¿QUÉ ES UN CLÁSICO?
Conferencia
pronunciada en la Virgil Society,
Londres, el 16 de octubre de 1944.
En
toda la literatura europea no hay poeta que pueda proporcionar temas para tan
significativa variedad de razonamientos como Virgilio. El hecho de que él
simboliza tanto en la historia de Europa y de que representa valores europeos
tan importantes, es la justificación de nuestra actitud al fundar una sociedad
que guarde su memoria. El hecho de que él es tan central y tan amplio es mi
justificación para esta conferencia. Pues si la poesía de Virgilio fuera un
tema del cual sólo los eruditos pudieran atreverse a hablar, vosotros no me hubierais
colocado en este lugar o no os hubierais interesado en escuchar lo que tengo
que decir. Me ha animado la reflexión de que ni el conocimiento especializado
ni la pericia pueden conferir títulos exclusivos para hablar sobre Virgilio.
Conferenciantes de las más variadas capacidades pueden aplicar su poesía a
asuntos que están dentro de su competencia; con esos estudios a los cuales han
consagrado sus mentes pueden tener la esperanza de contribuir a la explicación
de su valor; pueden tratar de ofrecer, para el uso común, el beneficio de
cualquier sabiduría que Virgilio pueda haberles ayudado a adquirir, en relación
con su propia experiencia de la vida. Cada uno puede dar su testimonio de
Virgilio en relación con los temas que conoce mejor o. sobre los cuales ha
reflexionado más profundamente: esto es lo que entiendo por variedad. Al final,
todos podemos estar diciendo la misma cosa de diferentes modos; y esto es lo
que entiendo por variedad significativa.
El
tema que he elegido es, simplemente, la cuestión: “¿Qué es un clásico?” No es
una cuestión nueva. Hay, por ejemplo, un famoso ensayo de Sainte-Beuve con este
titulo. Si es o no una desgracia que —no habiéndolo leído durante unos treinta
años— los accidentes del tiempo presente me hayan impedido releerlo antes de
preparar esta conferencia, espero averiguarlo tan pronto como las bibliotecas
sean más accesibles y los libros más abundantes. La pertinencia de plantear
esta cuestión, teniendo particularmente a Virgilio en el pensamiento, es obvia:
cualquiera sea la definición a que lleguemos, no podrá ser tal que excluya a
Virgilio —sin vacilación, podemos decir que ha de ser una que expresamente
cuente con él. Pero antes de seguir adelante deseo disponer de ciertos
prejuicios y anticipar ciertos conceptos falsos. No me propongo reemplazar o
proscribir ningún uso de la palabra “clásico” que los precedentes hayan autorizado.
La palabra ha tenido, y continuará teniendo, distintos significados en
distintos contextos: a mí me interesa un significado en un contexto. Definiendo
al término de este modo, para el futuro no me condeno a no usar el término en
cualquiera de los otros sentidos en los cuales ha sido empleado. Por ejemplo,
si en alguna ocasión futura encontráis que al escribir, en una disertación
pública o en una conversación, empleo la palabra “clásico” para decir,
simplemente, un “autor típico”[1] en cualquier idioma —usándola, simplemente,
como una indicación de la grandeza o de la permanencia e importancia de un
escritor en su propio campo, como cuando aludimos a The Fifth Form at St. Dominic’s como un clásico de la ficción para
colegiales, o a Handley Cross como un
clásico en cacería, no debéis esperar mis excusas. Y hay un libro muy
interesante que se llama A Guide to the
Classics, que enseña cómo escoger al ganador del Derby. En otras ocasiones,
me permito designar como “los clásicos”, tanto a la literatura latina como a la
griega in toto, o a los más grandes
autores en esos idiomas, según indique el contexto. Y, finalmente, pienso que
la explicación del clásico que me propongo dar aquí, ha de apartarlo del área
de la antítesis entre “clásico” y “romántico”, dos términos que corresponden a
la política literaria y que, por esto, despiertan pasiones que desearía, en
esta ocasión, que fueran contenidas por Eolo en su bolsa.
Esto
me conduce al tópico siguiente. De acuerdo a los términos de la controversia
sobre clásico y romántico, de acuerdo a las reglas de ese juego, llamar
“clásica” a cualquier obra de arte, tanto implica su más elevado elogio o su
más despreciativa injuria, según el partido al cual se pertenezca. Ello implica
ciertos méritos o faltas particulares: tanto la perfección de la forma como la
perfección de la frigidez. Pero yo quiero definir una clase de arte, y no me
interesa que sea absolutamente y en todo sentido mejor o peor que otra
clase. He de enumerar ciertas cualidades que esperaría que el clásico
exhibiera. Pero no digo que, si una literatura ha de ser una gran literatura,
debe tener algún período o algún autor en el cual se manifiesten todas estas
cualidades. Si, como pienso, todas ellas se encuentran en Virgilio, esto no
significa que afirme que es el más grande poeta que haya escrito —una
afirmación así, respecto a cualquier poeta, me parece insensata— y ciertamente
no significa que la literatura latina es más grande que cualquier otra
literatura. No necesitamos considerar como un defecto de cualquier literatura
si ningún autor o ningún período es completamente clásico; o si, como es cierto
en la literatura inglesa, el período que más se acerca a la definición clásica
no es él más grande. Pienso que esas literaturas, de las cuales es la inglesa
una de las más notables, en las que las cualidades clásicas están esparcidas
entre varios autores y en diversos períodos, bien pueden ser las más ricas.
Cada idioma tiene sus propios recursos y sus propias limitaciones. Las
condiciones de un idioma, y las condiciones de la historia de un pueblo que lo
habla, pueden quitar toda esperanza de un período clásico o de un autor
clásico. En sí mismo, esto merece tanto lamentaciones como congratulaciones.
Sucedió que la historia de Roma fue tal, que la historia del idioma latino fue
tal, que en cierto momento un poeta únicamente clásico fue posible; aunque
debemos recordar que fue necesario ese poeta particular, y toda una vida de
labor de parte de ese poeta, para extraer el clásico de su material. Y, por
cierto, Virgilio no podía saber que eso era lo que él estaba haciendo. Él
estaba, si algún poeta una vez lo ha estado, agudamente consciente de lo que
trataba de hacer: la única cosa que no podía proponerse, o saber que estaba
haciendo, era componer una obra clásica; pues sólo con una mirada retrospectiva
y en la perspectiva histórica, una obra clásica puede ser reconocida como tal.
Si
hay una palabra en la cual podamos fijamos, que sugerirá el máximo de lo que
quiero decir con el término “un clásico”, es la palabra madurez. He de
distinguir entre lo clásico universal, como Virgilio, y lo clásico que sólo es
tal en relación al resto de la literatura en un mismo idioma, o de acuerdo a la
visión de la vida en un período particular. Una obra clásica sólo puede
aparecer cuando una civilización está madura; cuando un idioma y una literatura
están maduros; y debe ser obra de una mente madura. Lo que le da universalidad
es la importancia de esa civilización y de ese idioma, tanto como el alcance de
la mente del poeta individual. Definir la madurez
sin dar por sentado que el oyente ya sabe lo que significa, es casi imposible;
digamos, pues, que si estamos propiamente maduros, y si somos personas
educadas, podemos reconocer la madurez en una civilización y en una literatura,
como lo hacemos en los otros seres humanos que encontramos. Hacer el significado
de madurez realmente comprensible para el inmaturo —en verdad, aun hacerlo
aceptable— quizá es imposible. Pero si estamos maduros reconocemos la madurez
de inmediato, o llegamos a conocerla con un contacto más intimo.
Por
ejemplo, ningún lector de Shakespeare puede dejar de reconocer, a medida que él
mismo se desarrolla, la gradual maduración de la mente de Shakespeare; hasta un
lector menos desarrollado puede percibir el rápido desarrollo de la literatura
y el drama como un conjunto, desde la primitiva crudeza Tudor hasta las obras
de Shakespeare, y percibir una decadencia en la obra de los sucesores de
Shakespeare. Con un poco de versación, podemos observar, también, que las obras
de Christopher Marlowe exhiben mayor madurez de pensamiento y estilo que las
obras escritas por Shakespeare a la misma edad; y es interesante preguntarse
si, en caso de que Marlowe hubiera vivido tanto como Shakespeare, su desarrollo
hubiera continuado al mismo paso. Dudo de ello; pues si observamos que algunas
mentes maduran más pronto que otras, observamos también que aquellos que
maduran muy pronto no siempre se desarrollan mucho. Destaco este punto como una
advertencia, en primer lugar, de que el valor de la madurez depende del valor
de aquello que madura, y, en segundo lugar, de que debiéramos saber cuándo
estamos frente a la madurez de escritores individuales, y cuándo a la madurez
relativa de períodos literarios. Un escritor que individualmente tiene una
mente más madura, puede pertenecer a un período menos maduro que otro, de modo
que a este respecto su obra será menos madura. La madurez de una literatura es
el reflejo de la madurez de la sociedad en la cual es producida: un autor individual
—particularmente, Shakespeare y Virgilio— puede hacer mucho para desarrollar su
idioma; pero no puede lograr que su idioma madure a menos que las obras de sus
predecesores lo hayan preparado para este toque final. Por esto, una literatura
madura tiene una historia tras sí: una historia, que no es simplemente una
crónica, una acumulación de manuscritos y escritos de una u otra clase, sino un
progreso ordenado aunque inconsciente del lenguaje para realizar sus propias
posibilidades dentro de sus propias limitaciones.
Ha
de observarse que una sociedad y una literatura, como un ser humano individual,
no maduran necesariamente de un modo igual y concurrente en todo sentido. A
menudo el niño precoz es, en algunos aspectos obvios, más infantil para su edad
que los niños corrientes. ¿Existe algún período en la literatura inglesa que
podamos señalar como completamente maduro, en conjunto y en equilibrio? No
pienso así; y, como he de repetirlo luego, espero que no sea así. No podemos
decir que ningún poeta individual del idioma inglés haya llegado en el curso de
su vida a ser un hombre más maduro que Shakespeare; ni siquiera podemos decir
que algún otro poeta haya hecho tanto para lograr que el idioma inglés sea
capaz de expresar el pensamiento más sutil o los matices más refinados del
sentimiento. Sin embargo, no podemos dejar de sentir que una obra como Way of the World de Congreve es, en
algún sentido, más madura que cualquier obra de Shakespeare; pero sólo a este
respecto: en cuanto que refleja una sociedad más madura; es decir, que refleja
una mayor madurez de las costumbres. La sociedad para la cual escribía Congreve
era, desde nuestro punto de vista, bastante burda y brutal. Pero está más cerca
de nosotros que la sociedad de los Tudors, y quizás por esta razón la juzguemos
con más severidad. No obstante, era una sociedad más pulida y menos
provinciana: su mentalidad era más superficial, su sensibilidad más
restringida; había perdido una promesa de madurez, pero había realizado otra.
Así, a la madurez de la mente debemos
agregar la madurez de las costumbres.
El
progreso hacia la madurez del idioma es —me parece— reconocido con más
facilidad y confirmado con más rapidez en el desarrollo de la prosa que en el
de la poesía. Al considerar la prosa, nos sentimos menos distraídos por las
diferencias de grandeza individuales, y más inclinados a exigir la aproximación
a un patrón común, a un vocabulario común y a una estructura común de la
oración; en realidad, a menudo la prosa que más se aleja de estos patrones comunes,
la prosa que es individual hasta el extremo, es la que estamos dispuestos a
llamar “prosa poética”. En una época en que Inglaterra ya había realizado
milagros en poesía, su prosa estaba relativamente inmatura, suficientemente desarrollada
para ciertos fines pero no para otros; al mismo tiempo, cuando el idioma
francés había dado pocas esperanzas de una poesía tan grande como la inglesa,
la prosa francesa estaba mucho más madura que la prosa inglesa. Sólo es
necesario comparar cualquier escritor Tudor con Montaigne; y Montaigne mismo,
como estilista, sólo es un precursor, su estilo no está bastante sazonado para
satisfacer la definición francesa de lo que es un clásico. Nuestra prosa estaba
preparada para algunas tareas antes de que pudiera emprender otras: un Malory
pudo llegar mucho antes que un Hooker, un Hooker antes que un Hobbes, y un
Hobbes antes que un Addison. Cualesquiera sean las dificultades que tengamos al
aplicar este patrón a la poesía, es posible ver que el desarrollo de una prosa
clásica es el desarrollo hacia un “estilo común”. Con esto no quiero decir que
los mejores escritores no se puedan distinguir entre ellos. Las diferencias
esenciales y características permanecen: no es que las diferencias sean
menores, sino que son más sutiles y refinadas. Para un paladar sensitivo la
diferencia entre la prosa de Addison y la de Swift ha de ser tan marcada como
la diferencia entre los vinos de dos vendimias para un catador. Lo que
encontramos, en un período de prosa clásica, no es una simple convención común
de las letras, como el estilo común de los escritores principales de los
diarios, sino una comunidad de gusto. La época que precede a una época clásica
puede exhibir excentricidad y monotonía: monotonía, puesto que los recursos del
idioma todavía no han sido explorados; y excentricidad, puesto que no hay
todavía un patrón generalmente aceptado, si es que en verdad puede llamarse
excéntrico a lo que no tiene centro. Sus letras pueden ser, al mismo tiempo,
pedantes y licenciosas. La época que sigue a una época clásica, también puede
exhibir excentricidad y monotonía: monotonía, puesto que los recursos del
lenguaje se han agotado —por ese período, al menos—, y excentricidad puesto que
la originalidad llega a ser más estimada que la corrección. Pero la época en
que hallamos un estilo común, ha de ser una época en la cual la sociedad haya
logrado un momento de orden y estabilidad, de equilibrio y armonía; como la
época que manifiesta los grados extremos de estilo individual ha de ser una
época de desarrollo o una época de decadencia.
Naturalmente,
puede esperarse que la madurez del idioma acompañe a la madurez del pensamiento
y de las costumbres. Podemos esperar que un idioma se acerque a su madurez en
el momento que tiene sentido crítico del pasado, confianza en el presente y
ninguna duda consciente del futuro. En literatura, esto equivale a decir que el
poeta está enterado de sus predecesores, y que nosotros estamos enterados de
los predecesores que hay detrás de su obra, como podemos estar enterados de los
rasgos ancestrales en una persona que es, al mismo tiempo, individual y única.
Los predecesores deben ser grandes y honrados; pero sus realizaciones han de
ser tales que sugieran recursos no desarrollados en el lenguaje, y no que
opriman a los escritores más jóvenes con el temor de que cuanto pueda
realizarse en su idioma, ya ha sido realizado. En una época madura, ciertamente
el poeta aun puede ser estimulado por la esperanza de hacer algo que sus
predecesores no han hecho; hasta puede hallarse en rebelión contra ellos, como
un adolescente promisorio puede rebelarse contra las creencias, los hábitos y
las costumbres de sus padres; pero, con una mirada retrospectiva, podemos ver
que también él es un continuador de sus tradiciones, que conserva
características familiares esenciales, y que su diferencia de conducta es una
diferencia en las circunstancias de otra época. Y, por otra parte, del mismo
modo que algunas veces observamos hombres cuyas vidas son eclipsadas por la
fama de un padre o de un abuelo, hombres en quienes cualquier realización de
que sean capaces resulta insignificante en comparación, igualmente una época
posterior de poesía puede ser conscientemente impotente para competir con su
distinguida paternidad. Poetas de esta clase los hallamos al final de cualquier
época, poetas que sólo tienen sentido del pasado o, en cambio, poetas cuya
esperanza del futuro se funda en su propósito de renunciar al pasado. De
acuerdo a esto, la persistencia de la facultad creadora en cualquier pueblo
consiste en el mantenimiento de un equilibrio inconsciente sobre la tradición
en su sentido más amplio —la personalidad colectiva, por así decirlo, realizada
en la literatura del pasado— y la originalidad de una generación viviente.
No
podemos decir que la literatura del período elisabetano, grandiosa como es, sea
completamente madura: no podemos llamarla clásica. Ningún paralelo riguroso
puede hacerse entre el desarrollo de las literaturas griega y latina, pues la
latina tuvo a la griega tras sí; aun menos posible es realizar un paralelo
entre éstas y cualquier literatura moderna, pues las literaturas modernas
tienen tanto a la latina como a la griega por detrás. En el Renacimiento hay
una precoz apariencia de madurez, copiada de la antigüedad. Con Milton nos
damos cuenta que nos acercamos más a la madurez. Milton estaba en una situación
mejor para tener sentido crítico del pasado —de un pasado en la literatura
inglesa— que sus grandes predecesores. Leer a Milton es sentirse confirmado
respecto al genio de Spenser y en gratitud a Spenser por haber contribuido a
hacer posible el verso de Milton. Sin embargo, el estilo de Milton no es un
estilo clásico: es el estilo de un idioma que aún está en formación, el estilo
de un escritor cuyos “maestros” no eran ingleses sino latinos y, en menor
grado, griegos. Me parece que esto equivale a decir, simplemente, lo que
Johnson y luego Landor dijeron, cuando lamentaron que el estilo de Milton no
fuera del todo inglés. Pero suavicemos este juicio diciendo de inmediato que
Milton hizo mucho por desarrollar el idioma. Uno de los signos de aproximación
a un estilo clásico es el desarrollo hacia una mayor complejidad de la
sentencia y de la estructura de la cláusula. Este desarrollo se halla de
manifiesto en la obra particular de Shakespeare, cuando rastreamos su estilo
desde las primeras hasta las últimas obras; hasta podemos decir que en sus
últimas obras va tan lejos en el sentido de la complejidad como es posible
dentro de los límites del verso dramático, que son más estrechos que los de
otras clases. Pero la complejidad por sí misma no es un objetivo adecuado: su
propósito debe ser, en primer lugar, la expresión precisa de los matices más
delicados del sentimiento y el pensamiento; en segundo lugar, la introducción
de un mayor refinamiento y variedad en la música. Cuando parece que un autor,
en su amor por la estructura elaborada, ha perdido la habilidad para decir
cualquier cosa con sencillez; cuando su propensión a decorar llega a tal punto
que dice de un modo muy estudiado, cosas que correctamente debieran decirse con
sencillez, y limita así su esfera de expresión, el proceso de complejidad deja
de ser del todo saludable y el escritor está perdiendo contacto con el idioma
hablado. Sin embargo, a medida que el verso se desarrolla, en las manos de un
poeta tras otro, tiende de la monotonía a la variedad, de la simplicidad a la
complejidad; y, a medida que decae, tiende de nuevo hacia la monotonía, aunque
puede perpetuar la estructura formal a la cual el genio le dio vida y
significado. Juzgaréis por vosotros mismos hasta qué punto esta generalización
es aplicable a los predecesores y continuadores de Virgilio: todos podemos ver
esta monotonía resultante en los imitadores de Milton en el siglo XVIII, en
tanto que él mismo nunca es monótono. Llega un momento en que una nueva simplicidad,
aun una relativa crudeza, puede ser la única alternativa.
Habréis
anticipado la conclusión a la cual me voy acercando: que esas cualidades del
clásico que he mencionado hasta ahora —madurez del pensamiento, madurez de las
costumbres, madurez del idioma y perfección del estilo común— en la literatura
inglesa están más próximas a ser representadas en el siglo dieciocho; y, en
poesía, sobre todo en la poesía de Pope. Si eso fuera todo lo que tuviera que
decir al respecto, sin duda no sería nada nuevo, y no sería digno de ser dicho.
Simplemente, sería igual a proponer la elección entre dos errores a los cuales
ya antes han llegado los hombres: el primero, que el siglo dieciocho es (como
él mismo lo pensó) el más hermoso período de la literatura inglesa; y el
segundo, que el ideal clásico debiera ser desacreditado completamente. Mi
opinión propia es que, en inglés, no tenemos una época clásica ni un poeta
clásico; que cuando vemos a qué se debe esto, no tenemos ni la más mínima razón
para lamentarlo; pero qué, sin embargo, debemos mantener el ideal clásico ante
nuestros ojos. Porque debemos mantenerlo y porque el genio del idioma ha tenido
que hacer otras cosas en vez de cumplirlo, no nos conviene repudiar ni exagerar
el valor de la época de Pope; no podemos considerar a la literatura inglesa
como un conjunto ni encararla rectamente en el futuro, sin la apreciación
critica del grado en que las cualidades clásicas están representadas en la obra
de Pope; lo que quiere decir que si no somos capaces de gustar la obra de Pope,
no podemos llegar a una comprensión plena de la poesía inglesa.
Es
obvio que la realización de las cualidades clásicas por Pope fue obtenida a
alto precio, al de la eliminación de algunas potencialidades mayores del verso
inglés. Ahora bien, en cierta medida el sacrificio de ciertas potencialidades
con el objeto de realizar otras, es una condición de la creación artística, lo
mismo que es una condición de la vida en general. En la vida, el hombre que se
rehúsa a sacrificar algo para ganar otra cosa, termina en la mediocridad o el
fracaso; aunque, por otra parte, también existe el especialista que ha
sacrificado demasiado a cambio de demasiado poco, o que ya ha nacido tan
especialista que no tiene nada que sacrificar. Pero en el siglo dieciocho inglés,
tenemos razones para sentir que fue demasiado lo excluido. La mente estaba
madura; pero era una mente estrecha. La sociedad y las letras inglesas no eran
provincianas, en el sentido que no estaban aisladas ni en retraso con respecto
a la mejor sociedad europea y sus letras. Sin embargo, la época misma era, por
así decirlo, una época provinciana. Cuando se piensa en un Shakespeare, un
Jeremy Taylor, un Milton, en Inglaterra —en un Racine, un Moliere, un Pascal,
en Francia— en el siglo diecisiete, uno se siente inclinado a decir que el
siglo dieciocho perfeccionó su jardín formal, sólo restringiendo el área bajo
cultivo. Sentimos que si el clásico es realmente un ideal digno, debe ser capaz
de exhibir una amplitud, una universalidad, a la cual el siglo dieciocho no
puede aspirar; cualidades que están presentes en algunos grandes autores, como
Chaucer, que a mi juicio no pueden ser considerados clásicos de la literatura
inglesa; y que están por completo de manifiesto en el pensamiento medioeval de
Dante. Pues en Divina Comedia, si es
que en alguna parte, hallamos el clásico en un idioma europeo moderno. En el
siglo dieciocho nos sentimos oprimidos por la extensión reducida de la
sensibilidad, y especialmente en la escala del sentimiento religioso. No es que,
en Inglaterra, por lo menos, la poesía no sea cristiana. No es ni siquiera que
los poetas no fueran cristianos devotos: como modelo de ortodoxia de principios
y sincera piedad de sentimientos tendréis que buscar mucho antes de encontrar
un poeta más genuino que Samuel Johnson. Sin embargo, hay testimonios de
sensibilidad religiosa más honda en la poesía de Shakespeare, cuya fe y
prácticas sólo pueden ser materia de conjeturas. Y esta restricción de la
sensibilidad religiosa misma produjo una especie de provincialismo (aunque
debemos agregar que, en este sentido, el siglo diecinueve fue aún más
provinciano): el provincialismo que indica la desintegración de la Cristiandad,
la decadencia de una fe común y una cultura común. Parecería, pues, que el
siglo dieciocho, a pesar de su logro clásico —logro que, según creo, aún tiene
gran importancia como ejemplo para el futuro— carecía de alguna condición que
hace posible la creación de un verdadero clásico. Debemos volvernos a Virgilio
para descubrir cuál es esta condición.
En
primer lugar, desearía repetir las características que ya he atribuido al
clásico, con particular atención a Virgilio, su idioma, su civilización y el
momento preciso en la historia de ese idioma y de esa civilización en el cual
apareció. Madurez de pensamiento: esto exige historia, y conciencia de la
historia. La conciencia de la historia no puede estar bien despierta, excepto
donde hay otra historia además de la del propio pueblo del poeta; nos hace
falta esto con el objeto de ver nuestro propio lugar en la historia. Debe ser
el conocimiento de la historia de otro pueblo muy civilizado, por lo menos, y
de un pueblo cuya civilización esté lo bastante emparentada para haber
influenciado y penetrado en la nuestra. Ésta es la conciencia que los romanos
tuvieron y que los griegos no podían poseer, aunque podamos estimar su logro
como mucho más valioso; y, en verdad, podamos respetarlo tanto más a causa de
esto mismo. Ésta fue una conciencia que, sin duda, el mismo Virgilio hizo mucho
para desarrollar. Desde el comienzo, Virgilio, como sus contemporáneos y
predecesores inmediatos, constantemente estuvo adaptando y empleando los
descubrimientos, tradiciones e invenciones de la poesía griega: hacer uso de
una literatura extranjera de este modo, señala una etapa ulterior de la
civilización, superior a aquella que sólo hace uso de las etapas anteriores de
la literatura propia; aunque pienso que podemos decir que ningún poeta jamás ha
mostrado un sentido tan puro de la proporción como Virgilio, en los empleos que
hizo de la poesía griega y de la poesía latina más antigua. Este desarrollo de
una literatura o de una civilización en relación con otra es lo que da una
significación peculiar al tema de la épica de Virgilio. En Homero, el conflicto
entre griegos y troyanos apenas es de mayor alcance que una contienda entre una
ciudad-estado de Grecia y una coalición formada por otras ciudades-estados:
tras la historia de Eneas está la conciencia de una distinción más radical; una
distinción que es, al mismo tiempo, una exposición del parentesco entre dos grandes culturas y, finalmente, de su
reconciliación bajo un destino que las abarca.
La
madurez de la mente de Virgilio y la madurez de su época están de manifiesto en
esta conciencia de la historia. Con la madurez del pensamiento he asociado la
madurez de las costumbres y la ausencia de provincialismo. Supongo que para un
europeo moderno, precipitado de pronto en el pasado, la conducta social de los
romanos y atenienses le parecería uniformemente grosera, bárbara y agresiva.
Pero si el poeta puede pintar algo superior a la práctica contemporánea, no es
en el sentido de anticipar algún código de conducta posterior y completamente
diferente, sino por penetración en lo que podría ser en su ápice la conducta de
su mismo pueblo en su misma época. Las fiestas de los ricos en la Inglaterra
eduardiana no fueron exactamente como las hallamos en las páginas de Henry
James; pero la sociedad de James era, a su modo, una idealización de esa
sociedad y no el anticipo de ninguna otra. Pienso que tenemos conciencia, en
Virgilio más que en cualquier otro poeta latino —pues, en comparación, Catulo y
Propercio parecen groseros y Horacio un poco plebeyo— de un refinamiento de las
costumbres procedente de una delicada sensibilidad, y particularmente en esa
prueba para juzgar las costumbres: la conducta privada y pública entre los
sexos. En una reunión de personas que pueden ser mejores eruditos que yo, no me
corresponde analizar la historia de Eneas y Dido. Pero siempre he pensado que
el encuentro de Eneas con la sombra de Dido, en el Libro VI, no sólo es uno de
los más conmovedores sino también uno de los más civilizados pasajes de la
poesía. Es complejo en significado y económico en expresión, pues no sólo nos
relata la actitud de Dido; lo que aun es más importante es lo que nos indica
sobre la actitud de Eneas. La conducta de Dido aparece casi como una proyección
de la propia conciencia de Eneas: ésta, lo sentimos, es la manera que la
conciencia de Eneas esperaría que
Dido se condujera ante él. Lo que cuenta, según me parece, no es que Dido sea
inexorable —aunque es importante que, en vez de mofarse de él, simplemente lo
desaira; quizás el más notable desaire en toda la poesía—; lo que importa más
es que Eneas no se perdone a sí mismo —y esto, significativamente, a pesar del
hecho del cual está bien enterado, de que todo lo que ha hecho ha sido en
obediencia al destino o como consecuencia de las maquinaciones de los dioses
que son, lo sentimos, sólo instrumentos de un poder mayor e inescrutable.
Lo
que elijo aquí como ejemplo de costumbres civilizadas sirve para testimoniar en
cuanto a conocimiento de sí mismo y conciencia moral; pero todos los planos en
los cuales podemos considerar un episodio particular, pertenecen a un conjunto.
Ha de observarse, por último, que la conducta de los personajes de Virgilio (se
podría exceptuar a Turno, el hombre sin destino) nunca parece estar de acuerdo
a un código de costumbres puramente local o tribal; es, a su tiempo, tanto
romano como europeo. Ciertamente, Virgilio no es provinciano en el plano de las
costumbres.
El
intento de demostrar la madurez del idioma y el estilo de Virgilio es, en esta
ocasión, una tarea superflua: muchos entre vosotros podríais realizarla mejor
que yo, y me parece que todos debemos estar de acuerdo a este respecto. Pero
vale la pena repetir que el estilo de Virgilio no hubiera sido posible sin el
antecedente de una literatura y sin el conocimiento muy íntimo de esa
literatura que él poseía; de modo que él estaba, en un sentido, reescribiendo
la poesía latina, como cuando toma una frase o un artificio de un predecesor y
lo mejora. Era un autor docto, todo cuyo conocimiento era pertinente para su
tarea; y tenía, para su uso, exactamente la cantidad de literatura suficiente
detrás de él, y no demasiada.
En
cuanto a madurez de estilo, no creo que ningún poeta haya desarrollado un
dominio mayor de la estructura compleja, tanto del sentido como del sonido, sin
perder el recurso de la simplicidad directa, breve y sobrecogedora, cuando la ocasión
lo requería. A este respecto, no necesito explayarme; pero me parece que vale
la pena decir una palabra más a propósito del estilo común, puesto que esto es algo que no podemos ejemplificar
perfectamente con la poesía inglesa, razón por la cual podemos dejar de
prestarle la debida atención. En la literatura europea moderna lo que más se
acerca al ideal de un estilo común se encuentra probablemente en Dante y
Racine; lo más próximo a él que tenemos en la poesía inglesa es Pope, y el de
Pope es un estilo común que, en comparación, es de muy poco ámbito. Un estilo
común no es el que nos hace exclamar: “He aquí un hombre de genio empleando el
idioma” sino: “Esto realiza el genio del idioma”. No decimos esto cuando leemos
a Pope, pues estamos bien conscientes de todos los recursos del habla inglesa
que Pope no explotó; a lo sumo, podemos decir: “He aquí realizado el genio del
idioma inglés de una época determinada”. No podemos decir esto cuando leemos a
Shakespeare o a Milton, pues siempre tenemos conciencia de la grandeza del
hombre y de los milagros que él está cumpliendo con el idioma. Quizá nos acercamos
más a ello con Chaucer —pero Chaucer está usando un habla diferente y más cruda
desde nuestro punto de vista. Y Shakespeare y Milton, como la historia posterior
lo muestra, dejaron abiertas muchas posibilidades para otros usos del inglés en
poesía; mientras que, después de Virgilio, es muy justo decir que ningún gran
desarrollo era posible hasta que el idioma latino no se convirtiera en algo
diferente.
A
esta altura desearía volver sobre una cuestión que ya he sugerido: la cuestión
de si el logro de un clásico, en el sentido en que he estado empleando el
término desde el principio, es una bendición del todo pura para el pueblo y el
idioma de su origen; aunque es indudablemente un motivo de orgullo.
Para
que esta cuestión surja en la mente basta simplemente, haber estudiado la
poesía latina posterior a Virgilio, haber considerado hasta qué grado los
poetas posteriores vivieron y trabajaron bajo la sombra de su grandeza: de
suerte que los elogiamos o censuramos de acuerdo a las normas que él sentó;
admirándolos algunas veces porque descubrimos una variación nueva o,
simplemente, porque volvieron a arreglar los moldes de las palabras como para
recordar, tenue y agradablemente, el remoto original. Podemos promover una
cuestión algo diferente cuando examinamos la poesía italiana posterior a Dante;
pues los poetas italianos posteriores no imitaron a Dante y tuvieron la ventaja
de vivir en un mundo que estaba cambiando con más rapidez, de modo que
evidentemente había algo diferente para que ellos hicieran. Así, no provocan
una desastrosa comparación directa. Pero la poesía inglesa, y también la poesía
francesa, pueden ser consideradas más afortunadas en esto: sus mayores poetas
sólo han agotado áreas particulares. No podemos decir que, desde la época de
Shakespeare y, respectiva mente, desde los tiempos de Racine, haya habido
realmente un drama poético de primera clase en Inglaterra o en Francia; desde
Milton no hemos tenido un gran poema épico, aunque ha habido grandes poemas
largos. Cierto es que cada poeta supremo, clásico o no, tiende a agotar el
terreno que cultiva, de modo que éste, después de rendir una cosecha
decreciente, finalmente debe ser dejado en barbecho durante algunas
generaciones.
A
esto podéis objetar que el efecto sobre una literatura que imputo al clásico,
no resulta del carácter clásico de esa obra sino, simplemente, de su grandeza;
pues he negado a Shakespeare y Milton el título de clásicos, en el sentido que
doy aquí al término, y sin embargo he admitido que ninguna poesía realmente
grande, de la misma clase, ha sido escrita desde entonces. Podéis o no estar
dispuestos a aceptar la distinción que he de hacer. Que cada gran obra poética
tiende a hacer imposible la producción de obras igualmente grandes de la misma
clase, es indiscutible. La razón puede ser formulada parcialmente en términos
de un propósito consciente: ningún poeta de primer rango intentaría hacer de
nuevo lo que ya ha sido hecho tan bien como se lo puede hacer en su idioma.
Sólo después que el idioma —su cadencia, aun más que el vocabulario y la
sintaxis— con el tiempo y los cambios sociales se ha alterado lo suficiente,
puede ser posible otro poeta dramático tan grande como Shakespeare u otro poeta
épico tan grande como Milton. No sólo todo gran poeta sino todo poeta genuino,
aunque sea menor, cumple de una vez para siempre alguna posibilidad del idioma,
y deja así una posibilidad para sus sucesores. El filón que ha agotado puede
ser muy pequeño o puede representar alguna forma mayor de la poesía, la épica o
la dramática. Pero lo que el gran poeta ha consumido es simplemente una forma,
y no todo el idioma. El poeta clásico, por otra parte, agota no sólo una forma
sino todo el lenguaje de su época; y cuando se trata de un poeta completamente
clásico, el idioma de su tiempo será el idioma en su perfección. Así que no
sólo hemos de tomar en cuenta al poeta sino también al idioma en que escribe:
no se trata simplemente de que un poeta clásico agote el idioma sino también de
que un idioma agotable es el que puede producir a un poeta clásico.
¿Podemos,
pues, sentirnos inclinados a preguntar si no somos afortunados al poseer un
idioma que, en vez de haber producido un clásico, puede ostentar una rica
variedad en el pasado y la posibilidad de más innovaciones en el futuro? Ahora,
mientras estamos adentro de una
literatura, mientras hablamos el mismo idioma y fundamentalmente tenemos la
misma cultura que produjo la literatura del pasado, queremos mantener dos
cosas: orgullo en lo que nuestra literatura ya ha realizado, y fe en lo que aún
puede realizar en el futuro. Si cesáramos de creer en el futuro, el pasado
dejaría de ser del todo nuestro
pasado; se tornaría el pasado de una civilización muerta. Y esta consideración
debe operar con particular fuerza sobre las mentes de quienes están empeñados
en aumentar el acervo de la literatura inglesa. No hay clásico en inglés; por
esto, cualquier poeta viviente puede decir: todavía existe la esperanza de que
yo —y los que vengan después de mí, pues nadie puede afrontar con ecuanimidad
el pensamiento de ser el último poeta, una vez que comprende lo que esto
implica— pueda ser capaz de escribir algo que sea digno de conservarse. Pero,
desde el punto de vista de la eternidad, semejante interés en el futuro carece
de significado: cuando dos idiomas son idiomas muertos no podemos decir que uno
de ellos sea el principal, a causa del número y variedad de sus poetas, o que
lo sea el otro porque su genio esté expresado con más perfección en la obra de
un poeta. Lo que quiero afirmar al mismo tiempo, es esto: que, porque el inglés
es un idioma vivo y el idioma en el cual vivimos, podemos alegrarnos de que
nunca se haya realizado enteramente en la obra de un poeta clásico; pero que,
por otra parte, el criterio clásico es de vital importancia para nosotros. Lo
necesitamos con el objeto de juzgar a nuestros poetas individuales, aunque nos
rehusemos a juzgar el conjunto de nuestra literatura en comparación con una
literatura que ha producido un clásico. Si una literatura ha de culminar en un
clásico, depende del azar. En gran parte, sospecho que es un problema del grado
de fusión de los elementos que hay dentro de ese idioma; de modo que los
idiomas latinos pueden aproximarse más al clásico, no sólo porque son latinos
sino porque son más homogéneos que el inglés, y por esto tienden con más
naturalidad hacia el estilo común; en
tanto que el inglés, siendo entre los grandes idiomas el más variado en sus
componentes, tiende a la variedad más que a la perfección, necesitando un
tiempo más largo para realizar su potencia y contiene, quizás, más
posibilidades inexploradas. Tiene, quizás, la mayor capacidad para cambiar sin
dejar de ser el mismo.
Me
acerco ahora a la distinción entre el clásico relativo y el absoluto, a la
distinción entre la literatura que puede ser llamada clásica en relación a su
propio idioma y la que es clásica en relación a varios otros idiomas. Pero
antes deseo indicar otra característica del clásico, fuera de las que ya he
enumerado, que ayudará a establecer esta distinción y a marcar la diferencia
entre un clásico como Pope y un clásico como Virgilio. Es conveniente recapitular
ciertas afirmaciones que hice antes.
Sugerí,
al comienzo, que un rasgo frecuente, si no universal, de la maduración de los
individuos puede ser un proceso de selección (no del todo consciente), el
desarrollo de algunas potencialidades con la exclusión de otras; y que una
semejanza puede hallarse entre el desarrollo del idioma y el de la literatura.
Si es así, debiéramos esperar que en una literatura clásica menor —como la
nuestra de fines del siglo diecisiete y del siglo dieciocho— los elementos
excluidos para llegar a la madurez serán más numerosos o más importantes; y esa
satisfacción en el resultado siempre estará restringida por nuestra conciencia
de las posibilidades del idioma que han sido ignoradas, reveladas en las obras
de autores anteriores. La época clásica de la literatura inglesa no es
representativa del genio total de la raza; como he insinuado, no podemos decir
que ese genio esté realizado totalmente en ningún período, con el resultado que
aún podemos, recurriendo a un período del pasado, contemplar posibilidades para
el futuro. El idioma inglés ofrece amplio margen para divergencias legítimas de
estilo; parece ser tal que ninguna época, y sin duda ningún escritor, puede
establecer una norma. El idioma francés parece haber estado mucho más ligado a
un estilo normal; pero, aun en francés, aunque el idioma pareciera haberse
establecido de una vez por todas en el siglo diecisiete, hay un esprit gaulois, un elemento de riqueza
presente en Rabelais y Villon, cuyo conocimiento puede modificar nuestra
opinión sobre la totalidad de Racine o Molière, pues podemos sentir que no sólo
está ausente sino que es incompatible con ella. Podemos, pues, llegar a la
conclusión que el clásico perfecto debe ser aquel en el cual todo el genio de
un pueblo estará latente, si no revelado; y que sólo puede aparecer en un
idioma tal que todo su genio pueda estar presente al mismo tiempo. De acuerdo a
esto, a nuestra lista de las características del clásico debemos agregar la amplitud. Dentro de sus limitaciones
formales, el clásico debe expresar el máximo posible en todo el orden del
sentimiento que representa el carácter del pueblo que habla ese idioma. Lo ha
de representar en su máximo y ha de tener, también, la más amplia atracción:
hallará su respuesta en el pueblo al cual pertenece, en todas las clases y
condiciones de hombres. Cuando una obra literaria, más allá de esta amplitud en
relación a su propio idioma, tiene una significación igual en relación a varias
literaturas extranjeras, podemos decir que también tiene universalidad. Por ejemplo, podemos hablar con bastante justicia de
la poesía de Goethe como clásica, a causa del lugar que ocupa en su propio
idioma y literatura. Pero, a causa de su parcialidad, de la inestabilidad de
una parte de su contenido y del germanismo de la sensibilidad, a causa de que
Goethe aparece, a los ojos de un extranjero, limitado por su época, por su
idioma y por su cultura de modo que no es representativo de la tradición
europea y, como nuestros propios autores del siglo diecinueve, es un poco
provinciano, no podemos llamarle clásico universal.
Es un autor universal en el sentido que es un autor cuyas obras debieran ser
conocidas por todo europeo; pero esto es otra cosa. Ni atendiendo a una u otra
cosa podemos tener la esperanza de hallar el acceso inmediato al clásico en
ningún idioma moderno. Es necesario recurrir a las dos lenguas muertas; es
importante que estén muertas, pues a través de su muerte hemos obtenido nuestra
herencia; en sí mismo, el hecho de que estén muertas no les daría valor, aparte
de la circunstancia que todos los pueblos de Europa son sus beneficiarios. Y de
todos los grandes poetas de Grecia y Roma, pienso que es a Virgilio a quien más
le debemos de nuestro patrón del clásico; lo cual, lo repito, no es la misma cosa
que pretender que él es el más grande, o a quien le estamos más obligados en
todo sentido, pues es de una deuda particular que estoy hablando. Su amplitud,
su clase particular de amplitud es debida a la posición única que ocupa en
nuestra historia del Imperio Romano y del idioma latino; una posición que,
puede decirse, se ajusta a su destino.
Este
sentido del destino se hace consciente en la Eneida. Desde el principio hasta el fin. Eneas mismo es un “hombre
del destino”, un hombre que no es un aventurero ni un intrigante, ni un
vagabundo ni un profesional, sino un hombre que cumple su destino, no bajo
compulsión o mandato arbitrario, y sin duda no por el incentivo de la gloria,
sino entregando su voluntad a un poder más alto que está detrás de los dioses
que quisieran frustrarle o gobernarle. Él hubiera preferido detenerse en Troya,
pero se convierte en un exilado, en algo más grande y significativo que
cualquier exilado; es exilado por un propósito más grande de lo que puede
saber, pero al cual reconoce y no es, en un sentido humano, un hombre feliz o
afortunado. Pero es el símbolo de Roma, y lo que Eneas es para Roma, la antigua
Roma es para Europa. Así Virgilio adquiere la posición central del clásico
único en su género; y está en el centro de la civilización europea, en una
posición que ningún otro, poeta puede compartir o usurpar. El Imperio Romano y
el idioma latino no fueron un imperio cualquiera y un idioma cualquiera sino un
imperio y un idioma con un destino único en relación a nosotros; y el poeta en
quien ese imperio y ese idioma cobraron conciencia y se expresaron es un poeta
de un destino único.
Si
Virgilio es así la conciencia de Roma y la voz suprema de su idioma, debe tener
para nosotros una significación que no puede ser expresada completamente en
términos de apreciación literaria y crítica. Pero, adhiriéndonos a los
problemas de la literatura, o a los términos de la literatura al tratar de la
vida, se nos permitirá denotar más de lo que enunciamos. En términos
literarios, el valor de Virgilio para nosotros reside en que nos proporciona un
criterio crítico. Como ya he dicho, podemos tener razones para alegrarnos
porque este criterio nos sea proporcionado por un poeta que escribió en un idioma
diferente al nuestro, pero ésa no es razón para rechazar el criterio. Mantener
el patrón clásico y medir con él toda obra de arte individual es ver que,
mientras nuestra literatura en conjunto puede contenerlo todo, cada obra
particular puede ser defectuosa en algo. Éste puede ser un defecto necesario, un
defecto sin el cual faltaría alguna cualidad presente; pero debemos
considerarlo como un defecto, al mismo tiempo que lo consideramos una
necesidad. En ausencia de este patrón del cual hablo, no podemos mantener
claramente un patrón ante nuestros ojos si confiamos en nuestra sola
literatura; pues así tendemos, en primer lugar, a admirar obras geniales por
razones equivocadas —como cuando ensalzamos a Blake por su filosofía y a Hopkins por su estilo—,
y de esto seguimos a un error mayor, a dar a lo de segunda clase un rango igual
a lo de primera clase. En síntesis, sin la constante aplicación de la medida
clásica, que debemos a Virgilio más que a ningún otro poeta, tendemos a volvernos
provincianos.
Con
“provinciano” quiero decir aquí algo más de lo que encuentro en las
definiciones del diccionario. Por ejemplo, quiero decir algo más que “falto de
la cultura o urbanidad de la capital”; aunque, ciertamente, Virgilio era de la
Capital en tal grado que hace que parezca un poco provinciano cualquier poeta
posterior de igual estatura; y quiero decir más que “estrecho de pensamiento,
de cultura, de credo”, resbaladiza definición ésta, pues desde un punto de
vista moderno y liberal, Dante era “estrecho de pensamiento, de cultura, de
credo”, aunque bien puede ser que el Eclesiástico Tolerante resulte más
provinciano que el Eclesiástico Estrecho. Quiero decir, también, una perversión
de los valores, la exclusión de unos, la exageración de otros, que no resulta
de la falta de vastas andanzas geográficas sino de la aplicación a toda la
experiencia humana de patrones adquiridos dentro de un área limitada, la cual
confunde lo contingente con lo esencial, lo efímero con lo permanente. En
nuestra época, cuando más que nunca los hombres parecen inclinados a confundir
sabiduría con conocimiento, y conocimiento con información, y a tratar de
resolver los problemas de la vida en términos de ingeniería, está naciendo una
nueva especie de provincialismo que quizás merece un nombre nuevo. Es un
provincialismo no del espacio sino del tiempo; un provincialismo para el cual
la historia es simplemente la crónica de las invenciones humanas que han
servido en su oportunidad y que luego se han echado a la basura, para el cual
el mundo es de propiedad exclusiva de los vivientes, una propiedad en la cual
los muertos no tienen ninguna parte. La amenaza de esta clase de provincialismo
es que todos, todos los pueblos del mundo podemos ser provincianos
simultáneamente; y quienes no se conforman con ser provincianos sólo pueden ser
ermitaños. Si esta clase de provincialismo conduce a una mayor tolerancia, en
el sentido de la indulgencia, podrían decirse más cosas a su favor; pero parece
más apto para hacernos indiferentes en asuntos en los cuales debiéramos
mantener un dogma o patrón distintivo y para hacemos intolerantes en asuntos
que debieran ser dejados a la preferencia local o personal. Podemos tener cuantas
variedades de religión deseemos, con tal que enviemos nuestros hijos a las
mismas escuelas.
Pero
lo que me incumbe aquí sólo es el correctivo para el provincialismo en
literatura. Necesitamos recordarnos que, así como Europa es un conjunto (y aun
en su mutilación y desfiguración progresiva es el organismo del cual debe
surgir cualquier armonía mayor del mundo), así también la literatura europea es
un conjunto cuyos diversos miembros no pueden florecer si el mismo torrente
sanguíneo no circula a través de todo el cuerpo. El torrente sanguíneo de la
literatura europea son el griego y el latín, no como dos sistemas de
circulación sino como uno solo, pues a través de Roma debe trazarse nuestro
parentesco con Grecia. ¿Qué medida común de excelencia tenemos en la
literatura, entre nuestros diversos idiomas, si no es la medida clásica? ¿Qué
comprensión podemos tener la esperanza de conservar, excepto en nuestra
herencia común de pensamiento y sentimiento en esos dos idiomas, para cuyo
entendimiento ningún pueblo europeo ocupa una posición de ventaja respecto a
ningún otro? Ningún idioma moderno podría aspirar a la universalidad del latín,
ni siquiera si llegara a ser hablado por muchos millones más de los que
hablaron latín, y ni siquiera aunque llegara a ser el medio universal de
comunicación entre los pueblos de todas las lenguas y culturas. Ningún idioma
moderno puede tener la esperanza de producir un clásico en el sentido que he
llamado clásico a Virgilio. Nuestro clásico, el clásico de toda Europa, es
Virgilio.
En
nuestras diversas literaturas poseemos mucha riqueza para enorgullecemos, con
la cual no posee nada comparable el latín; pero cada literatura tiene su
grandeza no en el aislamiento sino a causa de su lugar en un patrón mayor, en
un patrón establecido en Roma. He hablado de la nueva seriedad —gravedad, podría decir—, la nueva
penetración en la historia ejemplificada por la dedicación de Eneas a Roma, a
un futuro mucho más allá de su logro en vida. Su recompensa fue poco más que
una ensenada y un matrimonio político en una madurez tediosa: sepultada su
juventud, su sombra moviéndose entre las sombras al otro lado de Cumas. Y así,
según dije, uno se representa el destino de la antigua Roma. Así podemos pensar
de la literatura romana: a primera vista, una literatura de limitado alcance,
con una reducida muestra de grandes nombres, pero universal como ninguna otra
literatura puede serlo; una literatura que sacrificó inconscientemente, en
cumplimiento de su destino en Europa, la opulencia y variedad de las lenguas
posteriores con el objeto de producir, para nosotros, al clásico.
Es
suficiente que este patrón fuera establecido de una vez por todas: la tarea no
tendrá que ser realizada de nuevo. Pero el mantenimiento de este patrón es el
precio de nuestra libertad, la defensa de la libertad contra el caos. Mediante
nuestra observancia anual de piedad hacia el gran espíritu que guió el
peregrinaje de Dante podemos recordamos esta obligación; hacia ese gran
espíritu que, así como fue su función conducir a Dante hacia una visión que él
nunca podría gozar, condujo a Europa hacia la cultura cristiana que nunca
podría conocer, y que, hablando por última vez en el nuevo idioma italiano,
dijo como adiós:
il temporal foco e l’eterno
veduto hai, figlio, e sei venuto in
parte
dov’io per me più oltre non discerno.
Traducción
de Enrique Luis Revol.
NOTAS:
[1]
“Standard author”. En este caso, la palabra “standard” asume una de sus
significaciones intransferibles al castellano, y de la cual “típico” sólo es un
equivalente aproximado (N. del T.)