EDGAR ALLAN POE
En una mañana fría y húmeda
llegué por primera vez al inmenso país de los Estados Unidos. Iba el steamer
despacio, y la sirena aullaba roncamente por temor de un choque. Quedaba atrás
Fire Island con su erecto faro; estábamos frente a Sandy Hook, de donde nos
salió al paso el barco de sanidad. El ladrante slang yanqui sonaba por todas
partes, bajo el pabellón de bandas y estrellas. El viento frío, los pitos
arromadizados, el humo de las chimeneas, el movimiento de las máquinas, las
mismas ondas ventrudas de aquel mar estañado, el vapor que caminaba rumbo a la
gran bahía, todo decía: all right. Entre las brumas se divisaban islas y
barcos. Long Island desarrollaba la inmensa cinta de sus costas, y Staten
Island, como en el marco de una viñeta, se presentaba en su hermosura, tentando
al lápiz, ya que no, por falta de sol, a la máquina fotográfica. Sobre cubierta
se agrupan los pasajeros: el comerciante de gruesa panza, congestionado como un
pavo, con encorvadas narices israelitas; el clergyman huesoso, enfundado en su
largo levitón negro, cubierto con su ancho sombrero de fieltro, y en la mano
una pequeña Biblia; la muchacha que usa gorra de jockey, y que durante toda la
travesía ha cantado con voz fonográfica, al són de un banjo; el joven robusto,
lampiño como un bebé, y que, aficionado al box, tiene los puños de tal modo,
que bien pudiera desquijarrar un rinoceronte de un solo impulso... En los
Narrows se alcanza a ver la tierra pintoresca y florida, las fortalezas. Luego,
levantando sobre su cabeza la antorcha simbólica, queda a un lado la gigantesca
Madona de la Libertad, que tiene por peana un islote. De mi alma brota entonces
la salutación:
«A ti, prolífica, enorme,
dominadora. A ti, Nuestra Señora de la Libertad. A ti, cuyas mamas de bronce
alimentan un sinnúmero de almas y corazones. A ti, que te alzas solitaria y
magnífica sobre tu isla, levantando la divina antorcha. Yo te saludo al paso de
mi steamer, prosternándome delante de tu majestad. ¡Ave: Good morning! Yo sé,
divino icono, ¡oh, magna estatua!, que tu solo nombre, el de la excelsa beldad
que encarnas, ha hecho brotar estrellas sobre el mundo, a la manera del fiat
del Señor. Allí están entre todas, brillantes sobre las listas de la bandera,
las que iluminan el vuelo del águila de América, de esta tu América formidable,
de ojos azules. Ave, Libertad, llena de fuerza; el Señor es contigo: bendita tú
eres. Pero, ¿sabes?, se te ha herido mucho por el mundo, divinidad, manchando
tu esplendor. Anda en la tierra otra que ha usurpado tu nombre, y que, en vez
de la antorcha, lleva la tea. Aquélla no es la Diana sagrada de las
incomparables flechas: es Hécate.»
Hecha mi salutación, mi vista contempla
la masa enorme que está al frente, aquella tierra coronada de torres, aquella
región de donde casi sentís que viene un soplo subyugador y terrible:
Manhattan, la isla de hierro, Nueva York, la sanguínea, la ciclópea, la
monstruosa, la tormentosa, la irresistible capital del cheque. Rodeada de islas
menores, tiene cerca a Jersey; y agarrada a Brooklyn con la uña enorme del
puente, Brooklyn, que tiene sobre el palpitante pecho de acero un ramillete de
campanarios.
Se cree oír la voz de Nueva York,
el eco de un vasto soliloquio de cifras. ¡Cuán distinta de la voz de París,
cuando uno cree escucharla, al acercarse, halagadora como una canción de amor,
de poesía y de juventud! Sobre el suelo de Manhattan parece que va a verse
surgir de pronto un colosal Tío Samuel, que llama a los pueblos todos a un
inaudito remate, y que el martillo del rematador cae sobre cúpulas y techumbres
produciendo un ensordecedor trueno metálico. Antes de entrar al corazón del
monstruo, recuerdo la ciudad, que vio en el poema bárbaro el vidente Thogorma:
Thogorma dans ses yeux vit monter
des murailles de fer dont s'enroulaient des spirales des tours et des palais
cerclés d'arain sur des blocs lourds; ruche énorme, géhenne aux lúgubres
entrailles oú s'engouffraint les Forts, princes des anciens jours.
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Semejantes a los Fuertes de los
días antiguos, viven en sus torres de piedra, de hierro y de cristal, los
hombres de Manhattan.
En su fabulosa Babel, gritan,
mugen, resuenan, braman, conmueven la Bolsa, la locomotora, la fragua, el
banco, la imprenta, el dock y la urna electoral. El edificio Produce Exchange,
entre sus muros de hierro y granito, reúne tantas almas cuantas hacen un
pueblo... He allí Broadway. Se experimenta casi una impresión dolorosa; sentís
el dominio del vértigo. Por un gran canal, cuyos lados los forman casas
monumentales que ostentan sus cien ojos de vidrio y sus tatuajes de rótulos, pasa
un río caudaloso, confuso, de comerciantes, corredores, caballos, tranvías,
ómnibus, hombres-sandwichs vestidos de anuncios y mujeres bellísimas. Abarcando
con la vista la inmensa arteria en su hervor continuo, llega a sentirse la
angustia de ciertas pesadillas. Reina la vida del hormiguero: un hormiguero de
percherones gigantescos, de carros monstruosos, de toda clase de vehículos. El
vendedor de periódicos, rosado y risueño, salta como un gorrión, de tranvía en
tranvía, y grita al pasajero ¡intanrsooonwoood!, lo que quiere decir, si
gustáis comprar cualquiera de esos tres diarios, el Evening Telegram, el Sun o
el World. El ruido es mareador y se siente en el aire una trepidación
incesante; el repiqueteo de los cascos, el vuelo sonoro de las ruedas, parece a
cada instante aumentarse. Temeríase a cada momento un choque, un fracaso, si no
se conociese que este inmenso río que corre con una fuerza de alud, lleva en
sus ondas la exactitud de una máquina. En lo más intrincado de la muchedumbre,
en lo más convulsivo y crespo de la ola en movimiento, sucede que una lady
anciana, bajo su capota negra, o una miss rubia, o una nodriza con su bebé,
quiere pasar de una acera a otra. Un corpulento policeman alza la mano;
detiénese el torrente; pasa la dama; ¡all right!
«Esos cíclopes...», dice
Groussac; «esos feroces calibanes...», escribe Peladan. ¿Tuvo razón el raro Sar
al llamar así a estos hombres de la América del Norte? Calibán reina en la isla
de Manhattan, en San Francisco, en Boston, en Washington, en todo el país. Ha
conseguido establecer el imperio de la materia desde su estado misterioso con
Edison, hasta la apoteosis del puerco, en esa abrumadora ciudad de Chicago.
Calibán se satura de wishky, como en el drama de Shakespeare de vino; se
desarrolla y crece; y sin ser esclavo de ningún Próspero, ni martirizado por
ningún genio del aire, engorda y se multiplica. Su nombre es Legión. Por
voluntad de Dios suele brotar de entre esos poderosos monstruos algún sér de
superior naturaleza, que tiende las alas a la eterna Miranda de lo ideal.
Entonces, Calibán mueve contra él a Sicorax, y se le destierra o se le mata.
Esto vio el mundo con Edgar Allan Poe, el cisne desdichado que mejor ha
conocido el ensueño y la muerte...
¿Por qué vino tu imagen a mi
memoria, Stella, alma, dulce reina mía, tan presto ida para siempre, el día en
que, después de recorrer el hirviente Broadway, me puse a leer los versos de
Poe, cuyo nombre de Edgar, harmonioso y legendario, encierra tan vaga y triste
poesía, y he visto desfilar la procesión de sus castas enamoradas a través del
polvo de plata de un místico ensueño? Es porque tu eres hermana de las liliales
vírgenes, cantadas en brumosa lengua inglesa por el soñador infeliz, príncipe
de los poetas malditos. Tú como ellas eres llama del infinito amor. Frente al
balcón, vestido de rosas blancas, por donde en el Paraíso asoma tu faz de
generosos y profundos ojos, pasan tus hermanas y te saludan con una sonrisa, en
la maravilla de tu virtud, ¡oh, mi ángel consolador; oh, mi esposa! La primera que
pasa es Irene, la dama brillante de palidez extraña, venida de allá, de los
marea lejanos; la segunda es Eulalia, la dulce Eulalia, de cabellos de oro y
ojos de violeta, que dirige al Cielo su mirada; la tercera es Leonora, llamada
así por los ángeles, joven y radiosa en el Edén distante; la otra es Francés,
la amada que calma las penas con su recuerdo; la otra es Ulalume, cuya sombra
yerra en la nebulosa región de Weir, cerca del sombrío lago de Auber; la otra
Helen, la que fué vista por la primera vez a la luz de perla de la Luna; la
otra Annie, la de los ósculos y las caricias y oraciones por el adorado; la
otra Annabel Lee, que amó con un amor envidia de los serafines del Cielo; la
otra Isabel, la de los amantes coloquios en la claridad lunar; Ligeia, en fin,
meditabunda, envuelta en un velo de extraterrestre esplendor... Ellas son,
cándido coro de ideales oceánidos, quienes consuelan y enjugan la frente al
lírico Prometeo amarrado a la montaña Yankee, cuyo cuervo, más cruel aun que el
buitre esquiliano, sentado sobre el busto de Palas, tortura el corazón del
desdichado, apuñaleándole con la monótona palabra de la desesperanza. Así tú
para mí. En medio de los martirios de la vida, me refrescas y alientas con el
aire de tus alas, porque si partiste en tu forma humana al viaje sin retorno,
siento la venida de tu sér inmortal, cuando las fuerzas me faltan o cuando el
dolor tiende hacia mí el negro arco. Entonces, Alma, Stella, oigo sonar cerca
de mí el oro invisible de tu escudo angélico. Tu nombre luminoso y simbólico
surge en el cielo de mis noches como un incomparable guía, y por claridad
inefable llevo el incienso y la mirra a la cuna de la eterna Esperanza.
EL HOMBRE
La influencia de Poe en el arte
universal ha sido suficientemente honda y transcendente para que su nombre y su
obra no sean a la continua recordados. Desde su muerte acá, no hay año casi en
que, ya en el libro o en la revista, no se ocupen del excelso poeta americano,
críticos, ensayistas y poetas. La obra de Ingram iluminó la vida del hombre;
nada puede aumentar la gloria del soñador maravilloso. Por cierto que la
publicación de aquel libro, cuya traducción a nuestra lengua hay que agradecer
al Sr. Mayer, estaba destinada al grueso público.
¿Es que en el número de los
escogidos, de los aristócratas del espíritu, no estaba ya pesado en su propio
valor, el odioso fárrago del canino Griswold? La infame autopsia moral que se
hizo del ilustre difunto debía tener esa bella protesta. Ha de ver ya el mundo
libre de mancha al cisne inmaculado.
Poe, como un Ariel hecho hombre,
diríase que ha pasado su vida bajo el flotante influjo de un extraño misterio.
Nacido en un país de vida práctica y material, la influencia del medio obra en
él al contrario. De un país de cálculo brota imaginación tan estupenda. El dón
mitológico parece nacer en él por lejano atavismo, y vese en su poesía un claro
rayo del país del sol y azul en que nacieron sus antepasados. Renace en él el
alma caballeresca de los Le Poer alabados en las crónicas de Generaldo
Gambresio. Arnoldo Le Poer lanza en la Irlanda de 1327 este terrible insulto al
caballero Mauricio de Desmond: «Sois un rimador.» Por lo cual se empuñan las
espadas y se traba una riña, que es el prólogo de guerra sangrienta.
Cinco siglos después, un
descendiente del provocativo Arnoldo, glorificará a su raza, erigiendo sobre el
rico pedestal de la lengua inglesa, y en un nuevo mundo, el palacio de oro de
sus rimas.
El noble abolengo de Poe;
ciertamente, no interesa sino a «aquellos que tienen gusto de averiguar los
efectos producidos por el país y el linaje en las peculiaridades mentales y
constitucionales de los hombres de genio» según las palabras de la noble Sra. Whitman.
Por lo demás, es él quien hoy da valer y honra a todos los pastores
protestantes, tenderos, rentistas o mercachifles que llevan su apellido en la
tierra del honorable padre de su patria Jorge Washington.
Sábese que en el linaje del poeta
hubo un bravo sir Rogerio, que batalló en compañía de Strongbow, un osado, sir
Arnoldo, que defendió a una lady, acusada de bruja; una mujer heroica y viril,
la célebre Condesa del tiempo de Cromwell; y pasado sobre enredos genealógicos
antiguos, un General de los Estados Unidos, su abuelo. Después de todo, ese sér
trágico, de historia tan extraña y romancesca, dio su primer vagido entre las
coronas marchitas de una comedianta, la cual le dio vida bajo el imperio del
más ardiente amor. La pobre artista había quedado huérfana desde muy tierna
edad. Amaba el teatro, era inteligente y bella, y de esa dulce gracia nació el
pálido y melancólico visionario que dio al arte un mundo nuevo.
Poe nació con el envidiable dón
de la belleza corporal. De todos los retratos que he visto suyos, ninguno da
idea de aquella especial hermosura que en descripciones han dejado muchas de
las personas que le conocieron. No hay duda que en toda la iconografía poeana,
el retrato que debe representarle mejor es el que sirvió a Mr. Clarke para publicar
un grabado que copiaba al poeta en el tiempo en que éste trabajaba en la
empresa de aquel caballero. El mismo Clarke protestó contra los falsos retratos
de Poe, que después de su muerte publicaron. Si no tanto como los que
calumniaron su hermosa alma poética, los que desfiguran la belleza de su rostro
son dignos de la más justa censura. De todos los retratos que han llegado a mis
manos, los que más me han llamado la atención son el de Chiffart, publicado en
la edición ilustrada de Quantin, de los Cuentos extraordinarios, y el grabado
por R. Loncup, para la traducción del libro de Ingram por Mayer. En ambos, Poe
ha llegado ya a la edad madura. No es, por cierto, aquel gallardo jovencito
sensitivo que al conocer a Elena Stannard, quedó trémulo y sin voz como el
Dante de la Vita Nuova....
Es el hombre que ha sufrido ya,
que conoce por sus propias desgarradas carnes cómo hieren las asperezas de la
vida. En el primero, el artista parece haber querido hacer una cabeza
simbólica. En los ojos, casi ornitomorfos, en el aire, en la expresión trágica
del rostro, Chiffart ha intentado pintar al autor del Cuervo, al visionario, al
unhappy Master, más que al hombre. En el segundo hay más realidad: esa mirada
triste, de tristeza contagiosa, esa boca apretada, ese vago gesto de dolor y
esa frente ancha y magnífica en donde se entronizó la palidez fatal del
sufrimiento, pintan al desgraciado en sus días de mayor infortunio, quizá en
los que precedieron a su muerte. Los otros retratos, como el de Halpin para la
edición de Amstrong, nos dan ya tipos de lechuguinos de la época, ya caras que
nada tienen que ver con la cabeza bella e inteligente de que habla Clark. Nada
más cierto que la observación de Gautier:
«Es raro que un poeta, dice, que
un artista sea conocido bajo su primer encantador aspecto. La reputación no le
viene, sino muy tarde, cuando ya las fatigas del estudio, la lucha por la vida
y las torturas de las pasiones han alterado su fisonomía primitiva; apenas deja
sino una máscara usada, marchita, donde cada dolor ha puesto por estigma una
magulladura o una arruga.»
Desde niño, Poe «prometía una
gran belleza.»
Sus compañeros de colegio hablan
de su agilidad y robustez. Su imaginación y su temperamento nervioso estaban
contrapesados por la fuerza de sus músculos. El amable y delicado ángel de
poesía sabía dar excelentes puñetazos. Más tarde dirá de él una buena señora:
«Era un muchacho bonito.»
Cuando entra a West Point hace
notar en él un colega, Mr. Gibson, su «mirada cansada, tediosa y hastiada.» Ya
en su edad viril, recuérdale el bibliófilo Gowans: «Poe tenía un exterior
notablemente agradable y que predisponía en su favor: lo que las damas
llamarían claramente bello.» Una persona que le oye recitar en Boston, dice:
«Era la mejor realización de un poeta, en su fisonomía, aire y manera.» Un
precioso retrato es hecho de mano femenina: «Una talla algo menos que de altura
mediana, quizá, pero tan perfectamente proporcionada y coronada por una cabeza
tan noble, llevada tan regiamente, que, a mi juicio de muchacha, causaba la
impresión de una estatura dominante. Esos claros y melancólicos ojos parecían
mirar desde una eminencia....». Otra dama recuerda la extraña impresión de sus
ojos: «Los ojos de Poe, en verdad, eran el rasgo que más impresionaba, y era a
ellos a los que su cara debía su atractivo peculiar. Jamás he visto otros ojos
que en algo se le parecieran. Eran grandes, con pestañas largas y un negro de
azabache: el iris acero gris, poseía una cristalina claridad y transparencia, a
través de la cual la pupila negra azabache se veía expandirse y contraerse, con
toda sombra de pensamiento o de emoción. Observé que los párpados jamás se
contraían, como es tan usual en la mayor parte de las personas, principalmente
cuando hablan; pero su mirada siempre era llena, abierta y sin encogimiento ni
emoción. Su expresión habitual era soñadora y triste: algunas veces tenía un
modo de dirigir una mirada ligera, de soslayo, sobre alguna persona que no le
observaba a él, y, con una mirada tranquila y fija, parecía que mentalmente
estaba midiendo el calibre de la persona que estaba ajena de ello.—¡Qué ojos
tan tremendos tiene el señor Poe!—me dijo una señora. Me hace helar la sangre
el verle darse vuelta lentamente y fijarlos sobre mí cuando estoy hablando».
La misma agrega: «Usaba un bigote
negro, esmeradamente cuidado, pero que no cubría completamente una expresión
ligeramente contraída de la boca y una tensión ocasional del labio superior,
que se asemejaba a una expresión de mofa. Esta mofa era fácilmente excitada y
se manifestaba por un movimiento del labio, apenas perceptible, y sin embargo,
intensamente expresivo. No había en ella nada de malevolencia, pero sí mucho
sarcasmo». Sábese, pues, que aquella alma potente y extraña estaba encerrada en
hermoso vaso. Parece que la distinción y dotes físicas deberían ser nativas en
todos los portadores de la lira. ¿Apolo, el crinado numen lírico, no es el
prototipo de la belleza viril? Mas no todos sus hijos nacen con dote tan
espléndido. Los privilegiados se llaman Goethe, Byron, Lamartine, Poe.
Nuestro poeta, por su
organización vigorosa y cultivada, pudo resistir esa terrible dolencia que un
médico escritor llama con gran propiedad «la enfermedad del ensueño». Era un
sublime apasionado, un nervioso, uno de esos divinos semilocos necesarios para
el progreso humano, lamentables cristos del arte, que por amor al eterno ideal
tienen su calle de la amargura, sus espinas y su cruz. Nació con la adorable
llama de la poesía, y ella le alimentaba al propio tiempo que era su martirio.
Desde niño quedó huérfano y le recogió un hombre que jamás podría conocer el
valor intelectual de su hijo adoptivo. El Sr. Allan—cuyo nombre pasará al
porvenir al brillo del nombre del poeta—jamás pudo imaginarse que el pobre
muchacho recitador de versos que alegraba las veladas de su home, fuese más
tarde un egregio príncipe del Arte. En Poe reina el ensueño desde la niñez.
Cuando el viaje de su protector le lleva a Londres, la escuela del dómine
Brondeby es para él como un lugar fantástico que despierta en su sér extrañas
reminiscencias; después, en la fuerza de su genio, el recuerdo de aquella
morada y del viejo profesor han de hacerle producir una de sus subyugadoras
páginas. Por una parte, posee en su fuerte cerebro la facultad musical; por
otra, la fuerza matemática. Su ensueño está poblado de quimeras y de cifras
como la carta de un astrólogo. Vuelto a América, vémosle en la escuela de
Clarke, en Richmond, en donde al mismo tiempo que se nutre de clásicos y recita
odas latinas, boxea y llega a ser algo como un champion estudiantil; en la
carrera hubiera dejado atrás a Atalanta, y aspiraba a los lauros natatorios de
Byron. Pero si brilla y descuella intelectual y físicamente entre sus
compañeros, los hijos de familia de la fofa aristocracia del lugar miran por
encima del hombro al hijo de la cómica. ¿Cuánta no ha de haber sido la hiel que
tuvo que devorar este sér exquisito, humillado por un origen del cual en días
posteriores habría orgullosamente de gloriarse? Son esos primeros golpes los
que empezaron a cincelar el pliegue amargo y sarcástico de sus labios. Desde
muy temprano conoció las asechanzas del lobo racional. Por eso buscaba la
comunicación con la Naturaleza, tan sana y fortalecedora. «Odio, sobre todo, y
detesto este animal que se llama Hombre», escribía Swift a Poe. Poe, a su vez,
habla «de la mezquina amistad y de la fidelidad de polvillo de fruta (gossamer
fidelity) del mero hombre». Ya en el libro de Job, Eliphaz Themanita, exclama:
«¿Cuánto más el hombre abominable y vil que bebe como la inquietud?».
No buscó el lírico americano el
apoyo de la oración; no era creyente, o, al menos, su alma estaba alejada del
misticismo. A lo cual da por razón James Russell Lowell lo que podría llamarse
la matematicidad de su cerebración. «Hasta su misterio es matemático para su
propio espíritu». La Ciencia impide al poeta penetrar y tender las alas en la
atmósfera de las verdades ideales. Su necesidad de análisis, la condición
algebraica de su fantasía, hácele producir tristísimos efectos cuando nos
arrastra al borde de lo desconocido. La especulación filosófica nubló en él la
fe, que debiera poseer como todo poeta verdadero. En todas sus obras, si mal no
recuerdo, sólo unas dos veces está escrito el nombre de Cristo. Profesaba, sí,
la moral cristiana; y en cuanto a los destinos del hombre, creía en una ley
divina, en un fallo inexorable. En él la ecuación dominaba a la creencia, y aun
en lo referente a Dios y sus tributos, pensaba con Spinosa que las cosas
invisibles y todo lo que es objeto del entendimiento no puede percibirse de
otro modo que por los ojos de la demostración; olvidando la profunda afirmación
filosófica: Intelectus noster sic ¿de habet? ad prima entium quæ sunt
manifestissima in natura, sicut oculus vespertillionis ad solem. No creía en lo
sobrenatural, según confesión propia; pero afirmaba que Dios, como Creador de
la Naturaleza, puede, si quiere, modificarla. En la narración de la
metempsícosis de Ligeia hay una definición de Dios, tomada de Granwill, que
parece ser sustentada por Poe: Dios no es más que una gran voluntad que penetra
todas las cosas por la naturaleza de su intensidad. Lo cual estaba ya dicho por
Santo Tomás en estas palabras: «Si las cosas mismas no determinan el fin para
sí, porque desconocen la razón del fin, es necesario que se les determine el
fin por otro que sea determinador de la Naturaleza. Este es el que previene
todas las cosas, que es sér por sí mismo necesario, y a éste llamamos Dios...»
En la Revelación Magnética, a vuelta de divagaciones filosóficas, Mr.
Vankirk—que, como casi todos los personajes de Poe, es Poe mismo—afirma la
existencia de un Dios material, al cual llama materia suprema e imparticulada.
Pero agrega: «La materia imparticulada, o sea Dios en estado de reposo, es en
lo que entra en nuestra comprensión, lo que los hombres llaman espíritu». En el
diálogo entre Oinos y Agathos pretende sondear el misterio de la divina
inteligencia; así como en los de Monos y Una y de Eros y Charmion penetra en la
desconocida sombra de la Muerte, produciendo, como pocos, extraños vislumbres
en su concepción del espíritu en el espacio y en el tiempo.
Prólogo a Poemas de Edgar Allan Poe (1919).