miércoles, 15 de febrero de 2017

Victoria Ocampo: Palabras francesas



PALABRAS FRANCESAS

Ma France, quand on a nourri son coeur latin
Du lait de votre Gaule...
Comtesse de Noailles.

En el Panorama de la littérature hispano-américaine, publicado en París por Kra, el Sr. Max Daireaux declara que en Buenos Aires los escritores nacionales no encuentran resonancia ni apoyo. La “élite” y particularmente las mujeres, núcleo de esta “élite”, que leen, según parece, con “fervor desordenado”, se desentienden de ellos, jactándose de ignorarlos. Afectan no poder leer más que en francés. El español les aburre. “Sucede con frecuencia — agrega M. Daireaux — que ciertos escritores que viven en Buenos Aires sólo escriben en francés: tal es el caso de Delfina Bunge de Gálvez y también el de Victoria Ocampo, que lleva su coquetería al extremo de hacer traducir al español, por otros, lo que antes publicó en francés”.

Lo que M. Daireaux asegura es cierto, parte en cuanto a los efectos, parte en cuanto a las apariencias; pero absolutamente falso en lo que atañe a las causas y al espíritu, al menos en lo que me concierne.

Juzgo necesario responder a esas observaciones una vez por todas, porque crean un equívoco fundamental y porque no es el autor del Panorama de la littérature hispano-américaine el primero ni el único en formularlas.

Cuando M. Daireaux habla cortesmente de mi coquetería se adivinan en la punta de su pluma otros términos, de los cuales el más amable sería el de snobismo. Tiene, naturalmente, y otros con él, derecho al error. Sólo me importa advertirles una cosa: se equivocan de género. Lo que toman por una comedia es más bien un drama. Y este drama tiene un carácter violentamente americano. Su esencia está en las raíces personales de mi vida. No puedo, por consiguiente, profundizar sus causas desde fuera. Para hablar de este drama necesito hacerlo en nombre propio. En primera persona. Para tratar de descubrir lo que haber podido pasar en tal o cual ser y lo que ha pasado en general, necesito comenzar por poner en claro lo que ha pasado en mí misma. En estos casos las explicaciones personales rebasan lo puramente personal. Nuestra persona no es más que un punto de apoyo, indispensable, para alcanzar lo que también es verdad más allá de nosotros.

“Le moi est haisable”(*) —afirmaba Pascal. Sin embargo, entre sus pensamientos es fácil descubrir algunos que parecen contrariar esta declaración. Entre otros este: “Ce n'est pas dans Montaigne mais dans moi que j’y trouve tout ce que j'y vois”. He aquí una instantánea de Pascal en flagrante delito de contradicción, tomada por Pascal en persona. En ella vemos efectivamente que cuando Montaigne realiza “le sot projet qu'il a de se peindre”, Pascal se reconoce también en la pintura. El proyecto, pues, no era tan tonto.

No podemos reflexionar a fondo sobre nosotros mismos —cuidando de rectificar las inexactitudes en que incurre el amor propio— sin alcanzar por ese camino a los demás. Un hombre no conoce de los demás hombres, en definitiva, sino lo que ha aprendido a conocer de sí mismo y de sus semejanzas y desemejanzas con los diversos tipos humanos.

Desde el momento en que escribimos estamos condenados a no poder hablar más que de nosotros, de lo que hemos visto con nuestros ojos, sentido con nuestra sensibilidad, comprendido con nuestra inteligencia. Imposible escapar a esta ley. Pero la obedeceremos bajo una forma diferente según que nuestro temperamento se incline hacia la introversión o hacia la extraversión.

Sospecho que todas las disputas, todas las tormentas desencadenadas en el campo literario y artístico, tienen, en su base, la terrible hostilidad existente entre estas dos inclinaciones. Cuanto más acentuado es un tipo, cuanto más grande es su porcentaje de introversión o de extraversión, tanto más amenazada su visión del tipo opuesto por un fenómeno de “subjective clouding”.

Ciertos fieles, en la India, se arrancan los párpados a fin de no interrumpir su contemplación del cielo. El extravertido no tendría necesidad de ese sacrificio. No tiene párpados. Nada separa su yo del mundo exterior. Su vida psíquica se desenvuelve fuera de sí mismo. Por el contrario, el introvertido va por el universo con los párpados cosidos como esos halcones que se domesticaban para la caza en la Edad Media. Todo acontece dentro de sí mismo.

Claro está que los casos extremos de introversión o de extraversión son raros y que habitualmentc no hacemos más que inclinarnos a un lado o al otro. Pero para el artista, para el escritor, la inclinación es decisiva. ¿Otorgará valor al “sujeto” o al “objeto”? ¿Al “qué” o al “cómo”?

Cuando Montaigne declara:  “Ce sont ici mes fantaisies par lesquelles je ne tasche point de donner à cognoistre les choses, mais moy” define, definiéndose, todo un linaje de escritores: aquellos para los cuales el mundo interior existe. Pero no olvidemos que cuando el escritor de tipo opuesto habla de “las cosas” es de él mismo de quien habla a través de su máscara. Ya pertenezca el escritor a la categoría de los introvertidos o a la de los extravertidos, queda siempre limitado al Norte, al Sur, al Este, al Oeste por su temperamento, por su experiencia individual.

Existe la raza de los que no pueden hablar de las cosas sino hablando de ellos mismos, y la raza de los que no pueden hablar de sí mismos sino hablando de las cosas.

Existe la raza de aquellos que no llegan a las palabras más que movidos por sus emociones, y la raza de los que no llegan a las emociones más que movidos por las palabras.

Clasificar a los escritores en tal o cual categoría (y sus subdivisiones) es una tarea complicada, difícil, peligrosa a causa de las mil variedades individuales. Clasificarse a sí mismo debe ser casi imposible.

Si yo fuese escritora creo que pertenecería a la especie de los de “párpados cosidos”. Pero yo no soy una escritora. Soy simplemente un ser humano en busca de expresión. Escribo porque no puedo impedírmelo, porque siento la necesidad de ello y porque esa es mi única manera de comunicarme con algunos seres, conmigo misma. Mi única manera.

Por eso cuando M. Daireaux me llama escritora me siento más bien asombrada que halagada. No soy del oficio y del oficio lo ignoro todo. A veces tengo remordimientos a este propósito, pues me repito que si me gusta tanto escribir y si caigo en ello de continuo, sería necesario al menos que aprendiese honradamente el oficio. Pero mi pereza encuentra argumentos que tranquilizan a mi conciencia.

Por consiguiente, no trataré de responder como “escritora” a los comentarios que M. Daireaux y otros hacen a mi respecto, sino simplemente como un ser humano en busca de expresión.


Hace mucho tiempo de esto. Yo leía a Ruskin con entusiasmo. Lo leía en inglés. Alguien me indicó una traducción francesa de Sesame and Lilies y tuve la curiosidad de hojearla. Esa traducción llevaba un prefacio que me llamó la atención por su tema y por la manera como estaba tratado. El traductor —un desconocido llamado Marcel Proust— decía allí, a propósito de nuestras lecturas de infancia, cosas que yo hasta entonces había creído inexpresables. Inexpresables porque si bien pertenecen al reino de la sensibilidad, sólo en el de la inteligencia encontramos un instrumento apto para captarlas y durante esta delicada operación un peligro mortal las acecha: corremos el riesgo de “cambiarlas” al fijarlas, así como el alfiler que la atraviesa mata también a la mariposa.

Tuve en ese momento la impresión de que esos imponderables podían encontrar una balanza sensible a su peso.

“No hay quizás días de nuestra infancia que hayamos vivido tan plenamente como aquellos que hemos creído dejar sin vivirlos, aquellos que hemos pasado con un libro preferido”.

Esta frase, la primera del prefacio al libro de Ruskin, que fue también la primera frase de Proust leída por mí, me detuvo súbitamente como en la primavera un olor de flores a la vuelta de un camino. La respiré largamente sin poder desprenderme de ella. Y hoy esa frase me vuelve y a ella vuelvo para mis explicaciones presentes; es a Proust a quien pido auxilio y llamo en testimonio de mi verdad.

Lo que Proust cuenta a propósito de Francois le Champi y de todo lo que esa novela —leída en su infancia la noche en que su madre le reta tan fuerte y luego le perdona— evoca en él, es poco más o menos la historia que yo he de contar.

“Tal nombre leído antaño en un libro contiene entre sus sílabas el viento rápido y el sol brillante que hacía cuando lo leíamos”.

Todos los libros de mi infancia y de mi adolescencia fueron franceses o ingleses; franceses en su mayoría. Aprendí el alfabeto en francés, en un hotel de la Avenida Friedland. Desde entonces el francés se me ha pegado en tal forma que no he podido desembarazarme de él. Mi institutriz era francesa. He sido castigada en francés. He jugado en francés. He rezado en francés. (Había, inclusive, inventado una oración que agregaba con fervor a las demás: “Dios mío, haz que esta noche no vengan ladrones, que no sueñe malos sueños, que vivamos todos y que vivamos en buena salud, amén”. Este post-scriptum dirigido a Dios fue mi primera carta.)

He comenzado a leer en francés: Peau d'âne, Les malheurs de Sophie, Les aventures du Capitaine Hatteras... Es decir que comencé a llorar y a reír en francés. Leía insaciablemente. Las hadas, los enanos, los ogros hablaron para mí en francés. Los exploradores recorrían un universo que tenía nombres franceses. Y, más tarde, los versos bellos fueron franceses y las novelas, donde por primera vez veía palabras de amor, también. En fin, todas las palabras de los libros de mi infancia, esas palabras que contienen “el viento rápido y el sol brillante que hacía cuando los leíamos” fueron, para mí, palabras francesas.

¿Cómo separarme de ellas sin separarme de esta infancia? ¿Cómo separarme de mi infancia sin cortar toda comunicación con la esencia misma de mi ser, sin empobrecerme absolutamente, definitivamente, de mi realidad, de su fuente?

Si esto es posible a otros temperamentos yo sé, por experiencia, que no lo es para el mío.

Es perfectamente exacto que todas las veces que quiero escribir, “unpack my heart with words”, escribo primero en francés. Pero no lo hago por una elección deliberada —y aquí es donde se equivoca M. Daireaux—. Me veo obligada a ello por una necesidad interior. La elección ha tenido lugar en mí sin que mi voluntad pudiese intervenir. Mi voluntad, por el contrario, trata ahora a tal punto de corregir este estado de cosas que no he publicado nada en francés — excepción hecha de De Francesca a Beatrice —y que vivo traduciéndome o haciéndome traducir por los demás continuamente.

Lo que más me interesa decir es principalmente aquí, en mi tierra, donde tengo que decirlo y en una lengua familiar a todos. Lo que escribo en francés no es francés, en cierto sentido, respecto al espíritu. Y sin embargo —he aquí el drama— siento que nunca vendrán espontáneamente en mi ayuda las palabras españolas, precisamente cuando yo esté emocionada, precisamente cuando las necesite. Quedaré siempre prisionera de otro idioma, quiéralo o no, porque ese es el lugar en que mi alma se ha aclimatado.

Esta circunstancia ha producido extraños efectos. Temo que si consiguiese arrancar de mi memoria todas las palabras francesas, arrancaría también, adheridas a ellas, las imágenes más queridas, más auténticas, más americanas que posee.

¿Qué le importa al niño que le dejen su álbum si le quitan sus calcomanías?

Las palabras francesas son las únicas que me gusta pegar sobre el papel porque son las únicas que, para mí, están llenas de imágenes.

Mientras yo estudiaba la gramática de Larive y Fleury, las ciencias de Paul Bert, la historia sagrada de Duruy, cuántos deseos, cuántas miradas se evadían por la ventana hacia nuestros campos, nuestro río, nuestras calles. Cuántas fábulas de La Fontaine mezcladas a los gritos de los mercachifles de “botellas vacías” y de “resaca, tierra negra para las plantas”. ¡Ah, esos vendedores ambulantes cuya libertad yo envidiaba! Me acuerdo de ciertas noches tibias en que leía a Poe, traducido por Baudelaire, a la luz de una vela que me obligaban a apagar en el momento menos oportuno. “La caída de la casa Usher” ha quedado llena, para mí, de mugidos de vacas y de balidos de carneros. Un olor de alfalfa y trébol entraba por la ventana. Era la época de la esquila. Durante el día se veía en un galpón a los peones hundir sus tijeras en la lana espesa. Uno de ellos iba y venía entre los demás llevando en la mano una lata llena de una oscura mixtura que apestaba a alquitrán. Le llamaban a la vez de todas partes: “¡Médico, médico!” y él pintaba con este líquido misterioso las heridas que las tijeras descuidadas y presurosas infligían a los animales. Esto me impresionaba mucho. Sentía piedad por los carneros, miedo de las tijeras y, sin embargo, el espectáculo me fascinaba. Unicamente el pensar que “El escarabajo de oro” o “El diablo en el campanario” me esperaban en casa podía romper el encanto.

Palabras francesas, entonces y siempre. Helas aquí confundidas con el olor del alquitrán, de la lana, el ruido de las tijeras, los gritos de los peones. Esas exclamaciones sólo las percibía como un género especial de mugidos. No eran las palabras con que se piensa. Y mi habla, mi español—la expresión verbal me fue siempre difícil— era, en otro plano, casi tan primitiva y salvaje.

Tardes de infancia, imborrables, en que después de haber chapaleado en el barro, del que mis uñas guardaban las huellas, cargada de sol como un acumulador, corría a mis libros ávida de volver a encontrar su atmósfera en la que mi pensamiento se articulaba de pronto. ¡Palabras, queridas palabras francesas! Ellas me enseñaban que se puede escapar del silencio de otro modo que por el grito.

Estos recuerdos, otros más, muchos otros aún, toda mi vida pretérita se me aparece como almacenada en palabras francesas. Tan es así que el empleo del francés es, en mí, lo contrario de una actitud convencional.

Por otra parte, si bien es cierto que soy a ese respecto un caso ejemplar por su exageración y que las cosas han llegado en mí hasta el límite extremo (entre otras razones, sin duda, a causa de una introversión muy marcada), no creo ser una excepción. En mi medio y en mi generación las mujeres leían casi exclusivamente en francés. Recuerdo haber recibido y hecho, de niña, muchos regalos de libros, casi eran todos franceses, desde La Princesse de Clèves hasta Claudel. Alguien me hizo leer en aquellos años a Rubén Darío. Sus poesías me parecieron de un mal gusto intolerable: una parodia de Verlaine.

Agréguese a esto que nuestra sociedad era bastante indiferente a las cosas del espíritu, incluso bastante ignorante. Muchos de entre nosotros habíamos llegado, insensiblemente, a creer enormidades. Por ejemplo, que el español era un idioma impropio para expresar lo que no constituía el lado puramente material, práctico, de la vida; un idioma en que resultaba un poco ridículo expresarse con exactitud —esto es, matiz. Cuanto más restringido era nuestro vocabulario, más a gusto nos sentíamos. Toda rebusca de expresión tenía una apariencia afectada. Emplear ciertas palabras, ciertos giros de frase (que no eran, en realidad, otra cosa que gramaticalmente correctos) nos chocaba como puede chocarnos un vestido de baile en un campo de deportes o una mano que toma la taza con el meñique en el aire.

Muchos de nosotros empleábamos el español como esos viajeros que quieren aprender ciertas palabras de la lengua del país por donde viajan, porque esas palabras les son útiles para sacarlos de apuros en el hotel, en la estación y en los comercios, pero que no pasan de ahí.

Sin embargo, pese a las apariencias, no podíamos dejar de pensar y para esto necesitábamos palabras. Educadas por institutrices francesas y habiéndonos nutrido de literatura francesa, buen número de entre nosotras iba naturalmente a tomar sus palabras de Francia. Pero las institutrices de nuestra infancia y las abundantes lecturas no justifican totalmente nuestro reflujo obstinado hacia el francés —al menos en la mayoría de los casos—. Aquí debe de haber algún complejo que favorezca tal fenómeno. La prueba está en que, en Europa, en los medios análogos al mío, es frecuente de igual modo que los niños sean educados por institutrices extranjeras y que lean continuamente idiomas extranjeros; y, sin embargo, lo que ha sucedido aquí no se produce sino excepcionalmente allá. En nuestro caso debemos tener en cuenta, por añadidura, una especie de desdén latente hacia lo que venía de España (no entro a examinar si ese desdén tenía alguna excusa o justificación). Además, debido a otro fenómeno, que sería curioso analizar, nos volvíamos al francés por repugnancia a la afectación. La penuria del español que aceptábamos nos lo tornaba imposible. Rechazábamos su riqueza; rechazábamos esa riqueza como una cursilería. Nos disgustaba como una ostentación de lujo hecho de relumbrón y joyas falsas. El francés, por el contrario, era para nosotras la lengua en que podía expresarse todo sin parecer un advenedizo.

Imagino que el cincuenta por ciento de las cien palabras que componían nuestro vocabulario no figuraban siquiera en el diccionarip de la Real Academia Española. Hacia mis quince años ningún poder humano me hubiera hecho emplear los calificativos “bello” o “hermoso”; “lindo” me parecía el único término que no era pedante. Habría enfermado si alguien me hubiera obligado a llamar “mecedora” a una “silla de hamaca”. La estancia era, no podía ser, para mí, más que un océano de tierra donde soñaba, todo el año, en hundirme. Que se pudiese llamar estancia a un cuarto me sublevaba, me ofendía, como si se hubiese tratado de desfigurar, para apenarme, la fotografía de un ser querido. Y así todo lo demás.
Quizás convenga agregar que mi familia y las de aquellos que me rodeaban, aunque instaladas en América desde hace muchas generaciones, son casi exclusivamente de origen español.

A los veinte años, yo era, en lo concerniente a España, de una ignorancia tan sólida y tan agresiva, que algunos amigos compadecidos trataron de sacarme de ella. Se esforzaron por iniciarme en las delicias de la literatura castellana. Me dieron a leer Doña Perfecta, Doña Luz, El sombrero de tres picos... Apenas pude tragarlos. Mi convicción de que el español era un idioma “guindé” y aburrido aumentó. “Toute sonore encore” de los clásicos franceses permanecía sorda a lo demás.

Sólo en 1916, cuando el primer viaje de Ortega, después de haber conversado largamente con él, advertí gradualmente mi tontería. Comenzaba a descubrir que todo podía decirse en lengua española sin que uno se hiciese automáticamente pesado, afectado, grandilocuente. Pero este descubrimiento llegaba demasiado tarde. Hacía ya mucho tiempo que era prisionera del francés.

La consecuencia que saco de mis reflexiones sobre este tema es que nada de esto habría ocurrido si yo no hubiera sido americana. Si yo no hubiera sido esencialmente americana yo no habría hablado un español empobrecido, impropio para expresar todo matiz y no me habría negado al español de ultramar. Si no hubiera sido esencialmente americana, el francés no habría, quizás, llegado a ser el único refugio de mi pensamiento, y de haberlo sido, permanecería tranquilamente en él, en lugar de correr tras un español que ya no alcanzaré ciertamente; y que, si lo alcanzo, no me será nunca dócil. Si no hubiese sido esencialmente americana, no me habría debatido en este drama, y este drama hubiera resultado una comedia.

Si no hubiese sido americana, en fin, no experimentaría tampoco, probablemente, esta sed de explicar, de explicarnos y de explicarme. En Europa, cuando una cosa se produce diríase que está explicada de antemano. Cada acontecimiento nos hace la impresión de llevar, desde su nacimiento, un brazalete de identidad. Entra en un casillero. Aquí, por lo contrario, cada cosa, cada acontecimiento, es sospechoso y sospechable de ser aquello de que no tiene traza. Necesitamos mirarlo de arriba abajo para tratar de identificarlo y a veces cuando intentamos aplicarle las explicaciones que casos análogos recibirían en Europa, comprobamos que no sirven.

Entonces henos aquí obligados a cerrar los ojos y a avanzar penosamente, a tientas, hacia nosotros mismos; a buscar en qué sentido pueden acomodarse las viejas explicaciones a los nuevos problemas. Vacilamos, tropezamos, nos engañamos, temblamos, pero seguimos obstinados. Aunque los resultados obtenidos fueran, por el momento, mediocres, ¿qué importa? Nuestro sufrimiento no lo es. Y esto es lo que cuenta. Es preciso que este sufrimiento sea tan fuerte que alguien sienta un día la urgencia de vencerlo explicándolo.

He dicho, antes, que yo no me tengo por escritora, que ignoro totalmente el oficio. Que soy un simple ser humano en busca de expresión. Y precisamente por este motivo nunca me libertaré de las palabras francesas.

Proust cuenta que buscó vanamente en un libro de Bergotte, leído antaño por entero un día de invierno en que no pudo ver a Gilberte, las páginas que tanto le habían gustado. “Mais du volume lui-même —agrega— la neige qui couvrait les Champs Elysées, le jour où je le lus, n'a pas été enlevée”.

Hay para mí en las palabras francesas, aparte de todo lo demás, un milagro análogo, de naturaleza subjetiva e incomunicable. Poco importa que el español me parezca hoy día una lengua admirable, resplandeciente y concisa. Poco importa que, presa de arrepentimiento, me esfuerce en restituirle mi alma.
Del francés la neige ne sera jamais enlevée.

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(*) Es sabido que Port-Royal explica: “La palabra yo, de que el autor se sirve en el pensamiento siguiente,  no significa más que el amor propio". Por consiguiente, “l'amour propre est haísable” y todos estamos de acuerdo en ello.

Pero uno se pregunta por qué Pascal empleaba la palabra yo allí donde la expresión amor propio hubiera sido más justa, cerrando el camino al equivoco. Es que, en el fondo, Pascal había declarado la guerra al yo. Aseguraba que un “honnête homme” debe evitar esta palabra, que la piedad cristiana aniquila el yo humano y que la civilidad humana le oculta. Según Meré, un precepto de la honestidad era no decir yo sino uno. Esto suena tan puerilmente como reemplazar amor por tambor — según se hacía antaño en Francia, en los conventos de señoritas, cuando amor era la rima de un verso.

Pascal acusa a Montaigne de hablar demasiado de sí: “Uno de los caracteres más indignos del “honnête homme” es el que Montaigne adoptó al no hablar a sus lectores más que de sus humores, de sus inclinaciones, de sus fantasías, de sus enfermedades, de sus virtudes y de sus vicios...” Pero puesto que cada hombre lleva “la forma entera de la condición humana”, ¿cómo podrá hablar de sí sin hablar, por este mismo hecho, de los demás?

Montaigne puede estudiarse, ha dicho Sainte-Beuve, en el seno de Pascal.