viernes, 5 de diciembre de 2025

Paul Hazard: La soledad de Baudelaire. Segunda parte

LOS POETAS FELICES

Fuerza, prestigio; la gran flota y esos buques mercantes que surcan todos los mares; el Banco de Francia; la Constitución; un poder industrial y comercial sólidamente establecido; riqueza, lujo sereno, orden, dignidad, moralidad, decencia, religión; la certeza de que el cielo justo sabe discernir los méritos de una nación y recompensar sus virtudes; una satisfacción de sí misma que sigue siendo discreta, pero es inquebrantable: así es la Inglaterra de la sapientísima y gloriosísima reina Victoria.

Para los escritores, ya no se trataba de ser desenfrenados, incrédulos, anárquicos: habían entrado en razón. El gran poeta era Tennyson: ¿hubo alguna vez una vida más feliz? Evoquémoslo en su ambiente de la isla de Wight: al fondo, un castillo que domina el mar; bosques; un gran parque, caballos, galgos; en primer plano, el poeta que se pasea por la orilla, pidiéndoles a las tranquilas olas que le revelen el secreto de sus armonías. En él, todo es nobleza y serenidad. Domina la naturaleza, que no es ni la fuerza inmensa que escapa a nuestro control y permanece indiferente a nuestras desdichas, ni el ser universal en el que el individuo quiere disolverse. El amor, que a veces hace sufrir, no tiene sin embargo derecho a convertirse en la pasión salvaje que se rebela contra las leyes de la sociedad. Enoch Arden, al regresar a su casa tras una ausencia tan larga que se lo creyó muerto, y al encontrar a su esposa Annie casada con su antiguo rival, comprenderá lo que debe hacer: aceptar, callar, desaparecer; tan sólo después de su muerte, Annie sabrá que él siempre la amó. Así, todos los temas líricos se tratan con belleza y grandeza. La historia, si se entiende bien, es el símbolo de la lucha entre el vicio y la virtud, y la virtud siempre acaba imponiéndose. La muerte no tiene nada de horrendo: el justo se duerme en paz en los brazos del Señor.

Era hermoso y serio, digno y piadoso. Pero lo más admirable en su caso es su perfecta armonía, su armonía ideal, con su época, su entorno, su país: su noble país, tan hermoso, tan grande y, sin comparación posible, el primero de todos. Su celebridad no proviene de ninguna novedad audaz, sino más bien de la excelencia de su conformismo, adornado con la dulzura virgiliana de sus versos. Si les canta a los héroes de su patria, Nelson, Wellington, no es para obedecer a ningún pedido, sino al impulso espontáneo de su alma; se diría que nació poeta laureado. Profesa por la reina una admiración matizada de respeto y ternura; él le escribe, ella le responde: ella es la nación, él es el ornamento de la nación. Se lo colma de honores oficiales; cuando muere, “la reina llora con profundo dolor a su noble poeta laureado”; el pueblo acude en masa a su funeral y desfila ante su tumba, en Westminster. Ningún poeta, escribió Wyzeva, podría esperar un destino semejante, jamás.

Tal destino no lo tuvo Elizabeth Barrett, su contemporánea; pero no sé si no obtuvo de los dioses un favor más precioso. Las imaginaciones de los adolescentes, que creen que la vida de los poetas es completamente romántica y completamente hermosa, un sueño de un día de primavera, quedan en su caso superadas. Yacía en su chaise longue, en su cama; tan enfermiza y frágil que no podía salir, que se escondía del viento, del aire, del sol; ya ni siquiera veía la luz del día. No es que se hubiera rendido por completo; tenía la mente lúcida y el alma ardiente; escribía versos. Pero todos los días creía que iba a morir. Entonces, un poeta, Robert Browning, al regresar de un viaje y hojear los libros que lo esperaban en su casa, encuentra su nombre en una recopilación que le ha enviado Elizabeth Barrett. Él le escribe para darle las gracias; ella le responde; él la visita; se enamoran. Se casan en secreto; y luego Robert Browning rapta a Elizabeth Barrett.

Todo el mundo conoce esta novela, que incluso se ha popularizado gracias al cine: la tiranía de un padre demasiado obstinado; la primera salida de la joven y su éxtasis al volver a ver los árboles y el cielo; la boda furtiva; la partida hacia Italia. Pero pensemos en este otro milagro: la vida perdonó a Elizabeth esa provocación; esa felicidad no se destruyó apenas se saboreó; ni la enfermedad, ni la maternidad, ni la convivencia cotidiana, ni los celos profesionales, ni las rivalidades de la vanidad, ni la gloria lograron disminuir ese gran amor. Se siente un temor retrospectivo al leer las admirables elevaciones que ella dio en 1847 bajo el título de Sonetos portugueses: ¿es posible que semejante bienaventuranza sea duradera? Imprudente es la mujer que se atreve a despertar así los poderes celosos que les prohíben a los mortales ser felices. Ella expresa la sorpresa que sintió cuando un ser misterioso apareció en su vida como un conquistador: creía que era la muerte, y era el amor. Expresa su dicha, su gratitud: su corazón, cargado de pena, se aligeró; yacía en el lecho del dolor, se levantó: ¿cómo podría darle las gracias a quien la ha transfigurado con la felicidad? Débiles serían sus ofrendas —sus versos, su vida, su alma— si no pudiera ofrecerle la llama que él mismo encendió. Ahora están unidos, él y ella; ni el océano ni las montañas lograrían separarlos: “nuestras manos sabrían como encontrarse en el infinito”...

Así, ella pudo elevarse hasta lo sublime, sin que nada obstaculizara su vuelo; sus días carecieron de nubes y sus años de invierno; conservó el privilegio de un amor que nada alteró y que siguió siendo lo que había sido el primer día, tan confiado, tan intenso y tan puro.

En cuanto a él, si alguna vez ese gran aficionado a las almas se sorprendía al discernir en Elizabeth un corazón tan profundamente abnegado y un espíritu tan libre y tan diferente al suyo; si se irritaba al verla preguntarles a las sombras lo que los vivos no pueden saber; si sentía que su propio carácter era más brusco y menos tierno; si a veces pensaba en la muerte, que no llama al mismo tiempo a los que se aman, se tranquilizaba rápidamente, porque llevaba en sí mismo una convicción capaz de apaciguar todas las inquietudes y calmar todas las penas. No dudaba ni por un instante de que la vida que llevamos en esta tierra no es más que un ensayo; las almas acceden a una vida superior que completa su sueño. Todo lo que, por improbable que fuera, le faltara para alcanzar la perfección de su felicidad, lo obtendría en ese segundo nacimiento. Y en base a eso ya no temía nada, ni siquiera a la muerte. “Siempre he sido un luchador. ¡Una lucha más, la mejor y la última! Odiaría una muerte que me vendara los ojos, que me tratara con contemplaciones, que me pidiera que pasara arrastrándome. No, yo quiero saborearla por entero, comportarme como mis pares, los héroes de antaño, soportar el golpe y, en un minuto, pagar las deudas atrasadas que mi vida feliz tiene en dolor, tinieblas y frío. Porque, de repente, lo peor se convierte en lo mejor para el valiente; el minuto negro ha terminado, y la furia de los elementos, las voces delirantes de los demonios va a debilitarse, a fundirse, a cambiar, primero se transformarán en paz sin sufrimiento, luego en luz, luego  en tu seno, oh alma de mi alma. ¡Te abrazaré de nuevo! El resto queda en manos de Dios”.

Baudelaire no conocía la felicidad; no conocía nada que no tuviera alguna mancha de confusión y de impureza. Entre su vida y la de esos señores de las letras no había ninguna medida en común, ningún punto de comparación. Era pobre y no siempre conseguía colocar sus escritos; el dinero que había tenido en otro tiempo lo había gastado tan rápidamente que le parecía no haberlo tenido nunca. Estaba enfermo y se sentía derrotado. El amor no era para él más que una búsqueda ansiosa, siempre frustrada; su compañera habitual era Jeanne Duval, la mulata que había conocido por casualidad, la mujer perdida. Un poeta maldito: era un poeta maldito, nada más. Los castillos y los parques, los palacios a orillas del Arno, las cabalgatas por las suaves colinas toscanas, los honores, la gloria: ¡qué ironía! Sus nervios exasperados lo convertían todo en sufrimiento, incluso la alegría de escribir. Ignoraba las efusiones del corazón, los impulsos y esos momentos magníficos en los que el poeta solo tiene que dejar que su pluma sea guiada por su demonio interior. Por el contrario, se esforzaba, corregía, retocaba, para conseguir darles a sus versos la calidad única que Théophile Gautier reconocía en ellos: punzantes como las nieblas de Inglaterra y sólidos como el mármol. La facilidad verbosa de Aurora Leigh, que apareció el mismo año que Las flores del mal, en 1857, la oscuridad en la que se complacía Robert Browning, semidiós fulgurante entre las nubes, le habrían parecido crímenes contra el arte y contra el espíritu. Su pueblo, amigo del sentido común y la razón, no lo entendía; los tribunales franceses lo habían condenado. Cuando se marchó a Bélgica para reunir lo necesario para ganarse la vida, no hizo más que sentir más cruelmente su miseria; y ya no figuraba entre los vivos. ¿Cómo podría, al fin y al cabo, refugiarse en la fe? ¿Era cristiano? Para serlo, no basta con el sentimiento del pecado —pesada carga—, las aspiraciones, las nostalgias, el deseo de lo infinito. También es preciso adoptar una regla de vida, una moral; abandonar el mundo de la carne. Para encontrar el puerto tranquilo donde ya no llegan los vientos malignos, también es preciso, en primer lugar, quererlo y después merecerlo.

PAUL HAZARD

Solitude de Baudelaire

Revue Des Deux Mondes, 15 de febrero de 1937

(continuará)

Traducción, para Literatura & Traducciones, de Miguel Ángel Frontán


LES POÈTES HEUREUX

DE la force, du prestige; la grande flotte, et ces vaisseaux marchands qui sillonnent toutes les mers; la Banque; la Constitution; une puissance industrielle et commerciale solidement établie; de la richesse, du luxe paisible, de l’ordre, de la dignité, de la moralité, de la décence, de la religion; la certitude que le juste ciel sait discerner les mérites d’une nation et récompenser ses vertus; un contentement de soi qui reste discret, mais inébranlable: c’est l’Angleterre de la très sage et très glorieuse reine Victoria.

Il ne s’agissait plus, pour les gens de lettres, d’être débridés, incroyants, anarchiques: ils s’étaient mis à la raison. Le grand poète était Tennyson: fut-il jamais plus heureuse vie? Évoquons-le dans son décor de l’île de Wight: au fond, un château qui domine la mer; des bois; un grand parc, des chevaux, des lévriers; au premier plan, le poète qui se promène sur la grève, en demandant aux flots paisibles de lui dire le secret de leurs harmonies. En lui, tout est noblesse et sérénité. Il domine la nature, qui n’est ni la force immense qui échappe à nos prises et reste indifférente à nos malheurs, ni l’être universel dans lequel l’individu veut se dissoudre. L’amour, qui fait quelquefois souffrir, n’a pourtant pas le droit de devenir la passion sauvage qui se rebelle aux lois de la société. Enoch Arden, revenant au logis après une absence si longue qu’on l’a cru mort, et retrouvant sa femme Annie mariée à son ancien rival, comprendra ce qu’il convient de faire: accepter, se taire, disparaître; après sa mort seulement, Annie saura qu’il l’a toujours aimée. Ainsi tous les thèmes lyriques se traitent en beauté, en grandeur. L’histoire, à la bien comprendre, est le symbole de la lutte entre le vice et la vertu, la vertu finissant toujours par l’emporter. La mort n’a rien d’affreux: le juste s’endort en paix dans les bras du Seigneur.

Il était beau et grave, il était digne et pieux. Mais le plus admirable dans son cas est son accord parfait, son accord idéal, avec son temps, son milieu, son pays: son noble pays, si beau, si grand, et sans comparaison possible le premier de tous. Sa célébrité ne vient pas de quelque nouveauté audacieuse, mais bien plutôt de l’excellence de son conformisme, paré de la douceur virgilienne de ses vers. S’il chante les héros de sa patrie, Nelson, Wellington, ce n’est pas pour obéir à quelque commande, mais à l’élan spontané de son âme; on dirait qu’il est né poète lauréat. Il professe pour la reine une admiration nuancée de respect et de tendresse; il lui écrit, elle lui répond: elle est la nation, il est la parure de la nation. On le charge d’honneurs officiels; quand il meurt, «la reine pleure avec une profonde douleur son noble poète lauréat»; le peuple se presse à son service funèbre, et défile devant sa tombe, à Westminster. Aucun poète, a écrit Wyzeva, ne saurait espérer pareille fortune, jamais.

Pareille fortune, Elizabeth Barrett, sa contemporaine, ne l’a pas eue; mais je ne sais si elle n’a pas obtenu des dieux une plus précieuse faveur. Les imaginations des adolescents, qui croient que la vie des poètes est toute romanesque et toute belle, songe d’un jour de printemps, sont ici dépassées. Elle gisait sur sa chaise longue, sur son lit; si maladive et si frêle, qu’elle ne pouvait sortir, qu’elle se dérobait au vent, à l’air, au soleil; elle ne voyait même plus la lumière du jour. Ce n’est pas qu’elle s’abandonnât tout à fait; elle avait l’esprit lucide et l’âme ardente; elle écrivait des vers. Mais tous les jours elle croyait mourir. Or, un poète, Robert Browning, rentrant de voyage et feuilletant les livres qui l’attendaient au logis, trouve son nom dans un recueil que lui a envoyé Elizabeth Barrett. Il lui écrit pour la remercier; elle lui répond: il lui rend visite; ils s’aiment. Secrètement ils se marient; et puis Robert Browning enlève Elizabeth Barrett.

Ce roman-là, tout le monde le connaît et le cinéma même l’a rendu populaire: la tyrannie d’un père trop obstiné; la première sortie de la jeune fille, et son ravissement de revoir les arbres et le ciel; le mariage furtif; le départ pour l’Italie. Mais songez à cet autre miracle: la vie a pardonné à Elizabeth cette provocation; ce bonheur n’a pas été détruit à peine goûté; ni la maladie, ni la maternité, ni le contact quotidien, ni les jalousies de métier, ni les concurrences de vanité, ni la gloire, n’ont réussi à amoindrir ce grand amour. On éprouve une crainte rétrospective, en lisant les admirables élévations qu’elle donna en 1847 sous le titre de Sonnets du Portugais: est-il possible qu’une telle béatitude soit durable? Imprudente, la femme qui ose réveiller ainsi les puissances jalouses qui défendent aux mortels d’être heureux. Elle exprime la surprise qu’elle éprouva, lorsqu’un être mystérieux apparut dans son existence en conquérant: elle croyait que c’était la mort, et c’était l'amour. Elle dit sa joie, sa reconnaissance: son cœur, lourd de chagrin, s’est allégé; elle gisait, elle s’est relevée: comment pourrait-elle rendre grâces à celui qui l’a transfigurée par le bonheur? Faibles seraient ses dons, —ses vers, sa vie, son âme, —si elle ne pouvait lui offrir la flamme qu’il a lui-même allumée. Maintenant ils sont unis, lui et elle; ni l’océan, ni les montagnes ne réussiraient à les séparer: «nos mains dans l’infini sauraient se rencontrer»…

Or, elle put s’élever ainsi jusqu’au sublime, sans que son vol fût entravé; ses jours furent sans nuages, et ses années sans hiver; elle garda le privilège d’un amour que rien ne vint altérer, et qui resta ce qu’il avait été au premier jour, aussi confiant, aussi intense, et aussi pur.

Pour lui, s’il arrivait que ce grand amateur d’âmes s’étonnât quelquefois de distinguer chez Elizabeth un cœur si profondément dévoué, et un esprit si libre et si différent du sien; s'il s’irritait de la voir demander aux ombres ce que les vivants ne peuvent savoir; s’il se sentait de caractère plus brusque et moins attendri; s’il songeait quelquefois à la mort, qui n’appelle pas au même moment ceux qui s’aiment, il se rassurait vite; car il portait en lui une conviction capable d’apaiser toutes les inquiétudes et de calmer tous les chagrins. La vie que nous menons sur cette terre, il n’en doutait pas un seul instant, n’est qu’un essai; les âmes accèdent à une vie supérieure qui complète leur rêve. Tout ce qui, par impossible, manquerait à la perfection de son bonheur, il l’obtiendrait lors de cette seconde naissance. Et dès lors il ne craignait plus rien, pas même la mort. «J’ai toujours été un lutteur. Une lutte de plus, la meilleure et la dernière! Je haïrais une mort qui me banderait les yeux, qui m’épargnerait, qui me demanderait de passer en rampant. Non, je veux la goûter tout entière, me comporter comme mes pairs, les héros de jadis, supporter le choc, et en une minute payer ce que doit ma vie heureuse en arrérages de douleur, de ténèbres et de froid. Car tout d’un coup, le pire devient le meilleur pour le brave; la minute noire est terminée, et la rage des éléments, les voix délirantes des démons vont s’affaiblir, se fondre, changer, devenir d’abord la paix exempte de souffrance, puis une lumière, puis ton sein, ô âme de mon âme. Je t’étreindrai de nouveau! Le reste, à la garde de Dieu.»

Le bonheur, Baudelaire ne le connaissait pas; il ne connaissait rien qui ne fût entaché de trouble et d’impureté. Entre sa vie, et celle de ces seigneurs des lettres, il n’y avait aucune mesure, aucun point de comparaison. Il était pauvre, et ne parvenait pas toujours à placer sa copie; l’argent qu’il avait eu jadis, il l’avait gaspillé si vite qu’il lui semblait n’en avoir jamais eu. Il était malade et déchu. L’amour n’était pour lui qu’une recherche anxieuse, toujours trompée; sa compagne familière était Jeanne Duval, la mulâtresse rencontrée d’aventure, la femme perdue. Un poète maudit: il était un poète maudit, rien d’autre. Les châteaux et les parcs, les palais aux bords de l’Arno, les chevauchées au milieu des douces collines toscanes, les honneurs, la gloire: quelle ironie! Ses nerfs exaspérés transformaient tout en souffrance, même la joie d’écrire. Il ignorait les effusions du cœur, les élans, et ces moments magnifiques où le poète n’a plus qu’à laisser conduire sa plume par son démon intérieur. Au contraire, il peinait, corrigeait, retouchait, pour arriver à donner à ses vers la qualité unique que Théophile Gautier reconnaissait en eux: pénétrants comme les brouillards d’Angleterre et solides comme du marbre. La facilité verbeuse d’Aurora Leigh, qui paraît la même année que les Fleurs du mal, en 1857; l’obscurité où se complaisait Robert Browning, demi-dieu fulgurant parmi les nuages, lui auraient paru des crimes contre l’art et contre l’esprit. Son peuple, ami du bon sens et de la raison, ne le comprenait pas; les tribunaux français l’avaient condamné. Lorsqu’il était parti pour la Belgique, afin d’y récolter de quoi vivre, il n’avait fait que sentir plus cruellement sa misère; et déjà il n'était plus au nombre des vivants. Comment eût-il pu, enfin, se réfugier dans la croyance? Etait-il chrétien? Pour l’être, il ne suffit pas du sentiment du péché, lourd fardeau; des aspirations, des nostalgies; du désir de l’infini. Encore faut-il qu’on adopte une règle de vie, une morale; qu’on abandonne le monde de la chair. Encore faut-il, pour trouver le port paisible où n’arrivent plus les vents mauvais, le vouloir d’abord; et ensuite, le mériter.