mi juramento.
Llegará día en que los hijos todos
de los Aqueos en dolientes voces
por Aquiles suspiren, sin que pueda
ya su espada salvarlos, aunque mucho
su triste suerte llores, cuando muertos
a manos de Héctor homicida caigan
uno en pos de otro. Pesaroso entonces
tú de no haber honrado al más valiente
de los Aquivos todos, en el pecho
el alma sentirás despedazarse”.

Así habló Aquiles y arrojó por tierra
el regio cetro, que de clavos de oro
estaba guarnecido, y el escaño
volvió a ocupar. Agamenón el suyo  
dejaba ya para tomar venganza
del hijo de Peleo; pero alzose
el suavilocuo Néstor, de los Pilios
elocuente orador, de cuyos labios
las palabras corrían muy más dulces
que la miel. Este anciano, que en su tiempo
viera morir en la opulenta Pilos
las dos generaciones de los hombres                       [250]
de articulada voz que de su infancia
fueran y juventud los compañeros,
y su cetro regía la tercera,
así les dijo cual varón prudente:

“Este día ¡oh dolor! día de llanto
deberá ser para la Grecia toda.
Y mucho ahora Príamo, y los hijos
de Príamo también se alegrarían,
y los demás Troyanos en su pecho
grande placer sintieran, si entendiesen
que enemistados por querellas vanas
os injuriáis así, cuando vosotros
los primeros de todos los Aquivos
en el consejo sois y en la pelea.
Pero escuchad mi voz, ya que sois ambos
más jóvenes que yo; pues otro tiempo
con héroes traté ya más esforzados
que vosotros, y no me despreciaban.
No: jamás yo hombres viera, ni he de verlos,
como Pirítoo, Driante, Exadio,
Ceneo y Polifemo, comparable
a un Dios; o cual Teseo, hijo de Egeo,
el que a los inmortales semejaba.
Estos fueron los hombres más valientes
que la tierra hasta ahora ha producido;
pero si muy valientes ellos eran,
pelearon con otros muy valientes,
los Centauros del monte habitadores,
y horrible estrago en su escuadrón hicieron.
Yo, que de Pilos, tan lejana tierra,
vine llamado por aquellos héroes,
a su lado asistí, y en la batalla
hice también de mi valor alarde;
y con aquellos monstruos, a fe mía,
ningún mortal de los que ahora viven
sobre la haz de la tierra, peleara:
y los héroes consejo me pedían,
y atentos escuchaban mi dictamen.
Seguidle, pues, vosotros; porque siempre
tomar el buen consejo es acertado.
Ni tú, oh Agamenón, quites la esclava
a Aquiles, aunque seas poderoso;
deja que la conserve, pues en justo
premio de su valor se la otorgaron
los hijos de los Griegos: ni tú, Aquiles,
rivalizar con el Atrida quieras;
que honor al suyo igual ningún Monarca
logró jamás de cuantos llevan cetro,
y a quien Jove ensalzar haya querido.
Si tú eres más valiente, y una Diosa
tienes por madre, el Rey más poderoso
es, porque impera sobre más guerreros.
Atrida, ahora tu furor reprime;
y en adelante ya no más airado
con Aquiles estés, yo te lo ruego;
que contra los estragos de la guerra
es el antemural de los Aquivos”.

El rey Agamenón respondió a Néstor:
“¡Anciano! hablaste cual varón prudente;
pero Aquiles intenta sobre todos
los otros ser, a todos dominarlos,
sobre todos mandar, y en las batallas
ser de todos caudillo; y a ninguno
obedecer querrá. Mas, si los Dioses
eternales le hicieron tan valiente,
¿le permiten acaso que injuriosas
razones diga?” Interrumpiendo Aquiles
el discurso del Rey, así le dijo:

“Vil y cobarde con razón sería
llamado yo, si a los caprichos tuyos
cediera siempre. Sumisión tan baja
de otros exige, sobre mí no quieras
como jefe mandar; que desde ahora
dejo de estar a tu obediencia y mando.
Y nunca olvide la memoria tuya
lo que voy a decir. Por la cautiva
no esgrimiré la espada, ni contigo,
ni con otro ninguno de los Griegos;
pues vosotros, habiéndomela dado,
hoy ya me la quitáis. Mas de las otras
riquezas que se guardan en mis naves,                     [300]
con todo ese poder de que te jactas
nada tú llevarás malgrado mío.
Haz la prueba si quieres, y los Griegos
reconozcan también... pronto corriera
tu roja sangre de mi lanza en torno”.

Después de haber los dos así altercado
en iracundas injuriosas voces,
alzáronse y la junta disolvieron,
y a sus tiendas y naves con Patroclo
y sus escuadras retirose Aquiles.