EL JARDÍN
(FRAGMENTO)
Extraños veranos, aquéllos; veranos
llenos de guerra.
Yo creo que las flores parecían más
bellas
por el peligro. Vivíamos entonces en el pundonor,
instante de verdad y de honor, cuando el
toro
ataca y el peligro es máximo, pero la
destreza
y la audacia franquean la débil voluntad
e imponen a la bestia maciza noble
muerte.
Vivíamos momentos punzantes como espadas
citando nuestra muerte sobre el filo
homogéneo;
nuestras mezquinas almas conmovidas,
golpeadas,
sin tiempo disponible para el miedo.
Era una época extraña, insólita, cruel.
La amenaza segura de la muerte, que
todos creen remota
no para hoy, sino para otro día,
para un mañana todavía lejos,
irreal como una anécdota olvidada,
se aproximaba sin golpear, pero a veces
golpeaba.
Exaltados a un clima diferente,
vivíamos;
no en seguros asientos tras de la
empalizada
viendo que otros se arriesgan en el
juego escarlata
y hacen el Pase de la Muerte delante de
la Cosa
acorralada y lista para las estocadas
para el chorro de sangre oscura,
pulmonar, sobre la arena,
hundiéndose en un lento y escultórico
cúmulo
a los pies del brillante y joven
matador,
armado de su espada, su muñeca y su
mano...
No como espectadores, mientras duró la
guerra,
sino en la misma arena maculada.
Extrañas, diminutas tragedias azotaban
estas tierras;
tristemente sonreíamos, cuando la cólera
y la fuerza
se malgastaban en los inocentes.
En el verde trigo tierno que luego sería
pan;
en los jardines donde coqueteaban
las flores y cumplían su despliegue
estival;
en el camino, abriéndolo, impidiendo
que por allí pasara el carro de heno.
Tan desproporcionada, tan violenta esa
fuerza
para matar algo tan diminuto.
¡Cráteres en los campos inocentes de
Kent!
Se
requirió una tonelada de hierro para matar esta alondra,
este
ingrávido ciudadano del aire.
Todo
fue irónico en su destino. Yacía
diminuto
entre monstruosidades de arcilla,
pequeña
víctima solitaria de las sombras.
Nadie
compartió su suerte, ni el blando ganado
pesadamente
rumiante, ahíto;
ni
el hombre ni la mujer en su lecho rural;
sólo
esta cosa pequeña, tranquilamente perfecta, había muerto.
La
sopesé en la mano. ¡Qué liviano es un pájaro!
Imponderable
soplo, que debiste morir
cantando
como viviste; ser sorprendido
por
la muerte entre los cielos y la tierra;
no
sufrir este eclipse, sin sonido
de
cantos que una última ironía grosera te negara.
Sotos he visto rudamente heridos,
con sus hojas dispersas como papel
picado;
avellanos volados y castaños quemados;
y a pesar del otoño, hojas primaverales
les brotaban.
¡Qué transitoria, oh guerra, con todos
tus dolores!
Sólo eran permanentes la savia y la
semilla.
Sabían que la vida era todo lo que les
hacía falta;
la vida perduraba en esas hojas
prematuras.
Ésta era nuestra miniatura, nuestra
mínima parte
en la desolación, la miseria de Europa;
pero no en nuestros hábitos; la guerra
nunca había atravesado
nuestras fronteras arrogantes; otras la
conocieron
mas no las nuestras, nuestra nación,
nuestra isla amurallada.
Inglaterra anadiómena, como Venus en su
concha,
hermosa ante sí misma, incomparablemente
segura;
habíamos oído los ecos melancólicos que
tocaban a muerto
atravesando nuestros mares. No estábamos
allí.
Estábamos en casa, aunque acudieran
nuestros hijos
como acostumbraban acudir los jóvenes;
en casa con un lento
resentimiento ante el insulto veíamos
por fin
la mitad de los nervios de toda nuestra
fuerza
cortados por cuchillos que caían del
aire;
y a pesar de la ira y del asombro
guardábamos la fe, y aun a veces
decíamos:
“Pronto
terminará esta guerra”.
Sí,
en setiembre, o quizás en noviembre,
con
una luna llena, o una luna gibosa,
una
luna de siega, o una luna de caza,
terminará.
No
para las aldeas inocentes destruidas,
para
los corazones inocentes quebrados;
para
ellos no, no terminará,
el
temor memorable,
el
hogar perdido, el hijo perdido, y el perdido amante.
Bajo
el sol naciente, la luna creciente
pronto
terminará esta guerra
pero
sólo para los muertos.
Revista Sur, julio-octubre de 1947, año XVI.
FROM THE GARDEN
(1946)
Strange were those summers; summers filled with war.
I think the flowers were the lovelier
For danger. Then we lived the pundonor,
Moment of truth and honour, when the bull
Charges and danger is extreme, but skill
And daring over-leap the fallible will
And bring the massive beast to noble kill.
Moments as sharp as sword-points then we lived
Citing our death along the levelled blade;
Then in our petty selves were shaken, sieved,
Withouten leisure left to be afraid.
It was a strange, a fierce, unusual time.
Death’s certain threat, that most men think remote,
Nor for today, but for another day,
For some tomorrow surely far away,
Unreal as an ancient anecdote,
Came near, and did not smite, but sometimes smote.
We lived exalted to a different clime;
Not in safe seats behind the palisade
Watching while others risk the scarlet sweep
And make the pass of death before a Thing
Cited at bay to take the estocade
And spout the lung-blood dark upon the sand,
Sinking at last in slow and sculptural heap
At foot of the young dazzling matador
Armed only with his sword and wrist and hand,—
Not as spectators in those days of war
But in the stainèd ring.
Strange little tragedies would strike the land;
We sadly smiled, when wrath and strength were spent
Wasted upon the innocent.
Upon the young green wheat that grew for bread;
Upon the gardens where with pretty head
The flowers made their usual summer play;
Upon the lane, and gaped it to a rent
So that the hay-cart could not pass that way.
So disproportionate, so violent,
So great a force a little thing to slay.
—Those craters in the simple fields of Kent!
It took a ton of iron to kill this lark,
This weightless freeman of the day.
All in its fate was irony. It lay
Tiny among monstrosities of clay,
Small solitary victim of the dark.
None other shared its fate, not the soft herd
Heavily ruminant, full-fed;
Not man or woman in their cottage bed;
Only this small, still-perfect thing lay dead.
I weighed it in my hand. How light, a bird!
Imponderable puff, it should have died
Singing as it had lived; been found
By death between the heaven and the ground;
Not suffered this eclipse without the sound
Of song by last gross irony denied.
Coppices I have seen, so rudely scarred,
With all their leaves in small confetti strown;
The hazels blasted and the chestnut charred;
Yet by the Autumn, leaves of Spring had grown.
How temporary, War, with all its grief!
Permanence only lay in sap and seed.
They knew that life was all their little need,
And life was still in the untimely leaf.
This was our miniature, our minor share
In Europe’s misery and desolation;
Not in our habit; war had never crossed
Our arrogant frontier; others met the cost,
But not our own, our moated isle, our nation.
England was sea-borne, Venus in her shell,
Lovely to her own self, and safe beyond compare;
We are heard echoes of an ernful knell
Sounding across our seas. We were not there,
We were at home, although our sons might go
As young men go, but we at home in slow
Resentment at an insult found at length
That half the sinews of our strength
Were cut by knives that slashed them from the air;
Yet, angry and astonished as we were
We kept our faith and even at moments said
“This war will be over soon.”
Yes, in September or perhaps November,
With some full moon or gibbous moon,
A harvest moon or else a hunter’s moon
It will be over.
Not for the broken innocent villages,
Not for the broken innocent hearts:
For them it will not be over,
The memorable dread,
The lost homey the lost son, the lost lover.
Under the rising sun, the waxing moon,
This war will be over soon,
But only for the dead.