VELADA SEGUNDA
Reunidos de nuevo los cuatro amigos, tomó M. la
palabra después de leer lo escrito por el padre Ceballos sobre los oráculos y
dijo: He examinado los libros del Martillo
y el Hormiguero, y me he convencido
de que el primero, por su difusión, y por el escolasticismo del género viciado
que lo informa, ha de producir en ustedes verdadero hastío, lo que no creo
suceda con la lectura del segundo, cuyos curiosísimos diálogos no podrán menos
de cautivar agradablemente la atención. Por esto, y porque todo lo más
interesante que los autores del Martillo
pusieron en su obra, lo tomaron los del Hormiguero,
me he decidido a traducir a ustedes éste, y dejar aquél. Pero ante todas cosas,
conveniente será el que haga algunas advertencias.
No es todo el Hormiguero
de Fray Juan Nyder el que voy a leer, sino solo el libro quinto, que es el que tiene
conexión con el Martillo, y el único
que poseo, sacado de entre los trebejos de una mesa revuelta de la feria.
Aun cuando no he olvidado lo que respecto a traducciones
enseña Horacio, ni lo que dice el gran Padre San Gerónimo, he de traducir
palabra por palabra, en cuanto me sea posible; pues creo que sólo de esa manera
vendrá a tener la traducción el sabor, digámoslo así, del original. Quiero que
se oiga hablar a Nyder, y no a mí, y que suene la voz de la Edad Media, y no la
del siglo XIX. Bien, que en las traslaciones del hebreo al griego, o de éste al
latín, resultan hasta absurdos de traducir palabra por palabra, mas, tratándose
de dos lenguas, nacida la una de la otra, de tal manera semejantes, que
continuamente se confunde la madre con la hija y ésta con aquélla, no hay
peligro de que la traducción palabra por palabra, tape y cubra el sentido, y
sea como la grama, que con su hermosura, echa a perder y ahoga los sembrados;
antes es de temer en las traducciones libres, lo que yo he visto con dolor más
de una vez, a saber, que de tal manera desfiguran los originales, que no los
conocerían los padres que los engendraron. Esto no quiere decir que no se
presenten ocasiones, y acaso a mí se me ofrezcan, en que sea preciso hacer
alguna excepción, según el buen juicio y prudencia del traductor.
Por lo mismo que pienso ceñirme al autor en cuanto
pueda, y por lo mismo que voy a traducir así, de repente, y como si dijéramos,
y ahora se dice, al correr de la pluma, no hay para qué esperar de mí grandes
rasgos de elocuencia, ni atildamiento en las frases, ni ese artificio de
períodos, con que otros, a fuerza de líneas y de compases, deslumbran a sus
lectores, sin que siempre logren ocultar los litros de óleo que ha embebido el
condimento. El lenguaje de Fray Juan Nyder es sencillo, como que lo usa con un
ignorante; y fuera de que no soy un Cicerón, ni mucho menos; y fuera de que
todo lo que sale de la naturalidad, me es repulsivo; y fuera de que no tengo
pretensiones, ni espero que por este trabajo me hagan Patriarca de las Indias,
u otra cosa parecida; ni yo he de poner a Nyder entre los brillantes follajes
de una oratoria, que no es la suya, ni ustedes habrán de exigir lo que para
nada necesitan, ni acaso desean.
R. —Venga ya el Hormiguero
en la forma y manera que usted guste de dárnoslo, pues sea lo que fuere,
siempre entenderemos que es la mejor, y siempre le quedaremos agradecidos, por
la amabilidad con que se ha prestado a amenizar nuestros oídos.
M. —Empieza Nyder su Formicarium con las siguientes palabras del capítulo VI del Libro de los Proverbios: «Anda, oh
perezoso, ve a la hormiga, y considera su obra, y aprende a ser sabio. Ella,
sin tener guía, sin maestro ni caudillo, se provee de alimento durante el
verano, y recoge su comida al tiempo de la siega.»
Habla en los cuatro primeros libros de las
propiedades de las hormigas, haciendo ingeniosas y doctísimas aplicaciones, y
concluye con el libro V que los editores del Malleus Maleficarum
añadieron a la obra de Spenger e Institor, anunciándolo en los siguientes
términos:
«Libro insigne
de Fray Juan Nyder Suevo, del Orden de predicadores, profesor de sagrada
teología e inquisidor de la peste herética [1]
sobre los maléficos y sus decepciones, escogido con singular estudio del
Hormiguero del mismo, para la explicación del presente negocio, y añadido ahora
por primera vez, por la afinidad y conveniencia con otras materias del Martillo
de Maléficas.»
CAPÍTULO PRIMERO
Ahora, por el librito V, acerca de las propiedades de
las hormigas, pláceme tratar de los maléficos y de sus decepciones.
Son las hormigas varias en los colores, porque unas
son negras, otras rojas o amarillas. Mas por sus colores puede entenderse la
varia condición de los vicios, aunque los mismos animales sean de sí buenos,
como todas las criaturas de Dios. Así como por la blancura y candor de los
vestidos, según San Gregorio, se acostumbró a entender la pureza y limpieza de
las virtudes, así también por los colores, que se apartaban más o menos de la
blancura [2],
se significaba la mayor o menor enormidad de los vicios, como se ve por la
Sagrada Escritura [3].
Perezoso [4].
—Pues deseo conocer primeramente por qué medios y de qué manera son regidos,
dominados y elementados por los demonios los maléficos, los supersticiosos y
los a estos semejantes; pues no dudo de que hay varios de ellos más negros que
los carbones en los vicios y en la malicia, según aquello de los Threnos: «Negra, más que los carbones, es su cara, y no son conocidos en las
plazas.»
Teólogo. —El alma humana, oprimida por la mole del
cuerpo, en el destierro de esta vida, y cautiva en la cárcel del mismo, es
burlada por muchas especies de fantasía, de las que se hablará en adelante,
bastando por ahora decir que pueden ocurrir a los sentidos interiores y
exteriores apariencias raras y admirables.
Unos despiertos ven cosas extraordinarias por virtud
de la gracia divina; otros las ven porque están viciados sus cerebros, y otros
por la astucia del demonio. De los primeros fueron algunos profetas, de los
segundos son los maníacos y de los terceros, muchos endemoniados.
Acontece que la clemencia de Dios, manifiesta
algunas veces a grandes pecadores, las penas de las almas en la otra vida.
Los que lean a San Alberto en el libro III de El sueño y la vigilia, y a Avicena y
Galeno en sus Medicinales, sabrán que
del vicio y debilidad del cerebro y de melancolía, se contrae naturalmente la
enfermedad que llaman manía, sin que en ello intervenga el demonio; por cuya
enfermedad aparecen al hombre muchas cosas, que no existen más que en su
imaginación y fantasía.
De cómo los hombres son engañados en sus sentidos
por los demonios, hay innumerables ejemplos.
Perezoso. —Hemos oído algunas veces a los antiguos,
que ellos, según afirmaban, habían visto durante la noche ejércitos de armados,
y deseo saber qué hay de verdad en esto.
Teólogo. —Tales prodigios pronostican algunas veces
futuras guerras; otras engañan con ellos los demonios a los incautos; y otras,
en fin, indican cuales sean las penas de los malos. De todos tenemos ejemplos,
así en la Sagrada Escritura, como en otras partes.
Cuando Josué entró en la tierra de promisión por
primera vez para tomar a Jericó, alzó los ojos, y vio en el campo un varón
puesto en pie, que le salía al encuentro con la espada desenvainada, a quien
preguntó: «¿Eres tú de los nuestros o de
los enemigos?» Y él le respondió: «No,
mas soy el príncipe del ejército del Señor, y ahora vengo [5].»
Y postrado Josué en tierra le adoró.
También cuando Eliodoro entró con el propósito de
despojar el templo, apareció un caballo que llevaba un terrible jinete,
adornado de los mejores vestidos, y que con los pies delanteros chocó con gran
ímpetu contra el mismo Eliodoro. El que sobre él iba llevaba armas doradas.
Aparecieron al propio tiempo dos jóvenes hermosos que azotaron a Eliodoro,
dándole golpes sin intermisión.
Antes de la crudísima persecución de Israel, hecha
por Antíoco, se vieron en toda la ciudad de Jerusalén, por espacio de cuarenta
días, caballeros con doradas vestiduras, huestes armadas, choques de escudos,
multitud de gladiadores luchando, saetas lanzadas, resplandor de armas y de
lorigas de todos géneros, por lo que todos rogaban que se convirtiesen en bien
aquellos prodigios.
Hallándose en una batalla Judas Macabeo, cuando se
estaba en lo más recio de la pelea, aparecieron del cielo a los enemigos cinco
hombres sobre caballos adornados de frenos de oro, guiando a los judíos, y dos
de ellos teniendo en medio a Macabeo, cubriéndolo con sus armas, le guardaban
de manera, que no recibió daño; y contra los enemigos lanzaban dardos y rayos,
con lo que caían confusos, ciegos y llenos de turbación.
También, marchando Judas con los suyos a otra
guerra, con ánimo denodado, apareció un caballero vestido de blanco con armas
de oro, que iba delante de ellos vibrando una lanza.
En otra ocasión vio el Macabeo a Orías y Jeremías, y
que éste extendió su mano derecha y le dio una espada de oro, diciéndole: «Toma esta santa espada como don de Dios, con
que derribarás los enemigos de mi pueblo de Israel.»
De la misma manera, aterrado el criado de Eliseo al
ver que los sirios rodeaban en gran multitud el monte, hecha oración por el
mismo Eliseo para que los ojos del criado se abriesen, vio éste el monte lleno
de caballos y carros de fuego rodeando a Eliseo, quien le dijo: «No temas, pues más están con nosotros que
con ellos.»
Cosas semejantes leemos de los ejércitos de armados,
vistos en el aire antes de la destrucción de Jerusalén, causada por Tito y Vespasiano;
acerca de lo cual, dice Josefo en el libro último de la guerra judaica: «Sobre la ciudad estuvo una estrella,
semejante a una espada, que se vio por espacio de un año; también se vieron en
el aire cometas antes de ponerse el sol, carros de hierro por todas las
regiones, ejércitos armados y muchas cosas a este tenor [6].»
Asimismo, antes de ser derramada la sangre de los
cristianos en Italia, en tiempo de los godos y longobardos, se vieron aquellos
ejércitos, según refiere San Gregorio en la homilía sobre las palabras de San
Lucas: «Habrá señales en el sol y la luna»,
donde dice: «Antes de que Italia fuese estragada
para ser herida por la espada gentil, vimos ejércitos de fuego que
resplandecían con la misma sangre humana que después se derramó [7].»
De lo
expuesto, se deduce que las apariciones de ejércitos, cuando Dios las permite,
anuncian o predicen futuros males de guerras, ya para dar esperanzas de
victoria a aquellos que la merecieron, ya para que los malos conozcan la pena
divina, ya para armar a los buenos e inocentes del escudo de la paciencia
contra los acontecimientos infaustos; porque todas las cosas son dones de Dios,
transmitidas a este mundo del tesoro de la Divina Providencia.
Además, en el tiempo en que al reino de Bohemia y
sus partes adyacentes amenazaba gravísimo mal, por las diferentes sectas
religiosas y la frecuencia de muertes violentas, reunidos en Núremberg muchos obispos
de Alemania, oí a Pedro, Obispo Augustense, varón digno de fe, que cerca de los
límites de dicho reino y en las horas de la noche, se oyeron en cierto valle
voces y conversaciones de hombres montados en caballos, vestidos de varios
colores; lo que muchos, estupefactos, interpretaban de varias maneras. Dos
soldados atrevidos de un real poco distante del lugar de aquellos portentos, se
dirigieron hacia el valle donde solían verse, queriendo saber lo que en ellos
había de verdad. Antes de que se determinasen a acercarse, el uno de los
militares amedrentado, dijo al otro: «Bástenos
con lo que hemos visto: yo no me aproximaré, porque dicho tienen los antiguos,
que ninguno debe chancearse con estas cosas.» El compañero, increpándole
por su cobardía, espoleó el caballo y se llegó a aquellos ejércitos; de los
que, saliendo un guerrero, cortó la cabeza al temerario, volviéndose a los
suyos, y viéndolo el que se había mostrado tímido, huyó, anunciando el funesto
suceso. Al día siguiente se hallaron el cuerpo y la cabeza separados en el valle
donde se habían visto los ejércitos, sin que allí apareciese vestigio alguno de
hombres ni de caballos, sino solamente algunas señales de aves.
Tuvimos trabajando en la iglesia de Colomiers a un
pintor, que padecía tres enfermedades; porque en el color más bien se asemejaba
a un muerto que a un vivo; estaba casi enteramente sordo, y hablaba muy
balbuciente; y como yo hubiese oído que aquellas enfermedades le habían
provenido con la aparición de cierto fantasma, le interrogué acerca de ello, y
me refirió lo siguiente: «Siendo joven y
habiéndome estado casi todo el día en la tienda con mis compañeros, en una
noche oscura me ceñí la espada y emprendí el camino hacia otra ciudad (que
me nombró) apresurándome a llegar a ella;
mas estando en unas viñas, vi que salían al encuentro cosas terribles, no en el
mismo camino por donde yo marchaba, sino cerca de él; por lo cual, apartándome
de la vía, desnudé la espada, y animado de la fatuidad juvenil y el calor de
vencer, tiré un golpe al acaso hacia el sitio del fantasma. Pero, sin ver a nadie,
sentí en aquel instante que me traspasaba no se qué viento, con el cual
entonces mismo contraje las tres enfermedades que veis en mí.»
En tiempo en que los electores del Sacro Imperio
celebraban Dieta en Núremberg, en causas de fe, por los bienes del reino de
Bohemia, se reunieron en cónclave cierto día sobre la misma materia muchos
obispos y algunos doctores, tanto de Sagrada Teología, como de Derecho
Canónico. Allí estuvo el obispo de Maguncia, el de Heriopolense y el de Augusta,
y si bien recuerdo, el de Bamberg; y yo, entre éstos, el menor de todos.
Separados los seglares, después de haberse dado fin al tratado de la fe, el
señor de Maguncia, antes nombrado, varón de grande ingenio y digno de crédito,
nos nombró a cierto militar, amigo suyo, y cuyo hijo vivía entonces, el cual,
militar siempre, se había mostrado en las cosas bélicas más impertérrito que la
mayor parte de los nobles de la Alemania inferior; pero por su animosidad y
fortaleza, tenía que sostener con otros graves contiendas, por lo que no sólo
de día, sino también de noche, le precisaba salir a caballo a varias partes. Éste,
pues, en cierta noche, reunidos los criados, quiso cabalgar por la selva cerca
del Rin, y caminando por ella, antes de llegar al término, después del cual
seguía un vasto campo, mandó a uno de sus domésticos que, acercándose a la
salida del bosque, viese si había algunas asechanzas en el campo, pues se podía
examinar al resplandor de la luna y de los astros. El criado, explorando por
entre las ramas de los árboles para cumplir su cometido, vio por lo largo del
campo un ejército bastante admirable que se acercaba, montado en caballos, lo
que puso en conocimiento del militar, el cual dijo: «Estémonos quietos, porque es de creer que detrás de esos vengan otros
en su custodia; a estos saldremos, y sabremos si los anteriores son amigos o enemigos.»
Poco después, dejando el militar la selva con los suyos, se fue al campo, en donde
sólo halló a uno montado en un caballo, teniendo otro del diestro, y que seguía
de lejos a sus compañeros. Llegándose a él le dijo: «¿Por ventura eres tú mi cocinero?» (Así se lo había parecido a alguna
distancia: el cocinero del militar había muerto hacía poco). «Lo soy, señor,» contestó. «¿Que haces ahí, pregunto el militar, y quienes son los que han pasado?» A lo
que el difunto dijo: «Esos son, señor,
los nobles militares tales y tales (expresando muchos por sus nombres
propios) a quienes conviene, y a mí con
ellos, estar esta noche en Jerusalén, porque esta es nuestra pena.» Y el
militar volvió a preguntarle: «¿Qué significa
este caballo que conduces desmontado?» «Será
para vuestro servicio, si queréis venir conmigo a Tierra Santa. Estad seguro de
que, yendo y volviendo por la fe cristiana, os devolveré vivo, si obedecéis a mis
advertencias.» Entonces dijo el militar: «En el discurso de mi vida, cosas admirables he acometido; añadiré a ellas
ésta, que también lo es.» Y dejando su caballo, montó en el del difunto, a pesar
de lo que para disuadirle le decían los criados, de cuya vista los dos
desaparecieron. Al día siguiente, esperando los criados, según se había
convenido, el militar y el difunto volvieron al sitio en que se habían reunido,
y éste dijo a aquél: «Para que no creáis
que yo he sido un fingido fantasma, conservad en memoria mía estas dos cosas
raras que os doy.» Y sacando una pequeña servilleta de salamandra y un
pequeño cuchillo metido en la vaina, añadió: «Cuando la servilleta este sucia, limpiadla al fuego, que no le
perjudicará, y usad del cuchillo con mucho cuidado, porque el que con él fuese
herido, quedará envenenado». Con esto, desapareció el difunto de la vista
del militar.
De estos hechos podrá colegir el prudente lector que
algunas veces se ven por los buenos y por los malos ejércitos nocturnos. El que
desee saber más de estas cosas, lea la última parte del Universo del parisiense Guillermo[8],
y verá que no me separo de lo que él dice.
Perezoso. —Quiero saber ahora si las almas de los
difuntos salen de sus receptáculos, y en caso afirmativo, cuáles lo pueden
hacer, y también si es el ángel bueno o el malo el que produce tales
apariciones.
Teólogo. —El Santo Doctor te responde diciendo así:
(Y pesa las palabras, porque están saturadas de sentencias.) «Según disposición de la Divina Providencia,
algunas veces las almas separadas saliendo de sus receptáculos, se presentan a la
vista de los hombres, como prueba San Agustín en el libro Del cuidado por
los muertos, y lo ejemplifica en cuanto a
los buenos, como en los santos en el cielo. Y puede creerse que esto sucede
alguna vez respecto a los condenados, a quienes se permite aparecerse a los
vivos para enseñanza y terror de los hombres, y también para pedir sufragios
por aquéllos que están en el purgatorio, como consta en el libro cuarto de los Diálogos de San Gregorio. Porque los glorificados
pueden aparecerse cuando quieren; pero otros, sólo cuando Dios lo permite, pues
si las penas los oprimen, más se duelen, que se cuidan de aparecerse a los
vivos. Y aunque algunas veces las almas de los santos y las de los condenados
estén presencialmente donde aparecen, no se ha de creer, sin embargo, que esto
sucede siempre. Algunas veces se hacen tales apariciones, ya en la vigilia, por
obra de los buenos o de los malos espíritus, para instrucción o para engaño de
los vivos, así como también aparecen éstos alguna vez a otros y les dicen
muchas cosas en sueños, aun cuando conste que no están presentes, como prueba
San Agustín con muchos ejemplos en el libro Del cuidado por los muertos.» Hasta aquí, de Santo Tomás.
M. —Y hasta aquí, digo yo a ustedes, el capítulo
primero del insigne libro quinto del Hormiguero.
A los casos que él refiere de los ejércitos nocturnos y de muertos aparecidos,
pudiera yo añadir algunos otros que he leído en varios autores, si ustedes
desean oírlos.
R. —Por mi parte no tema usted ser molesto, pues me
pasaría sin sentir toda la noche escuchándole esas historias.
C. —Lo mismo digo.
G. —Continúe usted, Sr. M., y apure cuanto pueda la
materia, porque es en extremo sabrosa.
M. —El obispo de Pamplona Fray Prudencio de
Sandoval, en la historia del Emperador Carlos V, refiere el siguiente suceso:
«Queriendo el
cielo o los demonios hacer demostración de la sangre que en vida de este
príncipe se había de derramar en el mundo, en este año de 1517 por el mes de agosto,
en los prados de Bérgamo, que es en Lombardía, ocho días continuos, tres y
cuatro veces al día, se vieron salir fuera de cierto bosque batallas de hombres
a pie con grandísima ordenanza de diez a doce a mil infantes cada batallón, y
eran cinco los que parecían. Viéronse a más de esto, a la mano derecha, otros
escuadrones de mil hombres de armas, y la infantería, grandísima cantidad de
tiros de artillería. Al encuentro de estas gentes, salían otras tantas con el
mismo orden y armas, y en la vanguardia y retaguardia otras muchas compañías de
gente suelta y caballeros, como capitanes, hablando unos con otros. Después,
apartados un poco de intervalo, venían tres o cuatro a caballo con gran pompa y
soberbia, los cuales, según las coronas y otras insignias reales que traían,
parecían reyes, y éstos acompañaban a otro que parecía el más principal, a quien
se humillaban todos y hacían grandísima reverencia. Estos príncipes se juntaban
con otro que les esperaba en el camino, y estaban como en consejo, el cual
parecía ser rey, a quien acompañaban infinitos príncipes y caballeros, y los
que estaban más cerca de su persona, más mirados y respetados de todos,
parecían embajadores.
»De allí a poco,
cuando parecía que se acababa el consejo, quedaba aquel gran príncipe solo con
fiero y horrible semblante, colérico, impaciente y armado en blanco; y
quitándose la manopla, la lanzaba al aire de rato en rato y sacudía la cabeza,
y con la vista turbada volvía el rostro atrás mirando el orden con que estaba
su ejército. En el mismo punto, sonaban las trompetas, tambores, clarines y
otros instrumentos de guerra, con un estruendo y ruido inmenso de la artillería
que disparaba, que no parecía sino el mismo infierno, que no creo menos sino
que salían de allí. Veíanse infinitas banderas y estandartes con gente armada,
que rompían unas contra otras con un ímpetu y ferocidad horrible, dándose
golpes unos a otros tan cruelmente, que parecía se hacían pedazos.
»La visión era
tan espantosa, que los que la vieron dicen que no sabían a qué compararla, sino
a la misma muerte.
»Duraba la
batalla media hora, y luego cesaba desapareciendo aquellas visiones.
»Atreviéronse
algunos a llegar al mismo lugar donde se daban aquellas batallas. Vieron
infinitos puercos que se estaban allí un rato y luego se metían en el bosque;
quedaba el campo hollado de caballos y hombres, y rodadas de carros, y muchos
árboles arrancados y quemados a fuego.
»Enfermaron
algunos de los que se atrevieron a ver estos demonios y los campos donde hacían
tales representaciones.
»Vi esta relación
escrita en una carta de Roma, que hallé en el archivo de Oña. Después la hallé impresa
en Sevilla, y dice que la escribieron personas muy graves y dignas de verdad,
así a personas de Sevilla como de otras partes, y dio el aviso de ella en el
castillo de Villaclara a 23 de diciembre de 1517. Además, dice este papel
impreso, que lo mismo escribió al Papa el Obispo de Pola, su nuncio en Venecia,
certificando ser esto sin duda, y que la Señoría, para averiguarlo, envió ciertos
hombres que viesen y examinasen el caso, y lo vieron por sus ojos, y aun
hallaron ser más espantoso de lo que aquí he dicho.»
M. —El Licenciado D. Francisco de Torreblanca y
Villalpando, jurisconsulto cordobés, en cierta obra que escribió puso, con
referencia a una su tía, la relación siguiente:
«Doña
Ana de Villalpando, viuda de Miguel Jerónimo de Torreblanca, murió en Córdoba
el día 27 de agosto de 1619 a las seis de la tarde, y fue sepultada al día
siguiente en el convento de San Pablo de aquella ciudad. Después, el 3 de mayo
siguiente, apareció visiblemente a Doña Antonia Villalpando, su hermana, monja
bernarda en el convento de la Encarnación de Córdoba, la cual estaba orando en
el coro, y la cercioró de su felicísimo estado, como manifiestamente aparece de
la carta que la Doña Antonia escribió de propia mano al Licenciado D. Francisco
Torreblanca y Villalpando, su sobrino, hijo de la Doña Ana, carta que ella reconoció
en juicio, bajo juramento, en el cual decía:
»Para mayor
honra de Dios, le contaré a vuesa merced lo que me pasó este domingo, día de la
Cruz de Mayo por la madrugada, un poquito antes del alba. Estando de rodillas
sola en el coro, vide venir a mi hermana, tan linda, que no me dio ningún
temor, toda resplandeciente, que no pude entender de qué podía ser, con un
rostro que parecía una imagen, y me hizo una grande humillación, y no le pude
hablar palabra, y ella me dijo que me quedara en hora buena, que en aquel punto
se iba a gozar de la bienaventuranza , que ella no había tenido otra pena más
de haber estado en un campo sola; y diciéndome esto, desapareció. Yo quedé muy
consolada, y penada por no haberle hablado: y era tan grande la luz que
alumbraba la iglesia, que era para ver: y esto no lo he dicho a nadie sino a vuesa
merced, para que dé gracias a Dios que le dio tal madre, el cual le guarde. —En
Córdoba, de la Encarnación, seis de mayo de mil y seiscientos y veinte años.
Doña Antonia Villalpando.»
Se abrió información sobre la verdad de esta carta y
he aquí cuál fue el resultado:
«El
Licenciado D. Juan Ramírez Contreras, del Orden de Santiago, Provisor y Vicario
general de esta ciudad de Córdoba y de todo su obispado por el Ilustrísimo Fray
D. Diego de Mardones, por la gracia de Dios y de la Sede Apostólica, obispo de
Córdoba, confesor de S. M. y de su Consejo, etc.: Vista la consulta del doctor
Pedro Gómez de Contreras, canónigo Magistral de esta Santa Iglesia Catedral, y
de Pedro Avilés, de la Compañía de Jesús, Catedrático de Prima de sagrada
teología, y de los hermanos Antonio Merino, del Orden de Predicadores, Maestro
de sagrada teología, y Benito Serrano, del Orden de Predicadores, lector
jubilado de sagrada teología, calificadores de la Santa Inquisición, a cuyo
juicio hemos sometido que viesen y examinasen la revelación de Doña Antonia de
Villalpando, monja benedictina del convento de la Encarnación de Santa María de
Córdoba, respecto a su hermana Doña Ana de Villalpando, difunta, de quien
afirma que se le ha aparecido visiblemente, cerciorándola de su feliz estado,
preceptuamos y mandamos que debe recibirse y venerarse como una revelación
divina, conforme al decreto del Concilio Lateranense. —Dado en Córdoba el día
catorce de enero del año del Señor, mil seiscientos veintiuno. —Licenciado,
Juan Ramírez de Contreras. —Por mandado de mi Provisor y Vicario general,
Felipe de Salazar, Notario.»
Por último, San Agustín en el lugar citado por Fray Juan
Nyder dice:
«Mas
de tal manera se conduce la humana debilidad que, cuando uno ha visto en sueños
a un muerto, juzga haber visto su alma; pero cuando soñando ha visto a un vivo,
no duda de que no se le apareció su alma ni su cuerpo, sino su semejanza, como
si también de la misma manera, sin saberlo ellos, no pudieran aparecer, no las
almas de los hombres muertos, sino su semejanza.
»Es lo cierto,
que hallándonos en Milán, oímos que habiéndose pedido a uno cierta deuda
contraída por su difunto padre, cuyo recibo se presentaba, pero que ya por el
mismo padre se había pagado sin saberlo el hijo, empezó éste a entristecerse,
admirándose de que nada le hubiese dicho, ni mencionase aquella deuda en su
testamento. Hallándose, pues, muy angustiado, se le apareció en sueños su mismo
padre, quien le indicó el sitio donde estaba el documento justificativo del
pago, el cual, hallado y presentado por el joven, no sólo rechazó la calumnia
del falso crédito, sino que recogió el recibo que su padre no había recogido al
satisfacer su deuda.
»Se cree ver
en esto que el alma del padre se cuidó del hijo, y fue a él en sueños para
librarle de una gran molestia, enseñándole lo que ignoraba. Pero casi en el
mismo tiempo que esto oímos, hallándonos también en Milán, Eulogio, profesor de
retórica en Cartago, el cual fue mi discípulo en la misma arte, según él me refirió
cuando volví a África, como enseñase a sus discípulos los libros de retórica de
Cicerón, revisando la lección que había de explicar al día siguiente, tropezó con
un lugar oscuro, y pesaroso de no entenderlo, apenas pudo dormir en toda la
noche; pero hallándose soñando, yo le expuse lo que no entendía, esto es, no
yo, sino la imagen mía, sin yo saberlo, estando al otro lado del mar, haciendo o
soñando cualquiera otra cosa, sin cuidarme absolutamente de él.
»Cómo se hagan
estas cosas, no lo sé; pero de cualquiera manera que se hagan, ¿por qué no
hemos de creer que del mismo modo se hacen cuando alguno ve en sueños a un
muerto, que cuando ve a un vivo, esto es, ignorándolo ambos en uno y otro caso,
y sin cuidarse de quién, dónde, y cuándo sueña sus imágenes?
»Semejantes a los
sueños, son algunas visiones de los que, estando despiertos, tienen turbados
los sentidos, como los frenéticos o locos de cualquier especie. También éstos
hablan consigo mismos, como si hablasen a los que verdaderamente estuviesen
presentes, y tanto con los presentes como con los ausentes, vivos o muertos,
cuyas imágenes creen ver; pero así como los que viven ignoran que son vistos
por ellos y que hablan con los mismos, pues que en realidad no están presentes
ni les hablan, sino que los hombres padecen tales visiones imaginarias en sus
perturbados sentidos, de la misma manera los que emigraron de esta vida, se ven
como presentes por los que así se hallan afectados, estando ausentes, e ignorando
de todo punto si alguno los ve imaginariamente.»
Intenta demostrar con esto San Agustín, o persuadir
al menos, de que las que se dicen apariciones de los difuntos, no prueban que éstos
se cuiden de los que aún no han salido de este mundo.
«La visión que
tuvo el discípulo de San Agustín, Eulogio, dice cierto escritor, no le parecía bastante seria y motivada a Du
Pin. ¿Qué, diría, para acertar con un texto de Cicerón, se había de aparecer en
sueños un obispo tan grave como San Agustín? Esta es cosa muy disonante y
extraordinaria; pero sea lo que fuese al juicio de los críticos, lo cierto es
que San Agustín lo cuenta por cierto, y que este Doctor estaba bien abastecido
de principios filosóficos y teológicos. En verdad, que si porque las cosas no
consuenan con las ideas que cada crítico tiene en su cabeza; si porque la
utilidad que resulta no es, a su juicio, bastante grande y proporcionada al
prodigio, se ha de desechar; si los críticos modernos tienen vinculado en sus
Academias el nivel para regular estas cosas, y no le tienen los Santos Padres,
Maestros y Doctores de la Iglesia, quedarán pocas cosas ciertas en el campo de
la Religión: porque el sentido humano, por sí solo, la prudencia del siglo y la
filosofía, si no se auxilian con las luces de la Religión, no tienen nivel
seguro para arreglar y apreciar esta especie de prodigios. Es cierto, que a primera
vista, el acertar con la inteligencia de un texto de Cicerón, no parece objeto
importante para presentarse en visión San Agustín a Eulogio; pero el hecho fue cierto,
y debemos discurrir que traería su utilidad. Desde luego, el aparecerse en
sueños el espíritu de San Agustín, conducía para desprender del apego a las
cosas materiales el sentido de Eulogio y el servicio que le hizo esta visión
tiene también su importancia: el enseñar una verdad grande, que es la comunicación
que tienen en espíritu unos cristianos con otros, haciendo una sociedad y un
cuerpo; desde luego da una abertura grande para entender la inmortalidad del
alma y la vida futura y, finalmente, la Religión gana terreno siempre que en algún
particular se aclara una u otra verdad. De la ilustración y persuasión que
logra una persona determinada, se va propagando la luz de unos en otros. Este
orden y conexión no se entiende bien, no meditando en él con seriedad y con
piedad cristiana. Esto lo saben hacer los Padres, los Doctores y los Maestros
que hay de espíritu en la Iglesia Católica; por tanto, aunque la revelación o visión
parezca a los prudentes del siglo poco importante, si está bien atestiguado y
documentado, se debe admitir con aprecio, reservando a los Maestros la
explicación de ella y la significación de su utilidad. Poco a poco, y por el
orden y sucesión que tiene por conveniente la Providencia, se van esparciendo
las luces por la Iglesia acerca de varias verdades que, o estaban oscuras, o no
estaban bien entendidas por el común de las gentes.» [9]
R. —Continuaría oyendo a usted toda la noche con
muchísimo gusto, pero se hace tarde, y bien será que demos tregua hasta mañana.
M. —Quédese, pues, aquí, y en la próxima tertulia
seguiremos los pasos del singularísimo Padre Nyder.
Los cuatro amigos se despidieron, y cuando a la
noche siguiente de nuevo se juntaron, (dio principio desde luego M., sin más
preámbulos, a la lectura del capítulo II del libro V del Hormiguero.
[1] Hay quien dice que Nyder no fue inquisidor: yo no
me he propuesto averiguarlo. (N. del T.)
[2] «La estrella blanca que en el escudo del Carmen se
ve en medio del manto, representa al gran Patriarca y Profeta San Elías. Se le
representa por una estrella, porque Elías brilló en el Carmelo, por sus muchas
virtudes, como estrella en el firmamento, y además, es aquélla blanca, no solo
porque dicho Profeta y sus sucesores vistieron de blanco, sino para indicar
también con este color, como dice el abad Tritemio, la interior limpieza y
pureza de aquellos primitivos anacoretas.»
(Revista Carmelitana de Barcelona. — M. A. S., presbítero. — Vich 5 de
diciembre de 1879.)
«Concedemos a los caballeros en el invierno o estío
vestimenta blanca (si puede ser); pues ya que llevan vida negra y tenebrosa, se
reconcilien a su Creador por la blanca. ¿Qué es la blancura sino una entera
castidad? La castidad es seguridad del pensamiento y sanidad del cuerpo; y si
un soldado no perseverase casto, no puede ver a Dios ni gozar de su descanso.»
(Regla de la Orden de Caballería de los Templarios.)
[3] Por eso dice San Juan, en el capítulo VI del Apocalipsis, que vio entre los colores
de cuatro caballos, uno negro, siendo los otros tres, uno blanco, otro rojo y
otro amarillo; sobre lo cual dice la glosa que por el blanco debe entenderse la
carne purísima de Cristo; por el rojo, los que bajo las apariencias de religión
y de virtud, engañan a los hombres; por el negro, a los que tienen vicios
manifiestos; y por el amarillo, semejante al que tiene un muerto, a los que
persiguen a los hombres.
[4] Se designan por los conductores de los tres últimos
caballos, otras tantas especies de demonios que rigen a los hombres malos,
porque éstos todos son informados y conducidos por ciertos demonios.
[5] En los pasajes de la Sagrada Escritura que se citan
por el autor del Libro insigne, nada
he puesto de mi cosecha, porque me pareció prudente poner las traducciones del
Padre Scio o del Sr. Torres Amat. – (N. del T.)
[6] Por lo verdaderamente admirables, no he podido
resistir a la tentación de consignar aquí algunas. Dice el célebre historiador
citado, que reunido el pueblo para la tiesta do los Ázimos, que era el día 8
del mes de abril, a la hora nona de la noche, se difundió alrededor del Ara y
del Templo una luz tan grande, que parecía un día clarísimo; lo cual duró por
espacio de media hora. En la misma fiesta, siendo una vaca conducida al
sacrificio (otros traducen: un buey,
el original dice bos), parió un
cordero en medio del templo. La puerta oriental del templo interior, siendo de
bronce y tan pesada, que después de medio día se cerraba con mucho trabajo por
veinte hombres y se afianzaba con fuertes llaves y barras de hierro, se abrió
por sí sola a la hora de sexta de la noche; lo cual, sabido por el Magistrado
del Templo, ordenó que se cerrase, como se hizo, no sin gran dificultad. Pocos
días después de los festivos, el 25 de mayo, se dejó ver un enorme fantasma. En
el día de la fiesta que llaman Pentecostés, como los sacerdotes hubiesen ido al
interior del templo, según costumbre, para celebrar las cosas divinas,
sintieron primero un movimiento y como cierto estrépito, y después oyeron
súbitamente una voz que clamaba: Salgamos
de aquí (Migremus hinc). Cornelio
Tácito, que sin duda tomó esta relación de Josefo, refiere el hecho, y en vez
de las palabras migremus hinc, pone: Excedere Deos; según el uso de la superstición romana, dice cierto autor.
Josefo, antes de referir aquellos prodigios, hace la advertencia de que las
cosas monstruosas de que se va a ocupar, parecían una fábula, si no estuviesen
contadas por los mismos que las presenciaron, ni hubiesen sido confirmadas por
las desgracias que pronosticaban. (N. del T.)
[7] Los antiguos, dice un autor, que nos dejaron la
descripción de las auroras cósmicas, al parecer escribieron bajo la impresión
del terror que les inspiraba, este fenómeno luminoso. Lycostheno veía en él
sangrientos combates entre animales feroces, ejércitos que se destruían entre
sí, brillantes espadas, cabezas disformes, una fantasmagoría diabólica, en una
palabra, mil ilusiones capaces de espantar la imaginación. ¿Serían los
fenómenos de que nos habla Nyder, efectos de auroras boreales? Puede ser;
aunque esto no impide el creer que Dios permite tales apariencias para los
fines que el mismo Nyder señala. Dice el Padre Feijoo que las más de las
batallas aéreas no fueron más que auroras boreales. Es de sentir que no haya
dicho cuáles no fueron auroras, sino verdaderas batallas. (N, del T.)
[8] No lo he hallado en las bibliotecas públicas de
Sevilla. -N. del T.