PAUL VALÉRY
EL
CEMENTERIO MARINO
La Nouvelle Revue Française ha juzgado oportuno encabezar el pequeño
volumen en que el profesor Gustave Cohén explica el famoso poema de Valéry con
una fotografía del cementerio de Sète, ciudad natal del poeta. Vemos pinos,
tumbas, rejas, en el fondo el mar (el Mediterráneo) y el cielo. Pero lo que nos
conmueve en esta fotografía es justamente lo que ella no nos muestra. En
efecto, en cuanto se la mira con bastante detenimiento como para vencer su
belleza de tarjeta postal, nos sorprende. El cementerio de Sète deja de ser el
cementerio de Sète, en Hérault, Languedoc: es el cementerio marino de Valéry,
en nosotros. Esas tumbas, esos pinos, esas rejas, ese mar, ese cielo no son
pura mise-en-scène. Son también protagonistas, y se animan hasta el punto de re-crear
en nosotros el sueño del poeta.
De este sueño, en
cuanto sueño, ¿qué nos dice Valéry mismo? “La verdadera condición de un
verdadero poeta es lo que hay de más distinto del estado de sueño. Sólo veo en
ella buscas voluntarias, flexibilizaciones de los pensamientos, consentimiento
del alma a exquisitas molestias, y el perpetuo triunfo del sacrificio. Precisamente
aquél que quiere escribir su sueño tiene que estarse infinitamente despierto”.
Estaría tentada de
recomendar a los que deseen entrar en el sueño de Valéry-poeta, la misma puerta
que él abre para salir de ese sueño. Casi diría que no hay otra.
Es perfectamente exacto
que el que quiere escribir su sueño debe estarse infinitamente despierto. Pero
no menos infinitamente despierto debe estarse el que pretende rehacer ese
sueño, etapa por etapa, siguiendo al poeta (*).
Lector y poeta deben
recorrer el mismo camino, pero a la inversa. No llega a penetrar plenamente en
el sueño del poeta sino el lector que comienza por estarse infinitamente despierto
a las intenciones del poeta.
Valéry ha declarado que
no puede quejarse del menor silencio en torno a sus escritos. “Estoy
acostumbrado —dice— a ser elucidado, disecado, empobrecido, enriquecido,
exaltado y estropeado, hasta no saber más, yo mismo, cuál soy, o de quién se
habla...”
Y termina el prólogo
del Ensayo de explicación del Cementerio marino, por Gustave Cohen, con estas
palabras: “en cuanto a la interpretación de la letra, ya me he explicado sobre
este punto en otro lugar, pero nunca se habrá insistido bastante en que no hay
sentido verdadero de un texto. No hay autoridad del autor. Sea como sea lo que
haya querido decir, ha escrito lo que ha escrito. Una vez publicado, un texto
es como un aparato del que cada cual puede servirse a su manera y según sus
medios: no es seguro que el constructor lo use mejor que cualquiera otro”.
Como vemos, Valéry deja
“carte blanche” a los comentadores. Reconocemos en esto uno de los rasgos de su
cordura habitual. Los comentadores sólo pueden comentar a su imagen y
semejanza... que no siempre coincide con la del autor comentado.
Valéry conviene en que
su obra es una partitura que él no puede oír sino ejecutada por el alma y el
espíritu de los demás.
Para explicar el
Cimetière marin me apoyaré en un intérprete —Gustave Cohén— que satisface al
poeta y cuya interpretación concuerda con mi propia visión de la obra. Al
analizar el poema, resumiré lo esencial de esta interpretación.
El Cementerio marino,
publicado por primera vez en la Nouvelle Revue Française en febrero de 1929
(y que desencadenó una verdadera ofensiva de comentarios) está escrito en
versos de 10 sílabas y dividido en 24 sextinas. Las sextinas empiezan
regularmente por dos rimas femeninas seguidas de una rima masculina, luego de
dos nuevas rimas femeninas y de una terminación masculina. El encanto gris de
las e mudas, que son toda la dulzura, todo lo indeterminado en que se hunden
las rimas femeninas en el verso francés, se resuelve en este poema de Valéry en
precisión fulgurante. Precisión fulgurante de las dos rimas masculinas, la
primera de las cuales cae neta, fuerte, entre las cuatro rimas femeninas,
mientras la segunda se aprieta como un nudo corredizo al final de la estrofa.
Oigamos lo que Valéry
cuenta a propósito del nacimiento del poema: “Nació, como la mayoría de mis
poemas, de la presencia inesperada, en mi espíritu, de cierto ritmo...
En cuanto al contenido
del poema, está hecho de recuerdos de mi ciudad natal. Es casi el único de mis
poemas en que he puesto algo de mi propia vida.
Ese cementerio marino
existe. Domina el mar sobre el cual se ven, como palomas, vagar, picotear las
barcas de pesca”.
Agrega que las
condiciones en que concibió el poema exigían que fuera “un monólogo de ‘yo’
(entre comillas) en que los temas más simples y más constantes de mi vida
afectiva e intelectual, tal como se habían impuesto a mi adolescencia y
asociado al mar y a la luz de cierto lugar de la costa del Mediterráneo, fuesen
llamados, urdidos, contrapuestos...” “Todo esto llevaba —añade el poeta— a la
muerte y tocaba al pensamiento puro. (El metro elegido, de diez sílabas, tiene
cierta relación con el verso dantesco)”.
En las admirables
páginas sobre Eureka, de Poe, Valéry se queja de que la poesía francesa “ignore
o incluso tema todo lo épico y lo patético del intelecto”. Todo lo épico y lo
patético del intelecto está concentrado en el Cementerio marino. Este poema es
el drama del intelecto, del intelecto calentado al rojo, que se cuaja en
lirismo, que brota —hecho polvo— de la roca, como una ola en delirio: de
délires douée.
¡El mar! Con él empieza
el poema. El techo tranquilo en que caminan palomas, es él. Vuelve a cada rato,
recomenzado siempre, en el poema; ya en calma, ya agitado. Pero este mar que
canta Valéry se vuelve, desde la tercera estrofa, símbolo del alma, símbolo del
ser humano, de la humana movilidad. También en el hombre el techo ondulado,
centelleante del pensamiento oculta un abismo obscuro e insondable, se asienta
sobre profundidades de las que sólo nos llega el eco. No olvidemos que Valéry
está obsesionado por la certidumbre de que “el más profundo de nuestros
pensamientos está dentro de esas condiciones invencibles que hacen que todo
pensamiento sea superficial”. De ahí, en mi sentir, su insistencia en la
palabra techo. Para ver el centelleo del mar, su techo, hay que ascender a su
superficie... es decir, hay que salirse de las profundidades.
Junto al mar, que aún
en calma palpita, que es todo movilidad como nosotros, el Mediodía justo, el
mediodía sin movimiento: símbolo de la eternidad, de la nada, del no ser. El
poeta está como disuelto en la luz que cae a plomo del cielo. Esta luz
reflejada por las aguas se le aparece como ofrenda suya a los dioses. Siente
deseos de dejar que su conciencia se deshaga en el Mediodía sin movimiento, en
lo eterno, en lo absoluto. Siente deseos de dejarse invadir por un sueño que
sería como un modo de conocimiento... pues el sueño es saber.
En la quinta estrofa el
tema de lo efímero, de lo inestable en el ser consciente se aborda en versos de
hermosura perfecta. Aquí la mortalidad del alma se canta, se gusta de
antemano... “como la fruta que se funde en goce en una boca en que su forma
muere”. Aquí el gran cambio que cierra la vida es como aspirado en el aire… El
poeta está orgulloso de saberse y aceptarse efímero, sin amargura.
Las estrofas sexta,
séptima y octava son biográficas, según propia confesión del autor. Subrayan
más fuertemente aún la idea de cambio. Gustave Cohen las glosa diciendo: “el
hombre es movilidad y debe serlo”. Cita a este propósito el pensamiento de
Pascal: “nuestra naturaleza está en el movimiento; el reposo absoluto es la
muerte”.
El poeta, después de
“tanto orgullo”, después de un ocio fecundo, ya que lo siente lleno de poder
latente, después de tantos años en que se encerró en el silencio, parece
descubrir su propia sombra, inclinarse hacia esa adusta mitad de sí mismo que
le recuerda que es materia, sin la cual su espíritu no podría manifestarse. El
poeta se aclimata a su adusta mitad de sombra que la luz no atraviesa. El poeta
se acerca a sí mismo en puntas de pies, se asoma a sí mismo, se esfuerza por
asistir al instante en que sus pensamientos lleguen a flor de conciencia como
glóbulos de aire a la superficie de un líquido. Acecha el instante inasible en
que “el eco de su grandeza interna” tomará la longitud de onda que sus sentidos
pueden captar.
En la novena estrofa,
el poeta se dirige al mar como a un doble de su propia conciencia... A ese mar
que entrevé a través del follaje, a través de las rejas del cementerio y cuya
ardiente reverberación atraviesa sus párpados cerrados. Le habla de los
muertos, de sus muertos.
En las estrofas que
siguen la meditación sobre este tema continúa. El poeta ruega al mar fiel que
duerme sobre sus tumbas, ordena a esa perra espléndida que aleje al idólatra.
No admite que las prudentes palomas, los sueños vanos, los ángeles curiosos
(símbolos de vida ultraterrestre) vengan a alterar el tono de sus pensamientos.
Los rechaza.
Pero en la estrofa
duodécima se hace sentir una tentación mucho más fuerte. La nada se le aparece
dulce al poeta, y su inmensa pereza lo atrae. El nirvana, la zambullida
definitiva en no sé qué no-ser pueden ponernos ebrios de ausencia.
El poeta parece
envidiar la suerte de los muertos que la tierra calienta. Pero el Mediodía,
mediodía, eternidad, mediodía perfecto, allá arriba, lo saca esta vez de su
modorra, de su consentimiento a la inmovilidad de un sueño que remeda la nada.
El Mediodía como una amenaza le hace erguirse, afirmar su propia esencia, tan
preciosa porque tan frágil y efímera. Y a este símbolo de lo eterno, de lo
absoluto, dirige el poeta, con ese extraño ardor helado tan propio de él, este
verso:
Je
suis en Toi le secret changement.
Yo
soy en Ti la secreta mudanza.
Los tres primeros
versos de la estrofa 14 suenan a desafío. Eternidad, duro diamante, tienes un
defecto, dice el poeta. Soy yo tu defecto. Soy yo tu mancha. Pero ¡ay! los
muertos están de tu parte. Se han mezclado contigo al disolverse en ausencia
espesa.
Aquí vienen dos
estrofas punzantes de precisión y de belleza. ¿Dónde estarán las frases
familiares de los muertos? ¿Dónde sus cuerpos? ¿Dónde los tiernos gestos del
amor? Aquella boca única y las palabras que decía, perdidas deshechas,
desaparecidas para siempre…
Y nuestra alma, nuestra
gran alma, ¿por qué ese querer engañarse? ¿Por qué ese querer imaginar que una
vez disuelta la carne entrará en otro sueño, en una vida más verdadera? No;
todo se agota, hasta la rebeldía frente a la nada. Nuestra presencia es porosa
a la eternidad de no sé qué no-ser... y esta eternidad nos sorbe desde ya. La
inmortalidad que ofrecen las religiones, las filosofías ¡qué mediocre! ¡Cómo
consolarse con tan atroz consuelo!
En la estrofa 19 el
poeta, dirigiéndose a los muertos, que son la tierra, les dice que el gusano
que roe no es para ellos sino para nosotros los vivos; el gusano es nuestra
conciencia inexorablemente alerta. ¿Amor u odio de nosotros mismos? ¡Qué
importa! Su presencia no deja de hacerse sentir y de aguijonearnos constantemente.
Los versos que siguen
tienen por objeto, según Valéry, “compensar mediante una tonalidad metafísica
lo sensual, lo demasiado humano de las estrofas precedentes”.
¡Zenón de Elea!,
exclama. ¿Tenías razón al creer que el movimiento no existe? ¿Será todo pura
ilusión? El cuento de la flecha y el de la tortuga de Aquiles ¿serán otra cosa
que paradojas? ¿Somos nosotros ese “Aquiles inmóvil a grandes pasos”: Achille
immobile à grands pas ? Crueldad de la duda, crueldad de la ilusión.
En las tres últimas
estrofas el poeta recupera, por decirlo así, su cuerpo. Le hace falta el
cuerpo, le hace falta aceptar su modo (movilidad, cambio) para que pueda
expresarse su alma, su pensamiento. El poeta quiere vivir su destino de ente
inestable; acepta “la era sucesiva”. Gustave Cohen escribe aquí, en su comentario,
que el poeta siente que debe “romper la forma pensativa, la meditación
extática, el éxtasis místico que ha estado a punto —prematuramente, antes de la
hora final— de absorberlo, de aniquilarlo en la inmovilidad eterna del no-ser o
la nada”.
En la estrofa 23, el
poeta nos habla del mar, nuevamente el mar en que quiere empaparse para volver
a tomar vida... Pero esta vez el mar de que habla está como en delirio de
movimiento, en tumulto, ebrio de sí mismo.
¡Hay que intentar
vivir!, dice Valéry. El poema termina con un arranque hacia el triunfo de lo
momentáneo, de lo sucesivo, de lo moviente, por encima de lo eterno y lo
inmóvil. Triunfo del gran mar “de delirio dotado” sobre el mediodía justo.
No me he alejado de la
interpretación de Gustave Cohen, que coincide con la que espontáneamente yo
misma había dado al Cementerio marino. No olvidemos que el propio Valéry incita
al lector a servirse a su manera y según sus medios del texto-aparato cuyo
constructor es el poeta. Pero el lector suele ser perezoso. Es como aquella
niñita a quien se le decía que jugara, que se divirtiera a su manera, y que
contestaba: “yo no tengo manera”. Cuando la lectura resulta difícil, el noventa
y nueve por ciento de los lectores retroceden. Se obstinan en no creer que en
la vida no hay placer sin un poco de trabajo, como asegura la fábula.
Agreguemos que a Valéry no le preocupa la pereza de sus lectores. A esta pereza
es a la que yo trato de prestar ayuda. Me he esforzado por hacer lo más breve
posible esta explicación para perezosos. Claro está que se puede comentar el
Cementerio marino verso por verso, pero aquí sólo me propongo dar una idea de
conjunto.
A propósito de este
poema, Valéry se ha definido a sí mismo de esta manera: “La persona que habla
es un aficionado a las abstracciones”.
En París, una noche de
lluvia torrencial, regresábamos Valéry y dos amigos. El auto marchaba a lo
largo de los quais del Sena inundados de agua. Acabábamos de hablar de cierto
escritor, de gestos untuosos, llenos de afectación: hombre construido todo de
grasa y de curvas. Valéry se había mostrado, durante la noche, más Valéry que
nunca, es decir, todo inteligencia, con ese hablar y ese pensar vertiginoso que
lo caracterizan. En medio de un silencio, me sorprendí diciendo sin pensar —o,
más bien, pensando en alta voz—: “L'insecte net gratte la sécheresse”. Valéry
me oyó. Sonriendo me preguntó: “Me supongo que no es el escritor de que hablábamos
quien le recuerda ese verso”. “No —contesté—; pienso justamente que ese
escritor es todo lo contrario”. Pero no me atreví a agregar que era en Valéry
mismo en quien, sin darme cuenta, había pensado en alta voz. No sé exactamente
por qué ese verso, de imagen auditiva perfecta, es para mí, en el Cimetière
marin, la frasecita de la sonata de Vinteuil que me evoca el espíritu mismo del
poeta. La aliteración que contribuye a su encanto está confiada a consonantes,
a las más descarnadas consonantes del alfabeto: las tes y las eses. La
admirable dureza de este verso quema, sin embargo; quema como un fuego sin
materia. Me evoca a Valéry en cuerpo y alma. Se asemeja a su rostro enjuto, ese
rostro soberanamente preciso, hecho de bellas aristas; rostro cerrado, pero en
el que se abren unos ojos llenos de luz líquida. Este rostro secreto de
aficionado a abs-tracciones se traiciona en esos ojos claros y vulnerables de
poeta.
Volvamos a nuestro
verso. Es un verso seco, neto, cortante. Tomemos otro en que la aliteración es
igualmente feliz. “Je hume ici ma future fuméé”. En cuanto al sentido, no hay
duda que el que habla aquí es el aficionado a abstracciones. No hay duda que es
él quien saborea de antemano la Nada (sa future fuméé) y quien mide su propia
grandeza por su poder de fijar la vista en la nada sin parpadear. Pero esta
meditación metafísica ¿cómo se expresará? De la manera más sensual que haya
podido inventar la poesía. Provocando sensaciones auditivas... (Valéry emplea
más bien imágenes auditivas que imágenes visuales o táctiles).
Por lo tanto, cuando
busca y encuentra, para traducir un pensamiento de esencia inalienablemente
abstracta, el dulce fluir de una dulce vocal repetida, “je hume ici ma future
famé”, como cuando escribe duramente “l’insecte net gratte la sécheresse”, este
terrible intelectual se confiesa terriblemente sensual (entiendo aquí por
sensualidad la insistencia, la complacencia en las imágenes auditivas). Es que
nuestro aficionado a abstracciones tiene un punto débil en cuanto aficionado a abstracciones:
es susceptible de caer en la poesía, en una vertiginosa caída al revés. Empieza
entonces a hablarnos en un idioma que no puede descomponerse sin destruirse. Un
idioma que por su ritmo, por su acento interior se empareja a la música, sin
imitarla. Un idioma cuyo poder escapa al análisis y a la explicación, puesto que
es pura magia. Para convencerse de ello basta escuchar estos versos de La jeune
Parque:
“ … La renaissante
année
À tout mon sang prédit
de secrets mouvements :
Le gel cede à regret
ses demiers diamants...
Demain, sur un soupir
des bontés constellées,
Le printemps vient
briser les fontaines scellées,
L'étonnant printemps
rit, vole... on ne sait d’où
Venu ! Mais la candeur
ruisselle à mots si doux
Qu'une tendresse prend
la terre à ses entrailles…
Les arbrres regonflés
et recouverts d'écailles
Chargés de tant de bras
et de trop d'horizons,
Meuvent sur le soleil
leurs tonnantes toisons,
Montent dans l’air amer
avec toutes les ailes
De feuilles par
milliers qu’ils se sentent nouvelles...
Valéry, fanático de
lucidez, viene a incurrir en el encantamiento. Por más que declare que sólo le
interesa el trabajo del trabajo, que nada le atrae fuera de la claridad (su
aparente hermetismo nace de un extremo poder de condensación, como lo hace
notar Cohen acertadamente), es por encantamiento como obra en cuanto poeta.
Y no sólo sobre madame
Emilie Teste. Ella le escribía a Valéry, con la pluma de Valéry: “Las cosas abstractas
o demasiado elevadas para mí, no me aburre oírlas; encuentro en ellas un
encanto casi musical. Una bella parte del alma puede gozar sin comprender, y
esa parte es grande en mí”.
Pues bien: Aun los
infinitamente despiertos a las intenciones, a las sugestiones, a las alusiones,
a los mitos del poeta filósofo, acabarán —al llegar a cierto punto— por gozar
sin comprender, como madame Emilie Teste.
La belleza de ciertos
versos nos transporta como la de ciertas frases musicales. La elección de las
sílabas, la combinación de los sonidos no nos explican este milagro, como el
conocimiento de la técnica musical no nos aclara el deleite que nos produce tal
o cual compás. De esos compases conocemos las notas, la tonalidad, las
modulaciones; pero tal conocimiento no explica ese misterioso reconocimiento en
que nos sumen, ese goce, esa concordancia que estalla en nosotros a su
encuentro y que hacen de este encuentro el de dos perfectos amantes que se
reúnen.
¿Podemos decir que
comprendemos semejante goce y concordancia? Tienen lugar en una parte de
nosotros mismos que la inteligencia no alcanza. Nunca llegan a nosotros como
una claridad, sino como un deslumbramiento. La inteligencia queda cegada. No
resiste esta “lumière aux armes sans pitié” si no es cerrando los párpados. Y
una vez bajados los párpados de la inteligencia, sólo nos queda, para ver, la
intuición. Palabra que temo ha de disgustarle al autor del Cimetière marin, quizá
tanto como la palabra espontáneo.
Quiero recordar, antes
de concluir esta introducción al bello poema de Valéry, que éste se ha
preocupado mucho de la manera de recitar los versos. Escribió sobre este tema a
Mme. Croiza (cantante de talento) una carta llena de precisión y de encanto,
mezcla cuyo secreto posee. Hallo en esta carta indicaciones preciosas que prueban
hasta qué punto, en Valéry, la poesía está como nimbada de música. “La dicción
usual parte de la prosa y se empina hasta el verso —escribe—. Sucede que con
bastante frecuencia confunde el tono del drama o el movimiento de la elocuencia
con la música intrínseca del lenguaje. Entonces el intérprete gana en efectos
lo que el poema pierde en armonía. Pero yo quisiera probar una voz que bajara,
por el contrario, de la melodía plena y entera de los músicos, a nuestra
melodía de poetas, que es restringida y templada”.
Cuando se piensa en el
significado, en la importancia de las palabras y la dicción en la música de un
Debussy, por ejemplo, (recuérdese la carta de Pelléas), ve uno
claramente que todo ocurre en la misma escala y es cuestión de grados.
Confundir el tono del drama y el movimento de la elocuencia con la dicción
poética es cosa muy generalizada, por desgracia. Esta confusión, especialmente
cultivada en los países de América latina, produce en las personas dotadas de
auténtica sensibilidad para la poesía, un horror indecible. Declamación es
sinónimo de énfasis y cursilería; énfasis y cursilería son sinónimo de
abominación.
Valéry ha comprendido
perfectamente que el problema de la dicción poética está íntimamente ligado a las
sonoridades de una voz, a la nitidez de los ataques, a la distribución de los
silencios, al tiempo, al ritmo, a todo un sistema de delicadas precauciones, de
inflexiones, de intenciones que utilizan medios casi musicales.
En el Cementerio
marino la angustia metafísica de Valéry, evadida de la prosa, ha entrado en
la poesía. Ha cantado lo efímero que somos. Ha cantado este instante de
conciencia que es nuestra vida. Ha cantado nuestra mortalidad, y no nuestra
inmortalidad... (esa bella mentira, ese ardid piadoso, como él la llama). Y creo
que eso es lo que hay que destacar en el poema. Pero al tocar la mortalidad, ha
tocado imprudentemente su alma y ha tocado la belleza. Pegadas a esta alma, a la
belleza que descubre, hay cosas cuyo nombre no se sabe, hay lo incomprensible.
Valéry se traiciona a sí mismo. A pesar suyo, a través de su presencia porosa, lo
innominado, lo incomprensible se ha filtrado en su poema.
Podría decirse de este
poema, empleando una imagen de Valéry, que es como una planta extraña en que las
raíces, y no el follaje, crecieran, contra natura, hacia la claridad.
(*) Cuando este poeta
es Valéry.