sábado, 11 de febrero de 2017

Kamo no Chōmei: Notas desde mi cabaña de monje



NOTAS DESDE MI CABAÑA DE MONJE


Sin cesar fluye el río, pero el agua nunca es la misma; la espuma que flota en los remansos desaparece y se vuelve a formar, pero no dura nunca mucho tiempo. Así son, en este mundo, los hombres y sus moradas.


En la capital pavimentada de piedras pre­ciosas, las casas de los grandes y de los humil­des, cuyos techos se tocan ri­valizando en altura, parecen mante­nerse de generación en generación; pero cuando examinamos si realmente es así, descubrimos que pocas son las casas antiguas. Algunas, destruidas por el fuego el año pasado, han sido re­construidas este año; otras, que fueron grandes residen­cias, se desmoronaron y fueron reemplazadas por casas más pe­queñas. Lo mismo ocurre con quienes viven en ellas. En cualquier lugar de la ciudad hay siempre mucha gente, pero de veinte o treinta personas que cono­cimos an­taño sólo sobreviven dos o tres. Algunos mue­ren por la noche, otros nacen por la mañana. Tales son las personas de este mundo: como las burbujas sobre el agua.

¿Quién puede saber de dónde vienen y a dónde van esos hombres que nacen y mue­ren? ¿Quién puede saber por qué se empeñan en construir sus casas pa­sajeras y por qué las embellecen para sus ojos? Dueño y morada compiten en fugacidad. Ambos son como el rocío que cubre la flor de la enredadera. A veces el rocío cae y la flor permanece, pero sólo para marchitarse con el sol matutino. A veces la flor se marchita y el rocío perdura, pero sólo para des­aparecer antes de que caiga la tarde.